Favoritos de la fortuna (25 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—No es nada nuevo —dijo Sila—. Así lo he hecho yo, y así lo hizo también Cayo Mario.

—Sí, pero yo no voy a necesitar que me lo autorice una comisión —replicó Pompeyo—. ¡ Roma entera se arrodillará ante mí!

Sila hubiera podido interpretar la afirmación como un reproche o como franca crítica, pero conocía a Pompeyo y sabía que la mayoría de las cosas que decía el joven eran producto de su endiosamiento, y que aún no tenía idea de lo difícil que era convertir en realidad sus deseos. Así, se limitó a suspirar, diciendo:

—En puridad, no puedo concederte ninguna clase de imperium. No soy cónsul y no me respaldan ni el Senado ni el pueblo para dictar leyes. Tendrás que conformarte con que yo haga todo lo posible para que cuando vuelvas se te confirme el imperium de pretor.

—No lo dudo.

—¿Hay algo de lo que dudes?

—No en lo relacionado conmigo. Puedo influir en los acontecimientos.

—¡No cambies nunca! —exclamó Sila, inclinándose hacia adelante y juntando las manos entre las rodillas—. Muy bien, Pompeyo; se han acabado los cumplidos, escucha con atención. Hay dos cosas más que debo decirte. La primera se refiere a Carbón.

—Te escucho —dijo Pompeyo.

—Zarpó desde Telamon con el anciano Bruto, y es muy posible que se dirigiera a Hispania o a Massilia. Pero en esta época del año lo más probable es que haya ido a Sicilia o a África. Aunque esté ausente, sigue siendo cónsul. Cónsul electo. Eso significa que puede anular el imperium de un gobernador, mandar los soldados o la milicia del gobernador, reclutar auxiliares y dar muchas molestias hasta que expire su consulado. Y para eso faltan varios meses. No voy a decirte en detalle lo que pienso hacer cuando me apodere de Roma, pero sí te diré una cosa: es vital para mis planes que Carbón esté muerto mucho antes de que haya cumplido su mandato. ¡Y es vital que yo sepa que ha muerto! Tu misión es descubrir dónde se oculta y matarle. Discretamente y sin llamar la atención… Me gustaría que su muerte pareciese un accidente. ¿Te encargas de ello?

—Sí —contestó Pompeyo sin vacilar.

—¡ Estupendo! —dijo Sila, abriendo las manos y mirándoselas como si fueran de otro—. Y ahora voy a decirte la otra cosa, que está en relación con el motivo por el que te confío a ti esta campaña en ultramar y no a mis legados —añadió, mirando fijamente al joven—. ¿Lo adivinas tú mismo, Pompeyo?

Pompeyo reflexionó y se encogió de hombros.

—Puede que tenga alguna idea —respondió—, pero sin saber lo que piensas hacer cuando hayas conquistado Roma, seguramente me equivoco. Dímelo tú.

—Pompeyo, ¡tú eres el único en quien puedo confiar para esa misión! Si doy seis legiones y mil jinetes a un viejo como Vatia o Dolabela y le envío a Sicilia o a África, ¿que le impedirá regresar con intención de suplantarme? Le bastaría con permanecer fuera de Italia el tiempo suficiente para que yo tuviese que licenciar mi ejército, y en cuanto lo hiciera, él volvería para suplantarme. Sicilia y África no son campañas que puedan concluirse en seis meses, por lo que es muy posible que yo haya tenido que licenciar mi ejército antes de que regrese aquel a quien confíe la misión. No puedo mantener un ejército permanente en Italia, porque ni hay dinero ni sitio para ello. Aparte de que el Senado y el pueblo no lo consentirían. Por lo tanto, tengo que tener bien a la vista a todos los hombres mayores que puedan ser rivales míos. Y por eso te envío a ti a que te apoderes de las cosechas para que yo pueda alimentar a la ingrata Roma.

Pompeyo lanzó un suspiro, se cogió las rodillas entre los brazos y miró a Sila cara a cara.

—¿Y qué me impediría a mí hacer lo mismo, Lucio Cornelio? Si soy capaz de dirigir una campaña, ¿no seré capaz de suplantarte?

La pregunta no causó la menor turbación en Sila, que se echó a reir.

—¡Oh, puedes pensarlo cuanto quieras, Pompeyo! Pero Roma no te aceptaría. Nunca. Aceptaría a Vatia o Dolabela porque tienen edad, relaciones, antepasados, influencia y clientes. Pero un picentino de veintitrés años, desconocido en Roma, no tiene la menor posibilidad.

Y así concluyó el diálogo. Los dos se alejaron en direcciones opuestas, y cuando Pompeyo se encontró con Varrón no le dijo gran cosa; simplemente comentó a aquel infatigable observador de la vida y la naturaleza que se iba a Sicilia para hacerse con la cosecha. Pero no le habló para nada de imperium, hombres mayores, la muerte de Carbón y otros asuntos. A Sila le pidió un solo favor: que le permitiese llevar a su cuñado, Cayo Memio, como primer legado. Memio, que era unos años mayor que Pompeyo, aunque no era cuestor, había servido en las legiones de Sila.

—Tienes toda la razón, Pompeyo —dijo Sila sonriente—. ¡ Excelente elección! Hay que apoyarse en la familia.

El ataque simultáneo a las fortificaciones de Sila en ambos extremos del desfiladero se produjo dos días después de la marcha de Pompeyo hacia Puteoli para trasladarse con su ejército a África en la flota triguera. Una oleada de atacantes trató de tomar al asalto los muros, pero inútilmente. Sila siguió dominando la vía Latina, y los que atacaban por el norte no podían enlazar con los que atacaban por el sur. Al amanecer del segundo día después del ataque, los vigías de las torres de ambos extremos no vieron al enemigo: habían levantado el campamento, desapareciendo en la noche. Aquel día llegaron noticias de que los veinte mil hombres de Censorino, Carrinas y Bruto Damasipo avanzaban por la vía Apia hacia Campania, y que las huestes samnitas marchaban en la misma dirección por la vía Latina.

—Dejémoslos —dijo Sila con indiferencia—. Me imagino que al final volverán… juntos. Y cuando vuelvan estaré esperándoles en la vía Apia.

A finales de sextilis, los samnitas y los restos del ejército de Carbón unieron sus fuerzas en Fregellae, desde donde avanzaron hacia el este por la vía Latina, a través de la garganta de Melfa.

—Vuelven a Aesernia para pensárselo —dijo Sila, ordenando que no les siguieran más allá—. Basta con apostar vigías en Ferentinum en la vía Latina y en Tres Tabernae, en la vía Apia. Es suficiente con esos puestos de vigilancia; no quiero perder exploradores enviándolos a espiar a los samnitas en territorio suyo en torno a Aesernia.

La actividad militar se trasladó bruscamente a Praeneste, donde el hijo de Mario, cada vez más inquieto y con menor apoyo popular, salió de la ciudad y se aventuró en tierra de nadie y, en el extremo oeste del macizo, divisoria de las vertientes del Tolerus y del Annio, comenzó a construir una imponente torre de asedio, creyendo que aquel punto era el más débil de la muralla de Ofela. No quedaban árboles para la obra al alcance de los defensores de Praeneste, y se recurrió a la madera de casas y templos, con sus respectivos clavos y pernos.

La tarea más peligrosa era construir un camino llano para trasladar la torre desde el sitio de construcción hasta el borde del foso, ya que los obreros quedaban a merced de los arqueros de Ofela situados en lo alto de la muralla. El hijo de Mario escogió a los más jóvenes y rápidos de sus hombres, situándolos bajo un tejadillo protector. Otro equipo menos expuesto construyó un puente de maderos para poder salvar el foso con la torre y arrimarla a la muralla. Una vez asegurado en la torre un espacio protegido para los que la construían, ésta fue creciendo cada vez más hacia arriba y hacia los lados.

Al cabo de un mes estaba terminada, igual que el camino y el puente a través del cual la pasarían mil pares de brazos. Pero Ofela no había permanecido ocioso, y había preparado minuciosamente la defensa. Tendieron el puente sobre el foso en lo más oscuro de la noche, y la torre avanzó entre crujidos sobre una pista de grasa de oveja y aceite, y, al amanecer, estaba ya situada junto a la muralla de Ofela, superándola veinte pies en altura. En sus entrañas colgaba de cuerdas endurecidas con pez un potente ariete, hecho con la jácena maestra de la cella del templo de Fortuna Primigenia, hija mayor de Júpiter y símbolo de la suerte de Italia.

Pero pasarían años antes de que la toba se quebrase, y el ariete batía la piedra en vano; los bloques de toba dúctil, se conmovían, vibraban y temblaban, pero aguantaron, dando tiempo a que las catapultas de Ofela lanzasen proyectiles incendiarios que prendieron en la torre e hicieron huir a los asaltantes entre una lluvia de flechas y venablos, con el pelo encendido. Al anochecer, no quedaban de la torre más que restos carbonizados y retorcidos, derrumbados en el foso, y los que habían intentado abrir brecha eran cadáveres o habían tenido que regresar a Praeneste.

En octubre, el hijo de Mario trató varias veces de establecer una base de ataque en el foso relleno con los restos de la torre, construyendo un tejado entre éste y la muralla para proteger a sus hombres que intentaron socavarla y, finalmente, escalarla, pero todo fue en vano. El invierno se aproximaba y prometía ser tan frío como el anterior; Praeneste notaba la falta de alimentos y maldecía el día en que había abierto sus puertas al hijo de Mario.

Las huestes samnitas no se habían dirigido a Aesernia. El ejército de noventa mil hombres había acampado en las imponentes montañas al sur del lago Fucino para dedicar casi dos meses a entrenarse, efectuar incursiones de avituallamiento y seguir entrenándose. Poncio Telesino y Bruto Damasipo fueron a ver a Mutilo en Teanum y regresaron con un plan para apoderarse de Roma por sorpresa y sin que Sila se percatase. Pues Mutilo dijo que había que olvidarse del hijo de Mario, y que la única posibilidad racional consistía en tomar Roma y obligar a Sila y a Ofela a un asedio que planteaba terribles dudas. ¿Se pondría la población de Roma de parte de los samnitas?

Había una ruta por las montañas entre la garganta de Melfa y la vía Valeria; vía pecuaria más que camino, la ruta cruzaba la cordillera entre Atina, detrás del paso de Melfa, y, por terreno inhóspito, llevaba hasta Sora, en la curva del río Liris, a Treba y a Sublaquaeum, para desembocar en la vía Valeria a poco más de un kilómetro de Varia, en una aldehuela llamada Mandela. No estaba pavimentada ni cuidada, pero existía desde siglos atrás, y la usaban en verano los pastores para llevar sus rebaños a los pastos; era también la ruta de tránsito del ganado destinado a las ferias y a los mataderos del Campus Lanatarius y del Vallis Camenarum, en la zona de las murallas aventinas de Roma.

Si Sila se hubiese detenido a pensar en la época en que él había marchado desde Fregellae al lago Fucino para ayudar a Cayo Mario a derrotar al marso Silo, habría recordado aquel camino ganadero, pues él lo había recorrido en el trecho entre Sora y Treba, pudiendo comprobar que era transitable. Él lo había abandonado en Treba y no había pensado en comprobar su estado a partir de allí. Por ello, se había descuidado la única posibilidad que tenía Sila de contrarrestar la estrategia de Mutilo, y, creyendo que la única ruta que tenían los samnitas para atacar Roma era la vía Apia, Sila permaneció vigilante en el desfiladero de la vía Latina, convencido de que no podían cogerle por sorpresa.

Mientras permanecía en aquella posición, los samnitas y sus aliados avanzaban por la vía pecuaria, con la confianza de que cruzaban una región cuyos habitantes no eran afectos a Roma, y fuera del alcance de los espías de Sila. Pasaron por Sora, Treba, Sublaquaeum y, finalmente, desembocaron en la vía Valeria en Mandela. Ahora estaban a un día escaso de marcha para alcanzar Roma, cuarenta y ocho kilómetros de vía perfectamente cuidada como lo era la vía Valeria, que discurría por Tibur y el valle de Anio y desembocaba en el campo Esquilino, bajo la doble muralla del Agger.

Pero no era éste el mejor sector desde el que lanzar un ataque contra Roma, y al aproximarse a la ciudad, Poncio Telesino y Bruto Damasipo tomaron por un diverticulum que llevaba a la vía Nomentana y a la puerta Colina. Y precisamente allí, ante la puerta Colina, como si estuviera esperándoles, se hallaba el importante campamento construido por Pompeyo Estrabón durante el asedio a Roma de Cinna y Cayo Mario. Al anochecer del último día de octubre, Poncio Telesino, Bruto Damasipo, Marco Lamponio, Tiberio Gutta, Censorino y Carrinas se hallaban cómodamente instalados en el reducto, dispuestos a atacar al día siguiente.

La noticia de que noventa mil hombres ocupaban el campamento de Pompeyo Estrabón ante la puerta Colina la recibió Sila ya de noche aquel último día de octubre. Se encontraba ya bastante aturdido por el vino, pero despierto. Al instante sonaron clarines y tambores, la tropa saltó de sus jergones y por doquier brillaron las antorchas. Sobrio e impasible, Sila convocó a sus legados.

—Se nos han anticipado —dijo, con labios apretados—. No sé cómo han llegado allí, pero los samnitas están ante la puerta Colina a punto de atacar Roma. Emprenderemos la marcha al amanecer. Tenemos que recorrer treinta kilómetros, y algunos por terreno montañoso, pero hemos de llegar a la puerta Colina a tiempo para presentar combate. ¿Cuánta caballería tienes en el lago de Nemi? —preguntó, volviéndose hacia el que mandaba los jinetes, Octavio Balbo.

—Setecientos hombres —contestó Balbo.

—Pues sal ahora mismo. Ve por la vía Apia y a galope como el viento. Estarás en la puerta Colina varias horas antes de que yo consiga llegar con la infantería, y tendrás que contenerlos. ¡Me tiene sin cuidado lo que hagas y cómo lo hagas! Ve allí y manténlos entretenidos hasta que yo llegue.

Octavio Balbo no perdió tiempo en palabras; salió sin esperar nada más de la tienda de Sila pidiendo a voces un caballo antes de que Sila se hubiese vuelto a dirigir a los otros legados.

Eran cuatro: Craso, Vatia, Dolabela y Torcuato; perplejos pero sin perder la presencia de ánimo.

—Aquí tenemos ocho legiones, y hay que arreglarse con ellas —dijo Sila—. Presentaremos combate en desventaja de dos a uno. Voy a daros instrucciones ahora, porque quizá no haya tiempo cuando lleguemos a la puerta Colina.

Guardó silencio y se les quedó mirando. ¿Quién respondería mejor? ¿Quién tendría el temple para dirigir lo que iba a ser un enfrentamiento desesperado? Por derecho, debían ser Vatia y Dolabela, pero ¿eran los mejores? Su mirada se detuvo en Marco Licinio Craso, alto y robusto, hombre siempre tranquilo —presa de la avaricia, ladrón y estafador—, sin principios, ni quizá moral. Era, sin embargo, el que más tenía que perder si no ganaban la guerra; porque Vatia y Dolabela podrían arreglárselas por su influencia. En cuanto a Torcuato, era un buen hombre pero sin dotes de mando.

Y tomó la decisión.

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