Favoritos de la fortuna (35 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—¡Pobre Lépido! —dijo Julia suspirando.

—Pobre Apuleya —añadió Mucia Tertia con sequedad.

Y ahora, después de lo que les había dicho Cotta, parecía que los Césares no iban a ser proscritos. Los seiscientos iugera de Bovillae no corrían peligro, y César quedaría incluido en el censo senatorial. ¡A él le traía sin cuidado lo del censo senatorial!, pensaba viendo caer la nieve como una cascada por el patio de luces; el flamen dialis era automáticamente miembro del Senado.

Del mismo modo que él contemplaba la inesperada irrupción del invierno, su madre le contemplaba a él.

Una persona excelente; obra mía y de nadie más, cavilaba ella. Aunque tiene muchas buenas cualidades, dista mucho de ser perfecto. No es tan simpático, tolerante o afectuoso como su padre, a pesar de que se parece a él. Y a mí también. Y es extraordinario en muy diversas cosas. Acude a donde haga falta en el edificio, y es capaz de arreglar lo que sea: tuberías, tejas, escayolas, persianas, desagües, pinturas, madera… ¡Y hay que ver cómo ha mejorado los frenos y cabrias del viejo inventor! Sabe escribir en hebreo y en medo y habla doce lenguas, gracias a la fantástica diversidad de inquilinos. Ya de niño era famoso en el campo de Marte, como me jura Lucio Decumio. Nada, monta a caballo y corre como el viento. Y escribe poemas como los de Ennio y obras de teatro tan buenas como las de Plauto; aunque, como madre suya, no debería decirlo. Y, según me dice Marco Antonio Cnifo, no tiene rival en las clases de retórica. ¿Cómo lo dice Cnifo? Ah, sí, que mi hijo puede conmover a las piedras y enfurecer a las montañas. Sabe de leyes y puede leer cualquier cosa de corrido por abstrusa que sea la escritura. Y no hay nadie en Roma capaz de eso; ni el prodigioso Marco Tulio Cicerón. ¡Y hay que ver cómo le persiguen las mujeres! Por todo el Subura. El cree que no lo sé y que pienso que es casto y aguarda a casarse. Bueno, mejor así. Los hombres son seres extraños en lo que respecta a esa parte que denota su virilidad. Pero no es que mi hijo sea perfecto, sino que es un superdotado. Tiene un carácter extraño, aunque lo oculte; y en muchos aspectos es egoísta y poco sensible a los sentimientos y necesidades de los demás. En cuanto a su obsesión por la limpieza, me complace mucho, pero no la ha heredado de mí; se niega a mirar a una mujer si no acaba de salir del baño, y creo que hasta debe examinarlas de pies a cabeza y entre los dedos de los pies. ¡En el Subura! De todos modos, como tantas le desean, la higiene ha aumentado entre la población femenina desde que cumplió los catorce años. ¡Qué animalito precoz! Yo solía pensar que mi esposo recurría durante sus largas ausencias a las mujeres de los sitios por donde andaba, pero él me confesó que jamás lo hacía y que esperaba a regresar a casa; y no había cosa que más detestara en él, porque me cargaba con un sentimiento de culpabilidad. Mi hijo no hará eso con su esposa; espero que ella aprecie esa suerte. Sila le ha mandado comparecer. No sé para qué será. Ojalá…

Salió de su ensimismamiento con un sobresalto al ver que César estaba inclinado sobre el escritorio, chascando los dedos y riéndose.

—¿Dónde estabas? —preguntó.

—Por todas partes —contestó ella, poniéndose en pie y sintiendo el frío que hacía—. Hijo, voy a decirle a Burgundus que te traiga un brasero, que hace frío.

—¡No te preocupes por nimiedades! —replicó él, impidiéndoselo afectuosamente.

—No quiero que vayas a ver a Sila sonándote y estornudando —insistió ella.

Pero al día siguiente ni se sonaba ni estornudaba. El joven se presentó en casa de Cneo Ahenobarbo una buena hora antes de la cena, decidido a recorrer el atrium de arriba a abajo antes que llegar tarde. Y, efectivamente, el mayordomo —un primoroso griego zalamero, que le sometió a provocativas miradas— le dijo que era demasiado pronto y que tuviese la bondad de aguardar. Sintiendo que se le ponía carne de gallina, César asintió concisamente con la cabeza y volvió la espalda al hombre que pronto sería célebre en Roma y a quien todos conocerían por Crisógono.

Pero Crisógono no le dejó a solas; era evidente que el visitante le resultaba demasiado atractivo para no acosarle, pero César tuvo la prudencia de no hacer lo que estaba deseando: romperle los dientes de un puñetazo. Y, de pronto, se le ocurrió una idea. Salió rápidamente a la galería y el mayordomo, ante el frío que hacía, renunció a seguirle. La casa tenía dos galerías; aquella en la que se encontraba César, trazando medias lunas en la nieve con la punta del zueco, no daba al Foro, sino a la cuesta del Palatino en dirección al clivus Victoriae. Más arriba veía la galería de otra casa, prácticamente encima de la de Ahenobarbo.

¿De quién sería? Frunció el ceño, pensativo. Era de Marco Livio Druso, asesinado en el vestíbulo diez años atrás. Así que allí era donde vivían todos aquellos huérfanos, bajo la severa tutela de… Ah, sí, de la hija de aquel Servilio Cepio que se había ahogado cuando regresaba de su provincia. ¿Cnea? Eso era: Cnea. Cnea y su temible madre, la horrible Porcia Liciniana, era una casa atiborrada de pequeños Servilios Cepios y Porcios Catones. Los Porcios Catones tarados, de la rama de Salonio, descendientes de un esclavo. Allí había uno, inclinándose sobre la balaustrada de mármol; un niñito enclenque de cuello largo como de cigüeña y una narizota que se le notaba desde tan lejos. Y una maraña de pelo rojo. ¡No cabía duda de que era de la camada de Catón el censor!

Todas estas reflexiones eran producto de un rasgo de carácter de César que su madre no había evocado durante su ensimismamiento: que era un inveterado chismoso y no se le escapaba detalle.

—Honorable sacerdote, mi señor desea recibirte.

César se volvió, después de dirigir una sonrisa y saludar con la mano al niño del balcón en la casa de Druso, sin ofenderse porque no le devolviera el saludo. Probablemente el pequeño Catón se hallaba demasiado sorprendido para contestar; seguramente Sila no tendría muchas ocasiones de hacer gestos amistosos a un flacucho descendiente de un señor tusculano y de un esclavo celtíbero.

Aunque estaba preparado para el momento de ver a Sila el dictador, César no pudo por menos de sorprenderse. ¡No era de extrañar que no hubiese ido a ver a mater! Yo, en su caso, tampoco lo hubiera hecho, pensó, avanzando tan despacio como se lo permitían sus zuecos.

Lo primero que pensó de él Sila al verle fue que se trataba de alguien totalmente desconocido; pero ello era debido a la fea capa rojo y púrpura, y a aquel extraño casco de marfil, semejante a un cráneo desnudo.

—¡Quítate todo eso! —dijo Sila, volviendo a bajar la vista al montón de papeles del escritorio.

Cuando volvió a alzar los ojos, no quedaba resto alguno de sacerdote. Aquel muchacho era su propio hijo. Y a Sila se le erizó el vello de los brazos y de la nuca, al tiempo que lanzaba una especie de gemido y se ponía en pie. Aquel pelo dorado, los ojos azules, el rostro alargado de los Césares, aquella estatura… Y, de pronto, la vista obnubilada de Sila acusó las diferencias: los pómulos protuberantes de Aurelia y los hoyuelos en las mejillas, y la preciosa boca de Aurelia con los surcos en las comisuras. Mayor que su hijo cuando murió y ya casi un hombre. ¡Oh, hijo mío, Lucio Cornelio! ¿Por qué has tenido que morir?

—Por un instante te había tomado por mi hijo —dijo con voz ronca, conteniendo las lágrimas, estremecido.

—Era primo mío.

—Recuerdo que decías que le querías.

—Así es.

—Decías que era mejor que el hijo de Mario.

—Exacto.

—Y escribiste un poema para él después de su muerte, pero dijiste que no me lo enseñabas porque no era bueno.

—Si, es cierto.

Sila volvió a derrumbarse en la silla, con las manos temblorosas.

—Siéntate, muchacho. Aquí, donde hay más luz y pueda verte. Mi vista ya no es la que era —añadió, anhelando absorber todo detalle de aquel enviado del gran dios, del que era su sacerdote—. cTe ha hablado tu tío Cayo Cotta?

—Sólo me ha dicho que deseabas verme, Lucio Cornelio.

—Llámame Sila, como me llaman todos.

—Y a mí todos me llaman César; hasta mi madre.

—Eres el flamen dialis.

Un brillo surgió en los inquietantes ojos familiares. ¿Por qué le resultaban tan familiares si los de su hijo eran de un azul más oscuro y más vivaces? ¿Un brillo de ira o de pena? No, no: de ira.

—Si, soy el flamen dialis —repitió César.

—Los que te nombraron eran enemigos de Roma.

—No cuando me nombraron.

—Sí, es cierto —replicó Sila, cogiendo la pluma de junco forrada de oro y volviéndola a dejar—. Tienes esposa.

—Así es.

—La hija de Cinna.

—Exacto.

—¿Habéis consumado el matrimonio?

—No.

Sila se levantó y se acercó a la ventana completamente abierta a pesar del frío. César sonrió para sus adentros, pensando en lo que hubiera dicho su madre al ver a otra persona despreocupada por la intemperie.

—Estoy acometiendo la renovación de la república —añadió Sila, mirando por la ventana a la estatua de Escipión el Áfricano sobre su alta columna; desde allí, quedaba a la misma altura que el rechoncho Escipión—. Por motivos que supongo entenderás, he decidido empezar por la religión. Se han perdido los valores tradicionales y hay que recuperarlos. He abolido las elecciones de sacerdotes y augures, incluida la del pontífice máximo. En Roma, la política y la religión están estrechamente entrelazadas, pero no quiero que la religión esté al servicio de la política, cuando debe ser al revés.

—Lo comprendo —dijo César desde su silla—. No obstante, creo que al pontífice máximo se le debe elegir.

—¡Me tiene sin cuidado lo que creas!

—Entonces, ¿para qué estoy aquí?

—¡Desde luego, no para hacerme observaciones!

—Perdona.

Sila giró sobre sus talones y clavó su fiera mirada en el flamen dialis.

—No te infundo el menor temor, ¿verdad, muchacho?

César esbozó la famosa sonrisa que cautivaba mentes y corazones. ¡La misma sonrisa que la de su hijo!

—Solía esconderme en un falso techo encima del comedor para verte hablar con mi madre. Han cambiado los tiempos y las circunstancias, pero a uno no puede darle miedo una persona por la que ha sentido un súbito afecto al descubrir que no era amante de su madre.

La respuesta desencadenó una risotada en Sila, que hizo que se le saltaran las lágrimas.

—¡Cierto, cierto! No lo fui. Lo intenté en una ocasión, pero ella tuvo la gran prudencia de rechazarme. Tu madre piensa como un hombre. Yo no traigo suerte a las mujeres. Es mi sino —añadió, mirando de arriba abajo a César con sus inquietos ojos claros—. Tú tampoco les traerás suerte, aunque tendrás muchas.

—¿Para qué me has mandado llamar si no vas a pedirme consejo?

—Por un asunto relacionado con la reglamentación de la conducta religiosa. Me han dicho que naciste el mismo día del año en que empezó el incendio del templo de Júpiter.

—Sí.

—¿Qué interpretación le das?

—Un buen augurio.

—Desgraciadamente, el colegio de pontífices y el de augures no coinciden contigo, joven César. Hace tiempo que vienen estudiando el caso tuyo y de la flaminica, y han llegado a la conclusión de cierta irregularidad en ella que es la causa de la destrucción del templo del gran dios.

El rostro de César se iluminó de gozo.

—¡Ah, cuánto me alegro de que me lo digas!

—¿Eh? ¿Decirte qué?

—Que dejo de ser flamen dialis.

—No he dicho eso.

—¡Claro que lo has dicho!

—Has entendido mal, muchacho. Sigues siendo el flamen dialis. A esa conclusión han llegado quince sacerdotes y quince augures.

La alegría se había desvanecido del rostro del joven.

—Prefiero ser militar —dijo malhumorado—. Tengo mejores dotes.

—Lo que tú prefieras no cuenta. Cuenta lo que eres; y lo que es tu esposa.

César frunció el ceño y miró inquisitivo a Sila.

—Es la segunda vez que mencionas a mi esposa.

—Tienes que divorciarte de ella —dijo Sila sin rodeos.

—¿Divorciarme? ¡ Imposible!

—¿Por qué?

—Porque estamos casados por confarreatio.

—Pero existe la diffarreatio.

—¿Y por qué tengo que divorciarme de ella?

—Porque es hija de Cinna, y resulta que mis leyes relativas a los proscritos y sus familiares presentan un pequeño defecto en relación con la condición de ciudadanía de los niños. Los sacerdotes y augures han decidido que es aplicable la lex Minicia, por lo que tu esposa, que es flaminica dialis, no es romana ni patricia. Y, por consiguiente, no puede ser flaminica dialis. Como el cargo es de naturaleza dual, la legalidad de su posición es tan importante como la tuya. Tienes que divorciarte de ella.

—No lo haré —replicó César, comenzando a entrever una salida a su detestado sacerdocio.

—¡Harás lo que yo te diga que hagas, muchacho!

—No haré nada que considere que no debo hacer.

Los arrugados labios se abrieron lentamente.

—Soy el dictador y tienes que divorciarte de tu esposa —dijo Sila sin levantar la voz.

—Me niego —contestó César.

—Puedo obligarte a ello.

—¿Cómo? —inquirió César despectivo—. El proceso de diffarreatio requiere pleno consentimiento por ambas partes.

Haría temblar de miedo a aquel insolente, pensó Sila, dejándole atisbar la monstruosa criatura que llevaba dentro; pero mientras trataba de avasallarle, comprendió por qué aquellos ojos le resultaban tan conocidos. ¡Eran igual que los suyos! Y sostenían su mirada con la fijeza fría y carente de emoción de la serpiente. El monstruo sañudo de Sila hubo de retirarse, impotente. Por primera vez en su vida se veía desprovisto de los medios para doblegar a otra persona a su voluntad; y no le brotaba la rabia que habría debido ponerle fuera de si, obligado a contemplar en un rostro ajeno su propia imagen. Lucio Cornelio Sila se veía impotente.

Tuvo que recurrir a simples palabras.

—He prometido restaurar la ética religiosa conforme al mos maiorum —dijo—. Roma honrará y servirá a sus dioses como se hacía en el alba de la República. Júpiter Optimus Maximus está descontento contigo… Mejor dicho, con tu esposa. Tú eres su sacerdote, pero tu esposa es parte inseparable de tu condición sacerdotal, y debes apartarte de esa esposa inaceptable y casarte con otra. Debes divorciarte de esa mocosa de Cinna no romana.

—No lo haré —contestó César.

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