Favoritos de la fortuna (37 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—¿Te marchas, César? —preguntó Cinnilla.

Tenía un mechón de pelo sobre las cejas, y él se lo retiró hacia atrás y siguió acariciándole la cabeza, con un ritmo suave, consolador, sensual, como si fuese un gatito. Ella, con los ojos cerrados, se reclinó contra su pecho.

—¡Eh, no, no te duermas ahora! —dijo él, severo, zarandeándola—. Ya sé que es tarde, pero tengo que hablarte. Si, es cierto; me voy.

—¿Qué está pasando estos días? ¿Tiene que ver con las proscripciones? Aurelia dice que mi hermano ha huido a Hispania.

—Sí, Cinnilla, tiene algo que ver con eso. Pero es porque las dicta Sila. Tengo que irme porque Sila dice que está en tela de juicio mi cargo de flamen dialis.

Ella sonrió de modo que el carnoso labio superior dejó ver el pliegue interno; un gesto característico que todos encontraban encantador.

—Pues estarás contento; a ti que no te gustaba ser flamen dialis…

—Ah, sigo siendo flamen dialis —replicó César con un suspiro—. Según dicen los sacerdotes, eres tú quien no cumple los requisitos —añadió, cambiándola de postura y haciendo que se sentara derecha en sus rodillas para mirarla a la cara—. Ya sabes la situación en que se encuentra tu familia, pero lo que quizá no sepas es que cuando declararon sacer a tu padre dejó de ser ciudadano romano.

—Bueno, comprendo que Sila nos quite las propiedades, pero mi padre murió mucho antes de que volviera Sila —dijo Cinnilla, que no era muy despierta y necesitaba que se lo explicasen todo—. ¿Cómo puede haber perdido la ciudadanía?

—Porque las leyes de proscripción de Sila despojan automáticamente al proscrito de la ciudadanía, y porque de los que están en las listas de Sila muchos ya habían muerto. Tu padre, el hijo de Mario, los pretores Carrinas y Damasipo y muchos otros estaban muertos cuando fueron declarados proscritos. Pero, a pesar de ello, han perdido la ciudadanía.

—No me parece justo.

—Estoy de acuerdo, Cinnilla —replicó César, lamentando no tener unas dotes explicativas más simples—. Tu hermano ya era mayor de edad cuando tu padre fue proscrito y conserva la ciudadanía romana, pero no puede heredar dinero ni propiedades de la familia, ni presentarse a las elecciones de magistrado curul. Pero tu caso es distinto.

—¿Por qué? ¿Porque soy niña?

—No, porque eres menor de edad. El sexo no tiene nada que ver. La lex Minicia de liberis estipula que los hijos de cónyuges, uno romano y otro no, deben adoptar la ciudadanía del cónyuge no romano. Es decir que, según los sacerdotes, tú ahora eres extranjera.

Cinnilla comenzó a temblar, sin llorar, mirando compungida a César con sus enormes ojos negros.

—¡Oh! ¿Y por eso ya no soy tu esposa?

—No, Cinnilla, no es eso. Eres mi esposa hasta que uno de los dos muera, porque estamos casados conforme al rito tradicional. No hay ninguna ley que prohíba a un romano casarse con una extranjera. No es nuestro matrimonio lo que se discute. Lo que se pone en duda es tu ciudadanía, lo mismo que la ciudadanía de los hijos de todos los proscritos que eran menores de edad en el momento de la proscripción. ¿Está claro?

—Creo que sí —replicó la niña muy pensativa, sin dejar de fruncir el ceño—. ¿Y significa eso que si te doy hijos no van a ser ciudadanos romanos?

—Con arreglo a la lex Minicia, así es.

—¡Oh, César, qué horrible!

—Pues sí.

—Pero yo soy patricia.

—Ya no, Cinnilla.

—¿Y qué voy a hacer?

—De momento nada. Pero Sila sabe que tiene que aclarar sus leyes a este respecto, y esperemos que lo haga de una manera que permita que nuestros hijos sean romanos aunque tú no lo seas. Hoy Sila me ha llamado y me ha dicho que me divorciase de ti —añadió, abrazándola con más fuerza.

Ahora sí que le brotaron las lágrimas, en silencio, trágicas. Ya a sus dieciocho años César sabía lo que eran las lágrimas de mujer; un fastidio bastante rutinario que solía producirse cuando se cansaba de una, o una de ellas se enteraba que andaba con otra, esa clase de lágrimas le aburrían y ponían a prueba su carácter brusco y colérico; y, aunque había aprendido a dominarse totalmente, cuando le venían con lloriqueos siempre perdía el control, con funestas consecuencias para la llorona. Pero las lágrimas de Cinnilla eran de auténtico dolor, y fue Sila quien despertó su ira por haber hecho llorar a la niña.

—Vamos, vamos, cariño —dijo apretándola contra su pecho—. No voy a divorciarme de ti aunque lo ordenase Júpiter Optimus Maximus en persona. ¡Aunque viviéramos mil años no me divorciaría!

La niña lanzó una risita, haciendo ruido con la nariz, y dejó que él le enjugase las lágrimas con el pañuelo.

—¡Suénate! —dijo César, y ella así lo hizo—. Bueno, ya está bien. No hay por qué llorar. Eres mi esposa y lo seguirás siendo pase lo que pase.

Cinnilla le rodeó el cuello con un brazo y se echó a reír, hundiendo la cabeza en el hombro de él.

—¡Oh, César, te quiero! ¡Cuánto me cuesta esperar a hacerme mayor!

Aquellas palabras le conmovieron. Y sentía el bultito de sus pechos incipientes, pues sólo vestía una túnica. Acercó la mejilla al pelo de Cinnilla, pero la soltó con delicadeza para no caer en la tentación de algo que su honor le impediría concluir.

—Júpiter Optimus Maximus no baja en persona —dijo ella, como buena niña romana que conocía la religión—. El está en donde Roma está… por eso Roma es la mejor y la más grande.

—¡Qué estupenda flaminica dialis hubieras sido!

—Lo habría procurado. Por ti —dijo ella, alzando la cabeza para mirarle—. Si Sila te dijo que te divorciases de mí y tú no has querido, ¿él va a intentar matarte? ¿Te marchas por eso, César?

—Desde luego que intentará matarme, y por eso me marcho. Si me quedase en Roma, podría matarme fácilmente, porque tiene muchos sicarios y nadie sabe quiénes son. Pero en el campo correré menos peligro —dijo, haciéndola saltar en sus rodillas como hacía al principio, cuando había venido a vivir con ellos—. Cinnilla, tú no tienes que preocuparte por mí. Mi vida es demasiado resistente para que Sila pueda cortarla. Ya verás. Tú lo que tienes que hacer es no dejar que mater se preocupe.

—Lo intentaré —contestó ella, besándole en la mejilla, sin atreverse a hacer lo que deseaba, que era besarle en la boca y decirle que ya era mayor.

—¡Muy bien! —dijo él, bajándola de su regazo y levantándose—. Volveré cuando muera Sila.

Y sin más, salió del cuarto.

Al llegar a la puerta del Quirinal, César se encontró con Lucio Decumio y sus hijos, que estaban esperándole. Habían repartido el dinero entre las dos mulas para que no fuesen muy cargadas, y las bolsas de cuero estaban disimuladas en falsos fondos de baldes llenos de rollos de pergamino.

—Esto no lo habrás ingeniado hoy mismo —dijo César, sonriendo—. ¿Es así como transportas el producto de tus pillajes?

—Anda, habla con tu caballo. Pero primero quiero decirte una cosa: que el dinero lo cargue Burgundus. Escucha, patán —añadió, volviéndose hacia el germano, con mirada tan fiera que el gigantón dio un paso atrás—, cuando cojas estos baldes cuida bien de fingir que son como plumas. ¿Entendido?

—Entiendo, Lucio Decumio —contestó Burgundus, asintiendo con la cabeza—. Plumas.

—¡Ahora pon el resto de las cosas encima de los libros, y si el chico echa al galope como el viento, tú no sueltes las mulas para nada!

César estaba con la mejilla pegada a la cabeza de su caballo, musitándole tiernas palabras. Sólo cuando el resto del equipaje estuvo atado sobre las mulas, se despegó de él para que Burgundus le ayudase a montar.

—¡Cúidate, Pavo! —dijo Lucio Decumio con voz estridente y lágrimas en los ojos, agitando su mugrienta mano.

César, el epíctome de la limpieza, se inclinó y la cogió para besársela.

—Sí, papá —dijo.

Y ambos comenzaron a alejarse, desapareciendo en la cortina de nieve.

El caballo de Burgundus era el corcel de la familia, casi tan valioso como Bucéfalo, un animal niseano de raza meda mucho más grande que los caballos de los pueblos mediterráneos; había pocos caballos de aquéllos en Italia, puesto que su único uso era transportar personas de gran estatura. Muchos granjeros y comerciantes se recreaban mirándolos, pensando en su utilidad como acémilas o para uncirlos a carros pesados o al arado, dado que eran más rápidos e inteligentes que los bueyes; pero cuando se les uncía para arrastrar cargas, los arreos les estrangulaban, y como acémilas tampoco resultaban por la cantidad de pienso que consumían en el viaje. Pero un caballo corriente no hubiera podido con Burgundus, y, aunque una mula si que lo hubiera aguantado, en ella habría rozado el suelo.

César se encaminó hacia Crustumerium, agachado sobre Bucéfalo y resguardándose con la cabeza del animal. ¡ Era un crudo invierno!

Cabalgaron a toda prisa por la noche para alejarse lo más posible de Roma, deteniéndose sólo a la noche siguiente. Pero ya habían llegado a Trebula, en las estribaciones de las montañas. Era un pueblecito, pero contaba con una posada que era a la vez acogedora taberna de la localidad, y estaba llena de gente bulliciosa. Lo que no gustó nada a César fue su estado sucio y descuidado.

—Pero al menos estamos bajo techado y tendremos donde dormir —dijo a Burgundus, después de que le enseñaran el cuarto en que habían de dormir en el piso de arriba, en compañía de varios perros de pastor y seis gallinas.

Era inevitable que llamaran la atención entre los lugareños que allí había bebiendo, que luego volverían tambaleándose a sus casas en medio de la nevada, aunque algunos (como les dijo el posadero) pasarían la noche en el mismo sitio en que acabaran cayendo borrachos.

—Hay salchichas y pan —dijo el hombre.

—Bien —dijo César.

—¿Vino?

—Agua —respondió César con firmeza.

—¿Tan joven eres que no bebes? —preguntó el posadero, torciendo el gesto, puesto que en lo que ganaba era en el vino.

—Mi madre me mataría si probara el vino.

—¿Y tu amigo? El ya tiene edad.

—Sí, pero es retrasado mental y es preferible que no lo cate porque es capaz de abrir un oso en canal y ha partido en dos unos leones que un pretor tenía para los juegos de Roma —dijo César muy serio, mientras Burgundus miraba con ojos vacíos.

—¡Cáspita! —exclamó el hombre, apartándose sin pensárselo dos veces.

Nadie molestó a César al verle acompañado de aquel gigantón, por lo que pudieron sentarse en el sitio más tranquilo del bullicioso lugar y se dedicaron a contemplar el deporte local, que al parecer consistía en emborrachar a los más jóvenes, discutiendo cuánto aguantarían sin caer al suelo.

—¡La vida del campo! —comentó César, dándose una palmada en el brazo—. ¿Acaso pensabas que Roma está demasiado lejos para que estos palurdos voten? Y sus votos cuentan, porque pertenecen a tribus rurales, mientras que hombres listos, que incluso entienden de política, han tenido la desgracia de nacer en Roma, y su voto no cuenta para nada. ¡No hay derecho!

—Estos no saben ni leer —añadió Burgundus, que ya sabía por haberle enseñado César y Cnifo—. Mejor, César —añadió, apagándose su fugaz sonrisa—. Nuestros baldes no corren peligro.

—Desde luego —contestó César, volviéndose y dándose una palmada en el brazo—. ¡ Esta posada está llena de mosquitos!

—Acuden en invierno. Con este calor podrían cocerse huevos —dijo Burgundus.

Era una exageración, pero si que hacía un notable calor, producto de lo lleno que estaba el local y del enorme fuego que ardía en un pozo de piedra en una de las paredes, que, aunque tenía un agujero en el techo para que saliera el humo, contrarrestaba sobremanera el frío con unos troncos gruesos como la cintura de un hombre, que lanzaban enormes llamaradas. Era evidente que en la boscosa Trebula no estaban dispuestos a pasar frío.

Los rincones oscuros estaban llenos de mosquitos, y las camas llenas de pulgas y chinches; César pasó la noche sentado en una silla, y al amanecer abandonó a toda prisa la posada. Inmediatamente se comentó en la taberna quién sería aquel hombre que viajaba con aquel tiempo, acompañado de un criado gigante.

—¡Muy engreído! —comentó el posadero.

—Proscritos —añadió su mujer.

—Es demasiado joven —añadió un individuo con aspecto de ser de ciudad, que había llegado en el momento en que se iban César y Burgundus—. Además, se les hubiera notado el miedo si hubieran sido fugitivos de Sila.

—Pues irá a visitar a alguien —dijo la esposa del posadero.

—Lo más probable —añadió el forastero, no muy convencido—. Habrá que investigar. La pareja es inconfundible, ¿no crees? Aquiles y Ayax —añadió, mostrando su erudición—. Lo que más me ha llamado la atención son los caballos, que debían de valer una fortuna. No es un pobretón.

—Seguramente tendrá un buen trozo de rosea rura en Reate —dijo el posadero—. Seguro que los caballos son de allí.

—Tenía aire de ser del Palatino —añadió el forastero, que ahora ya comenzaba a tener sospechas—. Cachorro de una de las familias egregias. Sí, no era ningún pobretón.

—Bueno, si tiene dinero, con él no lo lleva —comentó el posadero despectivo—. ¿Sabes lo que llevaban en las mulas? ¡ Libros! Doce grandes baldes con libros. ¿Te imaginas? ¡ Libros…!

Tras sufrir las inclemencias de un frío más intenso conforme ascendían las estribaciones del monte Fiscellus, César y Burgundus alcanzaron Nersae un día más tarde.

La madre de Quinto Sertorio llevaba viuda más de treinta años, y no parecía haber estado nunca casada. A César le recordaba al finado y llorado Escauro, príncipe del Senado, pues era pequeña y delgada, llena de arrugas, casi calva, y conservaba como único atractivo un par de ojos verdes muy vivos. Costaba creer que hubiese podido traer al mundo un varón tan robusto como Quinto Sertorio.

—Se encuentra bien —le dijo a César, mientras llenaba la bien fregada mesa con toda clase de alimentos de su despensa; estaban en el campo y se sentaban en sillas para comer—. No le costó hacerse gobernador en la Hispania Citerior, pero espera complicaciones ahora que Sila se ha proclamado dictador —añadió con una risita—. Pero no importa, a Sila le dará mucho más que hacer que ese pobre hijo de mi primo Mario. Claro, es que le educaron con mucha blandura. Julia es encantadora, pero muy blanda, y mi primo Mario estaba fuera de casa la mayor parte del tiempo. Lo mismo que en tu caso, César, pero tu madre no ha sido blanda, ¿verdad?

—No, Ria —contestó César, con ojos risueños.

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