Favoritos de la fortuna (33 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Los ciudadanos de Roma leyeron horrorizados el nuevo nombre en los rostra y la Regia. ¿Metelo Pío el nuevo pontífice máximo? ¿Cómo era posible? ¿Es que Sila se había vuelto loco?

Y a casa de Ahenobarbo fue a verle una estremecida delegación formada por sacerdotes, augures y el propio Metelo Pío. Por razones que huelgan, no era él el portavoz de la delegación, ya que en aquellos días su lengua tropezaba de tal modo que nadie tenía suficiente paciencia para aguantar nerviosamente a que terminara de articular las frases. El portavoz fue Catulo.

—¿A qué viene esto, Lucio Cornelio? —gimió Catulo—. ¿Es que no podemos impugnarlo?

—¡No qul… qui… quiero el ca… ca… cargo! —balbució con dificultad el Meneítos, pestañeando y retorciéndose las manos.

—¡No puedes hacer eso, Lucio Cornelio! —exclamó Mamerco.

Sila les dejó desahogarse antes de contestar con rostro imperturbable. Parte de la gracia consistía en que no lo descubrieran. Debían continuar creyendo que lo hacía en serio. Porque el mismo Júpiter se le había aparecido en sueños por la noche diciéndole cuánto le gustaba aquella gracia.

Una vez que se desahogaron, se hizo un profundo silencio, sólo roto por los profundos sollozos del Meneítos.

—En realidad —contestó Sila en tono de diálogo—, puedo hacer lo que desee como dictador que soy. Pero no se trata de eso. De lo que se trata es que he soñado que se me acercaba Júpiter Optimus Maximus y me pedía que nombrase pontífice máximo a Quinto Cecilio. Al despertarme, examiné los signos y vi que era un augurio propicio. Cuando me dirigía al Foro para clavar los dos pergaminos en los rostra y la Regia, vi quince águilas volando de izquierda a derecha sobre el Capitolio, y no chilló ningún búho ni hubo ningún relámpago.

La delegación miró a Sila de hito en hito, y a continuación bajó la vista al suelo. Hablaba en serio. Así pues, era decisión de Júpiter Optimus Maximus.

—¡Pero no hay rito que esté exento de error! —exclamó Vatia—. ¡Cualquier gesto, acto o palabra puede ser erróneo! ¡Cuando se hace o dice algo mal hay que volver a empezar toda la ceremonia!

—Soy muy consciente de ello —replicó Sila en tono afable.

—¡Lucio Cornelio, ya lo ves tú mismo! —protestó Catulo—. ¡Pío tartamudea cada vez que intenta decir algo! ¡Cada vez que oficie como pontífice máximo la ceremonia durará una eternidad!

—Me consta con claridad meridiana —replicó Sila muy serio—. Tened en cuenta que yo también tendré que aguantarme —añadió, encogiéndose de hombros—. ¿Que queréis que os diga? Quizá sea un sacrificio más que el gran dios nos impone por no haber actuado debidamente en lo que a religión respecta. Por supuesto, mi querido Pío, puedes rehusar —añadió, volviéndose hacia Metelo Pío y cogiendo una de aquellas manos temblorosas entre las suyas—. No hay nada en las leyes religiosas que te lo impida.

El Meneítos asió con la mano libre un pliegue de la toga para enjugarse ojos y nariz, respiró hondo y contestó:

—Lo acepto, Lucio Cornelio, si es la vo… vo… voluntad del gran dios.

—¿Lo ves? —dijo Sila, dándole una palmadita en la mano—. Casi lo has dicho bien. Practica, querido Meneítos. ¡ La práctica lo es todo!

Notaba que estaba a punto de estallar en una sonora carcajada. Se despidió de la delegación a toda prisa y se encaminó raudo a encerrarse en su despacho. Le temblaban las piernas y se dejó caer en un sofá, sujetándose con fuerza los costados, y se abandonó al ataque de hilaridad hasta que se le saltaron las lágrimas; como casi se ahogaba, se dejó caer al suelo y allí permaneció chillando entrecortadamente y pataleando en el aire, con un dolor mortal en el pecho. Pero aún siguió riendo, completamente convencido de que los augurios, en efecto, habían sido propicios. Y durante el resto del día, cada vez que la expresión de noble sacrificio del Meneítos le venía a la mente, se retorcía en un nuevo paroxismo, y tampoco podía evitar la risa cada vez que recordaba la expresión del rostro de Catulo, y la de Vatia y la de su yerno. ¡ Fantástico! ¡ Fantástico! Una gracia de perfecta justicia jupiterina. Todos la habían aceptado tal como la merecían; Lucio Cornelio Sila incluido.

En los idus de diciembre, unos sesenta miembros de los colegios sacerdotales menores y mayores se apretujaban en el templo de Júpiter Feretrio.

—Ya hemos presentado nuestros respetos al dios —dijo Sila—, y no creo que le importe que nos reunamos afuera.

Tomó asiento en el murete que rodeaba el antiguo Asilo en medio de la zona de vegetación que ascendía entre las cumbres gemelas del Capitolio y del Arx, e hizo un gesto a los demás para que se sentasen en la hierba.

Eso era una de las cosas más raras de Sila, pensó el infeliz Meneítos, que era capaz de conferir una gran dignidad a las cosas más sencillas, o reducir —como ahora— las cosas más solemnes a un acto de lo más informal. A los visitantes y forasteros que acudían al Capitolio y llegaban sin aliento a lo alto de las escalinatass del Asilo o de las Gemonianas, debería parecerles un filósofo que había salido de paseo con sus alumnos, o un patriarca rodeado de hermanos, sobrinos, hijos y primos.

—¿Qué informes nos traes, Cayo Aurelio? —preguntó Sila a Cotta, que estaba sentado en el centro de la primera fila.

—Antes que nada, quiero decir que me ha resultado una tarea difícil, Lucio Cornelio —respondió Cotta—. Imagino que sabrás que el flamen dialis es mi sobrino.

—También lo es mio, aunque por matrimonio más que por sangre —replicó Sila pausadamente.

—Entonces debo hacerte otra pregunta. ¿Vas a proscribir a los Césares?

Sin quererlo, Sila pensó en Aurelia y meneó enérgicamente la cabeza.

—No, Cotta, no voy a hacer nada de eso. Los Césares, que fueron cuñados míos, hace muchos años han muerto. Nunca cometieron crímenes contra el Estado, a pesar de que eran partidarios de Mario. Pero con motivo, pues Mario había ayudado económicamente a la familia y era un vínculo de gratitud obligada. La viuda de Cayo Mario es la tía del muchacho, y su hermana fue mi primera esposa.

—Pero has proscrito a las familias de Mario y de Cinna.

—Efectivamente.

—Gracias —dijo Cotta, con gesto de alivio, haciendo un carraspeo—. El joven César tenía trece años cuando fue solemnemente consagrado sacerdote de Júpiter Optimus Maximus, cumpliendo todos los requisitos menos uno: que era un patricio cuyos padres estaban vivos, aunque no estaba casado con una patricia cuyos padres estuvieran con vida. Sin embargo, Cayo Mario le buscó una novia con la que contrajo matrimonio antes de las ceremonias de consagración del cargo. La esposa fue la hija pequeña de Cinna.

—¿Qué edad tenía? —preguntó Sila, dirigiendo un chasquido con los dedos a su criado, que inmediatamente le tendió un sombrero de campesino de paja con ala ancha. Tras ajustárselo bien, les dirigió una mirada taimada de auténtico lugareño.

—Siete años.

—Ya. Una boda entre niños. ¡Uf! Cinna tenía apuros, ¿no?

—Bastantes —contestó Cotta, molesto—. Bien, el muchacho no aceptó complacido el cargo y se empeñó en que hasta que no revistiera la toga viril seguiría comportándose como un joven romano más. Acudía al campo de Marte a efectuar su entrenamiento militar, batiéndose, disparando flechas y arrojando la lanza; distinguiéndose en todo. Me han informado que solía hacer una cosa extraordinaria: montar un caballo veloz al galope con las manos a la espalda y sin silla. Sus antiguos compañeros del campo de Marte le recuerdan perfectamente y consideran que es una lástima que se le nombrara flamen dialis, dadas sus dotes militares. En cuanto a su comportamiento en otros aspectos, me he informado a través de su madre Aurelia, cuñada mía. Según ella, no cumplía la dieta estipulada, aparte de cortarse las uñas con un cuchillo de hierro, el pelo con navaja y usar nudos y hebillas.

—¿Y qué sucedió cuando revistió la toga virilis?

—Que cambió radicalmente —respondió Cotta, con notable sorpresa en la voz—. Su rebeldía —si tal había sido— cesó de inmediato, y en todo momento cumplió sus deberes religiosos con escrupuloso celo; vistió constantemente el apex y la laena, y no transgredió ninguna norma. Su madre afirma que no es que le gustase el cargo, pero lo había aceptado.

—Ya —dijo Sila, golpeando levemente el muro con los talones—. Me satisface bastante lo que me dices, Cotta. ¿A qué conclusiones has llegado respecto al muchacho y el cargo?

—Hay una dificultad —contestó Cotta, frunciendo el ceño—. Si hubiésemos tenido los libros proféticos, habríamos podido dilucidar este asunto; pero como no los tenemos, claro, es imposible llegar a una conclusión definitiva. No parece que haya duda de que el muchacho es legalmente flamen dialis, pero desde el punto de vista religioso no estamos tan seguros.

—¿por qué?

—Todo estriba en la categoría cívica de la esposa de César, Cinnilla, como la llaman. Ahora tiene doce años, y de una cosa estamos completamente seguros: el cargo es una entidad dual que implica tanto a la esposa como al esposo. Ella posee el título religioso de flaminica dialis, y está sujeta a las mismas prohibiciones e iguales deberes religiosos y si no cumple los requisitos religiosos, queda en tela de juicio que haga honor al cargo. Y hemos llegado a la conclusión de que no cumple los requisitos religiosos, Lucio Cornelio.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo habéis llegado a esa conclusión, Cotta? —inquirió Sila, golpeando con más fuerza el muro, pensando en otra cosa—. ¿Se ha consumado el matrimonio?

—No, no se ha consumado. La niña ha vivido con mi hermana y su familia desde que contrajo matrimonio con el joven César. Y mi hermana es una noble romana muy estricta —respondió Cotta.

—Ya sé que es estricta —dijo Sila con una leve sonrisa.

—Pues, si… —Cotta cambiaba el peso de un pie al otro, recordando los debates que habían sostenido en su casa respecto a la naturaleza de la amistad entre Aurelia y Sila; además, sabía que iba a criticar una de las leyes de proscripción del dictador, pero continuó resueltamente, decidido a acabar de una vez por todas—. Pensamos que César es el flamen dialis, pero que su esposa no es la flaminica. Al menos, así es como hemos interpretado tus leyes de proscripción, que en el caso de hijos pequeños de los proscritos no dejan claro si éstos están sujetos a la lex Minicia. El hijo de Cinna era mayor cuando su padre fue proscrito, y no se duda de su ciudadanía; pero ¿qué sucede con los hijos menores, las niñas en particular? ¿Quedan incluidos en la lex Minicia o —en consonancia con la culpabilidad y la pena de destierro— la pérdida de ciudadanía del padre sólo a él afecta? Eso es lo que hay que dilucidar. Y dada la severidad de tus leyes de proscripción en relación con los derechos de los niños y otros herederos, hemos llegado a la conclusión de que no es aplicable la lex Minicia de liberis.

—Meneítos, querido, ¿qué nos dices? —inquirió el dictador en tono zalamero, haciendo caso omiso de la ambigüedad legislativa—. ¡Piénsalo, piénsalo! Hoy no tengo nada más que hacer.

Metelo Pío se ruborizó.

—Como dice Cayo Cotta, no es aplicable a la niña la ley que le da categoría de ciudadana. Cuando uno de los padres no es ciudadano romano, el hijo no puede ser ciudadano romano. Por consiguiente, la esposa de César no es ciudadana romana y, por lo tanto, no puede ser flaminica dialis conforme a la ley religiosa.

—¡Magnífico, magnífico! ¡ Lo has dicho sin trabucarte, Meneítos! —exclamó Sila, golpeando el muro con los talones—. ¿Así que toda la culpa es mía? He dejado una ley que puede interpretarse según convenga en vez de preverla en todos sus detalles.

—Sí —dijo heroicamente Cotta, con un profundo suspiro.

—Es cierto, Lucio Cornelio —dijo Vatia, añadiendo su granito de arena—. Pero somos conscientes de que podemos equivocarnos en la interpretación, y por eso solicitamos respetuosamente tu opinión.

—Bueno —contestó Sila, bajándose del murete—, a mí me parece que lo mejor para salir de este dilema es que César busque una nueva flaminica. Aunque, como estarán unidos por confarreatio, es imposible el divorcio por lo civil y lo religioso. Mi opinión es que César se divorcie de la hija de Cinna, que es inaceptable como flaminica ante el gran dios.

—Sí, claro, una anulación —dijo Cotta.

—Divorcio —replicó Sila, tenaz—. Aunque todos juren que el matrimonio no se ha consumado, y aunque podríamos hacer que las vestales examinasen el himen de la niña, es asunto que concierne a Júpiter Optimus Maximus. Me habéis dicho que mi ley admite interpretaciones. De hecho, vosotros mismos la habéis interpretado, sin venir a consultarme antes de llegar a una decisión. Ahí está vuestro error. Deberíais haberme consultado. Pero como no lo habéis hecho, ahora cargad con las consecuencias. Será un divorcio diffarreatio.

—¡La diffarreatio es un proceso horroroso! —dijo Cotta torciendo el gesto.

—Ganas me dan de llorar al verte tan triste, Cotta.

—En ese caso, informaré al muchacho —dijo Cotta, con los labios apretados.

—¡No! —exclamó Sila, estirando el brazo—. ¡No le digas nada! ¡Nada! Dile que venga a mi casa mañana antes de la hora de cenar. Prefiero decírselo yo. ¿Está claro?

—Así que tienes que ir a ver a Sila, sobrino —dijo Cotta a César y a Aurelia, poco después.

Tanto César como su madre recibieron con cierta tensión la noticia, pero no hicieron comentario alguno y despidieron a la visita en la puerta. Una vez que su hermano se hubo ido, Aurelia siguió a su hijo al despacho.

—Siéntate, mater —dijo él afectuoso.

Aurelia así lo hizo en el borde de una silla.

—No me gusta —dijo—. ¿Para qué querrá verte a solas?

—Por lo que ha dicho el tío Cayo. Va a reformar las órdenes religiosas y quiere ver al flamen dialis.

—No me lo creo —replicó tenaz Aurelia.

Preocupado, César apoyó la barbilla en la mano derecha y miró interrogante a su madre. No le preocupaba su situación, pues se sentía capaz de hacer frente a lo que fuese; no, era ella la que le preocupaba. Ella y las demás mujeres de la familia.

La tragedia se había abatido inexorablemente sobre la familia desde el momento en que el hijo de Mario había convocado aquella reunión para comunicarles su intención de presentarse a las elecciones de cónsul, luego hubo aquella temporada de alegría y confianza artificiales, la decepción de aquel terrible invierno y el negro desasTre que había sido la derrota de Sacriportus. Al joven Mario casi no le habían vuelto a ver desde su nombramiento de cónsul, igual que su madre y su esposa, porque había entrado en escena una querida, una hermosa romana de ascendencia noble llamada Praecia, que ocupaba todos los ratos de ocio que el joven pudiera tener. Era una mujer rica e independiente que cuando hizo caer al joven en sus redes tenía ya treinta y siete años, y ningún proyecto de matrimonio. Había estado casada a los dieciocho años, por obediencia a su padre, fallecido poco después; y Praecia se había embarcado en una serie de aventuras, por lo que su esposo había solicitado el divorcio para entera satisfacción de ella, que emprendió la clase de vida que más le apetecía: ser dueña de su casa y querida de algún noble interesante que recreaba su comedor y su cama con amistades, problemas e intrigas políticas, circunstancia que la permitía mezclar la política a la pasión, irresistible tentación para ella.

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