El rostro agradable y moreno de Catilina se iluminó con inusitada vivacidad.
—Encantado, Lucio Cornelio. ¿Puedo pedir un favor?
—A ver; pero no prometo nada.
—¡Déjame entrar en Roma y dar con Marco Mario Gratidiano! Quiero su cabeza. Si el hijo de Mario la ve, se dará cuenta de que Roma es tuya y que su carrera se ha acabado.
Sila meneó despacio la cabeza, pero no en signo negativo.
—¡Oh, Catilina, eres de lo mejor entre mis hombres! ¡Cómo te estimo! Gratidiano es tu cuñado.
—Era mi cuñado —replicó Catilina con voz queda—. Mi esposa murió poco antes de que me uniera a ti.
Lo que no dijo era que Gratidiano le había acusado de matarla él para poder continuar libremente una aventura.
—Bueno, de todos modos, Gratidiano tendrá que caer más tarde o más temprano —dijo Sila, volviéndose de espaldas y encogiéndose de hombros—. Añade su cabeza a la colección si crees que puede impresionar al joven Mario.
Dispuesto todo debidamente, Sila, Vatia y los legados se reunieron con Craso, Torcuato y los hombres de la división derecha a celebrar la victoria, mientras Antemnae ardía y Lucio Sergio Catilina se encaminaba feliz a realizar su siniestro cometido.
Como si no necesitara dormir, Sila regresó a Roma, pero no entró en ella. El mensajero que había enviado por delante de él conminó al Senado a reunirse en el templo de Bellona, en el Campo de Marte. Cuando iba hacia allí se detuvo para comprobar que los seis mil prisioneros quedaban congregados en la Villa Publica (próxima al templo), y dio algunas órdenes. Después prosiguió y desmontó de la mula en el espacio vacío y descuidado que había ante el templo, llamado «territorio enemigo».
Naturalmente que ningún senador habría osado resistirse a las exigencias de Sila, y en el interior le aguardaban un centenar aproximadamente, todos de pie, pues no les parecía conveniente hacerlo sentados en sus sillas plegables. Unos cuantos tenían aspecto de lo más tranquilo —Catulo, Hortensio, Lépido—, a otros se los veía aterrados —un par de Flacos, un Fimbria, un Carbón de poca categoría—, pero la mayoría mostraba actitud de borrego, vacua pero atemorizada.
Con la coraza pero sin casco, Sila cruzó sus filas como si no existieran, y subió al pedestal de la estatua de Bellona, añadida al templo desde que se había puesto de moda representar con figura humana hasta a los antiguos dioses romanos. Como también ella revestía armadura, hacía buena pareja con Sila, incluida la fiera mirada de su rostro helenístico. Ella, no obstante, poseía belleza, en agudo contraste con Sila. Su aparición causó profunda impresión en la mayoría de los reunidos, pero ninguno osó manifestarlo. Llevaba la peluca de rizos naranja algo descentrada, manchada su túnica escarlata y los puntos enrojecidos de su rostro destacaban sobre el fondo blanco de su piel de albino como lagos de sangre sobre la nieve. Muchos se condolieron, aunque por distinto motivo: unos porque le habían conocido y le apreciaban, otros porque esperaban, al menos, que el nuevo amo de Roma tuviese gran prestancia. Y aquel hombre más parecía un travestí en decadencia.
Al hablar, le bailaban los labios, y algunas de sus palabras costaba entenderlas; hasta que, al seguir hablando así, los que le oían se esforzaron por entenderle, sabedores de que en ello les iba la vida.
—¡Veo que he llegado en el momento oportuno! —dijo—. El Territorio Enemigo está lleno de hierbajos, y todo necesita una buena limpieza y un repintado; las piedras de las vías asoman por el firme gastado, las lavanderas tienden la ropa en la Villa Publica. ¡ Habéis cuidado estupendamente de Roma! ¡ Imbéciles! ¡ Bellacos! ¡ Inútiles!
Su discurso continuó seguramente en el mismo tono mordaz, sarcástico; pero después de exclamar «¡Inútiles!», las palabras quedaron apagadas por un tremendo griterío procedente de la Villa Publica. Se oían gritos, chillidos y alaridos espantosos, y al principio todos fingieron seguir escuchándole, pero los horripilantes clamores no cesaban y los senadores comenzaron a rebullir, musitando y dirigiéndose temerosas miradas.
Y el griterío cesó de pronto tan súbitamente como había comenzado.
—¿Qué, corderillos, estáis asustados? —dijo Sila sarcástico—. ¡ No os asustéis! Eso que habéis oído no es más que mis hombres amonestando a unos criminales.
Tras lo cual descendió del pedestal de la estatua de Bellona y salió del templo como si no hubiese advertido la presencia de un solo senador de Roma.
—Me temo que no se encuentra muy bien —comentó Catulo a su cuñado Hortensio.
—Con el aspecto que tiene, no me extraña —replicó Hortensio.
—¿Y nos ha hecho venir aquí para decirnos eso? —añadió Lépido—. ¿Y a quién amonestarían?
—A los prisioneros —dijo Catulo.
Y, efectivamente, mientras Sila se dirigía al Senado, sus hombres ejecutaban a los seis mil prisioneros de la Villa Publica con flechas y espadas.
—Yo voy a observar una perfecta buena conducta en toda ocasión —dijo Catulo a Hortensio.
—¿Por qué, en concreto? —inquirió Hortensio, que era hombre mucho más arrogante y práctico.
—Porque tenía razón Lépido. Sila nos ha convocado aquí para que oigamos cómo morían los que se han opuesto a él. Lo que diga no tiene la menor importancia, pero lo que haga si que tiene una gran importancia para todos nosotros que queremos vivir. Tendremos que portarnos bien y procurar no enojarle.
—Creo que exageras, mi querido Quinto Lutacio —replicó Hortensio, encogiéndose de hombros—. Dentro de unas semanas se habrá marchado; logrará que el Senado y las asambleas legalicen sus hazañas y le devuelvan el imperium, figurará en primera fila de los consulables y Roma reanudará su vida normal.
—¿De verdad lo crees? —dijo Catulo, estremeciéndose—. No sé cómo lo hará, pero creo que vamos a tener esos inquietantes ojos de Sila desde una posición de superioridad por mucho tiempo.
Sila llegó a Praeneste al día siguiente, el tercero del mes de noviembre.
Ofela le recibió entusiasmado y señaló a dos hombres que había a un lado, vigilados por la guardia.
—¿Los conoces? —inquirió.
—Es posible, pero no sé sus nombres.
—Son dos tribunos de las legiones de Escipión que llegaron a galope tendido a la mañana siguiente de la batalla en la puerta Colina para decirme que habías sido derrotado y muerto en combate.
—¡Ah! ¿Y tú no los creíste?
Ofela soltó una carcajada.
—Te conozco muy bien, Lucio Cornelio. Para matarte a ti hacen falta muchos samnitas.
Y con la celeridad del prestidigitador que hace aparecer un conejo de un orinal, Ofela alargó la mano hacia atrás y sacó la cabeza del hijo de Mario.
—¡Ah! —exclamó Sila, mirándola de cerca—. Guapo muchacho, ¿verdad? Se parece a la madre, desde luego. Y no sé a quién salió en inteligencia, pero no ha sido al padre. Guárdala de momento —añadió, haciendo un gesto para que la apartara—. ¿Así que Praeneste se rindió?
—Casi inmediatamente después de lanzar las cabezas que me trajo Catilina. Se abrieron las puertas de par en par y todos salieron con bandera blanca y dándose golpes de pecho.
—¿También el joven Mario? —preguntó Sila sorprendido.
—¡Ah, no! Él se metió en las cloacas para intentar escapar. Pero ya hacia meses que tenía yo enrejados los desagües. Junto a uno de ellos le encontramos, con la espada clavada en el vientre y el criado griego llorando a sus pies —contestó Ofela.
—¡ Bien, es el último de su estirpe! —comentó Sila con aire de triunfo.
Ofela le miró de hito en hito. ¡Aquel Lucio Cornelio no olvidaba nada!
—Aún hay uno libre —se apresuró a añadir, arrepintiéndose inmediatamente, pues Sila no era de los que les gustan que les recuerden que tienen fallos.
Pero Sila no se inmutó y esbozó una sonrisa.
—Supongo que te refieres a Carbón —dijo.
—Sí, a Carbón.
—Carbón también ha muerto, mi querido Ofela. El joven Pompeyo le hizo cautivo y le ejecutó por traición en el ágora de Lilibeo a finales de septiembre. ¡Es excepcional ese Pompeyo! Creí que tardaría unos cuantos meses en organizar Sicilia y acorralar a Carbón, y lo hizo todo en un mes. ¡Y aun se las arregló para enviarme la cabeza de Carbón con un mensajero especial, en un tarro de vinagre! ¡ Muy propio de él! —añadió Sila, conteniendo la risa.
—¿Y el viejo Bruto?
—Prefirió suicidarse antes que delatar a Pompeyo el paradero de Carbón. En vano, claro, porque la tripulación de su nave (trataba de reunir una flota para Carbón) se lo contó todo a Pompeyo, naturalmente. Entonces, mi brillante y eficiente legado envió a su cuñado a Cossura, a donde había huido Carbón, para que le trajese encadenado a Lilibeo. Pero son tres las cabezas que me ha enviado Pompeyo, no dos. Las de Carbón, el viejo Bruto y Sorano.
—¿Sorano? ¿Quinto Valerio Sorano, el erudito que era tribuno de la plebe?
—El mismo.
—¿Y por qué? ¿Qué había hecho? —inquirió Ofela, sin salir de su asombro.
—Decir en voz alta desde los ros tra el nombre secreto de Roma —contestó Sila.
—¡Por Júpiter! —exclamó Ofela estremeciéndose, con la boca abierta.
—Afortunadamente —mintió Sila—, el gran dios tapó los oídos de los que estaban en el Foro y nadie lo oyó. No sucede nada, mi querido Ofela. Roma no perecerá.
—¡Ah, menos mal! —dijo éste, enjugándose el sudor de la frente—. Había oído de gente que hace cosas extrañas, ¡pero eso de pronunciar el nombre secreto de Roma es el colmo! —y de pronto le vino una idea a la cabeza y tuvo que preguntar—. ¿Y qué hacía Pompeyo en Sicilia, Lucio Cornelio?
—Asegurarme la cosecha.
—Algo había yo oído, pero confieso que no le di crédito. Es un muchacho.
—Humm —musitó Sila, sin rebatírselo—. Pero, así como el hijo de Mario no salió a su padre, el joven Pompeyo sí que es digno hhijo de Pompeyo Estrabón. Y de sobra.
—Entonces pronto regresará —dijo Ofela, no muy contento con aquella nueva estrella en el cielo de Sila, él que se creía sin rival.
—Aún no —respondió Sila como quien no quiere la cosa—. Le he enviado a África para que se apodere de la provincia. Y supongo que es lo que hace en este momento —añadió, señalando hacia la tierra de nadie, en donde una gran multitud de hombres aguantaba de pie el ardiente sol—. ¿Son los que se rindieron con las armas en la mano?
—Sí. Son doce mil. Una mezcla heterogénea —contestó Ofela, satisfecho por cambiar de tema—. Romanos del hijo de Mario, muchos praenestinos y algunos samnitas. ¿Quieres verlos más de cerca?
Accedió, pero no se entretuvo mucho. Perdonó a los romanos y ordenó que se ejecutara allí mismo a praenestinos y samnitas. Tras lo cual mandó que los supervivientes de la ciudad —viejos, mujeres y niños— enterraran los cadáveres en la tierra de nadie. Paseó por la ciudad, que no conocía, y frunció el ceño enfurecido al ver el deplorable estado en que había quedado el templo de Fortuna Primigenia, saqueado por el hijo de Mario para obtener la madera para su torre.
—Yo soy un favorito de la Fortuna —dijo a los miembros del consejo de la ciudad que habían sobrevivido—, y haré que vuestra Fortuna Primigenia sea el mejor templo de toda Italia. Pero a expensas de Praeneste.
El cuarto día de noviembre, Sila se llegó a Norba, aunque ya sabía lo que había sucedido.
—Se avinieron a rendirse —dijo Mamerco, con los labios apretados de rabia— y luego incendiaron la ciudad y mataron a todos los que quedaban o se suicidaron, mujeres, niños, los soldados de Ahenobarbo, y todos los varones. Lucio Cornelio, siento que no haya habido prisioneros en Norba.
—No importa —contestó Sila, indolente—. En Praeneste hemos hecho buena redada. A su lado, Norba casi no se hubiera notado.
Y el quinto día de noviembre, cuando el sol bañaba ya las estatuas doradas en lo alto del templo, y la luz de la mañana daba a la ciudad un aspecto menos deplorable, Lucio Cornelio entraba en Roma. Lo hizo por la puerta Capena en solemne cortejo, sobre el caballo blanco que el palafrenero había guiado con firme mano durante la batalla de la puerta Colina, y con su mejor coraza, la de plata con la musculatura en relieve y una escena cincelada de su ejército ofreciéndole la Corona de Hierba ante las murallas de Nola. Con él, ataviado con la toga bordada de púrpura, cabalgaba Lucio Valerio Flaco, el príncipe del Senado, y, detrás de ellos, los legados por parejas, incluido Metelo Pío y Varrón Lúculo, a quien había ordenado venir de la Galia itálica cuatro días antes para tan magna ocasión. De todos los que destacarían en el futuro, sólo faltaban Pompeyo y Varrón el sabino.
Su única escolta militar fueron aquellos setecientos soldados de caballería que habían salvado la situación engañando a los samnitas; su ejército estaba en el desfiladero, demoliendo las murallas para restablecer el tránsito en la vía Latina. Luego, quedaba por derruir el muro de Ofela y descargar una enorme cantidad de materiales en diversos campos; gran parte de los bloques de toba se habían partido al demoler el muro, y Sila sabía ya qué iba a hacer con ellos: se utilizarían para la mampostería opus incertum del nuevo templo de Fortuna Primigenia de Praeneste. No debía quedar signo alguno de las hostilidades.
Muchos salieron a la puerta para ver su entrada en Roma, pues por mucho riesgo que existiese, los romanos eran incapaces de sustraerse a cualquier clase de espectáculo, y aquél era un momento histórico. Muchos de los que le veían entrar a caballo estaban convencidos de ser testigos del fin de la República, y corría el rumor de que intentaba convertirse en rey de Roma. ¿Cómo, si no, iba a conservar el poder? ¿Cómo iba a desprenderse de él, después de lo que había hecho? Y no tardaron en ver un escuadrón especial de caballería que venía inmediatamente detrás de la última pareja de legados, con las lanzas enhiestas y en sus puntas clavadas las cabezas de Carbón y el hijo de Mario, de Carrinas, de Censorino, del anciano Bruto, de Mario Gratidiano, de Bruto Damasipo, de Poncio Telesino, de Gutta de Capua y Sorano y de Cayo Papio Mutilo de los samnitas.
A Mutilo le llegó la noticia del desastre de la puerta Colina al día siguiente de la batalla, y lloró tan desconsoladamente que Bastia acudió a ver qué le sucedía.
—¡Todo se ha perdido! ¡Todo! —exclamó, sin acordarse de cómo ella le había insultado y atormentado, ya que era la única persona que le quedaba a la que estaba unido por vínculos familiares—. ¡Ha sucumbido mi ejército! ¡Ha vencido Sila! ¡Sila será rey de Roma y el Samnio desaparecerá!