—La cuidarán.
—¿Quiénes lo sabíais?
—Los ancianos de la ciudad.
Sin saber qué replicar, César salió de casa de Janitor y dejó Lámpsaco.
Cayo Verres se apresuró a llegarse al puerto con las piernas temblorosas. ¿Cómo se les ocurriría a aquellos griegos estúpidos guardarla como si fuese Helena de Troya, cuando era una Gorgona?
A Dolabela no le hizo mucha gracia retrasar la salida a causa de las numerosas cajas y arcas que cargó Verres; Claudio Nerón ya había zarpado con sus fimbrianos.
—¡Quin taces! —replicó Verres despectivo cuando su superior le preguntó dónde estaba la bella Estratónice—. ¡La he dejado en Lámpsaco como se merece!
Su superior llevaba cierto tiempo sintiendo la acuciante necesidad de los estimulantes sexuales a que se había acostumbrado, y Verres no tardó en recobrar el favor de Dolabela y se pasó todo el viaje de Lámpsaco a Pérgamo haciendo planes. Volvería a sumir a Dolabela en su estado de obnubilación y agotaría el resto de su mandato en Tarso gastando los fondos oficiales. ¿Así que César pensaba procesarle? Vaya. No le daría esa oportunidad. ¡Se le anticiparía! En cuanto Dolabela regresase a Roma, él buscaría un abogado prestigioso y testificaría para que desterrasen a Dolabela. Así nadie pondría en tela de juicio los libros de cuentas que él presentaría al Erario. Lástima no haber podido ir a Bitinia y a Tracia, pero no podía quejarse.
—Creo que en Mileto hay una lana finísima —dijo a Dolabela, ya lejos de Pérgamo— y alfombras y tapices de calidad extraordinaria. Vamos a hacer escala allí.
—No se me quita de la cabeza que esos dos socii hayan muerto inútilmente —dijo César a Nicomedes y a Oradaltis—. ¿Por qué no enseñarían esa muchacha a Verres? ¿Por qué? ¡No hubiera sucedido nada! ¿Por qué se empeñaron en convertir lo que habría podido ser una comedia, con un Verres burlado, en una tragedia digna de Sófocles?
—Por orgullo sobre todo —contestó Oradaltis con lágrimas en los ojos—. Y tal vez por pundonor.
—Habría sido comprensible si la muchacha hubiese nacido normal, pero desde que vino al mundo debieron de ver cómo era. ¿Por qué no la mostraban? Nadie se lo habría reprochado.
—Los únicos que habrían podido darte una explicación murieron en la plaza de Lámpsaco, César —añadió Nicomedes—. Tendrían sus motivos, al menos el anciano Filodamo. Quizás una promesa a un dios, una decisión de la madre, una expiación… ¿quién sabe? Si todo tuviera explicación no habría misterios en la vida ni se darían tragedias.
—Me entraron ganas de llorar al verla. Y sin embargo estuve riendo a más no poder. Ella no lo entendía, pero Verres sí. Por eso me reí. Él nunca olvidará esas carcajadas y me temerá.
—Me sorprende que no haya venido —dijo el rey.
—No vendrá —contestó César con aire satisfecho—. Cayo Verres ha cogido sus bártulos y se ha marchado a Cilicia.
—¿Cómo es eso?
—Se lo dije yo.
El rey optó por no hacer comentarios.
—Lamentas no haber podido hacer nada por evitar la tragedia.
—Desde luego. Es lastimoso tener que aguantarse viendo cómo unos estúpidos hacen estragos en nombre de Roma. Pero te juro, Nicomedes, que yo jamás actuaré así cuando tenga edad y autoridad.
—No hace falta que lo jures. Te creo.
La conversación había tenido lugar antes de que César se retirase a sus aposentos a calmar los poco habituales estragos del viaje; las tres noches que había pasado en la hospedería del puerto le había despertado una ramera a horcajadas desnuda, y el traidor que anidaba en su ser, privado de dominio y discernimiento por el sueño, había gozado intensamente; y la consecuencia era que había cogido unas buenas ladillas. El descubrirlo le había causado tal horror y asco que desde aquel momento había sido incapaz de comer, y el gran temor a rociar con sustancias extrañas sus genitales le había disuadido de emplear algún remedio al uso. Los repugnantes insectos habían sobrevivido a todos los baños helados que había soportado estoicamente en el camino de Lámpsaco a Nicomedia, y durante su charla con el anciano rey no había dejado de sentir aquel tormento en el vello.
Ya no podía más; apretando puños y dientes se puso de pronto en pie.
—Te ruego me excuses, Nicomedes. Tengo que eliminar unos incómodos bichitos —dijo con la mayor naturalidad posible.
—¿Te refieres a ladillas? —inquirió el monarca, al que pocas cosas se le escapaban y podía hablar sin trabas, pues ya hacía un rato que Oradaltis se había marchado con el perro.
—¡Me están volviendo loco estos bichos asquerosos!
Nicomedes salió del salón con él.
—Sólo hay un medio para evitar cogerlas cuando se va de viaje —dijo el rey—. Es doloroso, sobre todo la primera vez, pero es eficaz.
—Andaría sobre ascuas si fuera preciso. Dime qué es, pienso hacerlo —dijo César con decisión.
—¡Pero en tu curiosa sociedad te tacharán de afeminado! —añadió aviesamente Nicomedes.
—Cualquier cosa mejor que esta plaga. ¡Dímelo!
—Depilarte todo el cuerpo, César. En los sobacos, en la ingle, y en el pecho, si tienes. Si te parece, te enviaré al que nos lo hace a mí y a Oradaltis.
—¡Cuanto antes mejor! —dijo César, llevándose la mano a la cabeza—. ¿Y el cabello?
—¿También tienes bichitos?
—No creo, pero me pica por todas partes.
—Son insectos distintos que no se cogen en la cama. No creo que los tengas, dado lo alto que eres. No pueden trepar y sólo pasan de un individuo a otro que sea de igual estatura o más bajo —dijo Nicomedes echándose a reír—. Te los podría pasar Burgundus como mucho. A no ser que las rameras de Lámpsaco durmieran con la cabeza arrimada a la tuya.
—¡Las rameras de Lámpsaco me acosaron durante el sueño, pero puedo asegurarte que no me anduve con finuras!
César daría muchas veces gracias en años venideros por aquella curiosa conversación. Si depilarse el cuerpo servía para eliminar aquel horror, se depilaría; ¡vaya si se depilaría!
El esclavo que Nicomedes le envió era un experto; en otras circunstancias César no le habría permitido realizar una tarea tan íntima, porque era un maricón redomado, pero no le quedó más remedio que ponerse en sus manos.
—Os quitaré unas cuantas cada día —dijo el relamido Demetrio.
—Me las quitas todas hoy —replicó César con cara de pocos amigos—. He ahogado cuantas he podido bañándome, pero debe ser que los huevos se quedan pegados y por eso no desaparecen. ¡Puaf!
—¡Eso es imposible! —chilló Demetrio espantado—. ¡Aun haciéndolo yo es dolorosísimo!
—Todo hoy —repitió César.
Y Demetrio fue haciendo su labor con César desnudo, sin mostrar angustia alguna. Tenía autodisciplina y gran valor, y habría preferido morir antes que encogerse, gemir, llorar o dar muestras de acobardamiento. Cuando el tormento dio fin y había transcurrido un tiempo que disipó el dolor, se sintió como nunca. Además, le gustaba la imagen de su cuerpo depilado en el espejo de plata que el rey Nicomedes había mandado instalar en el cuarto de su huésped de honor. Esbelto y sin tacha. Desnudez absoluta. E incluso más masculino. ¡Qué extraño!
Como quien ha recobrado la libertad, se dirigió aquella noche al comedor sintiendo un nuevo placer que se reflejaba claramente en su rostro y en la mirada. El rey Nicomedes le miró y contuvo un grito, y César le guiñó un ojo.
Diecisiete meses estuvo en Bitinia y alrededores; una temporada idílica que habría de recordar como la mejor de su vida hasta que a los cincuenta y tres años viviese otra mejor. Fue a Troya a rendir homenaje a su antepasado Eneas, estuvo varias veces en Pesino, volvió a Bizancio y a casi todas partes, excepto Pérgamo y Tarso, en donde a Claudio Nerón y a Dolabela les habían prorrogado el mandato.
Aparte de su amistad con Nicomedes y Oradaltis, una experiencia muy satisfactoria, la mejor alegría de aquella época fue la visita que hizo a un hombre al que apenas recordaba: Publio Rutilio Rufo, tío-abuelo materno.
Rutilio Rufo había nacido el mismo año que Cayo Mario y tenía setenta y nueve años, y en Esmirna estaba hacía muchos de honorable exiliado; seguía tan activo como un hombre de cincuenta años, con el mismo ánimo que un muchacho, una mente tan aguda como siempre y un sentido del humor tan fino y desarrollado como el de su amigo y colega Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado.
—Los he sobrevivido a casi todos —dijo Rutilio Rufo con gozosa satisfacción después de haber contemplado y aprobado mentalmente el buen aspecto de su nieto-sobrino.
—¿Y no te da pesar, tío?
—¿Por qué? En todo caso, me alegra. Sila no cesa de escribirme pidiéndome que vuelva a Roma, y me envía a todos los gobernadores y funcionarios que viajan por aquí a que me lo supliquen en su nombre.
—Y tú no piensas ir.
—No. Me gusta vestir la chlamys griega y estas sandalias más que la toga, y tengo más fama aquí en Esmirna que en Roma, una ciudad ingrata y salvaje, joven César, ¡cómo te pareces a Aurelia! ¿Cómo se encuentra mi perla hallada en el barro de Ostia?… Yo siempre la llamaba así. ¿Así que ha enviudado, eh? Lástima. Fui yo quien hizo que se casara con tu padre, ¿sabes? Y por si no lo sabes, yo impuse que Marco Antonio Cnifo fuese tu tutor cuando aún estabas en pañales. Decían que eras un prodigio y aquí estás, con veintiún años, dos veces senador y el héroe más preciado de Sila. ¡Bien, bien!
—Yo no diría que soy su héroe más preciado —replicó César sonriente.
—¡Sí, sí que lo eres! ¡Me consta! Yo aquí, en Esmirna, me entero de todo. Y Sila me escribe. Siempre me ha escrito. Y cuando estaba arreglando los asuntos de la provincia de Asia me visitó varias veces… Yo le sugerí el método organizativo, basado en el programa que Escauro y yo desarrollamos hace años. Lástima que esté enfermo. Pero no parece que la enfermedad le haya impedido meter a Roma en vereda.
Rutilio Rufo prosiguió en el mismo tono la conversación durante varios días, saltando de un tema a otro con la alegre ligereza de un buen hablador y la decisión de un empedernido chismoso; era un pájaro inquieto al que los años no habían desplumado ni arrebatado el arte de trinar. Su tema preferido era Aurelia, y César aportaba detalles que él ignoraba con gran afecto y muy escogidas palabras, enterándose, a su vez, de muchas cosas de su madre que él ignoraba. Sin embargo, de su relación con Sila poco tenía Rutilio Rufo que contar, y no quería hacer cábalas, aunque si hizo reír a César relatándole el dilema que se les había planteado al no saber cuál de sus sobrinas había dado a luz a un niño pelirrojo.
—Cayo Mario y Julia estaban convencidos de que se trataba de Aurelia y Sila, pero fue Livia Drusa, claro, con Marco Catón.
—Es cierto; tu esposa era una Livia.
—Y la mayor de mis dos hermanas era la esposa de Cepio el cónsul, el que robó el oro de Tolosa. Tú eres pariente de los Servilios Cepiones, jovencito.
—A esa familia no la conozco.
—Una gente aburrida a la que la sangre de los Rutilios no ha podido influir. Cuéntame eso del flaminado que te impuso Cayo Mario.
César, que pretendía quedarse unos días en Esmirna, acabó pasando allí dos meses. Había tantas cosas que Rutilio Rufo quería saber y tantas cosas que el anciano tenía que contar… Cuando se despidió de él, a César se le saltaron las lágrimas.
—Nunca te olvidaré, tío Publio.
—¡Tienes que volver! Y no te olvides de escribirme, César. De todos los placeres que la vida conserva para mí, ninguno como una correspondencia sincera con un hombre culto.
Pero todo lo idílico tiene fin, y César llegó a una conclusión al recibir en Nicomedia una carta de Tarso, en abril del año en que murió Sila.
—Publio Servilio Vatia, que fue cónsul el año pasado, ha sido enviado de gobernador a Cilicia —dijo a los reyes de Bitinia—, y requiere mis servicios como segundo legado… Por lo visto me ha recomendado Sila personalmente.
—Pero no tienes por qué ir —dijo Oradaltis, apremiante.
—Ningún romano está obligado a hacer nada —replicó César sonriente—, desde el más bajo hasta el más alto. El servicio en cualquier institución es voluntario, pero hay ciertas consideraciones que influyen sobre nuestras decisiones, y el servicio es como una obligación. Si quiero tener una carrera política debo servir en seis campañas; aunque yo pretendo servir en diez. Nadie podrá nunca acusarme de haber eludido nuestras leyes.
—¡Pero tú ya eres senador!
—Sólo por mi carrera militar, lo que a su vez significa que debo continuarla.
—Entonces es cierto que te marchas —dijo el rey.
—Inmediatamente.
—Te procuraré un barco.
—No. Iré a caballo por las Puertas de Cilicia.
—Pues te daré una carta de presentación para el rey Ariobarzanes de Capadocia.
En el palacio comenzó el ajetreo entre lloriqueos del perro; el pobre Sila se daba cuenta de que César estaba a punto de marchar.
Y una vez más César se comprometió a volver. Los dos ancianos no le dieron tregua hasta arrancarle la promesa, y luego le desarmaron regalándole a Demetrio el depilador.
No obstante, antes de partir César volvió a intentar convencer al rey Nicomedes de que lo mejor para Bitinia era convertirse en provincia romana cuando él muriera.
—Me lo pensaré —fue cuanto Nicomedes dijo.
César abrigaba ya pocas esperanzas de que el anciano rey testara a favor de Roma; los acontecimientos de Lámpsaco estaban demasiado recientes en la mente de los no romanos y no se le podía reprochar que no le sedujese la idea de legar su reino a compatriotas de Cayo Verres.
El mayordomo Eutico fue devuelto a Aurelia en Roma, y César viajó con cinco criados (incluido Demetrio el depilador) y Burgundus, y viajó deprisa. Cruzó el río Sangario y fue a Ancira, la mayor ciudad de Galacia, y allí conoció a un hombre muy interesante, un tal Deiotaro, caudillo de los tolistobogii.
—Casi todos somos muy jóvenes —dijo el hombre—. El rey Mitrídates exterminó a todos los notables gálatas hace veinte años y no quedaron jefes. En cualquier otro país esto habría supuesto la desintegración del pueblo, pero los gálatas siempre hemos sido una confederación no muy coherente, y hemos resistido hasta que los hijos de los notables se han hecho mayores.
—Mitrídates no volverá a haceros caer en la trampa —dijo César, que estaba convencido de que aquel galo era tan astuto como él inteligente.
—No, mientras yo esté —contestó Deiotaro sin vacilar—. Yo he tenido al menos la ventaja de vivir tres años en Roma y sé más que mi padre, que murió en aquella matanza.