Favoritos de la fortuna (17 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Julia la pequeña, llamada Ju-Ju, se había casado a primeros de aquel mismo año, poco después de cumplir dieciocho años. En su caso, sin posibilidad alguna de elección propia, pues era César quien le había buscado marido, a pesar de sus amargas protestas por relevarla de una tarea que ella se sentía perfectamente capaz de llevar a cabo; pero el hermano impuso su voluntad y se presentó en casa con otro pretendiente riquísimo, en este caso de familia senatorial y él mismo senador pedario bien contento con su suerte. Procedía de Aricia, junto a la vía Apia y las tierras de César en Bovillae, por lo que era latino, un grado de superioridad respecto a un simple campanio. Después de conocer a Marco Atio Balbo, Ju-Ju se había casado con él sin rechistar, pues, comparado con Quinto Pedio, era bastante aceptable con sus treinta y siete años, y bastante atractivo para esa edad.

Como Marco Atio Balbo era senador, poseía domus en Roma y grandes fincas en Aricia, por lo que Ju-Ju podía congratularse de aventajar en algo más a su hermana mayor, ya que ella, al menos, vivía casi permanentemente en Roma. Aquella tarde, cuando se convocó a toda la familia en casa de Cayo Mario, ya estaba embarazada, pero su estado de gravidez no había sido óbice para que su madre la hiciera ir andando.

—A las embarazadas no les conviene la molicie, que luego tienen abortos —dijo Aurelia.

—¿No decías que se les moría el niño por comer sólo habas? —replicó Ju-Ju, que había puesto todas sus esperanzas en la litera en que había hecho el viaje desde la casa de su esposo en la Carinae hasta el edificio de viviendas de su madre en el Subura.

—Eso también. Los físicos pitagóricos son un peligro.

Había otra mujer, aunque no era pariente de ninguna de las otras, o, al menos, no muy próxima. Se llamaba Mucia Tertia y era la esposa del hijo de Mario. Hija única del pontífice máximo Escévola, la llamaban Mucia Tertia para distinguirla de sus dos famosas primas, las hijas de Escévola el Augur.

Aunque no era particularmente agraciada, Mucia Tertia había quitado el sueño a más de uno. Tenía ojos verde oscuro, exageradamente separados y de pobladas pestañas, más largas por la parte de fuera, lo que acentuaba la separación, y, aunque no lo confesaba, se recortaba las pestañas de la parte interior con unas tijeritas de marfil del antiguo Egipto. Mucia Tertia era muy consciente de aquel raro atractivo. Su nariz larga y recta tampoco resultaba un inconveniente, pese a que los puristas dictaminasen que debía poseer una protuberancia o curvatura. También su boca distaba mucho del ideal romano, al ser muy grande; y cuando sonreía, dejaba ver un buen arsenal de dientes perfectos. Pero sí tenía labios gruesos y sensuales, y un cutis saludable y claro que no desentonaba con su pelo rojo oscuro.

A César, por ejemplo, le parecía arrebatadora; y con sus diecisiete años y medio era ya una mujer muy experimentada sexualmente. Todas las mujeres del Subura habían demostrado su buena disposición a ayudar a que un joven tan atractivo hallase satisfacción amatoria, y pocas se echaban atrás cuando él les exigía que se bañasen y lavasen; se había corrido rápidamente la voz de que el joven César estaba dotado de un par de poderosas armas y sabía utilizarlas muy bien.

Fundamentalmente, a César le interesaba Mucia Tertia por la clase de enigma que representaba, pues, por mucho que se esforzaba, era una mujer que no dejaba traslucir su ser interior; sonreía con facilidad, mostrando aquellos dientes perfectos, pero sus magníficos ojos nunca eran risueños y jamás dejaba escapar un gesto o una expresión que realmente revelara sus sentimientos.

Llevaba cuatro años de matrimonio, indiferente, al parecer, tanto para el hijo de Mario como para ella. Su conversación era bastante animada, pero muy formal, y nunca intercambiaban esas miradas de secreto entendimiento propias de casi todas las parejas, ni mostraban intención de tocarse, aun cuando no les viese nadie. Y no tenían hijos. Si aquella unión carecía de afecto, no era, desde luego, Mario hijo quien lo lamentase, pues sus aventuras eran de todos conocidas. Pero ¿y Mucia Tertia, de quien no se murmuraba la menor indiscreción y no digamos infidelidad? ¿Era feliz? ¿Amaba a Mario? ¿Le odiaba? Era imposible saberlo; y, sin embargo, a César, su instinto le decía que era inmensamente desgraciada.

El grupo había tomado asiento y todos tenían los ojos clavados en el hijo de Mario, que perversamente había optado por sentarse en una silla. Para no ser menos, César cogió también una silla, pero se acomodó lejos de Mario en la curva de la U formada por las tres camillas del comedor, a espaldas de su madre, por lo que no podía ver el rostro de sus mujeres más queridas; consideraba mucho más importante ver la cara del hijo de Mario, de Mucia Tertia y del mayordomo Estrofantes, a quien le habían dicho que asistiera a la reunión y que estaba de pie junto a la puerta, después de rehusar silenciosamente el asiento que le ofrecía su señor.

Tras humedecerse los labios —curioso signo de nerviosismo—, Mario hijo tomó la palabra.

—Esta tarde a primera hora he recibido la visita de Cneo Papirio Carbón y de Marco Junio Bruto.

—Extraña pareja —comentó César, que no quería dejar que su primo hablase sin parar para aturdirle.

El hijo de Mario le dirigió una mirada de enojo, aunque sin el menor atisbo de aturdimiento, y César se sintió frustrado.

—Han venido a proponerme que me presente a las elecciones de cónsul con Cneo Carbón. Y he aceptado.

Hubo un revuelo general. César vio el asombro en el rostro de sus hermanas, advirtió un sobresalto en su tía y una curiosa mirada impenetrable en los fantásticos ojos de Mucia Tertia.

—Hijo, ni siquiera eres senador —dijo Julia.

—Lo seré mañana, cuando Perpena me inscriba en los rollos.

—No has sido cuestor ni pretor.

—El Senado me eximirá de los requisitos habituales.

—¡No tienes conocimientos ni experiencia! —insistió Julia con voz desmayada.

—Mi padre fue cónsul siete veces y me he criado entre cónsules. Además, no puedes decir que Carbón no tenga experiencia.

—¿Y por qué esta reunión? —terció Aurelia.

El hijo de Mario dirigió su sincera y atractiva mirada a su tía.

—¡ Para tratar el asunto, desde luego! —exclamó un tanto perplejo.

—¡Tonterías! —espetó Aurelia—. Aparte de que ya has tomado la decisión, pues le has prometido a Carbón ser su colega. Creo que nos has hecho salir de casa, en donde estábamos tan calientes, para darnos una noticia que nos habría llegado casi con la misma rapidez por medio de los chismorreos de la calle.

—¡ No es cierto, Aurelia!

—¡Ya lo creo que sí! —replicó Aurelia.

Rojo como una amapola, el joven Mario se volvió hacia su madre, estirando el brazo, suplicante.

—¡Mamá, no es cierto! Sí, le he dicho a Carbón que me presentaré a las elecciones, pero… siempre he creído conveniente que mi familia dé su opinión. ¡De verdad! Puedo cambiar de idea.

—¡Bah! No vas a cambiar de idea —dijo Aurelia.

La mano de Julia asió la muñeca de Aurelia.

—Calma, Aurelia. No quiero que nadie se enfade.

—Tienes razón, tía Julia; nada de enfadarnos —añadió César, colocándose entre ellas dos y mirando fijamente desde el nuevo puesto a su primo—. ¿Por qué le dijiste que sí a Carbón? —inquirió.

La pregunta no inquietó en absoluto al joven Mario.

—¡Vamos, César, no me consideres tan poco inteligente! —contestó con desdén—. He aceptado por el mismo motivo que lo habrías hecho tú si no vistieses la laena y el apex.

—Entiendo por qué crees que yo habría aceptado, pero, en realidad, me habría negado. La mejor manera es in suo anno.

—Es ilegal —terció Mucia Tertia inopinadamente.

—No —replicó César anticipándose a Mario—. Va en contra de la costumbre tradicional y hasta vulnera la lex Villia annalis, pero no es realmente ilegal. Únicamente podría ser ilegal y punible si tu esposo usurpara el cargo contra la voluntad del Senado y del pueblo. Pero Senado y pueblo pueden legislar la anulación de la lex Villia; y es lo que se hará. El Senado y el pueblo emitirán la legislación necesaria, lo que significa que el único que lo declarará ilegal será Sila.

Se hizo un silencio.

—Eso es lo peor —dijo Julia con voz entrecortada—. Te verás enfrentado a Sila.

—De todos modos, me habría enfrentado a él, mamá —añadió Mario.

—Pero no en tu condición de representante recién elegido del Senado y del pueblo. Ser cónsul significa aceptar la responsabilidad suprema. Estarás al mando de los ejércitos de Roma —dijo Julia, mientras le rodaba una lágrima por la mejilla—. Serás la causa máxima de preocupación de Sila, y es un hombre terrible. Yo no le conozco, no tan bien como tu tía Aurelia, Cayo, pero silo bastante. Incluso hubo una época en que le estimaba, cuando cuidaba de tu padre, no sé si lo sabes… Se esforzaba por limar todos los inconvenientes que constantemente rodeaban a tu padre. Era un hombre más paciente y perspicaz que tu padre, y hombre de honor al mismo tiempo. Pero tu padre y Lucio Cornelio tenían en común un rasgo muy importante: cuando todo falla, desde la constitución hasta el apoyo popular, son o eran capaces de pasar por encima de todo para lograr sus propósitos. Por eso los dos marcharon sobre Roma, y por eso Lucio Cornelio volverá a hacerlo si Roma adopta la decisión de elegirte cónsul. El simple hecho de tu elección le hará ver que Roma se propone luchar contra él hasta las últimas consecuencias, y que no puede haber solución pacífica —añadió, con un suspiro, enjugándose la lágrima—. Por Sila es por lo que quiero que cambies de idea, querido Cayo. Si tuvieses su experiencia, no digo que no pudieras vencer. Pero no es así y te derrotará. Y yo perderé a mi único hijo.

Era un razonamiento lógico de adulto, pero como Mario no era ni lo uno ni lo otro, lo único que hizo fue escucharlo con gesto enfurruscado. Y abrió la boca para contestar.

—Bueno, mater —se anticipó César—, como dice tía Julia, tú conoces a Sila mejor que ninguno de nosotros. ¿Tú qué crees?

Aurelia difícilmente se mostraba desconcertada, y no tenía intención alguna de dar detalles de su reciente sorpresa motivada por la horrenda y penosa entrevista con Sila en su campamento.

—Es cierto que conozco bien a Sila. Y le he visto hace poco, como todos sabéis. Antes siempre era yo la última persona a quien visitaba antes de salir de Roma y la primera que le veía cuando regresaba; pero entre esas idas y venidas apenas le veía. El es así; en el fondo es un actor que no puede vivir sin representación. Y es un hombre que sabe transformar y dar sentido a una situación inocua; por eso optaba por venir a verme en esas circunstancias. En vez de simples visitas para hablar de cosas de poca importancia, éstas se convertían en despedida o conciliábulo. Creo que puedo decir sin faltar a la verdad que él me atribuía una especie de aura.

—No has contestado a mi pregunta, mater —dijo César, sonriéndole.

—No —respondió la extraordinaria mujer sin alterarse en lo más mínimo—. Voy a hacerlo —añadió, mirando fijamente al joven. Mario—. Lo que debes comprender es que si te enfrentas a Sila como representante recién elegido del Senado y del pueblo, es decir, como cónsul, te revestirás de un aura por lo que a Sila respecta. Tu edad unida a la personalidad de tu padre, Sila la utilizará para dar mayor relieve al drama de su pugna por dominar Roma. Y todo ello es de poco consuelo para tu madre, sobrino. Renuncia a ello por su bien. Enfréntate a Sila en el campo de batalla como un simple tribuno militar.

—¿Tú qué crees? —preguntó Mario a César.

—Yo, primo, te aconsejo que lo hagas. Sé cónsul anticipándote al tiempo prescrito.

—¿Lía?

—¡No lo hagas, primo, te lo ruego! —contestó la joven, volviendo sus atemorizados ojos hacia su tía Julia.

—¿Ju-Ju?

—Estoy de acuerdo con mi hermana.

—¿Esposa?

—Sigue el sendero que te marque la Fortuna.

—¿Estrofantes?

—Domine, no lo hagáis —contestó el viejo servidor con un suspiro.

Asintiendo suavemente con la cabeza, el joven Mario se reclinó en la silla y pasó el brazo por el alto respaldo, frunciendo el ceño y expulsando suavemente el aire por la nariz.

—Bueno, desde luego, no ha habido sorpresas —dijo—. Las mujeres de la familia y mi mayordomo me instan a que no me anticipe y me encumbre, arriesgando mi vida. Puede que mi tía insinúe que, además, arriesgaré la reputación. Mi esposa lo deja en manos de la Fortuna, ¿soy un elegido de la Fortuna? Y mi primo dice que adelante.

Se puso en pie, y su figura no dejaba de ser imponente.

—No voy a faltar a mi palabra a Cneo Papirio Carbón y a Marco Junio Bruto. Si Marco Perpena acepta inscribirme en el Senado, y el Senado se aviene a dictar la legislación pertinente, me presentaré candidato al consulado.

—No nos has dicho realmente por qué motivo —dijo Aurelia.

—Creí que resultaba evidente. Roma está al borde de la desesperación, y Carbón no encuentra un colega adecuado. ¿A quién se dirige? Al hijo de Cayo Mario. ¡ Roma me adora y me necesita! Ése es el motivo —dijo el joven.

Sólo los servidores más viejos y leales habrían osado decir lo que manifestó Estrofantes, en nombre no ya de la condolida madre, sino del padre difunto:

—Es a vuestro padre a quien Roma adora, domine. Roma se vuelve hacia vos por vuestro padre. Lo único que sabe Roma es que sois el hijo del que la salvó de los germanos, del que obtuvo las primeras victorias en la guerra contra los itálicos y el que fue cónsul siete veces. Si hacéis eso será únicamente por ser hijo de quien sois, no por vos mismo.

El joven Mario sentía gran afecto por Estrofantes, y el mayordomo no lo ignoraba. Teniendo en cuenta las implicaciones, el joven aceptó gallardamente el razonamiento. Apretó los labios y aguardó a que concluyera.

—Lo sé —se limitó a contestar—. De mí depende mostrar a Roma que el hijo de Cayo Mario no le desmerece.

César bajó la vista y no dijo nada. Se preguntaba por qué el viejo loco no había dado la laena y el apex de flamen dialis a su propio hijo. Él sí que estaba convencido de que habría podido estar a la altura de las circunstancias. Pero no Mario hijo.

Y así, a finales de diciembre, se reunían los electores en sus respectivas centurias en el llamado aprisco del Campo de Marte y votaban primer cónsul al hijo de Mario, y colega suyo a Cneo Papirio Carbón. El hecho de que el joven Mario obtuviera muchos más votos que Carbón era signo de la desesperación de Roma, de sus temores y dudas. No obstante, muchos de los que le votaron lo hicieron con el convencimiento de que el joven había heredado algo del padre, y de que bajo su mando el triunfo sobre Sila era una notable posibilidad.

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