Que fuese menos reservado con Servilia se debía a su reciente apreciación del hecho de que seguramente era su matrimonio con ella lo que había servido para que no apareciese el nombre de Marco Junio Bruto en la lista. Ese nuevo privilegio que Sila concedía a los patricios era una nueva manera de dar a entender que el patriciado era algo especial que merecía más honores que las familias más ricas y poderosas con consulares en su genealogía. Y entre el patriciado, ¿qué nombre más augusto que el de Servilio Cepio?
—Es una lástima —dijo Servilia— que nuestro hijo no pueda aspirar al patriciado.
—Mi nombre es lo bastante antiguo y honorable para nuestro hijo —replicó Bruto con sequedad—. Los Junios Brutos descendemos del fundador de la República.
—Siempre me ha chocado —respondió ella con frialdad— que, sí así es, los actuales Junios Brutos no sean patricios; porque, desde luego, el fundador de la República lo era. Tú siempre hablas de un certificado de adopción por parte de una familia plebeya, pero una familia plebeya llamada Junio Bruto debe de ser descendiente de un esclavo o un campesino propiedad de una familia patricia.
El razonamiento, que Bruto no tuvo más remedio que tragar, era muestra de que Servilia no se resignaba ya a seguir siendo una esposa callada y sumisa; había disminuido su temor al divorcio y, en consecuencia, había aumentado el convencimiento de su propio poder. El hijo de dos años era lo más importante del mundo para ella, pero el padre no significaba nada para ella. Su deseo de conservar la categoría del esposo se basaba estrictamente en el amor por el hijo, pero eso no significaba que tuviera que rendir pleitesía a Bruto como antes de que la traición del suegro les hubiese puesto en un brete.
—A tu hermana menor le vendrá estupendamente —dijo Bruto en tono de malicia—. Es patricia casada con un patricio. A ella y a Druso Nerón les irá de maravilla.
—Druso Nerón es plebeyo —replicó Servilia, altanera—. Será Claudio por nacimiento, pero mi tío Druso lo adoptó; él es un Livio, de igual categoría que tú.
—De todos modos, ya verás como prospera.
—Druso Nerón tiene veinte años y una inteligencia más pequeña que un salero. ¡Es más listo nuestro hijo de dos años! —replicó Servilia ásperamente.
Bruto la miró hastiado; bien sabía que el cariño de su esposa por el pequeño Bruto era irracional. ¡ Era como una leona!
—En cualquier caso —añadió en tono conciliador—, ya nos dirá Sila pasado mañana lo que piensa hacer.
—¿Tienes alguna idea de lo que se propone?
—Hasta pasado mañana no.
Dos días después, Sila abordaba las elecciones y los cargos con un talante que no daba lugar a discusión.
—Estoy harto de esas escaramuzas electorales —dijo—, y voy a legislar un procedimiento adecuado. A partir de ahora, todas las elecciones se celebrarán en quintilis, cinco o seis meses antes de que los elegidos ocupen el cargo. Durante ese plazo, los nombrados para cargos curules tendrán más importancia en la cámara. Los cónsules electos tomarán la palabra inmediatamente después de los cónsules en el cargo, y los pretores electos, después de los pretores en el cargo; y, a partir de ahora, el príncipe del Senado, los ex censores y los consulares no lo harán hasta después del último pretor electo. Es una pérdida de tiempo que la cámara tenga que escuchar a hombres que ya no desempeñan cargos antes que a otros que los ocupan o van a ocuparlos en breve.
Todos los ojos se volvieron hacia Flaco, príncipe del Senado, directamente degradado por el edicto; pero él continuaba sentado, perplejo, pero sin incomodarse.
Sila prosiguió.
—Se celebrarán en primer lugar las elecciones curules de la Asamblea centuriada, el día anterior a los idus de quintilis; luego, se celebrarán, en la asamblea del pueblo, las de cuestores, ediles curules, tribunos de los soldados y otros cargos de menor importancia, diez días antes de las calendas de sextilis. Y, finalmente, las elecciones plebeyas de la asamblea del pueblo se celebrarán entre el segundo y el sexto día antes de las calendas.
—No está mal —dijo Hortensio a Catulo—. Así todos sabremos lo que nos deparan las elecciones mucho antes de fin de año.
—Y gozaremos de mejor preeminencia —añadió Catulo, complacido.
—Bien, ahora hablaré de los cargos —dijo Sila —. Después de haber completado personalmente con nuevos nombres la lista de senadores de esta distinguida cámara, voy a cerrar la puerta. A partir de ahora sólo se podrá acceder a él habiendo sido cuestor y a los treinta años; no antes. Se elegirán veinte cuestores cada año, lo cual es número suficiente para compensar las posibles muertes para que no haya bajas en la cámara. Hay dos pequeñas excepciones que no afectarán al conjunto: quien haya sido elegido tribuno de la plebe y no sea senador, tendrá que acceder al Senado después de ser cuestor; y quien haya obtenido la corona de hierba o la corona cívica accederá sin más al Senado.
Se rebulló en la silla y miró al mudo rebaño.
—Se elegirán ocho pretores cada año. Un plebeyo no podrá ser candidato a pretor hasta cumplir treinta y nueve años, mientras que un patricio podrá hacerlo dos años antes, como se ha dicho. Habrá de transcurrir un plazo de dos años desde que se haya desempeñado el cargo de pretor para poder ser elegido cónsul. Y nadie podrá ser candidato al consulado sin haber sido pretor. Y voy a restablecer la lex Genucia en toda su extensión para que nadie —patricio ni plebeyo— pueda ser cónsul una segunda vez sin que hayan transcurrido diez años. ¡No quiero ningún otro Cayo Mario!
Cosa que a todos pareció excelente.
Pero cuando Sila presentó el decreto anulando los poderes de los tribunos de la plebe, el consenso no fue tan general y rotundo. Durante los siglos de la República, los tribunos de la plebe habían ido adquiriendo mayor responsabilidad en cuestiones legislativas, convirtiendo la Asamblea, formada exclusivamente por plebeyos, en el cuerpo legislativo más poderoso. Muchas veces, el principal objetivo de los tribunos de la plebe había sido contrarrestar los amplios poderes no especificados del Senado y disminuir la importancia de los cónsules.
—Todo eso ahora se ha acabado —dijo Sila con evidente fruición —. De ahora en adelante los tribunos de la plebe se contentarán con poco más que el derecho a ejercer el ius auxilii ferendi.
Se produjo un revuelo general; todo eran murmullos y aspavientos. Sila frunció el ceño e hizo un gesto desabrido.
—¡Quiero la supremacía del Senado! —bramó—. Y para ello tengo que reducir a la impotencia a los tribunos de la plebe. ¡Y lo haré! Con mis leyes, nadie que haya sido tribuno de la plebe podrá acceder a una magistratura… no podrá ser edil, pretor, cónsul o censor. Ni podrá desempeñar el cargo de tribuno de la plebe por segunda vez hasta que hayan transcurrido diez años. Podrá ejercer el ius auxilii ferendi sólo en su modalidad primitiva, salvando a un solo individuo de la plebe de las garras de un magistrado. Ningún tribuno de la plebe podrá intimidar con una ley respaldada por toda la plebe en virtud de ese derecho, ni impugnar ningún tribunal en reivindicación de ese derecho.
Curiosamente, la mirada de Sila se detuvo pensativa en dos personajes que no podían aspirar a ser tribunos de la plebe, dada su condición de patricios: Catilina y Lépido.
—El derecho a veto del tribuno de la plebe —prosiguió— quedará muy limitado. No podrá vetar decretos senatoriales, leyes con aprobación senatorial, el derecho del Senado a nombrar gobernadores provinciales y jefes militares, ni su derecho a tratar los asuntos extranjeros. Ningún tribuno de la plebe podrá promulgar leyes en su asamblea si no ha sido previamente autorizado por el Senado por un senatus consultum, y dejará de tener potestad para convocar reuniones del Senado.
Se vieron algunos rostros taciturnos y no pocos airados; Sila hizo una pausa teatral para ver si alguien protestaba, pero nadie osó hacerlo; ante lo cual, lanzó un carraspeo.
—¿Qué tienes que decir, Quinto Hortensio?
—Estoy de acuerdo, Lucio Cornelio —contestó Hortensio, tragando saliva.
—¿Hay alguien que no lo esté?
Profundo silencio.
—Bien —se apresuró a decir Sila—. Entonces, la lex Cornelia queda aprobada en el acto.
—Es horroroso —dijo después Lépido a Cayo Cotta.
—Totalmente de acuerdo.
—¿Y por qué nos hemos callado sumisamente? —preguntó Catulo—. ¿Por qué se lo hemos consentido? ¿Cómo puede ser auténtica la República sin un tribunato de la plebe activo y debidamente constituido?
—¿Y por qué no has hecho antes esas objeciones? —replicó Hortensio, sulfurándose, como si hubiese sido una indirecta a su acobardamiento.
—Porque me gusta conservar la cabeza sobre los hombros —replicó Catulo con toda franqueza.
—Con eso está todo dicho —apostilló Lépido.
—Yo veo una lógica en lo que dice —dijo Metelo Pío, uniéndose a ellos—. ¡Es muy inteligente! Otro con menos personalidad hubiera abolido el cargo, pero él no. No ha destruido el ius auxilii ferendi; lo que ha hecho ha sido reducir al mínimo los poderes que se conferían por añadidos posteriores. Y por ello puede argumentar perfectamente que está actuando sin traicionar al mos maiorum y que es lo único que quiere. De todos modos, yo os digo que esto no podrá llevarse a cabo, porque el tribunado de la plebe es una institución importante para muchos.
—La medida durará mientras él viva —terció Cotta, lacónico.
Tras lo cual, el grupo se dispersó. Ninguno estaba muy contento, pero, por otra parte, tampoco querían decir lo que realmente pensaban. ¡Era peligroso!
Lo que demostraba, pensó Metelo Pío mientras regresaba solo a casa, que el clima de terror de Sila daba resultado.
Cuando llegó la fecha de los juegos de Apolo a principio de quintilis, a las primeras leyes se habían añadido dos más: una lex Cornelia sumptuaria y una lex Cornelia frumentaria. La ley suntuaria era muy severa y llegaba hasta fijar un máximo de treinta sestercios por cabeza en comidas normales y de trescientos para los festines; lujos como perfumes, vinos extranjeros, especias y alhajas quedaban sometidos a fuertes impuestos; por otra parte, se limitaba el coste de entierros y tumbas y se gravaba con un enorme impuesto la púrpura de Tiro. La ley del trigo era en extremo reaccionaria, pues prohibía la venta a precio reducido por parte del Estado, aunque Sila, sobradamente astuto, no la prohibía del todo; su ley estipulaba sencillamente que el Estado no podía rebajar los precios en competencia con los comerciantes.
Todo un programa que aún estaba inconcluso, quizá porque la ímproba tarea de preparar toda aquella legislación se había sucedido sin tregua desde el triunfo de Sila; el dictador decidió, animado por las circunstancias, tomarse unos días de asueto y asistir a los ludi Apollinares celebrados a principio de quintilis. No era, desde luego, el espectáculo del circo Máximo lo que él quería ver, sino las representaciones teatrales, de las que unas diez u once estaban programadas en el teatro provisional de madera alzado en el circo Flaminius del campo de Marte. Abundaban las comedias y no faltaban las de Plauto, Terencio y Nevio, pero había también representaciones de mimo, que eran las preferidas de Sila, ya que la comedia constaba de un texto que no podía modificarse, mientras que el mimo consistía en una trama principal a partir de la cual director y actores añadían improvisaciones y actuaban sin máscaras.
Quizá fuese su entrevista con la delegación encabezada por Aurelia lo que motivase su decidida asistencia a las obras representadas durante los juegos de Apolo; o tal vez el hecho de que un antepasado suyo hubiera sido fundador de los juegos le decidiera a mostrarse en público. ¿O sería la necesidad de ver al actor Metrobio? ¡Treinta años! ¿Tantos habían pasado? Sí, Metrobio era un muchachito cuando Sila celebraba su treinta cumpleaños atormentado. Desde su ingreso en el Senado tres años después, sus encuentros habían sido escasos, muy espaciados y llenos de amargura.
La decisión de Sila de rechazar esa parte de su naturaleza había sido reflexiva, tenaz y basada en la lógica. Los hombres que en su vida pública admitían o caían en la preferencia por su propio sexo estaban condenados; no había una ley que les obligase a abandonar el servicio público, pero sí que existían leyes en las tablas y una lex Scantinia que imponía pena de muerte, aunque casi nunca se aplicaban pues existía cierta tolerancia con los hombres notables. La realidad era más sutil y no tenía por qué entorpecer la carrera pública si el interesado era eficiente, y se concretaba en sarcasmo, desprecio, bromas y en una drástica disminución de la dignitas; los de su misma alcurnia siempre le considerarían inferior por algo así, y Sila se impuso privarse de ello por mucho que lo deseara. Y lo deseaba mucho. Cifraba sus esperanzas en retirarse pronto de la vida pública, y entonces, se decía, le importaría un bledo lo que pensaran. Viviría su vida y satisfaría sus deseos. Cuando se retirase, su obra sería evidente y notoria, y habría acumulado a lo largo de su carrera una dignitas tan firme, que la última cana al aire ya no podría arruinarla.
¡Cómo deseaba a Metrobio! Probablemente, al actor no le interesaría un hombre viejo y feo. También eso había motivado su asistencia a las representaciones; mejor saberlo ahora que cuando llegase el momento del retiro; mejor recrearse la vista con el objeto amado ahora que aún veía.
Actuaban varias compañías, y, entre ellas, la que ahora dirigía Metrobio, que desde hacía unos diez años había dejado la tragedia por la comedia. Su grupo no actuaba hasta el tercer día, pero Sila asistió a las representaciones de mimo el primero y el segundo, y se divirtió mucho.
Le acompañó Dalmática, aunque no podía sentarse con los hombres como se hacía en el circo, porque en el teatro había una estricta jerarquía, dado que la sociedad romana no veía con buenos ojos las comedias y se consideraba que las mujeres podían corromperse si se sentaban con los hombres para contemplar tales inmoralidades y desnudeces. Las dos primeras filas de asientos en el hemiciclo con gradas de la cavea estaban reservadas a miembros del Senado, y las catorce filas siguientes solían reservarse para los caballeros del caballo público, un privilegio concedido a sus antepasados por Cayo Graco y que Sila les había arrebatado con suma fruición. Por ello, ahora, los caballeros tenían que batallar por un asiento con personas de menor categoría, llegando antes que otros para ocuparlo sin ningún privilegio. Las pocas mujeres que asistían a la representación estaban acomodadas a la derecha de la parte superior trasera de la cavea, desde donde se oía bastante bien, aunque casi no se veía el escenario. En la comedia corriente con máscaras (como la que representaba la compañía de Metrobio) no actuaba ninguna mujer, mientras que en el mimo los papeles femeninos sí que los encarnaban mujeres, nadie actuaba con máscara y muchas veces los actores salían desnudos.