Favoritos de la fortuna (43 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—Has cometido mil errores huyendo, César —dijo con voz bastante amistosa.

—No hace falta que me lo digas. Bien lo sé.

—Eres demasiado guapo para esfumarte de esa manera, y tienes una inclinación personal por lo espectacular: el germano, el caballo, tu bonita cara, tu arrogancia… —añadió Sila, levantando uno a uno los dedos al hacer la enumeración—. ¿Quieres que siga?

—No —contestó César con gesto contrito—. Ya me lo ha dicho mi madre… y otras personas.

—Bien. Pero me apostaría a que no te han dado el consejo que yo voy a darte. Y es el siguiente, César: acepta tu destino. Si destacas y no puedes fundirte en lo que te rodea, al menos no te embarques en locas aventuras que exigen discreción. A no ser que, como hice yo en cierta ocasión, tengas ocasión de disfrazarte de galo. Yo regresé con una torca al cuello, y creo que me dio suerte. Pero tenía razón Cayo Mario. Aquello era demasiado llamativo para lo que yo me proponía; y tuve que quitármela. Era romano, no un galo, y fue la Fortuna la que me favoreció, no un trozo de oro inanimado, por bonito que fuese. Por donde vayas llamarás la atención. Igual que yo. Así que aprende a actuar dentro de los límites de tu naturaleza y de tu aspecto —añadió con un gruñido y cierto gesto de asombro—. ¡Qué bienintencionado! ¡ Rara vez doy consejos bienintencionados!

—Te lo agradezco —dijo César.

El dictador hizo un gesto desabrido.

—Quiero saber por qué cres que Cayo Mario te hizo flamen dialis.

César aguardó un instante, pensando en que lo que dijera había de ser lógico y desapasionado.

—Cayo Mario me veía mucho en los meses que siguieron a su segundo infarto —comenzó diciendo.

—¿Qué edad tenías? —le interrumpió Sila.

—Diez años cuando empecé a verle, y doce al final.

—Continúa.

—A mí me interesaban sus experiencias militares y le escuchaba con los cinco sentidos. Él me enseñó a cabalgar, a manejar la espada, a arrojar la lanza y a nadar —prosiguió César, sonriendo con ironía—. En aquella época yo tenía grandes ambiciones militares.

—Y le escuchabas con gran atención.

—Claro. Y creo que él debió de pensar que yo intentaría ser más que él.

—¿Por qué iba a pensarlo?

—Porque se lo dije yo.

—Bien. Ahora, explícame lo de hacerte flamen dialis.

—A eso no puedo darte una respuesta lógica. No lo sé. Yo creo que me nombró flamen dialis para impedir que siguiera una carrera militar o política —contestó César, muy inquieto—. Es una respuesta basada en suposiciones mías, porque Cayo Mario estaba trastornado, y puede que todo fuese fantasía suya.

—Bien —dijo Sila, con rostro impenetrable—, como ha muerto, nunca sabremos la razón, ¿no es cierto? Pero, dado que estaba mal de la cabeza, tu hipótesis es lógica. Él siempre temía que le hicieran sombra hombres de mejor cuna, de las grandes familias. Él era un hombre nuevo, y se sentía injustamente discriminado por ello. Fíjate, por ejemplo, cuando yo capturé al rey Yugurta, fue una acción que él se atribuyó exclusivamente. ¡Y fue una hábil acción mía! Si no hubiese capturado a Yugurta, la guerra en África no habría concluido tan rápidamente y de forma tan concluyente. Catulo César, primo de tu padre, quiso decir en sus memorias que el mérito había sido mío, pero le hicieron callar.

Ni aunque su vida hubiese dependido de ello, habría dicho César una sola palabra de lo que pensaba de la fantástica versión de la captura de Yugurta. Sila era el legado de Mario, y por muy hábil que hubiese sido la captura, el mérito correspondía a Mario. Era Mario quien había encomendado la misión a Sila, y era Mario quien dirigía la guerra. El general no podía hacerlo todo él; precisamente por eso tenía sus legados. Creo que estoy oyendo, pensó César, una de las primeras versiones de lo que será la historia oficial. Mario ha perdido y ha vencido Sila, sólo por haber vivido más que él.

—Entiendo —se limitó a decir.

Sila se levantó con cierto esfuerzo y se acercó a la camilla en que estaban las ropas del flamen dialis. Cogió el casco de marfil, con el pincho y el disco de lana, y lo sopesó en las manos.

—Lo has forrado bien —dijo.

—Da mucho calor, Lucio Cornelio, y no me gusta sentir el sudor —replicó César.

—¿Cambias el forro a menudo? —preguntó Sila, llevándose el apex a la nariz para olerlo—. ¡ Por los dioses, que huele bien, no como los cascos militares que apestan! Yo he visto caballos arrugar la nariz al darles a beber en cascos del ejército.

Un leve gesto de asco cruzó el rostro de César, pero se encogió de hombros.

—Imperativos de la guerra —comentó.

Sila sonrió.

—¡Me gustaría ver cómo te las arreglas tú, muchacho! Tengo entendido que eres algo especial, ¿no?

—En ciertos aspectos tal vez —respondió César con voz monocorde.

Sila arrojó el apex de marfil sobre la camilla.

—¿Así que detestas el cargo? —preguntó.

—Lo detesto.

—Y Cayo Mario tenía tanto temor de un niño como para encadenarle con eso.

—Así parece.

—Recuerdo que en tu familia decían que eras muy listo y que leías cualquier texto fácilmente. ¡ Es cierto?

—Sí.

Sila volvió a acercarse al escritorio, buscó entre los papeles y cogió una hoja que tendió a César.

—Lee eso —dijo.

A la primera ojeada, César comprendió por qué se lo pedía. Era una escritura horrorosa, con las letras muy pegadas unas a otras y las líneas torcidas.

Sila no me conoces pero tengo que decirte algo y es que hay un hombre en Lucania llamado Marco Aponio que tiene grandes propiedades en Roma y quiero que sepas que Marco Craso ha hecho que este Aponio aparezca en las listas de proscritos para poder comprar sus propiedades muy baratas en subasta y es lo que hizo por dos mil sestercios. Un amigo.

Sila echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—¡Ya me lo imaginaba! Y mi secretario también. Gracias, César. Pero no has visto nada y no lo has leído aunque lo hayas visto.

—¡Por supuesto!

—Es un grave inconveniente no poderlo hacer todo personalmente —dijo Sila poniéndose serio—. Es lo peor de ser dictador, que es una tarea hercúlea y hay que recurrir a agentes. El que se menciona en la carta es alguien en quien confiaba. Sí, sabía de su codicia, pero no creía que fuese tan descarado.

—En el Subura todos conocen a Marco Licinio Craso.

—¿Por su delito de quemar insulae?

—Sí… y por sus equipos contra incendios que llegan en el momento en que ha comprado la propiedad por cuatro monedas y apagan el fuego. Se ha convertido en el mayor propietario del Subura, y todos le detestan. ¡ Pero que no se atreva a poner la mano en la insula de mi madre! —añadió César en tono amenazador.

—Ya no volverá a poner las manos en ningún bien de los proscritos —añadió Sila con voz ronca —. Mancha mi nombre. ¡Se lo advertí y no ha hecho caso! No volveré a verle. Que se pudra.

Era curioso oír aquello. ¿A él qué le importaban los problemas del dictador con sus adláteres? ¡ Roma no volvería a tener un dictador! Pero calló, aguardando a que Sila fuese por fin al grano, y diciéndose que estaba dando tantos rodeos para poner a prueba su paciencia; y seguramente para atormentarle.

—Tu madre no lo sabe ni tú tampoco, pero no ordené que te mataran —dijo el dictador.

César abrió unos ojos como platos.

—¿Ah, no? ¡Pues no es lo que un tal Lucio Cornelio Fagites le hizo creer a Ria! Se hizo con tres talentos de mi madre a cambio de mi vida. Yo estaba postrado en cama. Acabas de decirme lo horrible que es depender de agentes por su codicia. Y bien cierto que es.

—Recordaré el nombre y le será devuelto el dinero a tu madre —dijo Sila, con evidente enojo—. Pero no se trata de eso. ¡De lo que se trata es de que no ordené matarte! Dije que te trajeran vivo a mi presencia para poder preguntarte lo que acabo de preguntarte.

—Y matarme después.

—En principio, si.

—Y ahora has dado palabra de no matarme.

—Supongo que no habrás cambiado de parecer en cuanto a divorciarte de la hija de Cinna…

—No. No pienso divorciarme.

—Lo cual plantea un grave problema a Roma. No puedo matarte, no quieres continuar en el cargo y no piensas divorciarte de la hija de Cinna porque ella es el medio para librarte del cargo… ¡y no te molestes en darme elaboradas explicaciones sobre ética y principios! —De pronto, una expresión de senectud invadió aquel deteriorado rostro, y los labios, faltos de apoyo, se fruncieron temblorosos en un tic; era como Cronos dispuesto a comerse a uno de sus hijos—. ¿Te ha contado tu madre lo que sucedió?

—Sólo que me perdonabas la vida. Ya la conoces.

—¡Ah, una persona extraordinaria esa Aurelia! Hubiera debido nacer hombre.

La cautivadora sonrisa de César se desvaneció.

—¡Siempre dices lo mismo! Yo debo decir que me alegro mucho de que no fuese hombre.

—¡Y yo! ¡Y yo! De haberlo sido, yo habría debido no dormirme sobre los laureles —dijo Sila, palmeándose en los muslos e mclinándose hacia adelante—. Así pues, mi querido César, sigues siendo un estorbo para todos los que componemos el colegio sacerdotal. ¿Qué vamos a hacer contigo?

—Despojarme del cargo, Lucio Cornelio. Nada puedes hacer salvo matarme; y eso sería faltar a tu palabra. Pero no creo que lo hagas.

—¿Qué te hace pensar que no voy a faltar a ella?

César enarcó las cejas.

—¡Soy patricio como tú! Pero, además, soy de la familia de los Julios, y tú nunca faltarás a tu palabra con una persona de mi alcurnia.

—Es cierto —asintió el dictador, arrellanándose en la silla—. Los miembros del colegio sacerdotal hemos decidido, tal como tú suponías, liberarte del cargo, Cayo Julio César. No puedo hablar por los demás, pero puedo decirte por qué yo quiero que lo dejes. Creo que Júpiter Optimus Maximus no te quiere como flamen; creo que te destina a otras empresas. Es muy posible que ese incendio del templo fuese el instrumento de tu liberación. No estoy completamente seguro, pero tengo la profunda impresión de que sí; pero hay cosas peores que seguir los propios instintos. Cayo Mario fue la prueba más dura de mi vida, una especie de Némesis, porque, de un modo u otro, estropeó mis mejores logros. Y, por motivos en los que no voy a entrar, también quiso encadenarte. ¡Y te digo una cosa, César! Si él quiso encadenarte, yo quiero liberarte. El que ríe el último ríe mejor. De eso se trata.

A César jamás se le habría ocurrido que su liberación fuese consecuencia de algo como aquello: que fuese Cayo Mario quien le había encadenado para que Sila le liberase. Miró a aquel hombre y quedó plenamente convencido de que era el único motivo por el que le liberaba. Quería ser el último en reír y, al final, era Mario el que salía perdiendo.

—Yo y mis colegas de los colegios sacerdotales opinamos que debe de haber habido algún defecto en el ritual de tu consagración como flamen dialis. Varios de ellos (yo no, pero si bastantes) presenciaron la ceremonia y ninguno está completamente seguro de que no se cometiera algún error. Y basta esa duda dado el sanguinario ambiente de aquellos días. Así que hemos decidido exonerarte. No obstante, no podemos nombrar otro flamen dialis mientras tú vivas, no fuera a ser que nos equivoquemos y no hubiese habido defecto alguno —añadió Sila, apoyando las manos en la mesa—. Lo mejor será tener una cláusula que permita una salida. Es grave inconveniente no tener flamen dialis, pero Júpiter Optimus Maximus es la esencia de Roma y desea que las cosas se hagan legalmente. Por lo tanto, Cayo Julio César, serán los otros flamines quienes compartan las tareas del servicio a Júpiter.

César se humedeció los labios. Había que decir algo.

—Me parece una prudente medida —comentó.

—Eso creemos. Sin embargo, ello significa que dejas de pertenecer al Senado en el momento en que el gran dios manifieste su consentimiento. Y para obtenerlo, ofrecerás a Júpiter Optimus Maximus su animal simbólico: un toro blanco. Si el sacrificio se desarrolla favorablemente, cesarás en el cargo. Si no resulta favorable, habremos de pensar otra cosa. El pontífice máximo y el rex sacrorum presidirán la ceremonia —añadió con un brillo de ironía en sus ojos gris claro—, pero el sacrificio lo realizarás tú. Y celebrarás una fiesta invitando a los colegios sacerdotales en el templo de Júpiter Stator del Foro. El sacrificio y la fiesta tendrán carácter de piaculum en expiación de los inconvenientes que ha sufrido el gran dios por la ausencia de sacerdote propio.

—Me satisface obedecer —dijo César, ceremonioso.

—Si todo sale bien, quedarás libre. Podrás casarte con quien quieras; aunque sea la hija de Cinna.

—¿He de entender que no ha cambiado la situación civil de Cinnilla? —inquirió flemáticamente César.

—¡Claro que no ha cambiado! ¡De no ser así, llevarías la laena y el apex para el resto de tus días! Me molesta que lo preguntes, muchacho.

—Lucio Cornelio, lo he preguntado porque la lex Minicia revertirá automáticamente sobre los hijos que me dé mi esposa. Y no es justo, porque yo no he sido proscrito. ¿Por qué han de sufrir perjuicio mis hijos?

—Sí, ya lo sé —replicó el dictador, sin ofenderse por la franqueza de César—. Por eso pienso hacer una enmienda a la ley para proteger a hombres como tú. La lex Minicia de liberis únicamente será aplicable a los hijos de los proscritos. Si éstos tienen la suerte de desposarse con un cónyuge romano, sus hijos serán romanos. Debería haberse previsto —añadió, frunciendo el ceño—. Pero no se hizo. Es una de las consecuencias de legislar tanto con tanta rapidez; pero la manera en que se me expuso me dejó en ridículo, ¡y todo por culpa tuya, muchacho, y del bobo de tu tío, Cotta! La interpretación sacerdotal de mis leyes a la luz de las otras leyes de Roma registradas en las tablillas debe aplicarse a los hijos de los proscritos.

—Me alegro —dijo César sonriente—, porque me ha librado de las garras de Mario.

—Exactamente —apostilló Sila, con gesto enérgico y reflexivo—. Mitilene se ha sublevado y se niega a pagar el tributo a Roma. En este momento está en el cargo el procuestor Lúculo, pero he enviado a mi pretor Termo como gobernador de la provincia de Asia, con el cometido prioritario de aplastar la sublevación de Mitilene. Tú has manifestado preferencias por la carrera militar, así que te voy a enviar a Pérgamo para que te incorpores al estado mayor de Termo. Espero que te distingas, César —añadió, mirándole severamente—. De tu conducta como segundo tribuno militar depende el veredicto final de este asunto. En la historia de Roma se concede máxima reverencia al héroe militar, y yo quiero exaltar a esa clase de hombres; serán objeto de privilegios y honores muy concretos. Si haces méritos por valentía en el combate, a ti también te exaltaré, pero si no te distingues, te hundiré aún más de lo que pretendía Cayo Mario.

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