—¡Mis queridos colegas senadores —dijo Filipo con voz estentórea—, os ruego que no pongáis un ejército en manos de Marco Emilio Lépido! No lo solicito. No lo pido. ¡Lo suplico! Pues me parece evidente que nuestro primer cónsul prepara la revolución… la ha estado preparando desde su acceso al cargo. Hasta que nuestro llorado dictador murió no hizo ni dijo nada, pero en cuanto murió se puso manos a la obra. ¡Se negó a acreditar el voto del Senado para que el Estado cargara con los gastos del funeral de Sila! ¡Cierto que perdió, y yo nunca pensé que pudiera sanar! Y se valió del debate a propósito del funeral para dar a entender a sus partidarios que iba a legislar una política de traición. ¡Y una política de traición procedió a legislar! ¡Propuso que se devolviese la tierra confiscada a personas que habían merecido esa confiscación! ¡Y luego, ante la indecisión de la cámara, buscó la adulación de hasta la segunda clase mediante un recurso usado por todos los demagogos, desde Cayo Graco hasta su propio suegro Saturnino, legislando la venta de trigo barato por el Estado! ¡Roma no había de votar fondos para honrar los despojos de su más grande prócer, eso no! ¡Pero sí debía gastar muchos más fondos públicos para favorecer a los inútiles proletarii, claro que sí!
Lépido no fue el único sorprendido por este ataque; toda la cámara escuchaba estupefacta sin moverse. Y Filipo prosiguió:
—Bien, senadores, ¿y queréis darle el mando de cuatro legiones y enviarle a Etruria? ¡Pues yo no os lo consiento! Primero, porque las elecciones curules tienen que celebrarse en breve, y a él le ha tocado organizarlas y, por consiguiente, ¡debe quedarse en Roma para cumplir con su deber y no ir corriendo a levantar un ejército! Os recuerdo que estamos a punto de celebrar las primeras elecciones libres desde hace años, y que es imperativo celebrarlas en su fecha y legalmente. Quinto Lutacio Catulo es perfectamente capaz de reclutar las tropas y hacer la guerra contra Faesulae y las comunidades de Etruria que decidan secundarla. Va en contra de las leyes de Sila que los dos cónsules se ausenten de Roma para hacer la guerra. Pues fue precisamente para prever tal eventualidad que nuestro querido dictador añadió esa cláusula del mando de nombramiento especial. Disponemos de los medios constitucionales para asignar el mando en las guerras al hombre más competente, aunque no sea miembro del Senado. ¡Y vosotros vais a conceder un mando importante a quien no tiene una aceptable hoja de servicios bélicos! Quinto Lutacio tiene experiencia y sabemos que es competente en cuestiones militares, mientras que Marco Emilio Lépido… ¡No sabe nada ni tiene experiencia! Y además, insisto en que es un revolucionario en potencia. ¡No podéis darle legiones y enviarle a hacer la guerra en una región a la que, como han indicado sus propias palabras, tiene interés traicionero en favorecer en contra de Roma!
Lépido había escuchado con la boca abierta las primeras frases del discurso, pero luego, con súbita decisión, se volvió hacia el funcionario y le arrebató la tablilla de cera y el estilo, y durante el resto de la diatriba de Filipo fue tomando notas. Y ahora se ponía en pie con la tablilla al alcance de la mano.
—¿Qué te impulsa a decir semejantes cosas, Filipo? —inquirió, sin decir el nombre entero de su adversario como hubiera sido lo cortés—. Confieso que se me escapa el motivo, pero debes de tener uno, de eso estoy seguro. ¡Cuando el gran tergiversador se pone en pie en esta cámara para pronunciar tan elocuente discurso, tened la seguridad de que hay gato encerrado! ¡Alguien le está pagando para que se cambie de toga! ¡Qué rico se ha vuelto… qué gordo, qué feliz! ¡Cuán engolfado en el lodo de la voluptuosidad! ¡Y siempre al servicio de alguien que necesita una boca senatorial!
Alzó levemente la tablilla de cera y miró con firmeza por encima de ella a los silenciosos senadores. Dirigió la vista a Catulo y advirtió que también él estaba estupefacto por la intervención de Filipo. El que estaba detrás de aquel discurso no era Catulo ni ninguno de su facción.
—Rebatiré los puntos de Filipo uno por uno, padres conscriptos. Uno, mi pasividad antes de la muerte del dictador. ¡No es cierto! ¡Y todos lo sabéis! ¡Haced memoria!
»Dos, la votación de fondos públicos para subvenir a los gastos del funeral del dictador. Sí, me opuse. Igual que muchos otros. ¿Y por qué no? ¿Es que no se puede tener opinión?
»En cuanto al tercero, el que mi oposición fuese una señal para que mis… partidarios —¿es que tengo alguno?— supieran que iba a deshacer todo lo que había hecho Lucio Cornelio Sila, ¡qué absurdo! Lo único que he intentado es aplicar dos leyes y al mismo tiempo con eficacia. Pero no he dado a entender en lo más mínimo a nadie que pretenda destruir toda la labor legislativa de Sila. ¿Me habéis oído criticar el nuevo sistema judicial? ¿O el nuevo reglamento del servicio estatal? ¿O del Senado? ¿Del proceso electoral? ¿Las nuevas leyes de traición que limitan los abusos de los gobernadores de provincias? ¿La función restringida de las asambleas? ¿O la severa limitación de la función de tribunado de la plebe? ¡No, padres conscriptos, no me habréis oído! ¡Porque no pienso entorpecer tales disposiciones!
La última frase la vociferó de tal modo que causó el sobresalto de no pocos. Hizo una pausa para que se serenaran y continuó.
—Cuatro, la alegación de que mi ley para devolver algunas tierras confiscadas —¡algunas, no todas!— a sus propietarios es traición. Eso es igualmente absurdo. Mi lex Aemilia Lep ida no dice que todas las tierras confiscadas de ciudades o distritos convictos de lesa traición deban devolverse. Sólo afecta a las tierras de localidades cuya participación en la guerra contra Carbón fue involuntaria.
Lépido bajó la voz para obtener un tono emotivo.
—¡Senadores, os ruego que penséis por un momento! Si queremos ver una Italia romana auténticamente unida, debemos dejar de aplicar los tradicionales castigos que imponíamos a los aliados itálicos, a hombres que, según la ley, son ahora tan romanos como nosotros. Si Lucio Cornelio en algo se equivocó fue en eso. Tal vez fuese comprensible en un hombre de su edad, pero es imperdonable que la mayoría de nosotros, que tenemos como poco veinte años menos que él, pensemos en los mismos términos. Os recuerdo que Filipo también es viejo y tiene los prejuicios anticuados propios de su edad. Cuando era censor mostró flagrantemente sus prejuicios negándose a hacer lo que Sila llevó a la práctica: distribuir a todos los ciudadanos romanos en las treinta y cinco tribus.
Comenzaba a hacer mella en ellos, porque efectivamente la cámara era mucho más joven que diez años atrás. Y, ya más animado, continuó.
—Cinco, mi ley del trigo. Con ella también se corrige un error manifiesto. Creo que si Lucio Cornelio hubiese seguido más tiempo de dictador, él mismo lo habría advertido y habría hecho lo mismo: legislar para que las clases bajas volvieran a tener trigo barato. Los comerciantes fueron codiciosos. ¡Nadie puede negarlo! Y efectivamente esta cámara vio con acierto el buen sentido de mi ley frumentaria, pues la aprobasteis, evitando así el riesgo de que en la próxima cosecha estallen disturbios y haya violencia en Roma. ¡Porque no se puede privar a la gente del común de un privilegio que es tan antiguo que lo consideran un derecho!
»Sexto, mi función como cónsul elegido para organizar las elecciones curules. Sí, me tocó en suerte, y, de acuerdo con la nueva constitución, ello significa que sólo yo puedo presidir las elecciones curules. Pero, padres conscriptos, ¡no fui yo quien pidió el mando de las cuatro legiones para sofocar la rebelión de Faesulae! ¡Se me asignó! ¡Por libre voluntad vuestra! ¡Sin que yo lo solicitara! ¡Vosotros no pensásteis —ni a mí se me ocurrió pensar— que un asunto como el de las elecciones curules tuviese prioridad respecto a una sublevación en Italia! Confieso que yo di por sentado que era prioritario sofocar la rebelión, y luego celebrar las elecciones curules. Hay tiempo de sobra para hacerlo antes de que termine el año; no estamos más que al principio de quintilis.
»Siete, no va expresamente contra las leyes de Sila que ambos cónsules estén ausentes de Roma para dirigir una guerra. Ni aunque fuese fuera de Italia. Según Lucio Cornelio Sila, la primera obligación de los cónsules es cuidar de Roma y de Italia. Ni Quinto Lutacio Catulo ni yo vamos a cometer abuso de autoridad. La cláusula que prevé la asignación especial de mando no senatorial sólo es aplicable si los magistrados legalmente elegidos y los otros senadores competentes no están disponibles para dirigir la guerra.
»Y, finalmente, el punto ocho —añadió Lépido—. ¿Por qué he de ser yo menos apto para el mando que Quinto Lutacio Catulo? Los dos hemos servido durante la guerra itálica como legados. Ninguno de los dos salió de Roma durante los años de Cinna y Carbón. Los dos mantuvimos tan terca y sincera neutralidad, que Lucio Cornelio Sila no pudo castigarnos, y, después de todo, somos la última pareja consular elegida por él mismo. En cuanto a nuestra experiencia militar, puede decirse otro tanto. No se puede aventurar que uno de los dos vaya a brillar más que el otro en la guerra contra Faesulae. Y el interés de Roma es que los dos brillemos por igual, ¿no es cierto? Según las costumbres romanas, si los cónsules están dispuestos a tomar el mando militar por indicación del Senado, es un deber para ellos. El Senado nos lo asignó, y los cónsules lo asumen. Nada más.
Pero Filipo no se resignó, y sin mostrar decepción ni animosidad, con suavidad y prudencia, fue transformando el debate en un lamento en torno a la evidente enemistad que había surgido entre los cónsules, ilustrando sus quejas con unos cincuenta ejemplos entre meras discrepancias y roces y enfrentamientos importantes. Ya se había puesto el sol (lo que significaba que el Senado debía poner fin a la sesión), pero Catulo y Lépido no querían posponer para el día siguiente la decisión; por ello, los celadores de la cámara trajeron antorchas y Filipo continuó su perorata. Una buena perorata, pues, al llegar a la última parte del discurso, los senadores estaban dispuestos a aprobar lo que fuese con tal de irse a casa a cenar y dormir.
—Lo que propongo —dijo finalmente—, es que ambos cónsules juren que no convertirán su ejército en instrumento de venganza personal mutua. ¡No es mucho pedir! Pero me quedaría más tranquilo si se les toma juramento.
Lépido se puso en pie hastiado.
—Mi opinión sobre tu propuesta, Filipo, es que se trata de lo más estúpido que se ha oído en esta cámara. No obstante, si los padres conscriptos se quedan más satisfechos y quieren que Quinto Lutacio y yo nos pongamos antes manos a la obra, soy el primero que está dispuesto a jurar.
—Totalmente de acuerdo, Marco Emilio —dijo Catulo—. ¿Nos vamos a casa?
—¿Qué crees que se proponía Filipo? — preguntó Lépido a Bruto durante la cena al día siguiente.
—Pues, sinceramente, no lo sé —contestó Bruto meneando la cabeza.
—¿Tienes alguna idea, Servilia? —preguntó el primer cónsul.
—Pues no —contestó ella frunciendo el ceño—. Mi esposo me hizo un resumen de lo que se dijo anoche, pero me enteraré mejor si me facilitas una copia de las actas, si es que se tomaron.
Era tan favorable el criterio que Lépido tenía de la capacidad política de Servilia, que no vio inconveniente en su petición y accedió a entregarle copia del documento al día siguiente antes de salir de Roma para reclutar sus cuatro legiones.
—Yo empiezo a creer —dijo Bruto— que no vas a poder mejorar la suerte de las ciudades de Etruria y Umbría que no se vieron implicadas directamente en la guerra con Carbón. En el Senado hay muchos como Filipo, y no les gusta oír tus argumentos.
A Bruto le preocupaba la pacificación de algunos de los distritos de Umbría, pues después de Pompeyo era el principal terrateniente, y no le complacía ver cerca de sus fincas asentamientos militares; éstos se hallaban principalmente en torno a Spoletium e Iguvium, dos zonas de confiscación, y el hecho de que aún no hubiesen llegado a ellos colonos excombatientes se debía a dos factores: la lentitud de las comisiones de reparto y la marcha de catorce de las legiones de veteranos de Sila veinte meses atrás para combatir en Hispania. Sólo este segundo factor había permitido que Lépido sacara adelante su ley, pues, de haber estado en Italia las veintitrés legiones de Sila para la desmovilización pensada en principio, no habrían faltado excombatientes en Spoletium e Iguvium.
—Lo que dijo ayer Filipo me dejó estupefacto —comentó Lépido, enrojeciendo de rabia al recordarlo—. ¡Son increíbles esos idiotas! De verdad que creía que con mi réplica me los ganaría. Hablé con buena lógica, Servilia, con buen sentido, pero consintieron en que Filipo impusiera ese absurdo juramento que hubimos de prestar esta mañana en Semo Sancus Dius Fidius.
—Lo que significa que están dispuestos a dejarse impresionar más —dijo ella—. Lo que me preocupa es que no estés en el Senado para oponerte a ese viejo embaucador la próxima vez que hable, y ten por seguro que hablará. Algo trama.
—No sé por qué le llamamos viejo —dijo Bruto, que era proclive al desacuerdo—. No es tan viejo; tiene cincuenta y ocho años, y, aunque parezca que se le va a llevar por delante una apoplejía, creo que tiene vida para rato. ¡Ojalá me equivocara!
Pero Lépido estaba harto de digresiones y especulaciones, y fue directo al grano.
—Me marcho a Etruria para reclutar tropas —dijo—, y me gustaría que vinieses tú también lo antes posible, Bruto. Hemos previsto actuar al unísono el año que viene, pero creo que hay que empezar ahora mismo. No hay ningún asunto previsto en tu tribunal que no pueda posponerse hasta el año que viene cuando haya nuevo juez, así que te pido que vengas conmigo inmediatamente como primer legado.
Servilia hizo un gesto de preocupación.
—¿Es prudente reclutar tus tropas en Etruria? —inquirió—. ¿Por qué no hacerlo en Campania?
—Porque Catulo se me adelantó y eligió Campania. De todos modos, mis tierras y mis amistades están en Etruria y no al sur de Roma. Yo allí puedo moverme bien porque tengo muchos conocidos.
—Y eso es lo que me inquieta, Lépido. Sospecho que Filipo lo desvirtuará cuanto pueda y seguirá sembrando dudas en los demás senadores en cuanto a tus verdaderas intenciones. No me parece conveniente reclutar tropas en una región en la que puede estallar una sublevación.
—¡Que Filipo haga lo que quiera! —exclamó Lépido desdeñosamente.
Y el Senado le dejó hacer. Al llegar sextilis y activarse notablemente el reclutamiento de tropas, Filipo se impuso como deber mantener vigilado a Lépido mediante una asombrosa red de eficaces agentes. No perdió el tiempo en observar lo que hacía Catulo en Campania; sus legiones se completaban rápidamente con antiguos partidarios de Sila, hastiados de la paz y la agricultura, y dispuestos a emprender otra campaña que no les alejara mucho de sus hogares. La dificultad era que los que se alistaban en Etruria no eran excombatientes de Sila, sino jóvenes de la región sin experiencia o veteranos que habían combatido con Carbón y sus generales, y que no se hallaban encuadrados en las unidades al producirse la rendición. La mayoría de los veteranos de Sila asentados en Etruria optaron por quedarse en sus parcelas para defenderlas o por marchar a Campania a alistarse en las legiones de Catulo.