—Me parece bien —respondió César, encantado con el nombramiento.
—Otra cosa —añadió Sila, con cierto fulgor taimado en la mirada—. Tu caballo; ese animal que montabas cuando eras flamen dialis, violando los preceptos del gran dios.
—¿Qué? —inquirió César, tenso.
—Me han dicho que quieres volver a comprarlo. No lo hagas. Quiero que montes una mula. Yo siempre me he contentado con una mula, y a ti también debe bastarte.
Un fulgor asesino cruzó los ojos azules de César. ¡Ah, no, Sila, no quieras atraparme!, pensó.
—¿Pero tú crees, Lucio Cornelio, que yo me considero digno de una mula? —replicó.
—No tengo ni idea de lo que te crees digno.
—Yo monto a caballo mejor que nadie —añadió César sin inmutarse—, mientras que tú, según se dice, eres el peor jinete que existe. Pero si una mula es bastante para ti, para mí es demasiado. Y te doy sinceras gracias por tu comprensión y discreción.
—Bien; puedes marcharte —añadió Sila, imperturbable—. Cuando salgas, haz el favor de decirle al secretario que pase.
El malhumor que le embargaba hizo que César llegase a casa menos contento de lo que hubiera debido estarlo por su liberación; y pensó si no habría sido, precisamente, el propósito de Sila amargarle la alegría con aquella bobada de la mula. Sila no quería agradecimiento, no quería que el hijo de Aurelia quedase obligado a él por una especie de clientelismo; un Julio doblegado a un Cornelio sería como una burla al patriciado. Y, reflexionando sobre ello, César concluyó con mejor opinión sobre Lucio Cornelio Sila que la que tenía antes de acudir a la entrevista. ¡Él me ha liberado! Ha sido él quien me ha concedido la vida para hacer lo que quiera. O lo que pueda. Es un hombre que no me gusta, pero ha habido momentos en que he notado que le apreciaba.
Y al pensar en Bucéfalo se echó a llorar.
—Sila sabe lo que se hace —dijo Aurelia, asintiendo con la cabeza—. Vas a tener muchos gastos. Tienes que comprar un toro blanco sin tacha, y no te costará menos de cincuenta mil sestercios, y la fiesta que tienes que dar a los sacerdotes y augures te costará el doble. Luego tienes que equiparte para marchar a Asia y mantenerte en un ambiente carísimo. Recuerdo que tu padre decía que los tribunos militares desprecian a los colegas que no pueden vivir con igual lujo y derroche que ellos. Y tú no eres rico. Las rentas de tus tierras se han ido acumulando desde la muerte de tu padre porque no has tenido gastos, pero ahora todo cambia. Volver a comprar el caballo sería un gasto inoportuno, y más ahora que no vas a estar aquí para montarlo. Ve en mula hasta nueva orden de Sila. Por menos de diez mil sestercios puedes encontrar una mula estupenda.
Dirigió a su madre una mirada poco propia de un hijo cariñoso, pero no rechistó y guardó para sí mismo el dolor que le producía tener que renunciar para siempre al caballo.
El sacrificio propiciatorio se celebró unos días más tarde, cuando ya César estaba preparado para el viaje que le conduciría a servir con Marco Minucio Termo, gobernador de la provincia de Asia. Aunque la fiesta se celebraría en el templo de Júpiter Stator, el ritual expiatorio se llevó a cabo en el altar levantado bajo la escalinata del templo capitolino de Júpiter Optimus Maximus.
Revestido de la toga (había entregado la laena y el apex a los sacerdotes para que los guardasen hasta que se construyera el futuro templo de Júpiter), César condujo el perfecto buey blanco desde su casa por las Fauces Suburae y el Argiletum. Aunque habría podido adornarle los espléndidos cuernos con simples cintas, él quiso hacer alarde de esplendidez y se los adornó con hilo de oro, le colgó al cuello guirnaldas de las más exóticas y costosas flores y le puso un ramo de rosas blancas en la testuz. Le había pintado las pezuñas de plata y recubierto la cola con cintas de hilo de oro trenzadas con flores. Le acompañaban sus invitados: sus tíos los Cotta, Cayo Matius, Lucio Decumio y sus hijos, y la mayoría de los cofrades del colegio de los cruces, todos con toga. Aurelia no asistió al sacrificio por impedírselo su sexo, ya que Júpiter Optimus Maximus era un dios de varones.
Los distintos colegios sacerdotales aguardaban congregados junto al altar, acompañados de los profesionales que efectuarían el sacrificio: popa, cultarius y esclavos. Aunque era costumbre drogar antes al animal, César se negó, pensando en que había que dejar que se manifestase sin trabas la voluntad del dios. Todos los presentes lo advirtieron de inmediato, pues el buey blanco impoluto tenía la mirada alerta y el paso firme, meneando mansamente la cola.
—¡Estás loco, muchacho! —musitó Cayo Aurelio Cotta, mientras la multitud iba creciendo y alcanzaban un repecho del empinado Clivus Capitolinus—. ¡Todos van a tener los ojos puestos en ese animal, y tú no lo has drogado! ¿Y si se resiste? ¡Será demasiado tarde!
—No se resistirá —replicó César muy tranquilo—, pues sabe que de él depende mi destino. Y así todos verán que me resigno sin reservas a la voluntad del gran dios —añadió, conteniendo la risa—. Además, soy favorito de la Fortuna y la suerte me acompaña.
Todos los presentes se apiñaron en derredor, César se dirigió al trípode de bronce con una jofaina de agua y se lavó las manos. Lo propio hicieron el pontífice máximo (Metelo Pío, el Meneítos), el rex sacrorum (Lucio Claudio) y los otros dos sacerdotes mayores, los flamines martialis (Lucio Valerio Flaco, príncipe del Senado) y quirinalis (el recién nombrado Mamerco). Ceremonialmente puros de cuerpo y vestiduras, los sacerdotes oficiantes alzaron los pliegues de la toga que colgaban de sus hombros y se cubrieron la cabeza, gesto que todos imitaron.
El pontífice máximo se acercó al altar.
—¡Júpiter Optimus Maximus (si te place que te dé ese nombre, si no, te invocaré con el que tú prefieras), recibe a tu servidor, Cayo Julio César, que era flamen tuyo y ahora desea expiar su erróneo nombramiento, manifestándote que él no tuvo arte ni parte! —clamó el Meneítos sin tartamudear lo más mínimo, retrocediendo un paso y dirigiendo una furiosa mirada a Sila, que había conseguido mantener el gesto comedido. La intachable invocación le había costado al Meneítos días de incesante práctica más penosa que la instrucción militar.
Los ayudantes de los sacerdotes comenzaron a despojar al buey de sus adornos e hilos de oro, haciendo una pelota con éstos sin preocuparse de César, que en aquel momento avanzó y puso la mano en el húmedo morro de su ofrenda. Los ojos rojo oscuro circundados de pestañas tan transparentes como el cristal le miraban mansamente, y César no notó que el animal rehuyera o temblase al tocarle.
Acto seguido entonó una plegaria con un tono de voz más aguda de lo habitual para que todos oyeran sus palabras.
—Júpiter Optimus Maximus todopoderoso (si te place oírme invocar por ese nombre, si no, me dirigiré a ti con el que desees), tú que eres el espíritu de Roma, te suplico que aceptes esta ofrenda de tu animal sagrado que te sacrifico en expiación de mi errónea designación como flamen tuyo. Te ruego que me liberes de mis votos y me concedas la oportunidad de servirte en otro cometido. Me someto plenamente a tu voluntad, ofreciéndote este poderoso ser vivo en el convencimiento de que me otorgarás lo que te suplico por haberte ofrecido cuanto debo.
Sonrió al buey, mirándole como si quisiera interpretar su sentir.
Los ayudantes sacerdotales se aproximaron, César y el pontífice máximo se apartaron a un lado y cogieron cada uno un cáliz de oro de un trípode, mientras el rex sacrorum asía un cuenco de oro lleno de espelta.
—¡Pido silencio! —gritó César con voz estentórea.
Se hizo un silencio tal que el viento cálido y suave llevó hasta allí el rumor del ajetreo en las tiendas de los soportales del Foro.
El flautista se llevó a los labios el instrumento hecho con la tibia de un enemigo, y comenzó a desgranar una triste melodía destinada a amortiguar los ruidos del Foro.
Nada más iniciarse el son de la flauta, el rex sacrorum salpicó la cabeza del buey con la espelta, cosa que el animal debió de tomar por lluvia, ya que sacó la rosada lengua para lamerse los copos de harina del morro.
El popa se situó enfrente del buey, con la recia maza al lado.
—¿A gone? —preguntó a César en voz alta.
—¡Golpea! —gritó César.
La maza voló en el aire, cayendo veloz y con absoluta precisión entre los ojos del animal, que se derrumbó pesadamente sobre las patas delanteras, haciendo retumbar el suelo; poco a poco, los cuartos traseros quedaron tiesos hacia la derecha, lo cual era buen presagio.
Desnudo de cintura para arriba, igual que el popa, el cultarius cogió los cuernos y alzó hacia el cielo la cabeza del buey, marcándose en sus brazos músculos y nervios, pues era una cabeza que pesaba veinticinco kilos. Luego, la dejó de nuevo en tierra.
—La víctima consiente —dijo a César.
—¡Pues procede al sacrificio! —clamó César.
El hombre sacó de la vaina el afilado cuchillo y, mientras el popa volvía a levantar la cabeza del animal, él le cortó hábilmente el cuello de un profundo tajo. Conforme requería el rito, la sangre no salió en borbotones que salpicaran a nadie. Cuando el popa bajó otra vez la cabeza hacia la derecha, César tendió el cáliz al cultarius, y éste recogió sangre con tal maestría que no chorreó gota alguna fuera del recipiente. Metelo Pío entregó igualmente su cáliz.
Con cuidado de no pisar el crecido riachuelo carmesí que descendía cuesta abajo, César y el pontífice máximo se dirigieron al altar de piedra, donde aquél derramó el contenido del cáliz diciendo:
—¡Oh Júpiter Optimus Maximus (si deseas que te invoque por ese nombre, si no, te invocaré por el que desees oír), tú, que eres del sexo que te place, tú que eres el espíritu de Roma, acepta esta ofrenda expiatoria, y acepta el oro de los cuernos y pezuñas de la víctima, y guárdalo para adornar tu nuevo templo!
Dicho lo cual, Metelo Pío derramó su cáliz.
—¡Oh todopoderoso Júpiter Optimus Maximus (si te place que te invoque con ese nombre, si no, te invocaré con el que desees), te suplico aceptes el sacrificio expiatorio de Cayo Julio César, que fue tu flamen y sigue siendo tu servidor!
Nada más pronunciar Metelo Pío la última palabra sin titubeo alguno, se oyó un suspiro de alivio general, que amortiguó los tristes arpegios del tib icen.
El último en ofrecer el sacrificio fue el rex sacrorum, que esparció el resto de la espelta sobre el charco de sangre del altar.
—¡Oh todopoderoso Júpiter Optimus Maximus (si te place que te invoque con ese nombre, si no, te invocaré con el que desees), soy testigo de que te han ofrecido la vida y la fuerza de este ser, poderosa y enorme víctima, y que se ha hecho conforme al ritual prescrito sin error alguno! Según los acuerdos que nos ligan a ti, concluyo que te ha complacido la ofrenda de Cayo Julio César. Por consiguiente, Cayo Julio César desea quemar su ofrenda en honor tuyo y no quiere parte alguna de ella para sí mismo. Que en virtud de ello, Roma y los que en ella viven tengan prosperidad.
Y eso fue todo. La ceremonia había concluido sin error alguno. Mientras sacerdotes y augures descubrían sus cabezas y comenzaban a descender la cuesta del Clivus Capitolinus hacia el Foro, los ayudantes del sacrificio, como profesionales que eran, comenzaron a recogerlo todo. Izaron la masa del buey con una polea y lo dispusieron sobre la pira, que prendieron con una antorcha musitando sus plegarias, mientras los esclavos limpiaban con baldes de agua las manchas de sangre del suelo, difundiéndose un extraño olor, mezcla de buey asado y de los costosos inciensos que César había comprado para echarlos entre los haces de leña. La sangre del altar no se limpiaría hasta que el buey se convirtiera en cenizas. Y la bola de oro iba ya camino del Tesoro, en donde quedaría depositada, con el nombre del donante y la fecha y naturaleza del acontecimiento.
La fiesta que hubo a continuación en el templo de Júpiter Stator en la Velia, al fondo del Foro, se desarrolló tan bien como el sacrificio. César recorrió los grupos de invitados, instándoles a pasarlo bien y bromeando con ellos, y muchos ojos que nunca se habían fijado en él comenzaron a escrutarle. Ahora era por cuna y estirpe un rival de la arena política, y sus modales, su porte, la expresión de su rostro bien parecido, daban a entender que no había que perderle de vista.
—Tiene un ligero parecido a tu padre —dijo a Catulo un Metelo Pío aún ruborizado de satisfacción por su perfecta dicción en la ceremonia.
—Natural —respondió Catulo, mirando a César con instintiva repugnancia—, mi padre era un César. Guapito, ¿verdad? Eso lo aguanto, pero lo que no puedo aguantar es su arrogancia. ¡Mírale! Es más joven aun que Pompeyo y ya se cree el dueño del mundo.
El Meneítos se mostraba contemporizador.
—¿Cómo te sentirías tú de haber sido liberado del terrible destino del flamen dialis?
—Quizá lamentemos el día en que Sila nos mandó liberarle —replicó Catulo—. Mírale ahí con Sila. ¡Vaya pareja!
El Meneítos le miró sin salir de su asombro, y Catulo pensó en que había podido morderse la lengua, pues por un instante había olvidado que su interlocutor no era Quinto Hortensio, tan acostumbrado estaba a tener a su cuñado constantemente al lado. Pero no le acompañaba en esta ocasión, porque al anunciar Sila al colegio de sacerdotes los nuevos miembros, el nombre de Hortensio no figuraba; y Catulo lo consideraba una omisión imperdonable. Igual que Quinto Hortensio.
Al margen de la ofensa que había infligido a Catulo, Sila se esforzaba porque César le dijera una cosa.
—No drogaste al animal y has corrido un riesgo enorme.
—Soy un favorito de la Fortuna —replicó César.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión?
—Basta tener en cuenta que me he librado del flaminado, he superado una enfermedad mortal, me he salvado de que me mandases matar y estoy enseñando a la mula a imitar el paso de un caballo aristocrático con bastante éxito.
—¿Le has puesto nombre? —inquirió Sila sonriendo.
—Claro, Orejas gachas.
—¿Y cómo llamabas a tu aristocrático caballo?
—Bucéfalo.
Sila soltó una carcajada, pero no hizo comentario alguno. Miró en derredor y luego hizo un amplio gesto con el brazo.
—Una fiesta notable para un anfitrión de dieciocho años.
—He seguido tu consejo —replicó César— y, como no puedo pasar inadvertido en el decorado, decidí que hasta mi primer banquete fuese digno de mí.