Favoritos de la fortuna (50 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—¿Y por qué fingías no conocerle hasta que bajó del escenario? —preguntó ella, frunciendo el ceño.

—¡Porque llevaba máscara! —contestó Sila—. Hace tantos años que no estaba seguro.

¡Malo! Había logrado ponerle a la defensiva y no le gustaba nada.

—Sí, claro, claro —añadió ella poniendo énfasis en las palabras.

—¡Márchate, Dalmática! He perdido mucho tiempo con esto de los juegos y tengo mucho trabajo pendiente.

Ella dio media vuelta para irse, algo más tranquila.

—Otra cosa —dijo Sila.

—¿Qué?

—Quiero que vengas cuando llegue tu hija, así que no salgas ni desaparezcas.

¡Qué raro estaba últimamente!, pensó ella mientras cruzaba el vasto atrium hacia el jardín peristilado y sus aposentos. Le veía quisquilloso, feliz, veleidoso y cambiaba de un modo imprevisible; como si hubiese adoptado alguna decisión que le fuera imposible llevar a cabo, él que odiaba los aplazamientos. Y aquel apuesto actor… ¿Qué lugar ocuparía en la mente de Sila? Era alguien importante, aunque no atinaba a descubrir en qué aspecto. De haber habido algún parecido físico, habría incluso pensado que era hijo suyo, tal era la emoción que había observado en su esposo, a quien ya conocía muy bien.

Así, cuando Crisógono entró a comunicarle que había llegado Emilia Escaura, Dalmática ni siquiera se había planteado por qué Sila habría mandado venir a la muchacha.

Emilia Escaura estaba encinta de cuatro meses, y se le había puesto esa piel lustrosa y los ojos brillantes que se observan en algunas embarazadas. Se la veía bien sana. Lástima, quizá, que hubiese salido al padre y fuese baja y algo regordeta, pero conservaba en el rostro rasgos de la madre y había heredado los vivos y hermosos ojos verdes de Escauro.

No era una muchacha inteligente y nunca había sido capaz de aceptar el matrimonio de su madre con Sila, a quien temía y detestaba. Lo había llevado muy mal los primeros años, cuando las escasas ocasiones en que le había visto le hicieron comprender que su atractivo físico era lo que había desatado la pasión de su madre; pero, pese a haber cambiado tanto con la enfermedad, la pasión de su madre no disminuía un ápice. ¿Cómo podía una mujer seguir amando a un viejo tan feo y horrible? Recordaba, naturalmente, a su propio padre, que también era viejo y feo, pero no tenía la podredumbre de alma de Sila, aunque ella no tenía penetración ni ingenio para describirla.

Y ahora la hacía comparecer, sin apenas darle tiempo para dejar un aviso a Glabrio. Su padrastro la recibió dándole palmaditas en la mano y ofreciéndole solícito una cómoda silla, a lo que ella respondió con sonrisa de conejo, temiéndose cualquier cosa. ¿Qué se traería entre manos? Se le veía lleno de júbilo y de maldad.

Cuando entró su madre, repitió la escena de las palmaditas y la silla, como si quisiera predisponerlas e influir en su ánimo para que lo que fuese a decirles resultase más aceptable. Porque era algo importante, desde luego.

—Por cierto, ¿cómo está el futuro pequeño Glabrio? —preguntó a su hijastra muy amablemente.

—Muy bien, Lucio Cornelio.

—¿Cuándo es el feliz acontecimiento?

—A finales de año, Lucio Cornelio.

—¡Hum! Aún falta mucho.

—Si que falta, Lucio Cornelio.

Sila tomó asiento y tamborileó con los dedos en el respaldo de roble de la silla, con los labios fruncidos, mirando al infinito. Luego, aquellos ojos que tanto temía se clavaron en ella, y Emilia Escaura se estremeció.

—¿Eres feliz con Glabrio? —inquirió de pronto.

—Si, Lucio Cornelio —contestó sobresaltada.

—¡Dime la verdad, muchacha, la verdad!

—Soy feliz, Lucio Cornelio, de verdad.

—¿Te habrías casado con otro de poder elegir?

Emilia se ruborizó y bajó la vista.

—No tenía mi afecto puesto en ninguno, Lucio Cornelio, si a eso te refieres; y Manio Acilio me resultó aceptable.

—¿Lo sigue siendo?

—¡Oh, sí, sí! —respondió ella, con cierto tono de desesperación—. ¿Por qué me lo preguntas? ¡Soy feliz!

—Lástima —dijo Sila.

—Esposo —terció Dalmática, irguiéndose—, ¿a qué viene todo esto? ¿A dónde quieres ir a parar?

—Esposa, quiero dar a entender que no estoy satisfecho con la unión entre tu hija y Manio Acilio Glabrio, quien se cree con derecho a criticarme por ser de mi familia —replicó Sila, mostrando su indignación—. Señal, evidentemente, de que no puedo seguir considerándole miembro de mi familia. Voy a divorciarle inmediatamente de tu hija.

Las dos mujeres se quedaron pasmadas y los ojos de Emilia se bañaron de lágrimas.

—¡Lucio Cornelio, estoy esperando un hijo suyo! ¡No puedo divorciarme de él! —exclamó la muchacha.

—Claro que puedes —replicó indolente el dictador—. Puedes hacer todo lo que yo te mande. Y te ordeno que te divorcies inmediatamente de Glabrio —añadió, dando palmadas para llamar al secretario llamado Flósculo, que entró hoja en mano, entregándosela a Sila, quien le hizo signo con la cabeza de que saliera.

—Acércate, Emilia, y firma.

—¡No! —clamó la muchacha, poniéndose en pie.

—¡Sila, eres injusto! —añadió Dalmática, con los labios prietos, levantándose también—. Mi hija no quiere divorciarse de su marido.

—Me trae absolutamente sin cuidado lo que quiera tu hija —replicó el monstruo—. ¡Ven aquí y firma, muchacha!

—¡No! ¡No firmo!

Se levantó con tal celeridad de la silla que ninguna de las dos advirtió el movimiento. Los dedos de la mano derecha aferraron a Emilia Escaura por la boca, arrastrándola, en medio de sus gritos y llantos.

—¡Suéltala! ¡Suéltala! —gritó Dalmática, tratando de aflojarle los dedos—. ¡Te lo suplico, déjala! ¡Está embarazada y puedes hacerle daño!

Él apretaba cada vez mas.

—¡Firma! —repitió.

La muchacha no podía responder, y su madre se había quedado sin habla.

—Firma —volvió a decir Sila con voz suave—. Firma o te mato, con la misma despreocupación que cuando maté a los legados de Carbón. ¿A mí qué más me da que lleves un retoño de Glabrio en las entrañas? ¡Bien me vendría que lo perdieras! ¡Firma el acta de divorcio, Emilia, o te arranco los pechos y el vientre!

La muchacha firmó sin dejar de llorar, y Sila la soltó desdeñosamente.

—Eso es —dijo, limpiándose la saliva de la mano—. Y no vuelvas a hacerme enfadar, Emilia. No te conviene. Ahora, vete.

Dalmática abrazó protectoramente a la desconsolada joven, dirigiendo por vez primera en su vida una mirada de odio a Sila. Él se dio cuenta, pero les volvió la espalda indiferente.

Una vez en sus aposentos, Dalmática se vio con una muchacha histérica en los brazos y una profunda indignación. Ambas tardarían en recobrar la calma.

—Me habían dicho que podía actuar así, pero nunca le había visto hacerlo —dijo, cobrando ánimo—. ¡Oh, Emilia, no sabes cuánto lo siento! ¡Trataré de hacerle cambiar de idea en cuanto me sienta capaz de ir a verle sin ganas de sacarle los ojos!

Pero la muchacha, que no estaba entontecida, hizo un gesto terminante con la mano.

—¡No, no, madre! Sería peor.

—¿Qué habrá hecho Glabrio para enfurecerle así?

—Habrá dicho algo que no debía. A él no le gusta Sila; eso lo sé. Me ha contado que a Sila le gustan los hombres de un modo impropio.

Dalmática se puso pálida.

—¡Qué absurdo! ¡Oh, Emilia!, ¿por qué ha sido Glabrio tan necio? Ya sabes cómo son los hombres; esa calumnia les hace volverse locos.

—No creo que sea una calumnia —replicó Emilia Escaura, llevándose una toalla a la cara, en donde las señales de los dedos de su padrastro empezaban a ponerse moradas—. Yo siempre he creído que había una mujer en él.

—Mi querida niña, llevo nueve años casada con Lucio Cornelio Sila —replicó Dalmática, que comenzaba a sentirse cada vez más pequeña—, y te digo que es una calumnia.

—¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Como quieras! ¡Me da igual lo que sea! ¡Yo sólo siento odio por esa bestia!

—Te prometo que hablaré con él cuando esté más calmada.

—Ahórrate el mal trago, madre. No cambiará de idea —dijo Emilia Escaura—. Lo que me preocupa ahora es el niño. Mi hijo es lo único que me importa.

—Lo mismo puedo decir yo —replicó Dalmática, mirando compasiva a su hija.

—Madre, ¿también tu estás embarazada?

—Sí, hace muy poco; pero estoy segura.

—¿Qué vas a hacer? ¿Lo sabe él?

—No lo sabe. Y no voy a hacer nada que le impulse a divorciarse de mi.

—¿Conoces la historia de Elia?

—¿Quién no?

—¡Oh, madre, esto hace que todo cambie! ¡Me portaré bien! No hay que darle ningún pretexto para que se divorcie de ti.

—Esperemos æ—añadió Dalmática en tono de hastío— que sea menos brutal con tu marido que contigo.

—Será más brutal.

—No necesariamente —dijo Dalmática, que conocía a Sila—. Tú has sido la primera, y a veces se contenta con la primera víctima. Cuando Glabrio se entere del asunto, tal vez ya se haya calmado y se muestre benevolente.

Si no estaba lo bastante apaciguado para mostrarse benevolente, al menos se había disipado gran parte de su ira por las indiscretas palabras de Glabrio. Y Glabrio se percató en seguida de que sería peligroso fanfarronear.

—No hay necesidad de ponerse así, Lucio Cornelio —dijo—. Te he ofendido y haré cuanto pueda por reparar la ofensa. No quiero poner en peligro la posición de mi esposa.

—Oh, la posición de tu ex esposa no está en peligro —replicó Sila, sonriendo con sorna—. Emilia Escaura es miembro de mi familia y está bien segura; pero no puede seguir casada con un hombre que critica a su padrastro y difunde comentarios sobre él que son una atroz mentira.

—Se me fue la lengua —dijo Glabrio, humedeciéndose los labios.

—Se te va con mucha frecuencia, tengo entendido. Es cosa tuya, desde luego; pero de aquí en adelante se te irá sin escudarte en que eres de mi familia, y afrontarás el riesgo como cualquier otro. No he proscrito a ningún senador desde la primera lista, pero no hay nada que me lo impida. Te honré nombrándote senador antes de los treinta años, igual que he hecho con otros jóvenes de familia de alcurnia y antepasados ilustres. Bien, de momento dejaré tu nombre en el elenco senatorial y no aparecerá en los rostra, pero de ti depende que en el futuro siga siendo tan clemente. Tu hijo vive en el vientre de la hija de mi hermanastra y es lo único que te salva. Cuando nazca te lo enviaré. Ahora retírate.

Glabrio salió sin decir palabra y no explicó a ninguno de sus íntimos las circunstancias de su precipitado divorcio, ni los motivos por los que abandonaba Roma para vivir en sus fincas campestres. Su matrimonio con Emilia Escaura no había representado para él una unión afectiva; simplemente, ella le satisfacía, y tenía alcurnia, dote y todo lo que era debido. Con los años habría nacido afecto entre ellos, pero ahora ya era imposible. Sentiría de vez en cuando una punzada de aflicción al pensar en ella, más que nada porque el hijo no conocería a su madre.

Lo que sucedió a continuación no mejoró las relaciones entre Sila y Dalmática. A la mañana siguiente Pompeyo fue a ver al dictador, como estaba previsto.

—Tengo esposa para ti, Magnus —dijo Sila sin rodeos.

Había en Pompeyo algo de león adormecido que le servía cuando sucedían cosas que le impulsaban a pensar antes que a actuar. Escuchó la nueva con gesto más abierto que prevenido, pero sin dejar traslucir lo que pensaba. Lo que hacía, pensó Sila sin quitarle ojo, era darse la vuelta bajo un supuesto sol para que le calentase el otro costado, y lamerse las costillas para quitarse un resto de comida del bigote. Lánguido pero peligroso. Si, mejor atarle a la familia, porque aquél no era como Glabrio.

—¡Qué amable por tu parte, dictador! —dijo al fin Pompeyo—. ¿Quién podrá ser?

La inconsciente sintaxis picentina traicionaba sus orígenes, pero Sila no hizo comentario alguno.

—Es mi hijastra Emilia Escaura —dijo—. Patricia y de una familia que tú no encontrarías aunque buscases durante un milenio. Con una dote de doscientos talentos, y de fertilidad probada. Está embarazada de Glabrio y se divorciaron ayer. Comprendo que es algo molesto para ti tomar por esposa a quien ya espera un hijo de otro, pero la concepción ha sido virtuosa y es una buena muchacha.

Era evidente que la noticia ni entusiasmaba ni defraudaba a Pompeyo.

—¡Lucio Cornelio, querido Lucio Cornelio! —exclamó, con sonrisa beatífica—. ¡Estoy encantado!

—¡Estupendo! —añadió Sila, cortante.

—¿Puedo verla? Creo que no la conozco.

Una sonrisa cruzó el rostro del dictador al pensar en las contusiones de la boca de Emilia Escaura, y meneó la cabeza.

—Deja que pasen dos o tres intervalos de mercado, Magnus. Luego, vuelves por aquí y te caso con ella. Entretanto me ocuparé de que devuelvan los sestercios de su dote y los guardaré yo.

—¡Magnífico! —exclamó Pompeyo entusiasmado—. ¿Lo sabe ella?

—Aún no, pero la complacerá enormemente. Te ama en secreto desde que te vio desfilar en el triunfo —mintió Sila descaradamente.

¡La flecha había hecho blanco en el costado del león!

—¡Qué maravilla! —exclamó Pompeyo agradecido, y partió con aspecto de felino bien satisfecho.

Sila tenía ahora que dar la noticia a su esposa y a su hijastra; una tarea nada desagradable para él. Dalmática le había estado mirando de un modo muy distinto desde que la escena del día anterior había roto casi nueve años de tranquilidad, y a él no le complacía que le detestase. Tenía que herirla.

Las dos mujeres se encontraban en el cuarto de estar de Dalmática y se pusieron tensas al verle entrar sin previo aviso. Lo primero que hizo fue examinar el rostro de Emilia Escaura, contusionado e hinchado por debajo de la nariz. Después, miró a Dalmática. No advertía en ella ira o repulsa, aunque sí notaba desagrado en la frialdad de su mirada. Parecía enferma, pensó. Luego, se dijo que las mujeres æse refugiaban en curiosas enfermedades cuando la emoción las vencía.

—¡Buenas noticias! —dijo jovial.

Ellas guardaron silencio.

—Tengo nuevo esposo para ti, Emilia.

Sorprendida, la muchacha alzó hacia él sus ojos enrojecidos.

—¿Quién? —inquirió con un hilo de voz.

—Cneo Pompeyo Magnus.

—¡Oh, Sila, no! —exclamó Dalmática—. ¡No me lo puedo creer! ¿Vas a casar a la hija de Escauro con ese patán picentino? ¿Mi hija, del linaje de Cecilio Metelo? ¡No lo consentiré!

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