—No estoy muerto —dijo, hundido en la almohada, sintiendo que volvían a brotarle las lágrimas—. ¡ No estoy muerto! ¡Pero, por los dioses, que ojalá lo estuviera!
A finales de junio, Sila salió de Clusium con sus cinco legiones y tres de Escipión, y dejó a Pompeyo al mando, decisión que no supuso sorpresa alguna para los otros legados. Pero como Sila era Sila y nadie discutía sus decisiones, Pompeyo quedó al mando.
—Dales una buena —dijo a Pompeyo—. Te aventajan en número, pero están desmoralizados. De todos modos, cuando vean que me he marchado, presentarán batalla. Ojo con Damasipo, que es el más competente. Craso se ocupará de Marco Censorino, y Torcuato que se las vea con Carrinas.
—¿Y Carbón? —preguntó Pompeyo.
—Carbón no es más que un nombre; él deja la estrategia en manos de los legados. Pero no pierdas el tiempo, Pompeyo, que tengo otra misión para ti.
A nadie sorprendió que Sila se llevase al primer legado; ni Vatia ni Dolabela hubieran podido soportar la humillación de recibir órdenes de un muchacho de veintitrés años. Su marcha se produjo a poco de llegar noticias sobre los samnitas, por lo que se dispuso a llegar cuanto antes a la región de Praeneste; había que tomar decisiones antes de que las huestes samnitas pudieran acercarse.
Después de explorar minuciosamente toda aquella región contigua a Roma, Sila supo con certeza lo que había de hacer. La vía Praenestina y la vía Labicana eran impracticables por efecto del muro y el foso de Ofela, pero aún seguían abiertas la vía Latina y la vía Apia, uniendo a Roma con el norte y con Campania respectivamente. Para ganar la guerra era vital apoderarse de todos los accesos a Roma por el sur; Etruria estaba agotada, pero el Samnio y Lucania apenas estaban afectadas por el reclutamiento y los aprovisionamientos.
El campo entre Roma y Campania era muy irregular. En la costa estaba la gran zona de las marismas Pontinas, que atravesaba la vía Apia procedente de Campania, una línea recta infestada de mosquitos que llegaba casi hasta Roma, circundando las laderas de los montes Albanos, que no eran realmente montes, sino unas imponentes montañas surgidas de una erupción volcánica que había roto y alzado la primitiva llanura aluvial del Lacio. El propio monte Albano, centro del antiguo movimiento telúrico, se alzaba entre la vía Apia y la vía Latina, que discurría más al interior. Al sur de los montes Albanos, otra cordillera separaba la vía Apia de la vía Latina, impidiendo la comunicación entre aquellas dos arterias desde Campania hasta cerca de Roma. A efectos militares era siempre preferible transitar por la más interior vía Latina que por la vía Apia, debido a los mosquitos.
Por consiguiente, era mejor que Sila se apostase en la vía Latina, pero en un lugar en el que pudiera, en caso necesario, trasladar rápidamente sus tropas a la vía Apia. Las dos arterias discurrían al pie de los montes Albanos, pero la vía Latina lo hacía por un desfiladero abierto en la estribación este de la cordillera para que el trazado aprovechase el terreno más llano de las alturas hasta el propio monte Albano. En el lugar en que el desfiladero se abría ya hacia el monte Albano, existía una pequeña carretera que giraba hacia el oeste, rodeando el pico, para unirse a la vía Apia muy cerca del lago sagrado y del templo de Nemi.
Allí fue donde se situó Sila, dedicándose a construir inmensos muros de piedra de toba a ambos extremos de la garganta, dejando dentro de las defensas la carretera secundaria que conducía al lago de Nemi y a la vía Apia. Ahora ocupaba el único tramo de la vía Latina en el que se podía cortar el tránsito en una dirección u otra. Concluyó las fortificaciones en muy breve plazo, y apostó una serie de vigias en la vía Apia para asegurarse de que el enemigo no le rebasaba por aquel flanco, ni desde Roma ni desde Campania. Recibía sus aprovisionamientos por la carretera secundaria de la vía Apia.
Cuando las huestes del Samnio, Lucania y Capua llegaron a Sacriportus, ya todos las denominaban el ejército «samnita», a pesar de su diversa composición (incrementada con restos de las legiones dispersadas por Pompeyo y Craso). En Sacriportus, las tropas entraron en la vía Labicana, pero se encontraron con que Ofela se había guarnecido tras una segunda línea de fortificaciones y no había nada que hacer. Reluciente de mil colores en las alturas, Praeneste parecía tan lejano como el jardín de las Hespérides. Después de recorrer todo el muro de Ofela, Poncio Telesino, Marco Lamponio y Tiberio Gutta no pudieron encontrar ningún punto débil. Y una marcha a campo través sin un propósito concreto con setenta mil hombres quedaba descartada. El mando celebró consejo y optó por un cambio de estrategia: la única manera de hacer salir a Ofela era atacar Roma. Y hacia Roma se encaminó el ejército samnita por la vía Latina.
Volvieron a cruzar Sacriportus, y allí tomaron por la vía Latina en dirección a Roma… para tropezar con Sila, protegido por los enormes muros, cortándoles el camino. Les pareció más fácil tomar aquellas posiciones que las de Ofela, y las huestes samnitas atacaron. No tuvieron éxito, pero volvieron al asalto. Y aún insistieron en vano, ante las risotadas de Sila, más fuertes que las de Ofela.
Después, llegaron noticias, buenas y malas a la vez. Los que habían quedado en Clusium habían presentado batalla a Pompeyo. La mala noticia era que habían sido derrotados, pero no parecía importar sabiendo que los supervivientes, unos veinte mil, iban hacia el sur al mando de Censorino, Carrinas y Bruto Damasipo. Carbón había desaparecido, pero la lucha, porfiaba Bruto Damasipo en su carta a Poncio Telesino, proseguía. Si asaltaban las posiciones de Sila por los dos lados al mismo tiempo, caeria. ¡Tenía que caer!
—Menuda tontería —dijo Sila a Pompeyo, a quien había convocado en el desfiladero para sostener una conferencia en cuanto supo su victoria en Clusium —. Ya pueden poner el Pelión encima del Osa, si quieren, que de aquí no me echan. ¡Es un punto de defensa inexpugnable!
—Si tan seguro estás, ¿para qué me necesitas? —preguntó el joven, decepcionado por haber sido llamado para nada.
La campaña en Clusium había sido breve, reñida y decisiva; el enemigo había perdido muchos hombres, y muchos también habían caído prisioneros, y los que habían logrado escapar se distinguían por la valía de los que dirigían la retirada. En las filas de los que se habían rendido no había legados veteranos. La defección del propio Carbón no la había sabido Pompeyo hasta después de la batalla, cuando tribunos, centuriones y soldados del otro bando comentaron con lágrimas en los ojos su fuga nocturna a los hombres de Pompeyo, lamentando la gran traición.
Poco después había llegado la convocatoria de Sila, que Pompeyo había recibido entusiasmado. Le encomendaba acudir con seis legiones y mil jinetes. Se entendía que Varrón fuera también, mientras que Craso y Torcuato debían permanecer en Clusium. Pero ¿qué necesidad tenía Sila de más tropas en un reducto en el que ya no cabían? A los soldados de Pompeyo habían tenido que instalarlos en un campamento a orillas del lago Nemi, cerca de la vía Apia.
—Ah, aquí no te necesito —replicó Sila, apoyándose en el parapeto de una torre de observación, mirando en vano hacia Roma, dado que desde aquella enfermedad contraída en Grecia había perdido mucha vista, aunque le disgustara admitirlo—. ¡Cada vez estoy más cerca, Pompeyo! ¡Cada vez más cerca!
Pompeyo, que no solía ser tímido, era incapaz de hacer la pregunta que le quemaba la lengua: ¿Qué pensaba hacer Sila una vez concluida la guerra? ¿Cómo iba a conservar su autoridad y cómo iba a prevenir las posibles represalias? No podía conservar para siempre su ejército, y en cuanto lo licenciase estaría a merced de quien tuviese el poder y la influencia para exigirle cuentas. Y ése podría ser cualquiera que en aquel momento se decía leal partidario suyo, hombre de Sila hasta la muerte. ¿Quién sabía lo que pensaban hombres como Vatia y Dolabela el viejo? Los dos tenían edad consular, a pesar de que las circunstancias se lo habían impedido. Los enemigos de un gran hombre eran como la Hidra, que por muchas cabezas que se le cortaran, continuamente le crecían otras con fuertes dientes.
—Si no me necesitas aquí, ¿dónde me necesitas, Sila? —inquirió Pompeyo, perplejo.
—Estamos a principios de sextilis —replicó Sila, encaminándose hacia la escalera.
Y nada más dijo hasta que salieron de la torre y se internaron en aquel ordenado caos del reducto: hombres transportando piedras, aceite para arrojarlo hirviendo sobre las pobres cabezas de los que intentasen subir por las escalas, proyectiles para los onagros y catapultas dispuestas en lo alto de las murallas, lanzas, flechas y escudos.
—¿Que estamos a principios de sextilis? —repitió Pompeyo una vez salieron de aquel bullicio y comenzaron a caminar por la carretera que conducía al lago de Nemi.
—¿Ah, sí? —exclamó Sila, como sorprendido, echándose a reír al ver la cara que ponía Pompeyo.
Como notó que esperaba que él también se riera, así lo hizo Pompeyo.
—Pues sí —añadió—, principios de sextilis.
Dominándose a duras penas, Sila se dijo que ya estaba bien de guasa; mejor sería sacar de dudas al impaciente futuro Alejandro.
—Pompeyo, voy a encomendarte una cosa especial —dijo sin más—. Los demás lo sabrán a su debido tiempo. Quiero que tú estés bien lejos antes de que estallen las protestas, porque estallarán sin duda. Mira, lo que quiero que hagas es algo que no debía pedírselo a nadie que no hubiera sido pretor como mínimo.
Pompeyo, cada vez más intrigado, se detuvo, puso la mano en el brazo de Sila y le volvió hacia él para verle cara a cara. Habían llegado a una pintoresca vaguada, en donde el ruido de la actividad en el campamento les llegaba amortiguado por las matas de zarzas y rosales.
—¿Y por qué me has elegido a mí, Lucio Cornelio? —preguntó Pompeyo—. Tienes muchos legados que cumplen ese requisito, como Vatia, Apio Claudio, Dolabela, o bien hombres como Mamerco y Craso, aún más idóneos. ¿Por qué yo?
—Ten paciencia, Pompeyo, te diré por qué. Pero antes voy a explicarte lo que quiero que hagas.
—Te escucho —dijo Pompeyo, con gesto de gran calma.
—Te mandé traer seis legiones y mil soldados de caballería. Un ejército considerable, que vas a trasladar inmediatamente a Sicilia para asegurarme la próxima cosecha. Estamos en sextilis y la siega comenzará en breve. Y en Puteoli está anclada la flota para el transporte del trigo; centenares de naves vacías. ¡Transporte asegurado, Pompeyo! Mañana partirás por la vía Apia hacia Puteoli antes de que zarpe la flota. Irás con mi mandato, dinero suficiente para pagar el alquiler de los barcos y con imperium de propretor. Sitúa tu caballería en Ostia, donde hay una flota más pequeña. Ya he enviado mensajeros a los puertos de Tarracina y Antium para que comuniquen a los propietarios de barcos pequeños que se reúnan en Puteoli si quieren cobrar un viaje que, en circunstancias normales, no cobrarían al ir vacíos. Tendrás naves de sobra, te lo aseguro.
¿No había soñado en cierta ocasión una reunión entre él y un hombre ungido también por los dioses como Lucio Cornelio Sila, viéndose abyectamente frustrado al encontrarse con un sátiro en lugar de un semidiós? ¿Pero qué importaba el aspecto de un hombre cuando le ofrecía a manos llenas la realización de sus sueños? ¡ El viejo borracho lleno de cicatrices, que ya ni podía ver Roma a lo lejos, le estaba ofreciendo dirigir la guerra! Una guerra en la que nadie le daría órdenes, contra un enemigo para él solo… Conteniendo la emoción, alargó su mano pecosa de dedos cortos y algo torcidos, y estrechó la hermosa mano de Sila.
—¡ Lucio Cornelio, es estupendo! ¡Magnífico! ¡ Puedes contar conmigo! ¡Echaré a Perpena Vento de Sicilia y te proporcionaré más trigo del que puedan consumir diez ejércitos!
—Voy a necesitar más trigo del que puedan consumir diez ejércitos —dijo Sila, retirando la mano; a pesar de su juventud e innegable atractivo, no era Pompeyo persona que le atrajese físicamente, y no le gustaba tocar a hombres o mujeres que no le agradasen físicamente—. A finales de año, Roma será mía, y si quiero que Roma se me entregue tengo que asegurarme de que no pasa hambre. Eso quiere decir que me hace falta la cosecha de Sicilia, la de Cerdeña y la de África si es posible. Por tanto, cuando hayas conquistado Sicilia tendrás que trasladarte a la provincia de África y ver lo que puedes hacer. No llegarás a tiempo de apresar a las flotas de Utica y de Hadrumetum, porque me imagino que tendrás que estar en Sicilia muchos meses antes de poder acudir a África; pero África tienes que dejarla tomada antes de regresar a Italia. Me han dicho que Fabio Adriano murió abrasado vivo en el palacio del gobernador de Utica durante una sublevación, pero Cneo Domicio Ahenobarbo, que escapó de Sacriportus, le ha sustituido y conserva toda la provincia para el enemigo. Desde Sicilia occidental hay poca distancia por mar entre Lilibeo y Utica. Tú puedes apoderarte de África; creo que no hay en ti el menor atisbo de fracasado.
Pompeyo temblaba de emoción, y sonrió encantado.
—¡No fracasaré, Lucio Cornelio! ¡Te prometo que jamás te fallaré!
—Te creo, Pompeyo —dijo Sila, sentándose en un tronco y pasándose la lengua por los labios—. Pero ¿qué hacemos aquí? ¡Necesito vino!
—Éste es un buen lugar; nadie nos ve ni nos oye —dijo Pompeyo con voz suave—. Espera, Lucio Cornelio. Yo te traeré vino. Tú quédate aquí sentado.
Como era un lugar a la sombra, Sila aceptó, sonriendo misteriosamente. Hacía un día magnífico.
Pompeyo regresó a la carrera, pero sin acusarlo en el ritmo respiratorio. Sila cogió el odre y bebió de él a chorro con gran habilidad un buen rato hasta que lo dejó en el suelo.
—Ahora me siento mejor. ¿Qué estaba diciendo?
—Lucio Cornelio, a otros podrás engañarles, pero no a mí. Sabes exactamente lo que estabas diciendo —dijo Pompeyo con frialdad, sentándose en la hierba frente al tronco de Sila.
—¡ Muy bien, Pompeyo! ¡ Eres tan excepcional como una perla del tamaño de un huevo de paloma! Y puedo decir que me alegro de que estaré muerto antes de que te conviertas en un quebradero de cabeza para Roma —añadió, volviendo a coger el odre para beber.
—No voy a ser un quebradero de cabeza para Roma —replicó Pompeyo con voz inocente—. Seré el primer hombre de Roma… y no declamando ante esos presuntuosos de mierda del Foro y del Senado.
—Pues ¿cómo, entonces, muchacho, si no es con mucha elocuencia?
—Haciendo lo que tú me has encomendado. Derrotando a los enemigos de Roma en el campo de batalla.