El centro del ejército había perecido casi por completo en el campo de batalla, pero el ala derecha al mando de Ahenobarbo había logrado abrirse paso para dirigirse a Norba, antiguo reducto de los volscos, fanáticos de la causa de Carbón, ciudad que, en lo alto de una montaña, treinta y dos kilómetros al sudoeste, abrió complacida sus inexpugnables puertas para recibir a los diez mil hombres. Pero Ahenobarbo no entró con ellos; les deseó buena suerte y prosiguió la marcha hasta Tarracina en la costa, en donde tomó un barco para África, el lugar más alejado de Italia que se le ocurrió.
Ignorando que su primer legado había huido, el joven Mario permaneció satisfecho en su refugio de Praeneste, sabiendo que de allí muy difícilmente podría desalojarle Sila. A unos treinta y seis kilómetros de Roma, Praeneste ocupaba las alturas de una estribación de los Apeninos, y era una plaza que había resistido numerosos asaltos a lo largo de los siglos. Ningún ejército podía tomarlo por detrás, donde la estribación se unía ya a montañas más vertiginosas del macizo, pero era precisamente el lado por el que podía recibir abastecimientos, por lo que resultaba imposible rendirlo por hambre. En el recinto había varios manantiales, y los enormes silos subterráneos del templo de la Fortuna Primigenia que daba su fama a la localidad, guardaban muchos medimni de trigo, aceite y vino y de otros alimentos no perecederos como quesos y pasas, así como manzanas y peras de la anterior cosecha.
Aunque sus orígenes eran suficientemente latinos y sus habitantes se enorgullecían de su dialecto como el más antiguo y puro, Praeneste nunca se había aliado con Roma, había luchado en el bando de los aliados itálicos durante el anterior conflicto y seguía reivindicando pertinazmente que su ciudadanía era superior a la de Roma y que ésta era una ciudad de nuevos ricos. Por eso era bastante lógica su ferviente acogida al hijo de Mario, pues para los praenestanos era como el desvalido que se enfrentaba a la furibunda venganza de Sila, y, por ser hijo de quien era, su ejército fue bien recibido. En agradecimiento, Mario mandó formar patrullas de aprovisionamiento y las envió por los vericuetos de detrás de la fortaleza en busca de alimentos para no agotar las reservas de la ciudad.
—En verano, Sila no tendrá más necesidad que levantar el sitio y podréis marcharos —dijo el decano de los magistrados de la ciudad.
Predicción que no se cumplió; en menos de un intervalo de mercado después de la batalla de Sacriportus, el joven Mario y los habitantes de Praeneste vieron que se iniciaba un asedio en toda regla con el firme propósito de rendir la plaza. Los ríos que discurrían desde el macizo hacia Roma vertían todos en el Anio, y los del lado opuesto iban a desembocar en el Tolerus, pues Praeneste estaba situada en la divisoria de las aguas. Y ahora, sin salir de su asombro, los sitiados vieron cómo comenzaba a construirse un gigantesco muro con foso desde el Anio hasta el Tolerus, y cuando las obras estuvieran concluidas, la única salida de Praeneste serían los senderos y vericuetos de las montañas traseras, en caso de que no estuviesen vigilados.
La noticia de Sacriportus llegó a Roma antes de que el sol se ocultara aquel aciago día, aunque muy discretamente, y sólo se difundió en forma de rumor. Llegó por mano de un mensajero especial enviado por el propio hijo de Mario, quien, nada más entrar en Praeneste dictó una apresurada carta al pretor urbano de Roma, Lucio Junio Bruto Damasipo, que decía:
Todo se ha perdido al sur de Roma. Esperemos que Carbón en Ariminum libre la clase de guerra que Sila sea incapaz de contrarrestar, aunque sólo sea por el hecho de que cuenta con menores fuerzas. Las tropas de Carbón son mucho mejores que las mías, que carecían de un buen entrenamiento y de experiencia, lo que fue causa de que no pudieran resistir ni una hora al empuje de los veteranos de Sila.
Sugiero que te prepares para el asedio de Roma, aunque creo que será imposible en una ciudad tan grande y tan dividida en tendencias. Si crees que Roma se negará a resistir un asedio, prepárate a la llegada de Sila en el próximo intervalo de mercado, pues no hay tropas que puedan interceptar su avance. No sé si pretenderá ocupar la ciudad; espero que se proponga pasar de largo para atacar a Carbón. Por lo que he oído contar a mi padre de Sila, es muy probable que intente aplastar a Carbón con una maniobra en tenaza, una de cuyas mandíbulas sería Metelo Pío. Ojalá lo supiera, pero lo ignoro. Lo único que sé es que en este momento es prematuro para Sila ocupar la ciudad y no creo que cometa tal error.
Tardaré un tiempo en poder salir de Praeneste, en donde me han recibido de buen grado; sus gentes sienten gran afecto por Cayo Mario y no han negado el socorro a su hijo. Ten la seguridad de que en cuanto Sila se disponga a atacar a Carbón, romperemos el cerco para ir en auxilio de Roma. Quizá si yo me persono en Roma, la gente acepte resistir el asedio.
Aparte de eso, creo que ha llegado el momento de destruir los últimos nidos de víboras partidarios de Sila en nuestra amada ciudad. ¡Mátalos, Damasipo! No impidas que el sentimiento mitigue tu decisión. Si siguen viviendo quienes puedan decidir apoyar a Sila, será imposible resistirle; pero si los cabecillas de los que intenten causarnos dificultades mueren, los demás se someterán sin reservas. Todos los que puedan prestar ayuda militar a Carbón deben salir de Roma ahora mismo. Tú incluido, Damasipo.
Te adjunto unos cuantos nombres de víboras partidarios de Sila que me vienen a la memoria. Sé que faltan decenas de ellos, ¡haz tú mismo la lista completa! El pontífice máximo, el viejo Lucio Domicio Ahenobarbo, Carbo Arvina y Publio Antistii Veto.
Bruto Damasipo cumplió las órdenes. Durante el breve pero intenso programa de asesinatos que el anciano Cayo Mario había perpetrado antes de morir, el pontífice máximo Quinto Mucio Escévola había sido apuñalado sin que nadie pudiera entender el porqué. Su supuesto asesino (el Fimbria que había partido con el cónsul sufecto Flaco para relevar del mando a Sila en la guerra contra Mitrídates, y que después había asesinado a Flaco) en su momento no arguyó más excusa que echarse a reír diciendo que Escévola merecía la muerte. Pero Escévola no había muerto a pesar de hallarse gravemente herido. Fuerte y tenaz, el pontífice máximo estaba de nuevo ejerciendo sus funciones a los dos meses. Pero ahora no escaparía. A pesar de ser suegro del joven Mario, fue apresado cuando trataba de buscar refugio en el templo de Vesta. Era completamente ajeno a cualquier traición para con su yerno.
El anciano Lucio Domicio Ahenobarbo, cónsul poco después de que su hermano fuese elegido pontífice máximo reformador, fue ejecutado en su casa, y, sin duda, Pompeyo el Grande hubiese aprobado encantado de haber sabido que no necesitaba mancharse las manos con la sangre de su suegro; Publio Antistio fue también asesinado, y su esposa, loca de dolor, se quitó la vida. Cuando Bruto Damasipo se hubo deshecho de quienes consideraba que podían poner en peligro la Roma de Carbón, unas treinta cabezas adornaban los rostra del bajo Foro. Hombres que se decían neutrales (como Catulo, Lépido y Hortensio) se encerraron en sus casas y se negaron a salir por temor a que los sicarios de Bruto Damasipo intentaran matarles.
Una vez realizada la tarea, Bruto Damasipo y su pretor Cayo Albio Carrinas salieron de Roma y se unieron a Carbón. El pretor de la casa de la moneda, Quinto Antonio Balbo, abandonó también Roma, pero al mando de una legión, con la encomienda de ir a Cerdeña y arrebatar la isla a Filipo.
Sin embargo, la defección más extraña de todas fue la del tribuno de la plebe Quinto Valerio Sorano, quien, gran erudito y hombre muy humanitario, no pudo aprobar aquella matanza de quienes ni siquiera se había demostrado que fuesen partidarios de Sila. Pero, ¿cómo efectuar una protesta pública que hiciera reaccionar a la ciudad? ¿Podría un solo hombre destruir Roma? Quinto Valerio Sorano había llegado a la conclusión de que el mundo ganaría con la destrucción de Roma. Y después de pensárselo, entrevió una solución. Se dirigió a los rostra, subió a la tribuna y allí, en medio de los sangrantes trofeos de Bruto Damasipo, gritó con todas sus fuerzas el nombre esotérico de Roma.
—¡AMOR! —clamó una y otra vez.
Los que le oían y lo entendían huían del lugar, tapándose los oídos con las manos. ¡ El nombre secreto de Roma no podía pronunciarse en voz alta! Roma y todo lo que representaba se desmoronarían como por efecto de un terremoto. Y es Lo que Quinto Valerio Sorano también pensaba. Así, después de gritar al aire y a los pájaros y a los aterrados ciudadanos el nombre críptico de Roma, Sorano corrió a Ostia, preguntándose cómo es que la ciudad seguía en pie sobre sus siete colinas. Y de Ostia zarpó para Sicilia, con el repudio de ambos bandos.
La ciudad, carente de gobierno, no se derrumbó; la gente continuó haciendo sus cosas como siempre, y los nobles neutrales asomaron tímidamente la cabeza por la puerta de sus casas, olfatearon el aire y se aventuraron por las calles sin hacer comentarios. Y Roma aguardó a ver qué haría Sila.
Sila entró en Roma pacíficamente y sin la protección del ejército.
No había ningún imperioso motivo que le disuadiera, y sí numerosas razones que le impulsaran a ello. Poco le importaban cuestiones como la de su imperium, y si renunciaba a él en el momento de cruzar el pomerium sagrado, ¿quién había en aquella Roma sin timón que pudiera oponérsele, acusarle de ilegalidad o de impiedad? Si volvía a Roma era en su condición de conquistador y dueño de la ciudad, con todos los poderes necesarios en consonancia con su pasado. Cruzó el pomerium sin escrúpulos y procedió a restablecer en la ciudad un gobierno provisional.
El magistrado más anciano que había quedado en Roma era un pretor, uno de los dos hermanos Magio de Aeclanum. Y a él fue a quien Sila encomendó el gobierno, asistido por los ediles Publio Furio Crasipes y Marco Pomponio. Cuando se enteró de que Sorano había pronunciado en voz alta el nombre de Roma, frunció aterrado el ceño y se estremeció, pese a que había contemplado impasible los rostra erizados de cabezas, ordenando que las quitasen y se les diese el ceremonial adecuado. No dirigió discursos al pueblo ni convocó al Senado. Y no había transcurrido un día de su entrada cuando regresó a Praeneste, dejando en la ciudad dos escuadrones de caballería al mando de Torcuato, para que ayudasen a los magistrados a mantener el orden, como dijo con displicencia.
No trató de ver a Aurelia, quien, al saber que había vuelto a marcharse, se enfrentó con indiferencia a su familia, en particular a César, quien estaba convencido de que la entrevista de su madre con Sila en Teanum era un hecho muy significativo, aunque ella no quisiera explicárselo.
El legado encargado del asedio a Praeneste era el tránsfuga Quinto Lucrecio Ofela, quien recibía órdenes directamente de Sila.
—Quiero que el hijo de Mario se quede para siempre encerrado en Praeneste —dijo Sila—. Levanta un muro de diez metros desde las montañas del Anio hasta las de detrás del Tolerus, con torres de veinte metros cada doscientos pasos. Entre ese muro y la ciudad excava un foso de siete metros de profundidad y siete de ancho con stimuli en el fondo, gruesos como los carrizos de las riberas del lago Fucino. Cuando esté acabado el cerco, dispón patrullas que vigilen todos los senderos que parten por detrás de la ciudad hacia los Apeninos para que no entre ni salga nadie. Quiero que ese muñeco arrogante sepa que Praeneste va a ser su residencia para lo que le queda de vida —añadió con aviesa sonrisa que le frunció las comisuras de los labios, una sonrisa que habría dejado ver sus fieros caninos cuando aún los tenía y su rostro no era un desastre horripilante—. También quiero que los habitantes de Praeneste sepan que están condenados a albergar al hijo de Mario para el resto de sus días; así que dispón heraldos que voceen la noticia seis veces al día. Una cosa es ayudar a un niño bonito con un apellido famoso, y otra darse cuenta de que ese niño bonito les ha traído la muerte y el sufrimiento.
Cuando Sila se dirigió a Veii, al norte de Roma, dejó a Ofela dos legiones para realizar las obras. Y las legiones trabajaron de lo lindo. Afortunadamente, en la zona abundaba la toba volcánica, una extraña roca que se cortaba como queso y se endurecía enormemente una vez expuesta al aire. Gracias a ello, el muro avanzó prodigiosamente, y el foso se cavó también con gran celeridad. La tierra de la excavación se aprovechó para formar un segundo muro, y en la tierra de nadie comprendida entre ambos no quedó un solo árbol ni objeto que pudiera servir de ariete. En las montañas de detrás de la ciudad talaron igualmente los árboles existentes entre las murallas y el campamento de las patrullas que vigilaban los senderos para impedir el abastecimiento de Praeneste.
Ofela era un capataz infatigable; pretendía no irle a la zaga a Sila, y ahora tenía la ocasión. Así, no daba respiro a nadie para que se quejara de dolor de espalda ni de agujetas. Además, también los soldados querían estar a la altura de Sila, pues una de las legiones era la que había desertado del hijo de Mario en Sacriportus, y la otra era la que había pertenecido a Escipión Asiageno; su lealtad estaba en tela de juicio, y por eso consideraban que si construían bien el muro y cavaban esforzadamente el foso demostrarían a Sila su buena disposición. Bastaba con que se aplicasen con sus manos al pico y a la pala, pero eran diez mil pares de manos y sobraban herramientas, y los centuriones les instruían sobre los trucos y recursos de la construcción de un cerco. Para Ofela no constituía un gran problema organizar tan enorme trabajo, pues él era un auténtico romano en cuestiones de ejecución metódica.
Al cabo de dos meses estaban terminados el muro y el foso con más de doce kilómetros de largo y cortando la vía Prenestina y la vía Labicana, interrumpiendo así el tránsito en ambas carreteras y haciéndolas inútiles después de Tusculum y Bola. A los caballeros y senadores romanos cuyas propiedades resultaron afectadas por ello, no les quedó otro remedio que aguardar mohínos el final del asedio y maldecir al hijo de Mario. Por el contrario, los pequeños propietarios de la región se regocijaron al ver los bloques de toba, pues una vez concluido el cerco el muro sería derruido y dispondrían de un inagotable suministro de material para la construcción de vallas, graneros y vaquerías.
En Norba proseguía una acción similar, aunque allí no eran necesarias tan gigantescas obras de asedio. Para rendirla se había enviado a Mamerco con una legión de nuevos reclutas (alistados en el país de los sabinos por Marco Craso), y en seguida se puso manos a la obra con la obstinación y consabida eficiencia que le habían servido para salir de no pocas situaciones apuradas.