Durante el rato que tardó en encender todas las mechas de un candelabro, Bastia no cesó de mirar a aquel hombre totalmente abatido que no podía moverse del sofá, sin hacer intento alguno de consolarle; sólo le miraba, inmóvil, con ojos muy abiertos. Pero, de pronto, a su mirada afloró el brillo de una decisión y su rostro se endureció. Y dio unas palmadas.
—Decid, domina —dijo el mayordomo desde la puerta, mirando consternado a su lloroso amo.
—Busca al germano y prepara la litera —dijo ella.
—Domina… —arguyó el mayordomo, perplejo.
—¡No te quedes ahí! ¡Haz inmediatamente lo que te digo!
El mayordomo tragó saliva y desapareció.
—¿Qué significa esto? —inquirió Mutilo, enjugándose las lágrimas.
—Quiero que te vayas —replicó ella entre dientes—. ¡No quiero compartir la derrota! ¡Quiero conservar mi casa, mi dinero, mi vida! ¡Así que márchate, Cayo Papio! ¡Vuelve a Aesernia, a Bovianum o a donde tengas casa! ¡A donde sea, menos aquí! No quiero que me arrastre tu desgracia.
—¡No puedo creerlo! —dijo él con voz entrecortada.
—¡Pues créetelo! ¡Fuera!
—¡ Pero, Bastia, estoy paralítico! ¡ Soy esposo tuyo y estoy paralítico! ¿No sientes compasión ni afecto?
—Ni te amo ni te tengo compasión —replicó ella hoscamente—. Han sido tus estúpidas y fútiles conjuras y guerras contra Roma las que te han dejado inútiles las piernas y lo que a mí me servía, las que me han privado de los hijos que podría haber tenido y de todo el placer que hubiera podido compartir contigo. Me he pasado casi siete años viviendo aquí sola mientras tú, en Aesernia, te dedicabas a intrigar y tramar, y cuando te dignas visitarme, llegas oliendo a mierda y orines, y dándome órdenes… ¡Oh, no, Cayo Papio Mutilo, esto se ha acabado! ¡Vete de aquí!
Y como su mente era incapaz de abarcar la magnitud de su desgracia, Mutilo no hizo protesta alguna cuando su criado germano le levantó de la cama y le condujo en brazos a la puerta principal, donde le aguardaba la litera al pie de la escalinata. Bastia los había seguido como una reencarnación de la Gorgona, hermosa y diabólica, con una mirada capaz de convertir en piedra a un hombre. Cerró tan de golpe la puerta que pilló la orla de la capa del germano, y éste dio un traspiés; se echó el peso de su amo sobre el brazo izquierdo y comenzó a tirar de la capa.
Cayo Papio Mutilo llevaba en el cinto un puñal militar, mudo recuerdo de la época en que había sido guerrero samnita. Lo desenvainó, apoyó la cabeza contra la puerta y se cortó el cuello. La sangre salpicó por doquier, manchó la puerta y se escurrió por los escalones, mojando al germano, que profirió horrorizados alaridos que hicieron acudir a gente de un extremo y otro de la calle. Lo último que vio Cayo Papio Mutilo fue a aquella Gorgona, que, al abrir la puerta, recibió el último borbotón de sangre.
—¡Te maldigo, mujer! —fueron las últimas palabras que intentó pronunciar.
Pero ella no le oyó ni se estremeció o inmutó, sino que mantuvo la puerta bien abierta y gritó al lloroso germano:
—¡Éntrale!
Y dentro, con el cadáver de su esposo en tierra, ordenó:
—Córtale la cabeza, que voy a enviársela a Sila como obsequio.
Bastia hizo honor a lo dicho y envió la cabeza de su esposo a Sila, con sus cumplidos. Pero la historia que Sila supo de labios del desgraciado mayordomo obligado a llevársela no era muy halagüeña para Bastia. Entregó la cabeza de su enemigo a los tribunos militares de su estado mayor y dijo imperturbable:
—Matad a la mujer que la ha enviado. Quiero que muera.
Así, las cuentas quedaban casi canceladas. Con excepción de Marco Lamponio de Lucania, todos los enemigos de relieve que se habían opuesto al regreso de Sila a Italia estaban muertos. De haberlo querido, hubiera podido convertirse en rey de Roma sin obstáculo alguno.
Pero él tenía una solución más acorde con el criterio de quien creía en la tradición de un mos maiorum republicano, y con ese ánimo desfiló por el circo Máximo, sin ninguna ambición regia.
Era viejo y estaba enfermo; durante cincuenta y ocho años había batallado con una concatenación de circunstancias y acontecimientos adversos que constantemente le habían privado del placer de la justicia y la recompensa, de su justo papel en la historia de Roma, al que tenía derecho por nacimiento y capacidad. No había tenido otra elección ni ninguna oportunidad para continuar su ascenso legal en el cursus honorum honorablemente. En todas las etapas había habido alguien o algo que le entorpecía el camino, imposibilitando la vía recta y legal. Pues allí estaba, cabalgando en la dirección indebida por el circo Máximo. Un despojo de cincuenta y ocho años, sintiendo en sus entrañas el ardor del triunfo y del fracaso. Amo de Roma. El primer hombre de Roma. Se había vengado. Pero la desilusión de la edad, su físico estragado y la muerte inexorable, convertían su júbilo en amarga tristeza, destruyendo el placer y exacerbando su dolor. Qué tarde, qué amarga, qué tuerta era su victoria…
No pensaba en la Roma que tenía a sus pies con amor e idealismo; el precio había sido demasiado alto. Ni se sentía con ánimos para la tarea que sabía ineludible. Lo que más deseaba era paz, tiempo libre, materializar mil fantasías sexuales, embriagarse sin freno y olvidarse de toda responsabilidad. ¿Por qué no podía desear todo aquello? Por culpa de Roma, por culpa del deber, porque no podía aceptar la idea de abandonar la tarea con tanto como quedaba por hacer. La única razón por la que cabalgaba en dirección contraria por la pista del circo Máximo vacío era por estar convencido de que había una tarea ingente que hacer. Y la tenía que hacer él porque no había nadie capaz.
Decidió convocar reunión conjunta del Senado y el pueblo en el bajo Foro y dirigirse a ellos desde los rostra. ¿No era Escauro quien —no muy injustamente— le había calificado de políticamente negligente? No estaba seguro. Pero sí que tenía suficiente naturaleza de político para no ser del todo sincero, y olvidó indolentemente que había sido él quien clavó la primera cabeza en los rostra: la de Sulpicio, para atemorizar a Cinna.
—Esta horrorosa costumbre que se ha instaurado tan recientemente cuando yo era pretor en una Roma que la desconocía —dijo, volviéndose para señalar con un gesto las cabezas clavadas en las lanzas— no cesará hasta que se hayan restablecido del todo las tradiciones del mos maiorum y nuestra antigua república vuelva a surgir de las cenizas a que ha sido reducida. He oído decir que quiero convertirme en rey de Roma. ¡No, quirites, no lo deseo! ¿Condenarme los años que me queden de vida a constantes intrigas, conjuras, sublevaciones y represalias? ¡No lo deseo! He servido mucho tiempo con gran esfuerzo a Roma, y he tenido la recompensa de pasar mis últimos días libre de cuidados y responsabilidades, ¡libre de Roma! Por ello, una cosa prometo al Senado y al pueblo, que no me proclamaré rey de Roma ni gozaré un solo momento del poder que debo conservar hasta que concluya mi tarea.
Quizá nadie esperase realmente aquel discurso, ni siquiera hombres tan cercanos a él como Vatia y Metelo Pío, pero Sila continuó hablando, y algunos se dieron cuenta de que el vencedor se había sincerado con otra persona, Lucio Valerio Flaco, príncipe del Senado, que estaba a su lado en la tribuna y no ponía cara de sorpresa por nada de lo que Sila iba diciendo.
—Los cónsules han muerto —prosiguió, señalando con la mano las cabezas de Carbón y del hijo de Mario— y los fasces deben volver a los Padres, en los almohadones del templo de Venus Libitina hasta que se elijan nuevos cónsules. Roma debe tener un interrex; en eso la ley es terminante. El portavoz de la cámara, Lucio Valerio Flaco, es el patricio decano del Senado, de su decuria y de su familia —añadió, volviéndose hacia Flaco—. Eres el primer interrex. Te ruego que asumas el cargo y desempeñes todas sus funciones durante los cinco días del interregnum.
—Hasta ahora, todo bien —musitó Hortensio a Catulo—. Ha hecho exactamente lo que debe hacerse: nombrar un interrex.
—Tace! —masculló Catulo, que no acababa de entender bien todo lo que decía Sila.
—Antes de que el portavoz de la cámara tome la palabra en esta reunión —añadió Sila, dando énfasis a sus palabras—, hay un par de cosas que quiero decir. Roma no corre peligro estando a mi cuidado, y nadie vendrá a causarle mal. Volverá la ley justa, regresará la República a sus días de gloria; pero eso son cosas que emanarán de las decisiones de nuestro interrex y no insistiré en ello. Lo que sí quiero decir es que he tenido a mis órdenes hombres muy capaces, y hora es de que se lo agradezca. Comenzaré por los que no están presentes: Cneo Pompeyo, que ha asegurado la cosecha de Sicilia y con ello salvado a Roma del hambre este invierno… Lucio Marco Filipo, que el año pasado aseguró la cosecha de Cerdeña, y este año se enfrentó al enviado contra él, Quinto Antonio Balbo, y le dio muerte en combate. Cerdeña está en nuestro poder… En Asia he dejado hombres excelentes que cuidarán la provincia romana más rica y valiosa: Lucio Licinio Murena, Lucio Licinio Lúculo y Cayo Escribonio Curio… Y aquí, conmigo, están mis más fieles seguidores en momentos difíciles y desesperados: Quinto Cecilio Metelo Pío y su legado Marco Terencio Varrón Lúculo, Publio Servilio Vatia, Cneo Cornelio Dolabela el viejo, Marco Licinio Craso…
—¡Por los dioses que la lista es interminable! —masculló Hortensio, que no gustaba de oír a nadie que no fuese él mismo, y menos aún a una persona de tan torpe retórica como Sila.
—¡Ya ha acabado, ya ha acabado! —dijo Catulo impaciente—. ¡Vamos, Quinto, está convocando al Senado a la Curia y ya no va a decir nada más a estos bobos del Foro! ¡Vámonos ya!
Pero fue Lucio Valerio Flaco, príncipe del Senado, quien se sentó en la silla curul, rodeado del esquelético cuerpo de senadores que habían quedado en Roma y sobrevivido. Sila tomó asiento a la derecha del podio curul, aproximadamente en donde se habría colocado en la primera fila de consulares, ex censores y ex pretores. De todos modos, no se había despojado de la coraza, detalle que hizo ver a los senadores que no abandonaba el control de la ceremonia.
—En las calendas de noviembre —dijo Flaco con su voz jadeante— estuvimos a punto de perder Roma. De no haber sido por el valor y celeridad de Lucio Cornelio Sila, sus legados y su ejército, Roma estaría en manos del Samnio, y habríamos pasado bajo el yugo como hicimos en las horcas Caudinas. Bien, no necesito decir nada más. El Samnio ha sido derrotado, Lucio Cornelio ha vencido y Roma no corre peligro.
—¡Vamos, continúa! —musitó Hortensio—. ¡Por los dioses que cada día está más senil!
Flaco continuó, rebulléndose un poco por no estar sentado cómodamente.
—No obstante, aunque la guerra haya concluido, Roma tiene muchos problemas que la perturban. El Tesoro está vacío, igual que las arcas de los templos; han disminuido los negocios, han mermado los senadores, han muerto los cónsules y sólo queda un pretor de los seis que había a principios del año —hizo una pausa para respirar profundamente y se lanzó enardecido a decir lo que le había ordenado Sila—. De hecho, padres conscriptos, Roma ha cruzado la raya hasta la cual es posible la gobernación normal. Roma debe ser guiada por la mano más capaz. La única mano capaz de poner a nuestra querida Roma en pie. Mi cargo de interrex cumple a los cinco días; me sucederá otro interrex durante otros cinco días, y en ese plazo se convocarán elecciones, pero si no pudiera hacerlo, un tercer interrex tendrá que intentarlo. Y así sucesivamente. Pero esta gobernación incompleta no arreglará las cosas, padres conscriptos. Vivimos una situación de profunda crisis, y yo sólo veo aquí un hombre capaz de hacer lo que se debe. Pero lo que hay que hacer no puede hacerlo como cónsul. Por consiguiente, propongo una solución diferente para someterla a votación del pueblo en sus centurias, por ser el cuerpo elector más tradicional. Pido al pueblo que apruebe en sus centurias una lex rogata nombrando y dando poderes a Lucio Cornelio Sila como dictador de Roma.
Los senadores se rebulleron inquietos, mirándose unos a otros estupefactos.
—El cargo de dictador es antiguo —prosiguió Flaco—, y normalmente se limita a la dirección de una guerra. En tiempos pasados fue tarea del dictador proseguir la guerra cuando los cónsules no podían hacerlo, y hace más de cien años que no se ha dado poder a un dictador. Pero la actual situación de Roma es algo sin precedentes. La guerra ha concluido, y yo os digo, padres conscriptos, que la crisis consiste en que no hay cónsules electos que puedan hacer resurgir a Roma. Los remedios necesarios no serán muy agradables y causarán resentimiento. Al final del año al frente del cargo, a un cónsul se le puede exigir que responda ante el pueblo o la plebe de sus actos, y se le puede acusar de traición. Y si todo se ha vuelto en contra suya, hasta desterrarle y confiscarle las propiedades. Sabiéndose de antemano vulnerable a tal riesgo, no hay hombre que pueda desarrollar la decisión y la fuerza que Roma requiere en estos momentos. Mientras que un dictador no teme un castigo del pueblo, pues la naturaleza de su cargo le hace inmune a cualquier represalia. Sus actos como dictador se sancionan para siempre, y no se le puede aplicar la ley. Alentado por saberse inmune y exento del veto por parte de algún tribuno de la plebe y de la condena de cualquier asamblea, el dictador puede servirse totalmente de sus poderes y propósitos para enderezar las cosas. Para poner en pie a nuestra querida Roma.
—¡Suena muy bonito, príncipe del Senado —dijo Hortensio en voz alta—, pero los ciento veinte años transcurridos desde que el último dictador asumió el cargo te han estropeado la memoria! El dictador lo propone el Senado, pero deben nombrarlo los cónsules. Y cónsules no tenemos. Los fasces se han enviado al templo de Venus Libitina. No se puede nombrar un dictador.
Flaco lanzó un suspiro.
—No me has escuchado bien, Quinto Hortensio, ¿verdad? He dicho cómo puede hacerse: mediante una lex rogata aprobada por las centurias. Cuando no hay cónsules para aplicar la ley, los sustituye el pueblo reunido en centurias. En realidad, el único poder ejecutivo, el interrex, debe delegar en ellos la ejecución de su única función, que es organizar y celebrar las elecciones curules. El pueblo en centurias no hace la ley, sino las centurias.
—De acuerdo, no digo que no —asintió lacónico Hortensio—. Continúa, príncipe del Senado.
—Tengo la intención de convocar la asamblea centuriada mañana al amanecer. Les pediré que den una ley nombrando dictador a Lucio Cornelio Sila. Realmente, es una ley que no requiere gran complicación; cuanto más sencilla mejor. Una vez que el dictador esté nombrado legalmente por las centurias, las demás leyes las dictará él. Lo que pediré a las centurias es que nombren y den poderes a Lucio Cornelio Sila como dictador para todo el tiempo que su cargo lo requiera, que sancionen sus anteriores actos de cónsul y procónsul, que deroguen en su persona todo castigo oficial en forma de degradación y destierro, que garanticen la inmunidad en todos sus actos como dictador para siempre, que protejan sus actos como dictador del veto tribunicio y del rechazo o anulación por parte de la asamblea, del Senado y del pueblo en cualquier forma que fuere o por medio de cualquier tipo de magistrado, y del recurso ante cualquier clase de asamblea o cuerpo de magistrados.