Favoritos de la fortuna (47 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Este enaltecido africano
vio lo sublime de los elefantes.
El mierda del joven Carnicero
¡vio que no le cabían!

En el templo de Júpiter Stator fue aún peor. Algunos invitados se contentaban con pronunciar con retintín la palabra «Magnus» cuando se dirigían a él, pero otros simulaban pronunciarla defectuosamente y decían «Magus» en alusión a los brujos de Oriente. Pocos se mantuvieron corteses, como Metelo Pío y Varrón Lúculo; algunos amigos y parientes suyos enconaron la situación al indignarse y querer agredir a los burlones, y otros, como Catulo y Hortensio, brillaron por su ausencia.

Pompeyo, sin embargo, trabó una nueva amistad: nada menos que el desaparecido sobrino del dictador, Publio Cornelio Sila, que le presentó Catilina.

—No sabía que Sila tuviera un sobrino —dijo Pompeyo.

—Ni él —añadió el propio Publio Sila sonriente—. Y, a decir verdad, tampoco yo lo sabía hasta hace poco —añadió.

Catilina se echó a reir.

—¡Es la pura verdad! —comentó al perplejo Pompeyo.

—Explícamelo —dijo éste, satisfecho de oír una carcajada que no fuese a costa suya.

—Me he criado creyendo que era hijo de Sixto Perquitieno —dijo Publio Sila —, y he vivido siempre junto a la casa de Cayo Mario. Al morir mi abuelo y heredar mi padre, nadie sospechaba la verdad, pero mi padre era amigo de Cinna, y, cuando comenzaron a poner en los rostra las listas de proscritos, él esperaba que apareciese su nombre en una de ellas en cualquier momento. Y murió abrumado por la congoja.

Lo había dicho con tal naturalidad, que Pompeyo supuso justamente que no existía cariño entre padre e hijo; cosa nada extraña, teniendo en cuenta que toda Roma detestaba al anciano Sexto Perquitieno.

—¡Qué me dices! —exclamó Pompeyo.

—Me enteré de quién era al fisgar en un arca de documentos de mi abuelo —añadió Publio Sila— y encontrar el certificado de adopción. Resulta que mi padre había sido adoptado por mi abuelo antes de que naciera mi tío el dictador, que no sabía que tenía un hermano mayor. En fin, consideré que lo mejor era llevar a mi tío el documento antes de que apareciera mi nombre en una lista de proscritos.

—Pues sí que tienes un cierto parecido con Sila —dijo Pompeyo sonriente—, así que me imagino que no te costaría convencerle.

—¡En absoluto! ¿Verdad que es una suerte? —dijo feliz Publio Sila—. Ahora tengo la fortuna de Perquitieno, estoy a salvo de proscripción y seguramente heredaré algo de los millones de mi tío el dictador.

—¿Tú crees que pensará en ti para una posible sucesión?

La pregunta provocó una risita en el achispado Publio Sila.

—¿Yo? ¿Sucesor de Sila? ¡No, por los dioses! ¡Yo, querido Magnus, no tengo ninguna ambición política!

—¿Eres ya senador?

Catilina aprovechó la pregunta.

—Sila nos manda a los dos asistir a las reuniones del Senado, pero aún no nos ha nombrado oficialmente senadores. Publio Sila y yo hemos pensado que te vendría bien que hubiera gente joven y hemos venido a comer algo y darte ánimos.

—Me alegro mucho de que hayáis venido —dijo Pompeyo.

—No consientas que esos puritanos altaneros del mos maiorum te rebajen —dijo Catilina, dándole una palmada en la espalda—. A nosotros nos ha complacido muchísimo ver que una persona joven celebraba un triunfo. No tardarás en entrar en el Senado; te lo prometo. Sila quiere llenarlo con hombres que a esos estirados no les gustan.

De pronto, Pompeyo se puso furioso.

—¡Por lo que a mí respecta —dijo entre dientes—, el Senado puede irse a la mierda! ¡Yo sé lo que quiero hacer de mi vida, y no entra en mis planes ser senador! ¡Antes de plegarme al Senado (o entrar en él) quiero demostrar que no puede impedir que acceda a un cargo o al mando un hombre relevante que lo desee; un caballero, aunque no sea senador!

Catilina enarcó una de sus negras y finas cejas, pero Publio Sila no pareció advertir el gesto.

Pompeyo miró a su alrededor y sonrió encantado, olvidando su arrebato.

—¡Ah, ahí está, solo en la camilla! ¡Venid a comer conmigo y mi cuñado Memmio, un hombre estupendo!

—Deberías hacerlo con esos estirados que se han dignado acudir —dijo Catilina—. Nos hacemos cargo si te unes a Metelo Pío y sus amigos. Nosotros nos quedamos con Cayo Memmio y nos sentiremos más felices que dos viejos peripatéticos discutiendo sobre la casuística del ombligo.

—Es la fiesta de mi triunfo y puedo comer con quien quiera —replicó Pompeyo.

A principios de abril, Sila publicó una lista de doscientos nuevos senadores, y dijo que nombraría más en los meses siguientes. El primer nombre era el de Cneo Pompeyo Magnus, quien fue a verle inmediatamente.

—¡No quiero entrar en el Senado! —le dijo airado.

Sila se le quedó mirando perplejo.

—¿Por qué? ¡Yo pensaba que habrías sido capaz de hacer cualquier cosa por entrar!

Contuvo la ira, impulsado por el instinto de conservación al darse cuenta de que Sila advertiría que era muy distinto a como él creía; trabajo le había costado fingir una personalidad ante Sila. «¡Prudencia, Magnus! ¡Tranquilízate y reflexiona! Halla un motivo que a Sila le parezca acorde con tu personalidad!»

—Está motivado por la lección que me diste con ese maldito triunfo —dijo, con un suspiro, mirando a Sila con ojos de joven atolondrado—. Desde entonces he reflexionado mucho, Lucio Cornelio, y creo que soy demasiado joven y poco formado. Deja que acceda yo al Senado por cuenta propia a su debido tiempo, te lo ruego. Si entro ahora, se reirán de mí durante años.

«Cosa que es bien cierta —pensó—; no pienso entrar en una institución para que esos vejestorios se burlen de mí. Entraré allí cuando a los senadores les tiemblen las rodillas cada vez que me vean.»

—Como quieras, Magnus —replicó Sila, satisfecho.

—Gracias; prefiero que sea así y esperar a haber hecho algo que borre el recuerdo de los elefantes. Un buen cuestorado cuando tenga treinta años, por ejemplo.

Aquello era un tanto excesivo; los ojos claros dejaban escapar un reflejo irónico, como si profundizasen en la personalidad de Pompeyo más de lo que él quería.

—¡Muy buena idea! —se contentó con decir Sila—. Tacharé tu nombre de la lista y la pasaré a la Asamblea del Pueblo para que la ratifiquen. Voy a hacer que el pueblo ratifique todas las leyes importantes, y ésta va a ser la primera. Pero, de todos modos, quiero que estés mañana en la cámara. Quiero que todos mis legados de la guerra estén presentes en la inauguración. No faltes.

Pompeyo no faltó.

—Comenzaré hablando de Italia y los itálicos —dijo el dictador con potente voz—. De acuerdo con mi promesa a los dirigentes itálicos, procuraré que todos ellos queden inscritos debidamente como ciudadanos romanos, distribuidos de forma equitativa entre las treinta y cinco tribus. No permitiré que se intente de nuevo engañar a los itálicos para que participen en los comicios secuestrando sus votos únicamente en unas cuantas tribus. He dado mi palabra y la cumpliré.

Sentados uno junto a otro en la grada del medio, Hortensio y Catulo intercambiaron una mirada significativa; ellos no eran partidarios de que concediera tal privilegio a gente que, en definitiva, no llegaba a la altura del zapato de un romano.

Sila se rebulló en su silla curul.

—Lamentablemente, me es imposible cumplir la promesa de distribuir a los libertos en las treinta y cinco tribus, y tendrán que seguir inscritos en las tribus urbanas esquilina o suburana. Hago esto por un motivo concreto: garantizar que el que sea propietario de miles de esclavos no pueda caer en la tentación de manumitir a muchos de ellos sobrecargando las tribus rurales con clientes libertos.

—¡Qué viejo zorro este Sila! —comentó Catulo a Hortensio.

—No se le escapa una —musitó Hortensio—. Debe de haberse enterado de que Marco Craso está acumulando esclavos, ¿no te parece?

Sila siguió hablando de ciudades y tierras.

—Brundisium, que me trató a mí y a mis hombres con el debido honor, será recompensada quedando exenta de derechos de fielato e impuestos.

—¡Uf! —exclamó Catulo—. ¡Con ese decreto, Brundisium se convertirá en el puerto más famoso de Italia!

El dictador prosiguió mencionando distritos que recibían recompensa, y los muchos más numerosos que eran castigados; Praeneste era el más afectado, aunque en el caso de Sulno la represalia era ser arrasado, mientras que Capua recuperaba su antigua condición y al mismo tiempo perdía hasta el último iugerum de sus tierras, que pasaban a engrosar el ager publicus romano.

—…a Quinto Lutacio Catulo, mi leal partidario, encomiendo la reconstrucción del templo de Júpiter Optimus Maximus del Capitolio —añadió, con una sonrisa que dejó al descubierto sus encías vacías, al tiempo que un brillo desdeñoso cruzaba sus ojos—. La mayor parte de los fondos procederán de las rentas producidas por el nuevo ager publicus de Roma, pero espero también, querido Quinto Lutacio, que los complementes de tu propia bolsa.

Catulo permanecía boquiabierto y pasmado; era el modo del que se valía Sila para castigarle por haberse quedado tranquilamente en Roma durante los años de Cinna y Carbón.

—Nuestro pontífice máximo, Quinto Cecilio Metelo Pío, restaurará el templo de Ops, dañado por el mismo incendio —añadió el dictador sin elevar el tono—. No obstante, esta obra correrá a cargo del erario público, ya que Ops es el símbolo de la riqueza pública de Roma. Por consiguiente, quiero que el pontífice máximo vuelva a consagrar el templo una vez concluidas las obras.

—¡Eso sí que será divertido! —comentó Hortensio.

—Ya he publicado una lista con los doscientos nombres de quienes he nombrado senadores —prosiguió Sila—, si bien Cneo Pompeyo Magnus me ha comunicado que no desea incorporarse al Senado de momento, y he eliminado su nombre.

Aquello causó cierto revuelo y todos los ojos se volvieron hacia Pompeyo, que estaba solo sentado junto a la puerta, muy tranquilo y sonriente.

—Pienso añadir unos cien senadores más para que el organismo tenga en el futuro unos cuatrocientos miembros, pues hemos perdido muchos esta última década.

—¡No vayas a pensar que él ha matado unos cuantos, claro! —musitó Catulo a Hortensio—. ¿De dónde iba a sacar las enormes sumas que hubiera tenido que poner de su propia bolsa para reconstruir el gran templo?

—He tratado de elegir a los nuevos miembros del Senado entre las familias senatoriales —continuó Sila—, pero he incluido a caballeros que no eran de familia senatorial siempre que su estirpe honre a la institución. ¡No hay ningún advenedizo en la lista! Sin embargo, en el caso de cierta clase de senadores nuevos, he prescindido del requisito censal oficioso de un millón de sestercios en favor de antepasados familiares adecuados. Me refiero a soldados de valor excepcional. Quiero que Roma honre a estos hombres como se hacía en tiempos de Marco Fabio Buteo. En las últimas generaciones hemos hecho caso omiso de los héroes militares, ¡y quiero que eso acabe! Si un hombre gana la corona de hierba o la corona cívica, independientemente de su linaje, entrará automáticamente en el Senado. Así, esa nueva sangre a la que doy entrada en la cámara será al menos sangre valiente. Y espero que haya apellidos ilustres entre los que logren esas coronas, para que los nuevos no monopolicen la condición de valentía.

—¡Un edicto muy popular! —gruñó Hortensio.

Pero Catulo, abrumado por aquella obligación financiera que le acababa de imponer Sila, no hizo sino poner los ojos en blanco ante el comentario de su cuñado.

—Una última cosa y daremos fin a la reunión —dijo Sila—. Todos los de la lista de nuevos senadores serán presentados a la asamblea del pueblo, patricios y plebeyos, y requeriré que los ratifiquen. Hemos terminado —añadió, poniéndose en pie.

—¿De dónde voy a sacar el dinero? —gimió Catulo a Hortensio, mientras se apresuraban a abandonar la cámara.

—No lo busques —dijo friamente Hortensio.

—¡No tengo más remedio!

—No tardará en morirse, Quinto. Mientras viva, recurre al engaño; y cuando muera, ¿quién se va a preocupar? Que aporte el Estado el dinero.

—¡La culpa es del flamen dialis! —dijo Catulo furioso—. ¡El, que provocó el incendio, que pague el nuevo templo!

La sutil mente legalista de Hortensio halló aquello fuera de lugar, y frunció el ceño.

—¡No vayas diciendo eso! Al flamen dialis no se le puede culpar por un accidente, a menos que se le haya juzgado como a cualquier otro sacerdote. Sila no ha dicho por qué ese joven al parecer ha desaparecido de Roma, pero no le ha proscrito ni se le ha acusado de nada.

—¡Claro, es sobrino de él por matrimonio!

—Exactamente, querido Quinto.

—¡Oh, cuñado!, ¿por qué nos preocupamos por todo esto? Hay momentos en que me dan ganas de recoger todo mi dinero, vender mis tierras y marcharme a la Cirenaica —añadió Catulo.

—Nos preocupamos porque tenemos derecho a ello por nacimiento —sentenció Hortensio.

Los nuevos senadores se reunieron dos días más tarde para escuchar de labios de Sila que iba a abolir las elecciones de censor, al menos provisionalmente; tal como iba a reorganizar las finanzas del Estado, era innecesario establecer contratas, dijo, y no sería necesario hacer ningún censo de población durante por lo menos diez años.

—Así que reconsiderad ese asunto de los censores —dijo con gesto solemne—. No es que quiera eliminar completamente a los censores.

Sin embargo, haría algo especial para los que, como él, pertenecían al patriciado.

—Desde los siglos transcurridos desde la primera sublevación plebeya —dijo—, la categoría de patricio ha ido perdiendo relevancia. La única ventaja que posee un patricio es que puede acceder a cargos religiosos vedados a un plebeyo. Y no considero que esta situación corresponda al mos maiorum tradicional. Los patricios proceden por limpio linaje de la época anterior a los reyes; y el simple hecho de que existan demuestra que sus familias han servido a Roma desde hace más de quinientos años. Por lo tanto, creo que es justo a tenor de ello que los patricios gocen de algún honor particular, secundario quizá, pero exclusivo. Por consiguiente, voy a permitir que los patricios puedan acceder al cargo curul de pretor o cónsul dos años antes que los plebeyos.

—Lo que significa, claro, que legisla a su favor —dijo el plebeyo Marco Junio Bruto a su esposa Servilia, que era patricia.

Servilia encontraba a su esposo algo más comunicativo en aquellos peligrosos días. Desde que había llegado la noticia de que su suegro había muerto en Lilibeo como consecuencia de las opera¡ciones de limpieza del perrillo del dictador, Pompeyo, Bruto estaba en ascuas. ¿Proscribirían a su padre? ¿Le proscribirían a él? Como hijo de proscrito, no podría heredar y lo perdería todo; y si le proscribían a él, perdería la vida. Pero el nombre del anciano Bruto no figuraba entre los cuarenta senadores condenados, y no había vuelto a publicarse ninguna lista de senadores desde aquella primera. Bruto esperaba que hubiese pasado el peligro; pero no estaba seguro. ¡Nadie podía estarlo! Sila actuaba por insinuaciones.

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