Favoritos de la fortuna (36 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—Pues buscaré otra solución.

—Yo tengo una —replicó César—. Que se divorcie de mí Júpiter Optimus Maximus. Anula mi sacerdocio.

—Como dictador, hubiera podido hacerlo de no haber pasado el asunto al colegio de sacerdotes. Pero ahora tengo que actuar en consonancia con su veredicto.

—Pues me parece —añadió César imperturbable —que hemos llegado a un callejón sin salida.

—No. Hay otra solución.

—Matarme.

—Exactamente.

—Eso sería mancharte las manos con la sangre del flamen dialis, Sila.

—No, si se las mancha otro. Yo no suscribo la metáfora griega, Cayo Julio César. Ni tampoco los dioses romanos. La culpabilidad es intransferible.

César reflexionó.

—Creo que tienes razón. Si mandas a otro que me mate la culpa recaerá sobre él —dijo, poniéndose en pie y quedando unos centímetros por encima de Sila—. Entonces ha concluido la entrevista.

—Eso es. A menos que lo reconsideres.

—No voy a divorciarme de mi esposa.

—Pues te haré matar.

—Si puedes —dijo César, abandonando el despacho.

—¡Sacerdote —gritó Sila a sus espaldas—, te olvidas la laena y el apex!

—Guárdalos para el próximo flamen dialis.

Se encaminó a su casa sin apresurar el paso, inseguro de lo que Sila tardaría en reaccionar. Era evidente que había sacado de sus casillas al dictador, y no había muchos capaces de desafiar a Lucio Cornelio Sila.

El aire era helado, demasiado frío para que nevase. Y su gesto infantil le había privado de abrigo. Bueno, poco importaba; no iba a morirse de frío andando del Palatino al Subura. Lo más importante era lo que debía hacer a continuación, porque estaba completamente seguro de que Sila mandaría matarle. Lanzó un suspiro. Tendría que huir. Aunque sabía que podía cuidar de si mismo, no se hacía ilusiones sobre su vida si permanecía en Roma. Pero, de todos modos, tenía un día por delante, ya que el dictador se hallaba, como todo el mundo, abrumado por la maquinaria colosal de la burocracia, y tendría que intercalar en sus múltiples obligaciones una entrevista con uno de aquellos grupos de hombres anodinos. César había visto que su vestíbulo estaba lleno de clientes, pero no de asesinos a sueldo. La vida en Roma no era en nada parecida a una tragedia griega, y no se gritaban órdenes a una banda de sicarios impacientes, atados a una correa como perros. Sila daría las órdenes en su momento. Pero todavía no.

Cuando entró en el aposento de su madre estaba lívido de frío.

—¿Y tus ropas? —preguntó Aurelia, estupefacta.

—En casa de Sila —atinó a decir—. Se las he regalado para el próximo flamen dialis. Mater, me ha mostrado la manera de librarme de eso.

—Explícate —dijo ella, haciéndole sentarse junto a un brasero.

Y el joven se lo contó todo.

—¡Oh, César! ¿Por qué has hecho eso?

—Vamos, mater, bien lo sabes. Yo amo a mi esposa. Eso en primer lugar. Todos estos años ha vivido con nosotros, y yo me he ocupado de ella como no lo habrían hecho ni su padre ni su madre, y yo soy para ella lo mejor de su vida. ¿Cómo voy a abandonarla? ¡Es hija de Cinna, la desgraciada! ¡Ya no es ni romana! Mater, no es que busque la muerte; vivir siendo flamen dialis es infinitamente mejor que morir, pero hay cosas por las que vale la pena morir: los principios, los deberes de un noble romano que tú me inculcaste con tanto rigor. Cinnilla es responsabilidad mía y no puedo abandonarla —añadió encogiéndose de hombros, sonriente—. Además, es la manera de salir de esta situación. Mientras me niegue a divorciarme de Cinnilla, no puedo ser sacerdote del dios. Así que, basta con que rechace el divorcio.

—Hasta que Sila logre matarte.

—Eso está en manos del gran dios, mater. Creo que la Fortuna me ofrece esta ocasión y debo aprovecharla. Lo que debo hacer es conservar la vida hasta que muera Sila. Una vez muerto, nadie tendrá el valor de matar al flamen dialis, y los colegios sacerdotales se verán obligados a anular mis votos. Mater, no creo que Júpiter Optimus Maximus me haya designado sacerdote suyo. Creo que me encomienda otra tarea. Una tarea más útil para Roma.

Aurelia no discutió más.

—Dinero. Necesitarás dinero, César —dijo pasándose las manos por el pelo, como siempre hacía cuando trataba de localizar una cantidad extraviada—. Necesitarás más de dos talentos de plata, pues ése es el precio de la cabeza de los proscritos. Si te descubren, tendrás que pagar bastante más de dos talentos para que el delator te deje huir. Con tres talentos tendrás para comprarle y que te quede lo bastante para subsistir. ¿Cómo encuentro yo tres talentos sin hablar con los banqueros? Setenta y cinco mil sestercios… En mi cuarto tengo cien mil. Y puedo cobrar los alquileres esta noche; cuando los inquilinos sepan para qué los necesito me pagarán sin dilación. Te adoran, aunque no sé por qué, con lo raro y obstinado que eres… Cayo Matius podrá encontrar más, y me imagino que Lucio Decumio debe guardar debajo de la cama sus turbias ganancias…

Y salió del cuarto sin dejar de hablar. César lanzó un suspiro y se puso en pie. Había que organizar la huida, y antes de ello hablar con Cinnilla.

Mandó a Eutico, el mayordomo, a buscar a Lucio Decumio, e hizo venir a Burgundus.

El anciano Cayo Mario le había dejado aquel germano en su testamento, y en su momento César había sospechado que lo hacía como último eslabón de la cadena de flamen dialis con que le aprisionaba: si por algún motivo dejaba de ser flamen dialis, el gigante estaría a su lado para matarle. Pero César, que era encantador, no había tardado en hacerse con la voluntad de Burgundus, ayudado por la circunstancia de que la grandota criada de su madre, la auvernia Cardixa, le había hecho caer en sus redes. Burgundus era un germano de la tribu de los cimbros, que tenía dieciocho años al ser capturado en la batalla de Vercellae, y ahora tenía treinta y siete, contra cuarenta y cinco de Cardixa. Los dos habían sido manumitidos el día en que César revistió la toga viril, pero el rito de ser declarados libertos no los había cambiado en nada salvo su categoría de ciudadanos (ahora romanos, aunque, habiendo quedado inscrito en la tribu Suburana, su voto no tenía valor). Aurelia, que era tan frugal como escrupulosamente equitativa, siempre había pagado a Cardixa un salario razonable, y también al gigantón Burgundus, por lo que se suponía que los dos tendrían el salario ahorrado para sus hijos, teniendo cubiertas sus necesidades diarias.

—César, tienes que aceptar nuestros ahorros —dijo Burgundus en su espeso latín—. Los vas a necesitar.

Su amo era alto para ser romano, pero Burgundus le sacaba cinco centímetros y era el doble de ancho. Su rostro claro, feo para el criterio estético romano porque su nariz era demasiado recta y corta y su boca demasiado grande, adoptaba una expresión solemne diciéndolo, pero sus ojos azules manifestaban cariño y respeto.

César le sonrió y meneó la cabeza.

—Te agradezco el ofrecimiento, Burgundus, pero ya se las arreglará mi madre. Si no puede, pues… lo aceptaré y te lo devolveré con intereses.

Llegó Lucio Decumio entre un remolino de nieve, y César se apresuró a terminar con Burgundus.

—Prepara nuestras cosas para el viaje, Burgundus. Coge ropa caliente. Tú puedes llevar una porra; yo llevaré la espada de mi padre.

¡Ah, qué magnífico poderlo decir! Llevaré la espada de mi padre. Había cosas peores que ser fugitivo de la cólera del dictador.

—¡Ya sabía yo que tendríamos complicaciones! —dijo Lucio Decumio, sin mencionar la ocasión en que una simple mirada de Sila le había causado un miedo cerval—. He enviado a mis hijos a casa a por dinero; no te faltará —añadió, mirando de soslayo la espalda del germano—. Escucha, César, con el tiempo que hace, no puedes ir solo con ese patán. Te acompañaremos mis hijos y yo.

César, que se lo esperaba, le dirigió una mirada de mudo reproche.

—No; no puedo consentirlo. Cuantos más seamos, más llamaremos la atención.

—¿Llamar la atención? —repitió Lucio Decumio abriendo mucho la boca—. ¿Cómo no vas a llamar la atención con ese enorme mastuerzo detrás de ti? Déjale aquí y yo te acompañaré, ¿te parece? El viejo Lucio Decumio pasa ya inadvertido como parte del decorado.

—En Roma, sí —replicó César, sonriéndole con gran afecto—, pero en el país de los sabinos destacarás más que las pelotas de un perro. Iremos Burgundus y yo; además, sabiendo que estás aquí cuidando de las mujeres, estaré mucho más tranquilo.

Como era una verdad irrebatible, Lucio Decumio cedió, mascullando por lo bajo.

—Debido a las proscripciones, es más importante que nunca que haya alguien aquí al cuidado de las mujeres. Julia y Mucia Tertia no tienen a nadie, y, aunque no creo que les suceda nada en el Quirinal, pues toda Roma siente afecto por tía Julia, menos Sila, tendrás que vigilar tú. Mi madre… —añadió, encogiéndose de hombros—, mi madre es distinta; y eso es tan bueno como malo en relación con Sila. Si las cosas cambian, si se da el caso de que Sila me proscribe y la proscripción alcanza a mi madre, tendrás que encargarte de mi patrimonio. Hemos gastado mucho dinero para criar a los hijos de Cardixa para que el Estado se aproveche de ellos —añadió sonriente.

—¡Nada malo les sucederá, pierde cuidado, Pavo!

—Gracias. Ahora —añadió, pensando en otro asunto—, quiero que alquiles dos mulas y saques los caballos de la cuadra.

Aquél era el secreto de César, lo único en su vida que nadie sabía aparte de Burgundus y Lucio Decumio. Por su condición de flamen dialis no podía tocar caballos, pero desde que el anciano Cayo Mario le había enseñado a montar, le había fascinado la sensación de velocidad, notando la fortaleza del cuerpo del caballo entre sus piernas; y, aunque no era rico, con excepción de las tierras, disponía de una cantidad de dinero estrictamente suya, que su madre jamás habría osado administrar, procedente del testamento paterno, con la que había ido adquiriendo cuanto necesitaba sin necesidad de recurrir a Aurelia. Y se había comprado un caballo. Pero no un caballo cualquiera.

César había sacado fuerzas de flaqueza y se había sacrificado para cumplir todos los requisitos de flamen dialis menos aquél. Se mostraba indiferente a la monótona dieta pensando en que no le costaba nada, y muchas veces había estado tentado de sacar la espada paterna del arca en que se guardaba y esgrimirla, pero se había contenido. A lo único que no había sido capaz de renunciar era a su adoración por los caballos y a montar. ¿Por qué? Por el perfecto resultado de la combinación de dos seres vivos tan distintos. Y se había comprado un precioso caballo castrado color castaño, tan veloz como Bóreas, al que llamaba Bucéfalo en honor al legendario corcel de Alejandro Magno. El animal era su mayor placer, y siempre que podía se escapaba a la puerta Capena, en donde le aguardaban Burgundus y Lucio Decumio con el caballo, para correr con él por el sendero de remolque del Tíber sin temor a matarse, esquivando los pesados bueyes que tiraban de las barcazas corriente arriba. Y cuando ya se había divertido lo bastante, galopaba a campo través saltando cercas, fundido como un solo ser con su querido Bucéfalo. Muchos conocían al caballo, pero no al jinete, pues se disfrazaba de gálata y se cubría cabeza y rostro con un pañuelo medo.

Aquellas cabalgadas secretas conferían a su vida un riesgo de cuya afición no era aún consciente; a él le divertía sobremanera burlar a Roma y arriesgar su cargo, pues, aunque honraba y respetaba al gran dios al que servía, sabía que mantenía con Júpiter Optimus Maximus una relación particular, y que su antepasado Eneas era hijo de Venus, la diosa del amor. Júpiter lo comprendía, lo autorizaba; Júpiter sabía que por las venas de su terrenal servidor corría una gota de linfa divina. En todo lo demás cumplía los preceptos del flaminado lo mejor que podía, pero sin renunciar a aquella comunión con Bucéfalo, un ser vivo más valioso para él que todas las mujeres del Subura.

Poco después de medianoche estaba listo para partir. Lucio Decumio y sus hijos habían acarreado los setenta y seis mil sestercios que Aurelia había ido llevando a la puerta del Quirinal, mientras otros fieles miembros de la cofradía iban a las cuadras del campo Lanatarius a por los caballos de César y los conducían hacia el lugar convenido, fuera de las murallas Servianas.

—Hubiera preferido —dijo Aurelia, sin mostrar la angustia que la embargaba— que hubieses elegido una cabalgadura menos vistosa que este caballo castaño con el que galopas por todo el Lacio.

César tuvo que reprimir la incontenible risa, hasta que pudo contestar.

—¡No creo, mater! ¿Desde cuándo sabes lo de Bucéfalo?

—¿Así le llamas? —replicó ella con gesto de desdén—. Hijo, tienes manías de grandeza que no corresponden a tu condición sacerdotal. Lo sé desde siempre —añadió con un fulgor irónico en los ojos—. Y sé el precio astronómico que te costó. ¡Cincuenta mil sestercios! Eres un derrochador empedernido, César. Y no sé de dónde los sacaste… De mí no, desde luego.

César la abrazó y la besó en la lisa frente.

—Bueno, mater, juré que nadie más que tú llevaría mis cuentas, pero quiero saber cómo te enteraste de lo de Bucéfalo.

—Tengo mis propias fuentes de información —contestó ella sonriente—. Es inevitable, después de veintitrés años viviendo en el Subura. Aún no has hablado con Cinnilla —añadió, ya seria, mirándole a los ojos—. Y está inquieta, imaginándose que algo sucede, a pesar de que le he dicho que se quede en su cuarto.

—¿Y qué le digo, mater? —preguntó él con un suspiro, frunciendo el ceño—. ¿Qué puedo explicarle?

—Dile la verdad, César. Tiene doce años.

Cinnilla ocupaba lo que había sido el cuarto de Cardixa, debajo de las escaleras que ascendían hacia los pisos más altos que daban al vicus Patricius; Cardixa vivía ahora con Burgundus y los hijos en un cuarto nuevo que el propio César se había complacido en idear y construir sobre las dependencias de los criados.

Al entrar César, anunciándose con los nudillos en la puerta, su esposa estaba sentada ante el telar, tejiendo una tela gris y lanuda destinada a su vestuario de flaminica dialis, cuyo aspecto tan poco agradable suscitó en César un repentino e inexplicable pesar.

—¡No hay derecho! —exclamó, levantándola del escabel para abrazarla y sentarla en su regazo sobre el reducido catre.

Le parecía una niña adorable, aunque él era demasiado joven para que le atrajese su incipiente femineidad; a él le gustaban las mujeres mucho más maduras, pero para quien ha vivido siempre rodeado de personas altas y de tez clara, aquella piel un poquitín cetrina en un cuerpo llenito resultaba fascinante. Sus sentimientos hacia ella eran ambiguos, pues hacía ya cinco años que vivía en la casa como si fuera una hermana, aunque sabía perfectamente que era su esposa y que Aurelia le daba permiso para que él la sacara de aquel cuarto y la acostara en su cama. No era de índole moral aquella ambigüedad que habría podido denominarse logística; había momentos en que era hermana, y otros en que era esposa. Sí, era sabido que los monarcas orientales se casaban con sus hermanas, pero le habían dicho que los cuartos de los niños de los Tolomeos y de Mitrídates eran un reñidero increíble, y que los hermanos se pegaban con las hermanas como fieras; él nunca se había peleado con Cinnilla más de lo que había hecho con sus propias hermanas. Aurelia no se lo hubiera consentido.

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