Favoritos de la fortuna (19 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Lanzando una mirada de desdén a la espalda de Carbón, César pensó que había escuchado la conversación más importante que podía darse en la fiesta consular; se despojó de los zuecos, los recogió y desapareció de escena sigilosamente.

Lucio Decumio lo atisbaba todo desde un rincón del vestíbulo del Senado, y se le acercó nada más cruzar la puerta. Iba cargado con ropa normal para César: botas adecuadas, capa con capucha, calcetines y unas polainas de lana. César se despojó de los atributos de flamen dialis, y de detrás de Lucio Decumio surgió una figura imponente que cogió la apex laena y los zuecos para guardarlos en una bolsa de cuero.

—¿Ya has vuelto de Bovillae, Burgundus? —preguntó César, tiritando de frío mientras se embutía la bota sin cordones.

—Sí, César.

—¿Y qué tal? ¿Todo bien con Cardixa?

—Soy padre de otro hijo. Cuando seas cónsul tendrás una guardia personal completa.

—Jamás seré cónsul —replicó César, tragando saliva y mirando hacia la cúpula nevada de la basílica Emilia.

—¡Tonterías! ¡Claro que lo serás! —añadió Lucio Decumio, cogiendo entre sus manos abrigadas con mitones el rostro del joven—. ¡Y deja ya de entristecerte! No habrá fuerza en el mundo capaz de impedírtelo si quieres serlo, ¿me oyes? —añadió, bajando las manos y haciendo un gesto impaciente en dirección de Burgundus—. ¡Vamos, patán germano, abre camino al amo!

Aquel terrible invierno continuó tal como había comenzado y parecía no tener fin. Las estaciones se sucedían de acuerdo con el calendario desde que Escévola era pontífice máximo hacía varios años; pues él, igual que Metelo Dalmático, era partidario de mantener las fechas en armonía con las estaciones, a pesar de que el pontífice que había ostentado el cargo entre ellos dos —Cneo Domicio Ahenobarbo— había consentido que el calendario se adelantase, haciéndolo más corto de días que el año solar, y alegando que los melindrosos hábitos griegos eran una tontería.

Por fin en marzo comenzó el deshielo y toda Italia se dispuso a recibir al buen tiempo. Dormidas desde octubre, las legiones comenzaron a moverse y a desplegar actividad. Desafiando la espesa nieve de primeros de marzo, Cayo Norbano salió de Capua con seis de sus ocho legiones y se puso en camino para unirse a Carbón, que había vuelto a Ariminum. En su marcha rebasó la posición de Sila, quien no se lo impidió. A pesar de la nieve, Norbano pudo avanzar bien por la vía Latina y luego por la Flaminia, y alcanzó Ariminum sin tardanza, incrementando con sus tropas las fuerzas de Carbón hasta treinta legiones y varios miles de soldados de caballería. Una tremenda carga para Roma, y el Ager Gallicus.

Pero antes de partir para Ariminum, Carbón había resuelto su problema más acuciante: la fuente de financiación del enorme ejército. Quizá fuese el oro y la plata fundidos del incendiado templo de Júpiter Optimus Maximus, guardado en lingotes en el Tesoro, porque comenzó apoderándose de ellos y en su lugar dejó un escrito en el que se decía que Roma debía al Gran Dios tantos talentos de oro y tantos otros de plata. Pero había, además, muchos templos romanos que disponían de riquezas propias, y como la religión formaba parte del Estado y éste la subvencionaba, Carbón y el joven Mario optaron por tomar «prestado» el dinero de dichos templos. En teoría, no era un acto anticonstitucional, pero de hecho era una solución detestable que nunca se había llevado a la práctica. Y así, de las cámaras acorazadas de los templos fueron saliendo arcas y más arcas de monedas, del monto constituido por el sestercio que se entregaba a Juno Lucina cada vez que nacía un romano, varón o hembra, por el denario que se daba a Juventas cuando los ciudadanos varones superaban la pubertad, por los cuantiosos denarios donados a Mercurio cuando los comerciantes hundían su ramo de laurel en la fuente sagrada, por los sestercios que se entregaban a Venus Libitina cuando moría un ciudadano romano, y por los sestercios que las prostitutas famosas ofrecían a Venus Erucina. Todo ese dinero y mucho más fue requisado para engrasar la máquina de guerra de Carbón. Se requisaron también lingotes y se fundieron todos los obsequios de oro y plata de los templos no considerados obras de arte.

Se encomendó al pretor tartamudo Quinto Antonio Balbo —que no era de la estirpe de los Antonios— la tarea de acuñar las nuevas monedas y retirar las antiguas; una determinación que, aunque considerada sacrílega por muchos, dio sus buenos frutos. Carbón pudo dejar al joven Mario al frente de Roma y de la campaña en el sur, para dirigirse tranquilo a Ariminum.

Aunque ninguno de los bandos lo sabía, un mismo propósito animaba a Sila y Carbón: que no fuese una guerra civil que arruinase a Italia, que todas las provisiones para hombres y bestias consumidas durante las hostilidades se pagasen al contado y que se redujese al mínimo la extensión de tierras asoladas durante las acciones bélicas. La guerra itálica había dejado al país al borde del desastre, y no podía hacer frente a otra similar, y menos aún tan pronto. Eso era algo que ni Sila ni Carbón ignoraban.

Sabían también que la guerra que iban a desencadenar carecía ante la gente del común de la nobleza de propósitos y de las fundadas razones que habían hecho estallar la guerra itálica, que había sido una pugna entre Roma y los estados que querían sacudirse el yugo del vasallaje. Mientras que, ¿cuáles eran los motivos del actual conflicto? El simple enfrentamiento de dos bandos por establecer su dominio en Roma, una simple pugna por la hegemonía entre dos hombres: Sila y Carbón, por mucha propaganda con que quisieran enmascararla ambos bandos. Y el pueblo no era tonto. Por consiguiente, no se podía abrumar al país, mermando el bienestar de romanos e itálicos.

Sila contaba con el crédito de sus tropas, mientras que a Carbón no le había quedado más remedio que recurrir al de los dioses. Y ambos se veían enfrentados al terrible dilema de si una vez finalizado el conflicto podrían cancelar su deuda.

Nada de esto, sin embargo, preocupaba al hijo de Mario, por ser heredero de un hombre riquísimo exento de agobios dinerarios, ya fuese para pagar sus lujos o financiar las legiones. Precisamente la financiación de la guerra era un tema que el viejo Cayo Mario había tratado con el pequeño César durante la época en que éste le había ayudado a recuperarse del segundo infarto, mientras que a su hijo apenas le había hablado de ello, pues justo cuando más le habría necesitado a su lado, el joven estaba en una edad en que para él resultaba más interesante Roma y sus placeres que su propio padre, y fue César —nueve años más joven que su primo— quien cosechó el legado de las experiencias de Mario. Y César había escuchado con auténtica avidez todo aquello que su nombramiento como sacerdote había convertido en imposible utopía.

Al iniciarse el deshielo a mediados de marzo, el hijo de Mario y sus legados salieron de Roma para acampar en las afueras de la pequeña ciudad de Ad Pictas, en la vía Labicana, un diverticulum que rodeaba las colinas Albanas y confluía con la vía Latina en un lugar llamado Sacriportus. Allí, en una llanura aluvial, habían estado invernando ocho legiones de voluntarios de Etruria y Umbría, sometidos a un severo e intenso entrenamiento en la medida en que el frío lo permitía. Todos los centuriones eran veteranos de las campañas de Cayo Mario y sabían hacer bien las cosas, pero cuando llegó el hijo de Mario a finales de marzo, las tropas aún eran muy novicias, cosa que al joven no le preocupó, creyéndose que el recluta más bisoño lucharía bajo su mando del mismo modo que lo habían hecho los curtidos soldados de su padre. Él, lo que anhelaba era detener a Sila lo antes posible.

Había en sus filas militares que sabían mejor que él lo arduo de la empresa, pero ninguno trató de hacérselo ver, debido al simple motivo de que probablemente ninguno consideraba que el joven Mario tuviera dotes para merecer semejante sinceridad. Mario era una figura decorativa a la que había que cuidar y proteger.

Cuando llegaron comunicados del espionaje informando de que Sila se disponía a ponerse en marcha, el hijo de Mario se mostró alborozado. Por lo visto, Sila había seleccionado once de sus dieciocho legiones, con casi toda la caballería menos unos escuadrones, enviándolas al mando de Metelo Pío el Meneítos hacia la costa del Adriático y las posiciones de Carbón en Ariminum. Así, a Sila le quedaban siete legiones, una fuerza inferior a la de él.

—¡Puedo vencerle! —dijo a su primer legado, Cneo Domicio Ahenobarbo.

este, casado con la hija mayor de Cinna, se veía obligado a formar en el bando de Carbón a pesar de su natural inclinación hacia la causa de Sila; estaba muy enamorado de su hermosa esposa pelirroja, y lo bastante sometido a sus deseos para hacer algo contra su voluntad. Así, se vio en la tesitura de ignorar que la mayoría de sus parientes más cercanos eran estrictamente neutrales o partidarios de Sila.

Ahora, escuchando al pletórico Mario, se sentía aún más incómodo; quizás había llegado el momento de ir pensando en dónde exiliarse si al engreído joven le fallaban sus bravatas y era incapaz de derrotar al viejo zorro pelirrojo.

El primer día de abril, el joven Mario, de excelente humor, hizo salir a las tropas del campamento y cruzó los antiguos pilares del Sacriportus hacia la vía Latina, para dirigirse hacia Campania, en donde estaba Sila. No perdió tiempo, pues había dos puentes que cruzar a una distancia de cinco millas, y quería estar en posición despejada antes de avistar al enemigo. Nadie le comentó que fuese una imprudencia ir al encuentro de Sila en vez de quedarse en la posición que ocupaba, y, aunque había recorrido decenas de veces la vía Latina, el joven Mario no tenía capacidad para recordar el terreno ni para interpretarlo en sentido militar.

En el primer puente, sobre el Veregis, permaneció en retaguardia mientras las tropas lo cruzaban animadas y, de pronto, recapacitó que el terreno era más favorable para el combate en torno a los pilares del Sacriportus que hacia el punto en que él se dirigía; pero no se detuvo. En el segundo puente, sobre el más ancho y rápido Tolerus, dio en pensar, finalmente, que se dirigía hacia un terreno en el que las legiones maniobrarían con dificultad. Sus exploradores llegaron diciéndole que Sila estaba a dieciséis kilómetros de la vía, cruzando rápidamente la ciudad de Ferentinum, ante lo cual el joven Mario fue presa del pánico.

—Creo que será mejor regresar a Sacriportus —dijo a Ahenobarbo—. En este terreno es imposible hacer el despliegue que tenía previsto, y no puedo rebasar a las fuerzas de Sila para situarme en un terreno más abierto. Nos enfrentaremos a él en Sacriportus, ¿no te parece?

—Lo que tú digas —contestó Ahenobarbo, que sabía perfectamente el efecto que causaría en aquellas tropas bisoñas la orden de dar media vuelta y retirarse, y, sin embargo, optó por callar—. Daré la orden de volver a Sacriportus.

—¡A paso ligero! —exclamó el hijó de Mario, mientras sentía desvanecerse su confianza, al tiempo que aumentaba su pánico.

Ahenobarbo le miró estupefacto, pero tampoco dijo nada. Si el joven quería extenuar al ejército cubriendo tantos kilómetros a la carrera, ¿a qué discutir? De todos modos, no podían vencer.

Y así, las ocho legiones emprendieron el regreso a Sacriportus a paso ligero, y los millares de nuevos reclutas no salían de su estupor ante los gritos de los centuriones que les conminaban a levantar los pies y seguir avanzando. Al joven Mario también se le contagió aquella desesperada premura, y fue cabalgando entre las filas infundiéndoles prisa, sin siquiera pensar en decirles que no era una retirada sino una simple marcha hacia mejor terreno para el combate. La consecuencia fue que tropas y general llegaron al terreno más favorable sin condiciones físicas ni mentales para hacer buen uso de él.

Como todos los de su clase, el joven Mario había aprendido cómo dar una batalla, pero hasta entonces se había contentado con creer que heredaría sin más la perspicacia y habilidad de su padre; pero en Sacriportus, mientras legados y tribunos militares se congregaban a su alrededor para que les diera órdenes, se vio que era incapaz de pensar ni encontrar un ápice de la sagacidad y habilidad de su padre.

—Oh —dijo finalmente—, desplegad las legiones en cuadrados de ocho hombres en fondo, y mantened dos legiones en línea, de reserva.

No eran órdenes adecuadas, pero nadie trató de hacer que las mejorase, y a las tropas sedientas y sin aliento tampoco se las estimuló con una arenga del general; en lugar de dirigirse a sus soldados, el hijo de Mario se situó a caballo en un lado del campo de batalla, cabizbajo, pensando en el dilema que se le planteaba.

Sila, en lo alto de un promontorio entre el Tolerus y el Sacriportus, comprendió el lamentable plan de batalla del joven Mario, lanzó un suspiro, se encogió de hombros y mandó atacar a sus cinco legiones de veteranos al mando de Dolabella y Servilio Vatia. Las dos mejores legiones del antiguo ejército de Escipión Asiageno las dejó en reserva al mando de Lucio Manlio Torcuato, y él permaneció en aquel altozano con un escuadrón de caballería para el servicio de mensajeros de los comandantes y los comunicados de cambio de táctica en caso necesario. Se hallaba a su lado nada menos que Lucio Valerio Flaco, príncipe del Senado y portavoz de la Cámara, que había decidido pasarse a sus filas en pleno invierno, acudiendo al encuentro de Sila en febrero.

Al ver que se acercaba el ejército de Sila, el hijo de Mario recobró la calma, aunque no el optimismo, y asumió en persona el mando del ala izquierda sin tener una idea precisa de lo que hacía ni había de hacer. Los dos ejércitos chocaron a media tarde de aquel breve día, y no había transcurrido una hora cuando los campesinos de Etruria y Umbría que tan entusiastas se habían alistado en el ejército del hijo de Mario, abandonaban el campo de batalla, huyendo en todas direcciones ante los veteranos de Sila, que los deshacían sin piedad y con relativa facilidad. Una de las dos legiones que había mantenido en reserva desertó y se pasó a Servilio Vatia, manteniéndose impasible ante la matanza de sus compañeros a pocos pasos de distancia.

La defección de aquella legión fue lo que acabó por desanimar al joven Mario. Recordando que la imponente fortaleza de la ciudad de Praeneste se hallaba cerca, al este de Sacriportus, hacia ella ordenó la retirada. Teniendo la marcha un objetivo concreto, avanzaron mejor y consiguió evacuar a las tropas de su ala izquierda con bastante orden. Ofella, al mando del ala derecha de Sila, emprendió la persecución con una celeridad y saña que regocijó al propio Sila, que contemplaba las maniobras desde su posición elevada. Estuvo hostigando y acosando al enemigo durante quince kilómetros, aislando a los rezagados, mientras el joven Mario se esforzaba por salvar el mayor número posible de tropas. Cuando por fin las enormes puertas de Praeneste se cerraron a sus espaldas, no le quedaban más que siete mil hombres.

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