—No habremos acabado los enterramientos antes de la nundinae —dijo el primer legado con toda naturalidad.
—¿Cuántos muertos hay, Afranio? —inquirió el general con igual tono.
—Diez mil infantes y setecientos jinetes.
—¿Y heridos?
—Cinco mil bastante graves y casi todos los demás con contusiones o rasguños. Los supervivientes de caballería están bien, pero sin montura. Sertorio mató los caballos.
—Lo cual quiere decir que me quedan cuatro legiones de infantería, y una de ellas de hombres gravemente heridos… y ochocientos jinetes sin caballos.
—Sí.
—Me ha sacudido como a un perro.
Afranio no dijo nada y se limitó a mirar el cuero de la tienda con cara inexpresiva.
—Es primo de Cayo Mario, ¿verdad?
—Exacto.
—Imagino que eso lo explica.
—Supongo que sí.
No dijeron nada más durante un buen rato, y fue Pompeyo quien rompió el silencio.
—¿Cómo puedo explicar esto al Senado? —dijo en un susurro casi lastimero.
Afranio dejó de mirar el cuero de la tienda y fijó la vista en el rostro de su comandante, que parecía el de un anciano de cien años. Tenía el corazón en un puño, pues sentía sincero afecto por Pompeyo, como amigo y como jefe; pero aparte de la natural aflicción por el amigo y el jefe, lo que más le alarmaba era la convicción de que si no se daba ánimos a Pompeyo para que recuperase su confianza y arrogancia natural, sería un hombre acabado. Aquel viejo de rostro grisáceo era un desconocido para Afranio.
Y optó por decir:
—Yo en tu caso echaría la culpa a Metelo Pío. Di que se negó a ·acudir desde su provincia con refuerzos. Y además, yo triplicaría el número de soldados de Sertorio.
—¡No, Afranio! —exclamó Pompeyo, horrorizado—. ¡Eso no puedo hacerlo!
—¿Por qué? —replicó Afranio, sorprendido ante un Pompeyo que sentía escrúpulos morales, desconocidos para él.
—Porque —contestó Pompeyo con voz pausada— voy a reunirme con Metelo Pío si quiero salvar mi misión en Hispania. He perdido casi un tercio de mi tropa y no puedo pedirle al Senado más hasta que pueda presentar al menos una victoria. Y además es posible que algún habitante de Lauro pueda llegar a Roma y cuando relate los hechos le creerán. Además, aunque no soy sabio, creo que la verdad se esfuma transcurrido el peor momento.
—¡Ah, comprendo! —exclamó Afranio, notablemente tranquilizado. Pompeyo no experimentaba escrúpulos morales ni éticos, simplemente veía las cosas tal como eran—. Pues ya sabes lo que tienes que explicar al Senado —añadió.
—¡Sí, sí que lo sé! —exclamó Pompeyo, picado—. ¡Lo que no sé es cómo explicarlo! ¡Con qué palabras! Varrón no está aquí, y no hay nadie más que tenga arte con las palabras.
—Yo creo —dijo Afranio con delicadeza— que tus propias palabras serán adecuadas para una noticia como ésta. Los senadores amantes de la literatura se imaginarán que has elegido un estilo sencillo para una noticia sencilla; ellos razonan así. Y los demás no entienden de literatura y no les parecerán mal tus palabras.
Aquel espléndido análisis pleno de lógica y pragmatismo animó mucho a Pompeyo, al menos superficialmente. Sus capas más profundas y más cruelmente laceradas, formadas por orgullo, dignitas, seguridad y complejísimas imágenes del ego, tardarían en sanar, algunas quedarían malparadas y otras no curarían jamás.
Así, Pompeyo se sentó a redactar su informe al Senado, en medio del hedor a carne podrida, y no omitió ni la temeridad de haber enviado heraldos a las murallas de Lauro ni la táctica errónea de la batalla. Luego envió el borrador, escrito con numerosas tachaduras y correcciones en la cera, a que su secretario lo copiase con buena letra y sin faltas de ortografía ni gramaticales en tinta y sobre papel, aunque no había concluido la misiva. Lo de Lauro no había acabado.
Transcurrieron dieciséis días. Sertorio proseguía el asedio de Lauro, mientras Pompeyo no se movía del campamento. Que aquella pasividad no podía continuar Pompeyo Lo sabía de sobra; se estaba quedando sin provisiones, y mulas y caballos adelgazaban a ojos vistas. Pero no podía retroceder ni dejar que Sertorio hiciera lo que quisiera y continuase sitiando a Lauro. No le quedaba otro remedio que reponer provisiones. Amenazados bajo tortura, sus vigías le informaron que en los campos del norte no había patrullas de Sertorio, y él ordenó salir a una fuerte expedición de caballería en dirección de Saguntum.
No habrían transcurrido dos horas cuando llegó a galope tendido un mensajero pidiendo ayuda: les rodeaban las fuerzas de Sertorio y les iban capturando uno a uno. Pompeyo envió una legión en su auxilio y pasó las siguientes horas paseando arriba y abajo por las defensas del campamento, mirando angustiosamente hacia el norte.
Los heraldos de Sertorio le dieron la respuesta al atardecer:
—¡Márchate, muchachito! ¡Vuélvete a Piceno! ¡Ahora estás luchando contra hombres de verdad! ¡Eres un aficionado! ¿Qué te parece esto de enfrentarte a un profesional? ¿Quieres saber dónde está la expedición de aprovisionamiento? ¡Muerta, muchachito, muerta! ¡No queda ni uno! ¡Pero esta vez no te preocupes por los entierros! ¡Lo hará Quinto Sertorio gratis! ¡Tiene sus armas y las corazas a cuenta de ello! ¡Márchate, muchachito! ¡Vete a casa!
Aquello era una pesadilla. No podía ser. ¿De dónde habían salido las tropas de Sertorio si los que habían combatido, caballería incluida, no se habían movido del sitio de Lauro?
—No eran los legionarios ni la caballería romana, Cneo Pompeyo —dijo el jefe de los exploradores, temblando de pavor—, sino las guerrillas. Salen de no se sabe dónde, tienden emboscadas, matan a todos y desaparecen.
Completamente decepcionado por los exploradores hispanos, Pompeyo los mandó ejecutar y juró que en el futuro emplearía sus propios exploradores de Piceno; mejor valerse de hombres en quienes confiaba aunque no conocieran el país que de unos en quienes no podía confiar aunque conociesen el terreno. Fue la primera enseñanza bélica en Hispania para Pompeyo, y no sería la última. ¡Él no se marchaba a Piceno! ¡Iba a quedarse en Hispania y a vérselas con Sertorio aunque muriera en el empeño! Sería fuego contra fuego, piedra contra piedra, hielo contra hielo; por muchos tropezones que diera, por muchas veces que aquel extraordinario demonio antirromano le atenazara con sus tácticas, él no pensaba ceder. Había perdido dieciséis mil soldados y casi la mitad de la caballería, pero no pensaba ceder aunque perdiese hasta el último hombre y el último caballo.
El Cneo Pompeyo Magnus que se retiraba despacio desde Lauro a finales de sextilis, con el eco en sus oídos de los gritos de la ciudad a punto de caer, era un hombre muy distinto al que había avanzado alegremente hacia el sur en primavera, engreído, confiado y con tanta imprudencia. El nuevo Cneo Pompeyo Magnus era capaz incluso de escuchar con un gesto de interés los gritos estentóreos de los heraldos de Sertorio que seguían sus pasos y explicaban a sus soldados el penoso destino que aguardaba a las mujeres de Lauro cuando llegaran a manos de sus nuevos poseedores en el occidente de Lusitania. Fueron los únicos hombres de Sertorio que les siguieron hasta después de Saguntum, Sebelaci, Intibií y más allá del Iberus. En menos de treinta días, Pompeyo condujo a sus exhaustas y hambrientas tropas al campamento de invierno en Emporiae, y aquel año no volvió a arriesgarse. Y más después de saber que Metelo Pío había ganado la única batalla que le habían presentado, y brillantemente.
Fue después de recibir a Balbus en mayo y leer la carta de Memmio cuando Metelo Pío comenzó a pensar en cómo liberar a Memmio de su cárcel de Cartago Nova. También había cambiado el hombre al que Sertorio llamaba peyorativamente la vieja; los cambios los había provocado el varapalo a su honor por parte del Senado al conceder igual imperium al joven Carnicero. Quizá sólo una ofensa de tal magnitud hubiera podido desprender suficientes capas de la coraza defensiva del Meneítos, dejando asomar el metal, pues él había sufrido la maldición —o la bendición— de un padre autócrata de gran valor, increíble altanería y una tozudez que en ocasiones había sido llana y simple imbecilidad. Metelo el Numidico había sido burlado por Cayo Mario en la guerra contra Yugurta, y burlado otras muchas veces —o al menos eso pensaba él— por aquel hombre nuevo. Y a su vez, había burlado a su hijo para que con su simple fama de devoción filial hiciese lo imposible porque el padre, por quien sentía una pía admiración, pudiese regresar del destierro que le había impuesto Cayo Mario. Y cuando el hijo habría debido congratularse por contar con la alta estima de Sila, aparecía aquel Pompeyo de veintidós años con un ejército mayor y mejor.
Su puntilloso miramiento por lo que debía ser la actitud propia de un noble romano impedía a Metelo Pío la satisfacción del recurso a ridiculizar a aquel Pompeyo con alguna maniobra turbia. Y así, inconscientemente, un nuevo y mejor general surgía de la vieja piel del tartamudo patricio. Hacer que Pompeyo quedase empequeñecido ganando él más batallas era un recurso irreprochable, una venganza adecuada, pues era el resultado de lo que era capaz de hacer un noble romano cuando a ello le obligaba un advenedizo de Piceno. ¡O de Arpino!
Como él había aprendido la lección muy al principio, ya tenía elegidos los exploradores entre sus propios legionarios, y a ellos había añadido aquellos dos fenicios que temían a los bárbaros hispanos más que a los romanos. Así fue como Metelo Pío se enteró de por dónde rondaban Lucio Hirtuleyo y su hermano poco después de que se situaran con el ejército hispano en las cercanías de Laminium, en la parte baja de la Hispania central. Con una de sus nuevas sonrisas aviesas, el Meneítos se arrellanó en la silla y repasó detalladamente su estrategia antes de dirigir mentalmente un gesto obsceno hacia Laminium y decirse que no iba a ser tan tonto como para aventurarse más allá del nacimiento del Anas o el Betis. ¡Hirtuleyo podía pudrirse esperando!
Él se había instalado cómodamente cerca de la desembocadura del Anas, pensando que era preferible mostrar a los lusitanos lo bien preparado que estaba para hacerles frente en vez de ocupar una posición más cómoda a orillas del Betis, ciento sesenta kilómetros al este. Pero si lo hizo en junio, después de comprobar que las defensas de su provincia estaban bien guarnecidas para resistir la avalancha de lusitanos sin su presencia en el Anas y con las solas fuerzas de dos de sus seis legiones.
Ahora, la vieja de la Ulterior sabía perfectamente quiénes eran los informadores de Sertorio, y procedió a poner en práctica su nueva política de espionaje, transmitiéndoles de la manera más inocente del mundo la noticia de que iba a abandonar la posición en el curso bajo del Anas, no para remontar su curso o el del Betis y caer en brazos de Lucio Hirtuleyo en Laminium, sino para auxiliar a Cayo Memmio en Cartago Nova. Cruzaría el Betis (le decían los informadores a Hirtuleyo pocos días después) desde Itálica a Hispalis y luego seguiría curso arriba del Singilis hasta el macizo del Solorus, lo cruzaría por el lado noroeste en Acci, llegaría hasta Basti y desde allí, por el Campus Spartarius, hasta Eliócroca.
En realidad, era la ruta que habría tomado Metelo Pío, pero lo que le interesaba era que Hirtuleyo creyese que era la que emprendía, porque el Meneítos sabía muy bien que Herenio, Perpena y el propio Sertorio estaban más que ocupados dando una buena lección a Pompeyo, y que Sertorio confiaba plenamente en la maestría de Hirtuleyo y su ejército hispano para mantenerle a él clavado en su provincia. Pero Cartago Nova estaba, además de lejos de su provincia, en una región que podía permitir una marcha hacia el norte para auxiliar a Pompeyo en Lauro, y las cinco legiones del Meneítos podrían inclinar favorablemente el equilibrio de fuerzas de parte de Pompeyo. Por consiguiente, había que frustrar aquella marcha de Metelo Pío.
Lo que Metelo Pío esperaba era que Hirtuleyo decidiese abandonar Laminium y descender por el terreno fácil entre el Anas y el Betis, y, alejado del terreno accidentado en que cualquier general de Sertorio vencía fácilmente, sería más fácil su derrota; los generales de Sertorio no confiaban en los pueblos de la provincia Ulterior al este del Betis, y por eso Sertorio no había intentado invadirla. Así, cuando Hirtuleyo tuviese conocimiento de la proyectada marcha de Metelo Pío, tendría que intentar cerrarle el paso para que no pudiese cruzar el Betis y llegar a terreno seguro. Naturalmente, el curso más prudente que podía seguir Hirtuleyo habría sido marchar en dirección al norte de la Hispania Ulterior, y aguardar a Metelo Pío para interceptarle en el Campus Spartarius, que era una región amiga de Sertorio, pero Hirtuleyo no iba a ser tan ingenuo de efectuar aquel movimiento lógico; si dejaba la Hispania central y se alejaba tanto, lo único que tendría que hacer el Meneítos era retroceder e irrumpir por el paso de Laminium, y luego seguir por la ruta más rápida para acudir en auxilio de Pompeyo en Lauro.
Hirtuleyo sólo podía hacer una cosa: avanzar por el terreno fácil entre el Anas y el Betis, y detener a Metelo Pío antes de que cruzase el Betis. Pero Metelo Pío avanzó mucho más de prisa de lo que Hirtuleyo pensaba, y ya estaba cerca de Itálica y el Betis cuando Hirtuleyo con su ejército hispano se hallaba aún a una buena jornada de marcha; y tuvo que apresurarse para que la presa no se le escapara.
Era el mes de quintilis y el sur de Hispania conocía los primeros calores del verano; el sol caía implacable desde detrás de las montañas del Solorus hiriendo a las tierras aún no recuperadas de la solana de la víspera, y apenas aliviadas por la humedad nocturna. Con extraordinaria solicitud para con sus tropas, Metelo Pío las instaló en tiendas grandes y aireadas, e instó a los soldados a que llevasen paños mojados en manantiales y fuentes pegados a la nuca y a la frente, asegurándose de que bebiesen suficiente agua, y además les proveyó de un nuevo adminículo para entrar en combate: un pellejo de agua atado a la cintura.
Aun cuando el implacable sol hacía brillar el bosque de lanzas del ejército de Hirtuleyo que se aproximaba a toda marcha desde el norte, Metelo Pío mantuvo a sus hombres a la sombra de las tiendas y se aseguró de que no faltasen tinas de agua para seguir humedeciendo los paños. Y sólo se puso en movimiento en el último momento, con la tropa fresca y dispuesta, que comentaba animosa, conforme iban tomando posiciones, lo estupendo que iba ser echar un trago de agua en pleno combate.
El ejército hispano había cubierto una pesada marcha de dieciséis kilómetros bajo el sol, y, aunque iba bien provisto de asnos para reparto de agua, no tenía tiempo de detenerse y beber antes de entablar combate. Con sus tropas debilitadas, Hirtuleyo no tenía posibilidades de vencer. En un momento determinado él y Metelo Pío lucharon entre sí —pura casualidad en cualquier combate desde la época de Homero—, y, aunque Hirtuleyo era más joven y fuerte, su adversario, mejor hidratado y más fresco, le venció. Lucharon separados del resto antes de que hubiera concluido el combate, pero Hirtuleyo acabó con una herida en el muslo, y la gloria fue para Metelo Pío. La batalla no duró ni una hora; el ejército hispano huyó hacia el oeste en desbandada, dejando muchos muertos y hombres exhaustos sobre el terreno, viéndose obligado Hirtuleyo a cruzar el Anas y pasar a Lusitania, donde por fin pudo detener a sus hombres.