—¡Si que eres arrogante! Desde luego, es una fiesta sin par, César. Ostras, salmonetes, lubina, codornices… Te habrá costado una fortuna.
—Más de lo que puedo permitirme —contestó César sin turbarse.
—Eres un derrochador —comentó escuetamente Sila.
—Lucio Cornelio, el dinero es un instrumento —replicó César, encogiéndose de hombros—. Me da igual tenerlo que no, si de lo que se trata es de acumularlo. Yo considero que hay que vivir sin dinero, pues si no genera podredumbre. Todo el dinero que obtenga de ahora en adelante lo utilizaré para progresar en mi carrera pública.
—Buen sistema para arruinarse.
—Ya me las arreglaré —replicó César despreocupadamente.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque tengo el favor de la Fortuna y la suerte me acompaña.
—¡Tengo el favor de la Fortuna y la suerte me acompaña! —repitió Sila evocador, estremeciéndose—. Pero no olvides que se paga un precio, y la Fortuna es una amante celosa y exigente.
—¡Son las mejores! —dijo César, echándose a reír de tal manera que se hizo un silencio. Y muchos de los presentes recordarían aquella risa de César, no porque tuviesen una premonición, sino por dos cualidades que envidiaban en él: su juventud y su buen físico.
Naturalmente, no pudo marcharse hasta que hubo desaparecido el último invitado, y eso sucedió muchas horas más tarde. Por entonces ya los tenía a todos clasificados, pues era de esas personas cuya memoria todo lo atesora. Su conclusión fue que había sido una agradable reunión.
—Aunque no he conocido a nadie de quien me interesase hacerme amigo —dijo a Cayo Matius al día siguiente—. ¿De verdad que no quieres venir conmigo, Pustula? Tienes obligación de servir en seis campañas, ¿sabes?
—No, gracias. No deseo estar tan lejos de Roma. Espero que me destinen, y ojalá sea a la Galia itálica.
Los adioses no parecían acabar. Arrepentido de no haber prescindido de ellos, César los soportó con toda la paciencia de que fue capaz; lo peor de todo fue los muchos que le pidieron que les dejara ir con él, pero se negó rotundamente y sólo aceptó a Burgundus. Sus dos criados los había adquirido recientemente: hombres ajenos a la influencia de su madre.
Una vez se hubo despedido de todos —Lucio Decumio, sus hijos, los cofrades del colegio de los cruces, Cayo Matius, los criados de su madre, Cardixa y sus hijos, su hermana Ju-Ju, su esposa y su madre—, montó en su magnífica mula y partió.
N
o habían transcurrido dos meses cuando Sila decidió que Roma se había adaptado satisfactoriamente a sus actividades de proscripción. La matanza era algo más sutil que la emprendida por Mario en los días de su séptimo consulado; no corría tanta sangre por las calles de la ciudad, y no había cadáveres amontonados en el Foro. Había prohibido los ritos funerarios y el entierro de los proscritos, y los muertos eran arrastrados de un gancho por el esternón hasta el Tíber, al que eran arrojados. Sólo las cabezas se amontonaban en el Foro, en torno al estanque de la fuente pública llamada de Servilio.
Respecto al monto de los bienes confiscados por el Estado y su administrador Crisógono, se dictaron algunas leyes más: las viudas de los proscritos no podían volver a casarse, y las máscaras de cera de Cayo Mario, su hijo, Cinna y sus antepasados, ni de ningún otro proscrito y sus antepasados, podían exhibirse en los funerales familiares.
La casa de Cayo Mario había sido vendida en subasta a Sexto Perquitieno, nieto del que había acumulado la fortuna de dicha familia y vecino de Mario; ahora servía de anexo para guardar las obras de arte del citado Perquitieno.
En las primeras subastas presididas por Crisógono los bienes de los proscritos fueron a parar a los mejores postores a precios corrientes de mercado, pero no había mucho dinero para comprar, y en la décima subasta los precios comenzaron a descender rápidamente. Fue en ese momento cuando Marco Craso comenzó a pujar; se valía de una buena artimaña: en vez de aspirar a los mejores bienes en oferta, se concentraba en los menos apetecibles, que lograba adjudicarse por poco dinero. Las actividades de Lucio Sergio Catilina eran más descaradas, pues se dedicaba a informar a Crisógono de actos de traición o de comentarios subversivos, y así logró que su hermano Quinto fuese declarado proscrito, y consiguió que también lo fuese su cuñado Cecilio. El hermano fue desterrado, pero el cuñado murió y Catilina solicitó del dictador una ley especial para poder heredar, arguyendo que en ninguno de los dos casos figuraba en el testamento ni tenía herederos directos, y que los dos proscritos tenían hijos varones. Al concedérselo Sila, Catilina se hizo inmensamente rico sin gastar un solo sestercio en las subastas.
Por lo tanto, fue en un ambiente doblemente frío cuando Sila celebró su triunfo el último día de enero. El pueblo acudió en masa a vitorearle, pero los caballeros se quedaron en sus casas, tal vez temiéndose que si Sila o Crisógono veían sus caras, acabarían en la próxima lista de proscritos. El dictador mostró en el desfile los despojos y tributos de Asia y del rey Mitrídates, con toda clase de artimañas para ocultar el hecho de que el término de la guerra había sido tan rápido como prematuro, y que, en consecuencia, el botín era decepcionante considerando la riqueza del enemigo.
Al día siguiente, Sila hizo una exposición más que un triunfo, mostrando lo que había confiscado al hijo de Mario y a Carbón, y tuvo buen cuidado de informar a los espectadores de que aquellos artículos serían devueltos a los templos y a los particulares a quienes habían sido arrebatados. Aquel día, los antiguos desterrados, como Apio Claudio, Pulcher, Metelo Pío, Varrón Lúculo y Marco Craso, desfilaron no como senadores de Roma, sino como exiliados rehabilitados, aunque Sila les evitó la indignidad de tener que ponerse el gorro de la libertad, tocado de los libertos.
Dominar a Pompeyo resultó más difícil que acostumbrar a Roma a las proscripciones, y Sila lo supo el día anterior a la celebración de su triunfo. Pompeyo no había hecho caso de las instrucciones del dictador y había zarpado de África con todo su ejército. En la carta que le envió desde Tarentum le decía que sus soldados se habían negado a dejarle embarcar sin que le acompañasen, y que no había podido impedirlo (sin explicar cómo tenía tantas embarcaciones para cinco legiones más y los dos mil soldados de caballería). Y al final de la misiva volvía a insistir en su deseo de celebrar un triunfo.
El dictador envió un correo urgente a Tarentum, comunicándole por segunda vez la negativa a tan ansiado triunfo, y el mismo correo regresó con una carta en la que el joven lamentaba la actitud reacia de su ejército, reacción que le era imposible impedir. ¡Aquellos desobedientes soldados estaban empeñados en que su querido general celebrase el bien merecido triunfo! Si el dictador seguía negándose, mucho temía que sus desobedientes soldados tomaran la iniciativa y decidiesen marchar hacia Roma. Él, naturalmente, haría cuanto pudiese por evitarlo.
Una segunda carta envió Sila al galope por la vía Apia a Tarentum, con la tercera negativa. NADA DE TRIUNFO. Y esto ya debió de parecer demasiado rotundo, pues las seis legiones de Pompeyo con los dos mil soldados de caballería se dispusieron a emprender la marcha hacia Roma. Y su querido general les acompañaba, manifestando en otra carta a Sila que lo hacía únicamente para impedir que sus hombres cometiesen actos de los que después pudieran arrepentirse.
El Senado se había enterado secretamente de todas las etapas de este duelo de voluntades, horrorizado por las pretensiones de aquel caballero de veinticuatro años, y había emitido un senatus consultum apoyando todas las órdenes y negativas de Sila. Por ello, cuando Sila y el Senado supieron que Pompeyo y su ejército habían llegado a Capua, la resistencia creció. Estaban ya a finales de febrero, en medio de grandes nevadas, el campo de Marte estaba ya lleno de otras tropas —dos legiones de Lucio Licinio Murena, ex gobernador de la provincia de Asia y de Cilicia, y dos legiones de Cayo Valerio Flaco, ex gobernador de la Galia Transalpina. Ellos dos si a punto de celebrar un triunfo.
Inmediatamente después de la inevitable carta ordenando a Pompeyo detenerse en Capua (e informándole de que el campo de Marte estaba ocupado por cuatro legiones veteranas), el dictador salió de Roma en dirección a Capua. Le acompañaban los cónsules Decula y Dolabela el viejo, el pontífice máximo Metelo Pío, el príncipe del Senado Flaco, el mestre ecuestre, una escolta de lictores y ninguna tropa.
Pompeyo recibió la carta de Sila antes de que pudiera abandonar Capua, y la noticia de que cuatro aguerridas legiones estaban acampadas en las afueras de Roma le hizo desistir de emprender la marcha. No era su intención luchar contra Sila, y la supuesta marcha era una urgencia cuyo único propósito era conseguir un triunfo; y la noticia de que el dictador tenía a su disposición cuatro legiones curtidas en combate le cayó como un jarro de agua fría. Claro que era una fanfarronada, pero, ¿lo pensaría así Sila? ¡Ni mucho menos! ¿Cómo iba a imaginárselo? Para él aquella marcha era como una repetición de la que él mismo había emprendido el año en que había sido cónsul. Y Pompeyo tuvo miedo.
Y cuando llegó la noticia de que el propio Sila llegaba a Capua sin ejército, se apresuró a salir a toda prisa del campamento y cabalgar al galope por la vía Apia, también sin tropas. Las circunstancias de la entrevista no fueron muy distintas a las del primer encuentro entre los dos en el vado del río Calor. Pero en esta ocasión Sila no estaba beodo, aunque sí, evidentemente, montaba una mula. Iba ataviado con la toga praetexta bordada en púrpura, y le precedían los veinticuatro lictores con túnica carmesí y cinturón de cuero negro con aplicaciones de bronce, portando las siniestras hachas en los fasces. Detrás del dictador marchaban otros treinta lictores —doce de Decula, doce de Dolabela y seis del mestre ecuestre que tenía categoría de pretor—. Con ello, el acontecimiento era de mucho mayor relieve que la escena del río Calor y más en consonancia con las primitivas fantasías del pobre Pompeyo.
Pero era evidente que Pompeyo se había crecido en los veinticuatro meses transcurridos desde su primer encuentro con Sila; había dirigido una campaña coordinada con Metelo Pío y con Craso, otra en Clusium con Sila y Craso, y una tercera completamente solo fuera de Italia. Por ello no se anduvo con reparos para revestir su mejor coraza sobredorada, que brillaba casi tanto como su caballo público ricamente enjaezado. La comitiva del dictador venía a pie, y Pompeyo, para no desentonar, desmontó.
Sila llevaba la corona de hierba, agria indirecta para Pompeyo que aún no había ganado ninguna, ni tampoco una corona cívica (puestos a decirlo). Pese a la ridícula peluca y su rostro lleno de cicatrices, el dictador conservaba su majestuosa imagen autoritaria. Y Pompeyo lo advirtió inmediatamente. Los lictores se colocaron doce en fila a cada lado de la calzada de modo que el bronceado joven caminase entre ellos al encuentro con Sila, que se había detenido, dejando el séquito unos pasos detrás de él.
—¡Ave, Pompeyo Magnus! —exclamó Sila, alzando la mano derecha.
—¡Ave, dictador de Roma! —respondió con fuerte voz Pompeyo, lleno de alegría al ver que Sila le daba en público el tercer nombre que él mismo se había atribuido. ¡Ahora era ya oficialmente Pompeyo el Grande!
Se besaron en la boca con mutuo desagrado, y los lictores, siempre en vanguardia, se dirigieron despacio en dirección al campamento de Pompeyo, seguidos del resto.
—¡Estás dispuesto a admitir que soy grande! —dijo Pompeyo encantado.
—El sobrenombre ha hecho carrera, igual que el de joven carnicero.
—Mi ejército está decidido a que celebre mi triunfo, Lucio Cornelio.
—Tu ejército no tiene ningún derecho a tomar esa decisión, Cneo Pompeyo Magnus.
—¿Y qué puedo hacer? —exclamó él, abriendo los poderosos brazos pecosos—. ¡No me hacen ni caso!
—¡Bah! —le espetó Sila—. Sin duda comprenderás, Magnus, que después de cuatro cartas (contando la primera que recibiste en Utica) has demostrado bastante incompetencia para dominar a tus tropas.
—¡Es una crítica injusta! —exclamó Pompeyo, ruborizándose y frunciendo su boca pequeña.
—No. En absoluto. Lo has admitido tú mismo en tres cartas seguidas.
—¡No quieres entenderme! —añadió Pompeyo, rojo como una amapola—. La tropa reacciona así porque me quiere.
—Te quiera o te odie, la insubordinación es insubordinación. Si yo fuese su comandante la diezmaría.
—Se trata de una insubordinación inofensiva —protestó Pompeyo sin convicción.
—No hay insubordinación inofensiva, y bien lo sabes. Estás amenazando al dictador legal de Roma.
—No es una marcha sobre Roma, Lucio Cornelio, sino una marcha hacia Roma, ¡que es muy diferente! —arguyó Pompeyo—. Mis hombres sólo quieren ver que se me concede lo que merezco.
—Lo que tú mereces, Magnus, es lo que yo decida concederte como dictador de Roma. Tienes veinticuatro años y no eres senador. Me he dignado dirigirme a ti con un estupendo apelativo que sólo puede mejorarse con el superlativo de Maximus y nada más, si no se degrada con el de parvus, minutus o incluso pusillus —replicó Sila.
Pompeyo se detuvo en medio de la calzada y se le quedó mirando; la comitiva no atinó a detenerse hasta que se encontró a una distancia desde la que podían oír lo que decían.
—¡Quiero un triunfo! —exclamó Pompeyo, dando una patada en tierra.
—¡Y yo te digo que no! —replicó Sila en el mismo tono.
El ancho rostro acalorado de Pompeyo se contrajo, y los finos labios se retrayeron, mostrando sus blancos dientes.
—Harías bien en recordar, Lucio Cornelio, dictador de Roma, que mucha más gente adora al sol naciente que al que está en el ocaso.
Por algún motivo que los asombrados oyentes no pudieron determinar, Sila lanzó una carcajada y no paró de reír hasta que se le saltaron las lágrimas, palmeándose repetidamente los muslos y desbaratándose casi totalmente los pliegues de la toga recogida en el brazo izquierdo, que comenzó a caer ya arrastrar por el suelo.
—¡Ah, de acuerdo! —dijo con voz entrecortada cuando pudo articular palabra—. ¡ Celebra el triunfo! ¡ No te quedes parado, Magnus, bobo! —añadió, aún entre temblores de hilaridad—. ¡Ayúdame a recoger la túnica!