Favoritos de la fortuna (31 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Así inauguró Sila su dictadura, demostrando que además de ser el amo de Roma era un maestro en el arte del terror y la intimidación. No todos los días que había pasado atormentado por el terrible picor y adormecido por el vino habían sido días en blanco: Sila había planeado todo aquello, pensándolo minuciosamente. Cómo hacerse amo de Roma, cómo actuar una vez lo hubiese conseguido, cómo lograr el condicionamiento mental en todo hombre, mujer y niño que le permitiese hacer lo que era preciso sin oposición y sin protestas. Nada de soldados vigilando las calles, sino mentes en blanco, un miedo que tan sólo dejase una puerta abierta a la esperanza o a la desesperación. Sus adláteres serían personas anodinas, vecinos o amigos de los que se ocultaban o se escabullían. Trataría de crear un ambiente más que una situación real. A las situaciones se las podía hacer frente, pero no a un ambiente: un ambiente podía llegar a hacerse insoportable.

Y mientras se debatía en aquellos tremendos ataques de picor, rascándose hasta hacer sangrar aquel rostro de viejo, feo y frustrado, pensaba en el más sublime de los juguetes: Roma. Con sus hombres y mujeres, perros y gatos, esclavos y libertos, populacho, caballeros y nobles. Todo su resentimiento, todo su rencor se acentuaba e iba cobrando minuciosa forma en medio del dolor. Dar forma a la venganza constituía su único paliativo.

Había llegado el dictador y cogía entre sus codiciosas manos el nuevo juguete.

Segunda parte
DICIEMBRE DEL 82 A. DE J.C. - MAYO DEL 81 A. DE J.C.

 

A
principios de diciembre, Lucio Cornelio Sila se dijo que las cosas marchaban estupendamente. La mayoría seguía indecisa en cuanto a matar a los proscritos de las listas, pero había algunos como Catilina que comenzaban a dar ejemplo, y la cantidad de dinero y propiedades confiscadas aumentaba vertiginosamente. Por supuesto que era el dinero y los bienes lo que había hecho que Sila optase por esa actuación concreta, pues de alguna parte habían de salir las enormes sumas que necesitaba Roma para recuperar su solvencia financiera. En circunstancias más normales, habrían salido de las arcas de las provincias, pero por culpa de la intervención de Mitrídates en Asia y del hecho de que Quinto Sertorio había logrado crear no pocas dificultades en las dos Hispanias, reduciendo los ingresos de aquellas provincias, no se podía contar durante cierto tiempo con esas aportaciones; por lo que Roma e Italia tenían que suplirlas, y éstas no podían exigirse al pueblo ni a los que habían demostrado inequívocamente su lealtad a la causa de Sila.

A él nunca le había gustado el ordo equester, las noventa y una centurias de la primera clase que englobaban a los caballeros del estamento comercial, pero menos aún las dieciocho centurias de caballeros de raigambre con derecho al caballo público. Entre ellos había muchos que habían medrado notablemente bajo la administración de Mario, Cinna y Carbón, y eran ellos los hombres a quienes Sila haría pagar la factura de la recuperación económica de Roma. ¡Solución perfecta!, pensó el dictador con suma fruición. No sólo se recuperaría el Tesoro, sino que al mismo tiempo se deshacía de sus enemigos.

Simultáneamente, había hallado tiempo para solucionar una de sus aversiones secundarias —el Samnio—, y hacerlo del modo más severo posible para la desventurada región: enviando a Cetego y Verres con cuatro legiones de veteranos.

—Que no quede nada en pie —dijo—. Quiero que el Samnio quede tan arrasado que a nadie le apetezca jamás volver a vivir allí; ni al más acendrado patriota. Talad árboles, arrasad los campos, derruid las ciudades y destrozad los huertos. Segad hasta las cabezas de las amapolas más altas —añadió con siniestra sonrisa.

¡Así aprenderían los samnitas! Y de paso se quitaba de en medio durante un año a dos hombres valiosos que pudieran hacerle sombra. No tendrían prisa por volver por el dinero con que se enriquecerían, aparte de lo que enviasen al Tesoro.

Quizá redundase en beneficio de otras regiones de Italia que la familia de Sila llegase a Roma en aquellos momentos y le hiciera recobrar una especie de normalidad de la que carecía, aunque no la hubiese echado de menos. Para empezar, no sabía que al ver a Dalmática se llevaría tal impresión; las piernas le fallaron, y tuvo que sentarse a toda prisa para mirarla como un imberbe que contempla inesperadamente a la mujer soñada.

Hermosísima —algo que él no ignoraba—, con sus grandes ojos grises y la tez oscura como el cabello; y aquella mirada amorosa que nunca se apagaba ni modificaba por viejo y feo que se fuera haciendo él. Y allí estaba, sentada en su regazo, echándole los brazos al escuálido cuello, apretando los pechos contra su cara, acariciándole la costrosa cabeza y besándosela como si fuese la magnífica testa de pelo rubio-rojizo de antaño. Y la peluca, ¿dónde estaba? Pero ella ya le alzaba el rostro y sintió aquellos dulces labios sobre los suyos yertos hasta recobrar la lozanía… Recobraba las fuerzas, y se levantó alzándola al mismo tiempo en sus brazos, y con ella se fue triunfante a la habitación. Tal vez, después de todo, sea capaz de amar, pensó, hundiéndose en sus brazos.

—¡Cómo te he echado de menos! —exclamó.

—Cómo te quiero —respondió ella.

—Dos años… Han pasado dos años.

—Que han sido como dos mil.

Una vez consumido el fervor de aquel primer encuentro, volvió a su papel de esposa y le miró complacida.

—¡Tu piel está mucho mejor!

—Morsimo me envió el ungüento.

—Ya no te pica.

—Ya no me pica.

Después, volvió a su papel de madre y se empeñó en que fuese con ella al cuarto de los niños a saludar a los pequeños Fausto y Fausta.

—Tienen poco más de los dos años de nuestra separación —dijo él, con un profundo suspiro—. Se parecen a Metelo el Numídico.

—Sí… —asintió ella, conteniendo la risa—. ¡ Pobrecitos!

Y entre risas de ambos concluyó una de las jornadas más felices de la vida de Sila.

Los mellizos, que ignoraban lo que mamá y aquel viejo raro se cuchicheaban entre grandes risas, les miraban con tímidas sonrisas, hasta que no pudieron aguantarse y se unieron a ellos. Y, aunque no pueda decirse que aumentase el cariño de Sila, al menos pensó que eran unos graciosos pequeñuelos, aunque se pareciesen a su tío abuelo Quinto Cecilio Metelo el Numídico, el Meneítos, a quien él mismo había matado. ¡Qué ironía!, se dijo. ¿Será un castigo de los dioses? Pero creer eso sería cosas de griegos, y yo soy romano. Además, estaré más que muerto antes de que sean mayores y puedan recordar ese parecido a los demás.

El resto de otras recientes llegadas también fue grato, entre ellas la de la hija mayor, Cornelia Sila, con los dos hijos que tenía de su difunto esposo. La pequeña, Pompeya, tenía ya ocho años, y era una niña totalmente creída de su belleza. Quinto Pompeyo Rufo, con sus seis años, hacía honor a su apellido, pues era rojo de pelo, de piel, de ojos y de carácter.

—¿Cómo se encuentra ese invitado mío que no puede cruzar el pomerium para entrar en Roma? —preguntó Sila a su mayordomo Crisógono, a quien había confiado el cuidado de la familia.

Algo más delgado que antaño (no debía ser tarea fácil estar al cuidado de tanta gente de carácter tan distinto, pensó Sila), el mayordomo alzó los ojos al cielo y se encogió de hombros.

—Lucio Cornelio, me temo que no va a aceptar quedarse fuera del pomerium si no vas a verle en persona y se lo explicas. ¡Yo lo he intentado, vaya si lo he intentado! Pero él me desdeña y me considera un inferior indigno de crédito.

Era muy propio de Tolomeo Alejandro, pensó Sila, saliendo de la ciudad para dirigirse a la posada de la vía Apia próxima a la piedra miliar en donde Crisógono había alojado al altanero y tiquismiquis príncipe de Egipto, quien, desde que tres años antes se había instalado en Pérgamo, no cesaba de causar problemas.

Había pedido protección a Sila, como fugitivo de la corte del Ponto y, tras diversas indagaciones, éste le había concedido el derecho de asilo. Era nada menos que Tolomeo Alejandro el Joven, único hijo legítimo del faraón que había muerto tratando de recuperar el trono el mismo año en que Mitrídates había capturado a su hijo, que, por entonces, vivía en Cos con sus dos primos bastardos; los tres príncipes habían sido enviados al Ponto, y Egipto había caído en manos del hermano mayor del difunto faraón, Tolomeo Soter, apodado Lathyro (Garbanzo), que se había atribuido el título de faraón.

Nada más ver a Tolomeo Alejandro, Sila comprendió por qué Egipto había preferido el gobierno del viejo Lathyro. Tolomeo Alejandro el joven era afeminado al extremo de vestirse como si fuese la reencarnación de Isis, con vaporosas túnicas anudadas y ceñidas al estilo helenístico de la diosa de Egipto; llevaba una corona de oro sobre una peluca de rizos dorados, y se pintaba exageradamente la cara. Andaba con pasos menudos, miraba encandilado a los hombres, sonreía con afectación, hablaba ceceando y pestañeaba continuamente. Y, sin embargo, pensó Sila perspicaz, bajo aquella fachada de afeminamiento había algo inflexible.

Le había hablado a Sila de los tres horrendos años prisionero en la corte de aquel rey de acendrada heterosexualidad, Mitrídates, quien estaba convencido de que el afeminamiento podía «curarse» y había sometido al joven Tolomeo Alejandro a una serie interminable de humillaciones y degradaciones destinadas a apartarle de sus evidentes inclinaciones. Pero de nada había servido. Obligado a acostarse con cortesanas del Ponto y hasta con simples prostitutas, Tolomeo Alejandro no había hecho otra cosa que inclinarse hacia el borde de la cama para vomitar; obligado a llevar coraza y efectuar marchas con cien soldados que le miraban con desprecio, Tolomeo se había desplomado en tierra, llorando; le habían propinado puñetazos y latigazos, pero él había dado a entender que aquello le estimulaba; le habían hecho comparecer ante un tribunal en la plaza del mercado de Amisus, con todos sus elegantes atavíos y sus afeites, para someterle a una lluvia de fruta podrida, huevos, verduras y hasta piedras, que había soportado calladamente sin arrepentirse.

Pero la suerte le había sonreído al comenzar a retroceder Mitrídates en la guerra contra Roma, gracias a la buena dirección de ésta llevada por Sila; y, al dispersarse la corte, el joven Tolomeo Alejandro había logrado escapar.

—Mis dos primos bastardos han preferido quedarse en Amisus, naturalmente —arguyó a Sila, con relamida entonación—. A ellos les sienta estupendamente el ambiente de aquella corte horrenda, y los dos se han apresurado a casarse con dos hijas de Mitrídates, habidas de su esposa medio parta medio seleúcida, Antioca. ¡ Por mí, que se queden con el Ponto y todas las hijas del rey! ¡ Detesto aquel lugar!

—¿Y qué deseas de mí? —preguntó Sila.

—Asilo. Quiero refugiarme en Roma cuando regreses allí. Y cuando muera Lathyrus el Garbanzo, quiero el trono de Egipto. Él tiene una hija, Berenice, que reina conjuntamente con él, pero con la que no puede casarse, claro. Podría casarse con una tía, una prima o una hermana; pero no tiene. Por ley de la naturaleza, Berenice sobrevivirá a su padre, y, como el trono de Egipto es de herencia matrilineal, se proclama a un rey por matrimonio con la reina o con la princesa de más edad de la dinastía. Yo soy el único Tolomeo legítimo que queda. Los Alejandros —que tienen la única palabra en este asunto desde que los Ptolomeos macedónicos trasladaron la capital de Menfis a Alejandría— querrán que yo suceda a Lathyrus y consentirán en que me case con la reina Berenice. Así, cuando muera Lathyrus, quiero que me envíes a Alejandría a reclamar el trono… bajo los auspicios de Roma.

Sila reflexionó un instante, mirando con sorna a Alejandro.

—Te casarás con la reina —dijo finalmente—, pero ¿podrás tener hijos con ella?

—Probablemente no —contestó el príncipe, sereno.

—Entonces, ¿a qué molestarse? —replicó Sila, sonriendo con sarcasmo.

—Quiero ser faraón de Egipto, Lucio Cornelio —respondió Tolomeo Alejandro con voz solemne, sin amilanarse—. Tengo derecho a ese trono, y me da igual lo que suceda a mi muerte.

—¿Qué otros aspirantes hay al trono?

—Sólo mis dos primos bastardos, que ahora son títeres de Mitrídates y Tigranes. Yo pude escapar cuando llegó un mensajero de Mitrídates para decir que nos enviasen a los tres al reino sur de Tigranes, que se ha expansionado en Siria. Y me imagino que quería ponernos bajo su custodia para que no cayésemos en poder de los romanos en caso de la invasión del Ponto.

—Entonces tus primos bastardos no estarán en Amisus.

—Lo estaban cuando yo huí, pero ahora no lo sé.

Sila había dejado la pluma y miraba con fríos ojos de cabra al personaje resentido y peripuesto que tenía delante.

—Muy bien, príncipe Alejandro, te concedo asilo. Regresarás conmigo a Roma. En cuanto a la reivindicación de la doble corona de Egipto, ya hablaremos de ello en su momento.

Y aún no había llegado ese momento cuando Sila emprendió el camino de la posada, junto a la primera piedra miliar de la vía Apia, y ahora le constaban ciertos inconvenientes a propósito del joven Tolomeo Alejandro. Mentalmente se preguntaba por qué no se le habría ocurrido durante la primera entrevista haber enviado al joven a su tío Lathyrus en Alejandría, lavándose las manos. Ahora que le daba vueltas a la idea, sólo podía esperar vivir lo suficiente para ver los frutos; Lathyrus el Garbanzo era mucho mayor que él, aunque parecía ser que gozaba de inmejorable salud. Decían que Alejandría era muy salubre.

—De todos modos, príncipe Alejandro —dijo en cuanto entraron al mejor salón de la posada—, no puedo alojarte a expensas de Roma hasta que a tu tío le dé por morirse. Ni siquiera en un albergue como éste.

Con un brillo de furor en sus ojos negros, Tolomeo Alejandro se puso en pie como una serpiente dispuesta al ataque.

—¿Un lugar como éste? ¡Prefiero volver a Amisus que vivir en un sitio así!

—En Atenas —replicó friamente Sila —, vivías regiamente a expensas de los atenienses, gracias a los regalos que hizo tu tío a la ciudad, que yo me vi obligado a saquear en parte sin causar casi daños. Bien, eso fue iniciativa de Atenas, y a mi no me costó nada; pero aquí me costarías una fortuna que Roma no puede permitirse. Así que te ofrezco dos posibilidades: tomar un barco a Alejandría pagado por Roma y hacer las paces con tu tío Lathyrus, o negociar un préstamo con un banquero romano, alquilar casa y criados en Pinciano u otro lugar adecuado fuera del pomerium y esperar a que muera tu tío.

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