—¡Eso es mejor que ser rey de Roma! —gritó Lépido.
—No, es distinto —replicó imperturbable Flaco, que se había dedicado a imbuirse bien del espíritu de lo que Sila quería, y ahora ya había tomado impulso—. Un dictador no tiene que dar cuenta de sus actos, pero no gobierna solo. Cuenta con la ayuda del Senado y de todos los comicios como cuerpos asesores, es el mestre ecuestre y dispone de cuantos magistrados él mismo elija. Es costumbre, por ejemplo, que los cónsules se subordinen al dictador.
—El dictador está sólo seis meses en el cargo —replicó Lépido en voz alta—. Si mi oído no se ha deteriorado de pronto, lo que tú te propones pedir a las centurias es que nombren un dictador sin límite de tiempo en el cargo. ¡ No es constitucional, príncipe del Senado! No estoy en contra de que se nombre dictador a Lucio Cornelio Sila, pero me opongo a que permanezca en el cargo un instante más del término debido de seis meses.
—En seis meses no habré podido hacer nada —terció Sila sin levantarse de la silla—. Créeme, Lépido, no quiero el maldito cargo ni un solo día, y menos para toda la vida. Cuando considere que he culminado la tarea, lo dejaré. Pero en seis meses es imposible hacerla.
—¿Por qué? —inquirió Lépido.
—Por un sencillo motivo —replicó Sila—. La situación financiera de Roma es un caos. Para restablecerla debidamente se necesitará un año, quizá dos. Hay veintisiete legiones por licenciar, buscarles parcelas y pagarlas. Hay que hacer que los que apoyaron los regímenes ilegales de Mario, Cinna y Carbón no escapen al castigo. Las leyes de Roma están anticuadas, sobre todo en relación con los tribunales y los gobernadores de provincias. Sus servidores civiles están desorganizados e incurren en letargo y codicia. Se han robado tantos tesoros, dinero y lingotes de los templos, que nuestro Erario cuenta aún con doscientos ochenta talentos de oro y ciento veinte de plata, a pesar de los despilfarros de este año. El templo de Júpiter Optimus Maximus es una pavesa —añadió, lanzando un fuerte suspiro—. ¿Continúo, Lépido?
—De acuerdo, convengo en que tu tarea puede durar más de seis meses. Pero ¿qué te impediría irte nombrando cada seis meses mientras dure esa tarea? —preguntó Lépido.
El gesto de desdén de Sila fue superlativamente desagradable por estar desdentado y a pesar de la ausencia de los fieros caninos.
—¡Sí, claro, Lépido! —exclamó—. ¿Te crees que no lo veo? Tres de cada seis meses me los tendría que pasar contentando a las centurias. ¡ Rogando, dando explicaciones, excusándome, pintándolo todo de rosa, acariciando la bolsa de todos los caballeros comerciantes y convirtiéndome en la puta más vieja y detestable del mundo! —añadió, poniéndose en pie con los puños cerrados y agitándolos hacia Marco Emilio Lépido con más odio en el rostro del que había visto nadie desde que había salido de Roma para emprender la guerra contra Mitrídates—. Pues no, comodón Lépido, casado con la hija de un traidor que intentó proclamarse rey de Roma, ¡lo haré a mi manera o no lo haré! ¿Me oís, miserable conjunto de tontos y cobardes hipócritas que se quedan en casa? ¡Queréis que Roma se recupere, pero reclamáis el derecho inmerecido de hacer de la vida del que va a acometer la tarea lo más angustioso, penoso y servil posible! Bien, padres conscriptos, decidíos ahora mismo, porque Lucio Cornelio Sila ha vuelto a Roma y si se lo propusiera podría sacudirla en sus cimientos hasta convertirla en ruinas. ¡Tengo en el campo del Lacio un ejército que hubiera podido hacer entrar en la ciudad para echarlo sobre vuestros despreciables pellejos como lobos sobre corderos! No lo he hecho. He actuado conforme a vuestros intereses desde que llegué al Senado, y sigo haciéndolo. Pacíficamente; por las buenas. Pero estáis poniendo a prueba mi paciencia, os lo advierto con toda amabilidad. Seré dictador cuanto tiempo sea necesario. ¿Está claro? ¿Lo está, Lépido?
Se hizo un religioso silencio durante unos instantes. Hasta Vatia y Metelo Pío permanecían sentados pálidos y temblorosos, mirando pasmados a aquel monstruo que enseñaba unas garras capaces de desgarrar la luna. Ah, ¿cómo habrían podido olvidar quién era en realidad Sila?
También Lépido le miraba demudado y tembloroso, pero lo que a él le daba pavor no era el monstruo que anidaba en Sila, sino el pensar en su amada Apuleya, su dilecta esposa de muchos años y madre de sus hijos e hija de Saturnino, quien, efectivamente, había intentado ser rey de Roma. ¿Por qué habría hecho Sila referencia a ella en medio de aquella horrible explosión de ira? ¿Qué se propondría hacer cuando fuese dictador?
Harta de guerras civiles, de crisis económica y del exceso de legiones que hollaban la península de arriba abajo, la Asamblea centuriada votó una ley nombrando dictador a Lucio Cornelio Sila por un período de tiempo indeterminado. Expuesta en el contio el día seis de noviembre, la lex Valeria dictator legibus scribundis et rei publicae constituendae se aprobó el día veintitrés de ese mismo mes. No especificaba el tiempo del cargo y concedía virtualmente poderes ilimitados a Sila, sin que tuviera que responder de ninguno de sus actos. Sila podía legislar lo que le viniera en gana.
Muchos en Roma esperaban de él una actividad febril nada más publicarse su nombramiento de dictador, pero no hizo nada hasta que el cargo fue ratificado tres nundinae más tarde de acuerdo con la lex Caecilia Didia.
Tras tomar por residencia la casa que había pertenecido a Cneo Domicio Ahenobarbo (exiliado en África), Sila no hizo otra cosa que pasear constantemente por la ciudad. Su casa había quedado totalmente destruida por el fuego cuando Cayo Mario y Cinna tomaron Roma; caminó por el Germalus del Palatino para ver las ruinas, hurgó displicentemente entre ellas y miró por encima del circo Máximo hacia los plácidos relieves del Aventino. A cualquier hora del día, desde el amanecer hasta que anochecía, se le veía solo en el Foro, mirando el Capitolio, la estatua gigantesca de Cayo Mario junto a los rostra o alguna otra de las numerosas estatuas de Mario, la sede del Senado o el templo de Saturno.
Paseaba por la orilla del Tíber desde el inmenso mercado de los Emilios en el puerto de Roma hasta el Trigarium, donde nadaban los jóvenes. Caminaba desde el Foro hasta cada una de las dieciséis puertas de Roma, y recorría las calles de arriba abajo.
En ningún momento mostró temor alguno por su vida ni requirió a ningún amigo para que le acompañase, y menos aún se le ocurrió ir con un guardaespaldas. A veces vestía la toga, pero casi siempre iba envuelto en una enorme capa más cómoda, porque el invierno se anticipaba y prometía ser tan crudo como el anterior. Algún día esplendoroso y de calor excepcional salía con la simple túnica, dejando ver lo demacrado que estaba a pesar de que había sido un hombre de buena constitución y estatura mediana, como bien recordaba la gente; pero se había encogido, estaba encorvado y andaba como un octogenario. Siempre llevaba aquella ridícula peluca, y como ya estaba curado de la erupción del rostro, volvía a pintarse con stibium las canosas cejas y pestañas.
Una vez concluido el intervalo de mercado para la ratificación del nombramiento de dictador, los que habían sido testigos de su espantosa furia en el Senado, y no habían sido objeto de ella, como Lépido, comenzaron a sentirse lo bastante tranquilos como para comentar los paseos de aquel viejo con cierto desdén. La memoria es olvidadiza.
—¡Es un travestí! —dijo Hortensio a Catulo, con un bufido.
—Le matarán —añadió Catulo displicente.
Hortensio profirió una risita.
—O caerá abatido por un ataque de apoplejía. ¿Sabes que no entiendo por qué le tenía tanto miedo? —añadió, asiendo el brazo togado de su cuñado y zarandeándole—. Está aquí, pero es como si no estuviera. ¡Es curioso; al final, Roma se ha quedado sin su esforzado restaurador! Está acabado, Quinto, senil.
Era una opinión que se difundía entre todas las clases conforme transcurrían los días y aquella frágil figura recorría la ciudad con la peluca torcida y su grotesco maquillaje de stibium. ¿No se ponía polvos para disimular las cicatrices? Y hablaba solo, meneando la cabeza; y a veces gritaba al aire. Chocheaba.
Había constituido un acto de gran valor en hombre tan presumido exponer a la vista de todos la ruina de la edad; sólo Sila sabía lo que era el sufrimiento por el estado al que le había reducido la enfermedad, sólo él sabía cuánto anhelaba volver a ser el hombre magnífico de la época en que marchó a combatir a Mitrídates. Pero se había dicho a si mismo, mirándose en el espejo, que cuanto antes tuviera el valor de mostrarse a los romanos tal cual era, antes podría olvidar lo que el espejo le había delatado. Y así fue. Sobre todo porque sus paseos no carecían de propósito ni eran muestra de chochez. Sila paseaba para conocer el estado de Roma, sus necesidades y lo que había que hacer. Y cuanto más caminaba más se enfurecía y más se apasionaba, porque en sus manos tenía la posibilidad de transformar aquella ciudad dilapidada y descuidada, devolviéndole su antigua belleza.
Esperaba además la llegada de algunas personas que le importaban, aunque no porque sintiera afecto por ellas, ni porque las necesitara: su esposa, sus mellizos, su hija mayor, sus nietos y… Tolomeo Alejandro, heredero del trono de Egipto. Habían aguardado pacientemente al cuidado de Crisógono, primero en Grecia y después en Brundisium; pero a finales de diciembre llegarían a Roma. Dalmática tendría que vivir de momento en la casa de Ahenobarbo, pero la residencia de Sila ya había comenzado a reconstruirse. Filipo —muy bronceado y lleno de entusiasmo— acababa de llegar de Cerdeña, convocado oficiosamente por el Senado, y había intimado a la medrosa Cámara a aprobar unos fondos públicos inexistentes para que el Estado devolviese a Sila lo que le había sido arrebatado. ¡Gracias, Filipo!
El veintitrés de noviembre se ratificó oficialmente la dictadura de Sila con la correspondiente ley. Y aquel mismo día, los romanos, al despertarse, vieron que habían desaparecido todas las estatuas de Mario del Foro Romano, del Boarium, del Holitorium, de los distintos cruces y plazas, así como de los solares. También faltaban los trofeos colgados en el templo que había erigido en el Capitolio al Honor y la Virtud, que, aunque afectado por el fuego, aún alojaba en sus salas armaduras, banderas, estandartes enemigos y las condecoraciones del prohombre, las corazas que había usado en África, en Aquae Sextiae, en Vercellae y en Alba Fucentia. También habían desaparecido las estatuas de otros personajes: Cinna, Carbón, el anciano Bruto, Norbano, Escipión Asiageno; pero, quizá porque eran mucho menos numerosas, no se notó tanto su ausencia como las de Cayo Mario, que dejaban un enorme vacío, numerosos pedestales con su nombre borrado y estípites con los genitales destrozados.
Y simultáneamente aumentaban los rumores sobre otras desapariciones más graves: también se notaba la ausencia de personas. Hombres que habían sido decididos partidarios de Mario, de Cinna, de Carbón o de los tres; caballeros en su mayoría, con boyantes negocios durante una época en que éstos eran difíciles; caballeros que habían obtenido lucrativas contratas estatales, habían prestado dinero a los tres o se habían enriquecido de diversos modos haciéndose partidarios de Mario, Cinna y Carbón. Ningún senador se había esfumado de repente, pero de pronto eran tantos los que faltaban que el hecho llamaba la atención. Y ya fuese por generalizarse este convencimiento, ya como consecuencia de él, la gente comenzaba a decir que había desapariciones, que unos diez o quince individuos fornidos llamaban a la puerta de un caballero, entraban y pocos momentos después salían con el dueño para llevárselo a los dioses sabían dónde.
Roma se rebullía inquieta y comenzaba a considerar los paseos de su apergaminado dictador como algo más que inocentes pasatiempos; lo que había sido una cosa divertida dentro de lo lamentable, tomaba ahora un cariz más siniestro, y las inocuas excentricidades de antes se convertían en actos con un propósito que apuntaba a los terribles planes del mañana. ¡Nunca hablaba con nadie! ¡Hablaba solo! ¡Había gritado un par de veces! ¿Qué es lo que hacía en realidad? ¿Por qué lo hacía?
A la par de esta inquietud creciente, las extrañas actividades de aquellas pandillas de aspecto inocuo que llamaban a las puertas de los caballeros se fueron haciendo más abiertas. Ahora se los veía aquí y allá tomando notas, o siguiendo como sombras a un influyente banquero de Carbón o a un acomodado agente de negocios de Mario. Los desaparecidos eran cada vez más. Por fin, cuando llamaron a la puerta de un senador pedarius que siempre había votado a Mario, Cinna o Carbón, dijeron que no estaba; y cuando salió a la calle se abatió sobre él una lluvia de brazos, y una espada le cortó la cabeza, que cayó al suelo con un ruido hueco. El cadáver quedó allí, desangrándose en el arroyo, pero la cabeza desapareció.
Todos comenzaron a encontrar motivo para pasarse por los rostra a contar las cabezas: Carbón, el hijo de Mario, Carrinas, Censorino, Escipión Asiageno, el anciano Bruto, Mario Gratidiano, Poncio Telesino, Bruto Damasipo, Tiberio Gutta de Capua, Sorano, Mutilo… ¡ No había más! No estaba la del senador pedario, ni ninguna de los desaparecidos. Y Sila continuaba paseando con su ridícula peluca torcida y las cejas y pestañas pintadas; pero, mientras que antes la gente se paraba a mirarle sonriente —de pura compasión—, ahora sentía un miedo cerval y tomaban en dirección opuesta o echaban a correr. A donde iba no encontraba a nadie, nadie le miraba, nadie le sonreía ni por compasión; nadie se le acercaba ni le importunaba. Iba sembrando el espanto como los fantasmas que salían del mundus en los dies religiosi.
Nunca había habido en Roma un personaje público tan envuelto en misterio y tan imprevisible. Su comportamiento no era normal. Habría debido subir a la tribuna de los rostra en el Foro para explicar con elegante oratoria sus planes o abrumar con su dialéctica al Senado mediante discursos de intenciones, sartas de quejas y frases floridas. Hablar a alguien, al menos, si no a todos. Los romanos no estaban acostumbrados a guardar silencio; les gustaba discutir las cosas y no atenerse a rumores. Pero Sila no soltaba prenda y se limitaba a continuar aquellos paseos solitarios, ¡Y, sin embargo, todo dependía de él! Aquel hombre mudo y nada comunicativo era el amo de Roma.
En las calendas de diciembre Sila convocó al Senado. Era la primera reunión después de aquella en que Flaco había tomado la palabra. Los senadores se apresuraron a acudir a la Curia Hostilia. Más helados que el propio ambiente, los corazones palpitaban con fuerza, y los miembros de la Cámara contenían la respiración, abrían exageradamente los ojos y se oían retortijones de tripas, mientras aguardaban en sus asientos encogidos como gaviotas después de una galerna, evitando mirar el techado de la cámara por temor a que, al igual que a Saturnino y sus partidarios, les cayera de pronto una lluvia de tejas.