Cuando Claudio Nerón recibió a Verres (que ya le esperaba en el alojamiento asignado al gobernador), supo que era él quien había de presidir el tribunal y aceptar a Verres como acusación, testigo, miembro del jurado y embajador con categoría prepretoriana inalterada por los acontecimientos.
—¡Absurdo! —exclamó en la entrevista sostenida con Dolabela, Publio Tetio y el legado Cayo Terencio Varrón.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Verres.
—La justicia romana es ejemplar, y lo que tú propones es una farsa. ¡Yo he desempeñado bien mi cargo en la provincia, y, según lo previsto, es muy posible que me reemplace¡¡ en primavera! Y lo mismo puede decirse de tu superior, Cneo Dolabela, aunque no puedo hablar por él —replicó Claudio Nerón, dirigiendo una mirada a Dolabela que éste eludió—. Pero en lo que a mí atañe, pienso dejar la provincia con fama de haber sido uno de los mejores gobernadores. Y este juicio será seguramente el último importante que presida, por lo cual no voy a consentir que sea una farsa.
El rostro amable de Verres se trocó en pedernal.
—¡Quiero que se les condene rápidamente! —exclamó—. ¡Quiero que esos dos socii griegos sean azotados y decapitados! Han asesinado a un lictor romano en acto de servicio, y si no se les castiga la autoridad de Roma mermará aún más en una provincia que sigue anhelando que la gobierne el rey Mitrídates.
Era un buen argumento, pero no fue la razón por la que Claudio Nerón acabó por ceder; cedió porque no tenía la entereza para resistir cara a cara a Verres. Con excepción de Publio Tetio y su huésped Cayo Terencio Varrón, Verres había logrado ganarse a la colonia romana de Lámpsaco, soliviantándola agriamente en contra de la ciudad: se trataba de una venganza de romanos contra griegos. Claudio Nerón fue incapaz de resistir las presiones.
Entretanto, César había encontrado alojamiento en una modesta posada cercana al puerto. Era tan sucia como pobre, y en ella se hospedaban fundamentalmente marineros, pero era el único lugar que pudo hallar, pues la población sentía animosidad contra los romanos como él. De no haber hecho tanto frío, se hubiera contentado con acampar en algún lugar, y, de no ser por su querida independencia, habría podido encontrar acomodo en casa de algún compatriota, pero se conformó con el puerto. Cuando él y Burgundus fueron a dar un paseo antes de la lamentable cena que preveían les iban a servir, ya los pregoneros iban cantando que el juicio de Filodamo y Artemidoro se celebraría al día siguiente por la mañana en la plaza del mercado.
Llegada la hora, César no se apresuró; quería que todos estuvieran congregados en la plaza cuando él hiciera su espectacular aparición. Efectivamente, su llegada provocó un revuelo: un noble romano, senador y héroe, que nada tenía que ver con los romanos implicados. Ninguno de ellos le conocía de vista para saber de quién se trataba, y tanto más cuanto que César no vestía la laena y el apex, sino blanca toga con una túnica de franja ancha púrpura de senador en el hombro izquierdo y los zapatos marrones del cargo, y lucía una corona de hojas de roble, por lo que todos los romanos, incluidos los dos gobernadores, hubieron de ponerse en pie y aplaudir.
—Soy Cayo Julio César, sobrino de Lucio Cornelio Sila el dictador —dijo con toda naturalidad a Claudio Nerón, tendiéndole la mano derecha—. Iba de camino, he sabido del juicio y me he llegado por si necesitabas un jurado más.
El nombre hizo que todos supieran de quién se trataba, más por haber sido flamen dialis que por su acción en el sitio de Mitilene; aquellos hombres no estaban en Roma al regreso de Lúculo e ignoraban los detalles del asedio por boca del conquistador. No le aceptaron su propuesta de ser jurado, pero se acomodó en seguida en una silla traída a toda prisa para quien, además de héroe de guerra, era sobrino del dictador por matrimonio.
Se inició el juicio. No faltaban ciudadanos romanos para constituir el jurado, pues Dolabela y Claudio Nerón habían llevado numerosos suboficiales y una cohorte de soldados de Pérgamo, fimbrianos que de inmediato reconocieron a César y le vitorearon; otro de los motivos por los que a ninguno de los dos gobernadores les gustó su presencia en el juicio.
Aunque Verres era quien dirigía la acusación, ejerció de acusador un residente romano, un usurero que necesitaba a los lictores de Claudio Nerón para cobrar a los morosos, y que sabía muy bien que si no aceptaba aquel papel dejaría de contar con los lictores. Todos los griegos de Lámpsaco estaban en la plaza murmurando, lanzando miradas incendiarias y alzando a veces el puño, pero, a pesar de todo, ninguno se arriesgó a defender a Filodamo y Artemidoro, quienes se vieron obligados a efectuar su propia defensa en el marco de un sistema jurídico extranjero.
Era, pensó el impenetrable César, una farsa consumada. Claudio Nerón, el presidente del tribunal, no hizo esfuerzo alguno por dirigir el juicio, permaneció punto en boca y dejó que lo hiciesen Verres y Rubrio; Dolabela formaba parte del jurado y no cesó de hacer comentarios en voz alta a favor de Verres, del mismo modo que el propio Verres, también integrado en el jurado. Cuando los griegos comprendieron que no iban a dar a los acusados el tiempo debido para hacer su defensa, comenzaron a oírse protestas, pero había quinientos legionarios en la plaza que hubieran podido sofocar fácilmente cualquier disturbio.
Al llegar el momento del veredicto, el jurado pidió una repetición del juicio, como única manera de manifestar su desacuerdo con la forma para no suscitar la ira de Verres.
Y cuando éste oyó que se pedía una repetición, sintió pánico. Si Filodamo y Artemidoro no eran ajusticiados corría peligro de que le acusaran a él en Roma, secundados por una ciudad indignada y posiblemente con un senador romano, héroe de guerra, como testigo, pues estaba convencido de que Cayo Julio César no iba a secundarle; no es que el joven lo hubiese demostrado por miradas o comentarios, pero eso ya significaba de por sí que estaba en contra de él. Y era pariente de Sila, dictador de Roma. Además, podía suceder que Cayo Claudio Nerón recobrase valor si le juzgaban ante un tribunal de Roma, y cualquier alegación que él quisiera hacer sobre la conducta de aquél parecería un intento de denigrar a un testigo importante.
Que Claudio Nerón pensaba aproximadamente eso mismo se hizo evidente cuando anunció que el juicio se aplazaba hasta principios de verano, lo cual significaba que habría un nuevo gobernador en la provincia de Asia y otro también en Cilicia. A pesar de la muerte de un lictor romano, Filodamo y Artemidoro tenían buenas perspectivas de salvar la vida. Y si salvaban la vida, irían a Roma a querellarse contra él, pues, como había dicho Filodamo, dirigiéndose al jurado:
—Los socii sabemos que dependemos de Roma y que debemos responder ante el gobernador, sus legados y funcionarios, y a través de él ante el Senado del pueblo de Roma. Si no nos avenimos al gobierno de Roma, sabemos que habrá represalias y que muchos de nosotros padecerán. Pero ¿qué hemos de hacer los súbditos extranjeros de Roma cuando Roma consiente que un hombre de categoría no superior a la de ayudante de gobernador codicie a nuestras hijas y nos las quiera arrebatar con turbios propósitos? Mi hijo y yo no hemos hecho más que defender a su hermana, a mi hija, de la maldad. Nadie quiso que muriese un hombre, y no fue un griego quien dio el primer golpe. A mí me escaldaron con agua hirviendo en mi propia casa cuando trataba de impedir que los acompañantes de Cayo Verres causaran dolor y deshonra a mi hija. De no haber sido por la llegada de mi hijo con sus amigos, mi hija habría sido víctima de dolor y deshonra. Cayo Verres no se comportó como un individuo civilizado de un pueblo civilizado. Se comportó como el bárbaro que es.
El veredicto de repetición del juicio, dictaminado por un jurado compuesto exclusivamente por romanos, a quienes durante todo el proceso Dolabela y Verres habían conminado a dar veredicto de culpabilidad, envalentonó al público griego, que despidió a Claudio Nerón y al tribunal con gritos, silbidos, abucheos y gestos de ira.
—Di que se vuelve a celebrar mañana —dijo Verres a Claudio Nerón.
—A principios de verano —replicó Claudio Nerón con voz desmayada.
—No lo hagas si quieres ser cónsul, amigo mío —añadió Verres—. ¡Te hundiré con gran placer, no lo dudes! Lo que le he dicho a Dolabela, te lo digo a ti. Haz lo que te digo o apecha con las consecuencias. Si Filodamo y Artemidoro salvan la vida y me acusan en Roma, tendré que acusaros en Roma a ti y a Dolabela antes de que los griegos puedan llegar allí. Y te aseguro que conseguiré que os condenen por extorsión para que ninguno de los dos podáis testificar contra mí.
El juicio volvió a repetirse al día siguiente. Verres no durmió ocupado como estuvo en sobornar a los miembros del jurado sobornables y en amenazar a los que no lo eran; tampoco durmió Dolabela, obligado a acompañar a Verres.
La faena nocturna inclinó la balanza: por una exigua mayoría, el jurado declaró a Filodamo y Artemidoro culpables de la muerte de un lictor romano, y Claudio Nerón ordenó la inmediata aplicación de la pena. Mantenida a distancia por la cohorte de fimbrianos, la población griega contempló impotente cómo desnudaban y azotaban al padre y al hijo. El anciano estaba inconsciente cuando le decapitaron, pero Artemidoro conservó sus sentidos y derramó lagrimas no por su fin o el de su padre, sino por el destino de su pobre hermana.
Cuando todo hubo concluido, César se abrió paso audazmente entre la multitud de Lámpsaco, que lloraba desconsolada sin rencor. No quedaba ningún otro romano; escoltados por los fimbrias, Claudio Nerón y Dolabela estaban ya trasladando sus pertenencias al puerto. Pero César tenía un propósito; no le había costado mucho descubrir quiénes eran los hombres importantes entre la multitud, y con ellos quería hablar.
—Lámpsaco es muy pequeño para iniciar una revuelta —les dijo—, pero os podéis vengar. No juzguéis a todos los romanos por ese grupo deplorable, y contened vuestra ira. Os doy mi palabra de que cuando regrese a Roma llevaré a juicio al gobernador Dolabela e impediré que ese Verres pueda ser elegido pretor. No por obsequios u honores, sino por mi propia satisfacción.
Dicho lo cual, fue a casa de Janitor, pues quería ver a Cayo Verres antes de que se fuera de Lámpsaco.
—¡Vaya, aquí está el héroe! —exclamó, contento al verle entrar, Verres, que estaba ya haciendo el equipaje.
—¿Vas a apoderarte de la hija? —inquirió César, acomodándose en una silla.
—Naturalmente —contestó Verres, asintiendo con la cabeza a un esclavo que le mostraba una estatuilla—. Sí, me gusta; envuélvela. ¿Estás deseando poner los ojos en el motivo de todo este lío, verdad? —inquirió, volviendo la vista hacia César.
—Me consume la curiosidad. Debe de ser más bella que Helena.
—Eso creo.
—¿Será rubia? Yo siempre pensé que Helena debía de ser rubia. El pelo rubio lleva ventaja.
Verres miró la cabellera de César apreciativamente y se llevó una mano a la suya.
—¡Que nos lo digan a nosotros!
—¿A dónde piensas ir desde Lámpsaco, Cayo Verres?
Verres enarcó las leonadas cejas.
—A Nicomedia —contestó.
—Yo no lo haría —añadió César con voz suave.
—¿Por qué no? —preguntó Verres con falsa naturalidad.
César bajó los ojos para mirarse las uñas.
—Dolabela morderá el polvo en cuanto yo regrese a Roma, que será la primavera que viene o la próxima. Yo mismo le acusaré. Y a ti también si no regresas ahora mismo a Cilicia.
César alzó sus ojos azules y los clavó en los color miel de Verres, y ambos permanecieron un momento inmóviles.
—Ya sé a quien me recuerdas. A Sila —dijo finalmente Verres.
—¿Ah si?
—Por tus ojos. No son tan claros como los de Sila, pero miran igual. Me pregunto si llegarás tan lejos como él.
—Eso está en manos de los dioses. Yo más bien diría que espero que nadie me obligue a ir tan lejos como Sila.
—Bien, César —replicó Verres, encogiéndose de hombros—, como no soy Cayo Mario, no creo que yo te obligue.
—Desde luego que no eres Cayo Mario —respondió César sin alterarse—. El era un gran hombre hasta que perdió el juicio. ¿A dónde vas desde Lámpsaco; lo has pensado?
—A Cilicia con Dolabela —contestó Verres, volviendo a encogerse de hombros.
—Muy prudente. ¿Quieres que envíe a alguien al puerto a que se lo comuniquen a Dolabela? No me gustaría que zarpase y te dejara en tierra.
—Como quieras —contestó Verres, indiferente.
César salió a buscar a Burgundus y le ordenó avisar a Dolabela. Cuando volvía a entrar en el cuarto, Janitor cruzaba el umbral de la puerta de la casa con un bulto.
—¿Es Estratónice? —inquirió Verres, ansioso.
—Sí —contestó Janitor, enjugándose las lágrimas.
—Déjanos a solas con ella, griego.
Janitor salió del cuarto.
—¿Le quito el velo mientras tú la contemplas desde cierta distancia para verla mejor? —inquirió César.
—Prefiero hacerlo yo —contestó Verres, acercándose a la muchacha, que permanecía muda sin hacer un gesto.
La capucha del grueso manto le cubría el rostro y no se la veía. Igual que Mirón, anhelante por ver el resultado de un bronce recién fundido, Verres alzó la capucha con mano temblorosa y se quedó pasmado.
Fue César quien rompió el silencio, echando la cabeza hacia atrás y echándose a reír hasta saltársele las lágrimas.
—No sé por qué me lo imaginaba —dijo cuando pudo hablar, buscándose el pañuelo.
La pobre Estratónice era un cuerpo informe con ojos como rajas, nariz torcida, un rudimento de orejas, labio leporino y un pelo tiñoso rojizo. Y la desgraciada no debía de tener mucha inteligencia.
Con el rostro congestionado, Verres giró sobre sus talones.
—¡No vayas a perder el barco! —le gritó César—. ¡Lamento tener que divulgar en Roma el final de la historia, Verres!
Nada más salir Verres, César se calmó. Se acercó a aquel ser mudo e inmóvil, recogió la capa del suelo y la envolvió con ella afablemente.
—No temas, muchacha —dijo, sin siquiera saber si entendía—. No te va a pasar nada —hizo una pausa para llamar a Janitor, que apareció en el acto—. Tu lo sabías, ¿verdad, etnarca?
—Sí.
—¿Y por qué, por el Gran Zeus, no dijiste nada? ¡Han muerto en vano!
—Han muerto porque la muerte les pareció más digna —replicó Janitor.
—¿Y qué va a ser ahora de este engendro?