Favoritos de la fortuna (53 page)

Read Favoritos de la fortuna Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Se recurrió a los auspicios, que confirmaron la decisión del pontífice máximo. La clara luz de la mañana que inundaba el interior del templo por la puerta abierta se oscureció de pronto al ascender el sol, y una extraña brisa fría recorrió la nave.

—Otra cosa antes de irnos —dijo Sila.

Todos se detuvieron.

—Hemos de sustituir los libros de la Sibila, pues aunque aún poseemos los de Vegoe y Tages en el templo de Apolo, son textos que no sirven para nada en situaciones concernientes a dioses foráneos, como es el caso de Hércules Invictus. Hay muchas sibilas en el mundo, y algunas muy relacionadas con la de Cumas que escribió sus versos en hoja de palma y se los regaló al rey Tarquinio Prisco. Pontífice máximo, quiero que nombres a alguien que haga una investigación por todo el mundo para recopilar los versículos de que constaban nuestros libros proféticos.

—Tienes razón, Lucio Cornelio; debe hacerse —contestó Metelo Pío con aire grave—. Ya encontraré una persona adecuada.

El dictador y el pontífice máximo regresaron juntos a casa de Sila.

—A mi hija no va a sentarle nada bien —dijo Sila—, pero si se lo dices tú tal vez no me lo reproche.

—Lamento mucho este asunto.

—¡Y yo! —exclamó Sila, condolido.

Cornelia Sila aceptó lo que decía su padre, para sorpresa de ambos.

—Padre, tú la quieres en la medida de lo posible y no voy a creerte tan malo como para deshacerte de ella.

—¿Está moribunda? —preguntó Metelo Pío, con el remordimiento de haber sido él quien había tenido la idea de recluir a Dalmática en el templo de Juno Sospita hasta la hora de su muerte.

—Lucio Tucio dice que el final está próximo. El tumor se la come.

—Pues acabemos de una vez.

Ocho robustos portadores de litera sacaron a Dalmática del lecho de enferma, pero ella no lo soportó con digno silencio; en cuanto le comunicaron la decisión de los sacerdotes, se esfumó la sumisión con que había vivido al lado de Sila y comenzó a gritar, a llorar y llamarle a voces mientras la sacaban de la casa. Sila permaneció en su despacho, tapándose los oídos con las manos y llorando. Un precio más a pagar. Pero tenía que pagarlo en interés de la Fortuna. ¿O en interés de Metrobio?

Había cuatro templos seguidos fuera de las murallas servianas, en los mercados de verduras: los de Pietas, Jano, Spes y Juno Sospita. Esta Juno no era una de las diosas principales que protegían a las mujeres grávidas, sino una divinidad simultáneamente vástago guerrero de la Gran Madre de Pessinus, la Juno de las sierpes de Lanuvium, la Reina de los cielos y la Salvadora de las mujeres. Quizá por esta última advocación era una antigua costumbre que las mujeres que daban a luz sin dificultades acudiesen al templo con la placenta para dejarla como ofrenda.

En la época de la guerra itálica, en que había poco dinero y el templo disponía de pocos esclavos, Metela Baleárica, que había sido esposa de Apio Claudio Pulcro, había soñado que Juno Sospita se le aparecía y se quejaba amargamente de que su templo estaba tan sucio que no podía vivir en él. Baleárica había acudido al cónsul, Lucio César, para pedirle que la ayudase a limpiarlo; pero habían hallado algo más que restos de placentas, pues el lugar estaba lleno de restos de cadáveres de mujeres, de perras, de niños de pecho y de ratas. Ella, que también estaba embarazada cuando, acompañada de Lucio César, llevó a cabo la repugnante tarea, había muerto dos meses después al dar a luz a su sexto hijo.

Pero a partir de entonces el templo estaba bien cuidado; las placentas de ofrenda se metían en cestos impermeabilizados y se sacaban cada cierto tiempo para que las quemase ceremonialmente la flaminica dialis (o, en la época que nos ocupa, su sustituta), y no había un suelo de templo más limpio y que mejor oliera que el de Juno Sospita. Cornelia Sila había preparado un sitio para colocar el lecho de Dalmática, y en él la dejaron los portadores de la litera, empavorecidos por entrar en un lugar de mujeres. Ella seguía llamando con gritos cada vez más débiles a Sila, y, ya a punto de morir, no se dio cuenta de dónde estaba.

Sobre un pedestal había una estatua pintada de la diosa que, con zapatos de punta elevada y lanza, hacía frente a una serpiente alzada, pero lo más llamativo de la estatua era la piel auténtica de cabra que llevaba sobre los hombros, atada a la cintura, y con la cabeza cornuda sobre el pelo oscuro a guisa de casco. A los pies de aquella extraña representación se sentaron Metelo Pío y Cornelia Sila, cogiendo a Dalmática de la mano para ayudarla a superar el obstáculo humano del dolor y la desesperación. Fue una vela de sólo unas horas, más prueba moral que física. La pobre mujer murió sin dejar de solicitar la presencia de Sila, sorda a los paliativos comentarios de Cornelia Sila y Metelo Pío.

Una vez muerta, el pontífice máximo y los enterradores montaron el lectus funebris en el templo, ya que no se la podía trasladar a la casa, y, como tampoco podía mostrarse el cadáver, la colocaron en la tradicional postura sentada, tapada con un paño negro con Orla de oro, rodeada de plañideras profesionales y como decorado de fondo aquella extraña diosa con piel de cabra, lanza y serpiente.

—Cuando uno ha redactado la ley suntuaria, bien puede ignorarla —dijo Sila después.

Como consecuencia, el entierro de Cecilia Metela Dalmática costó cien talentos, y en él desfilaron veinticuatro carros con actores que llevaban las máscaras de cera de los antepasados de los Cecilios Metelos y de dos familias patricias, los Emilios Escauros y los Cornelios Silas. Pero la multitud que llenaba el circo Flaminius (se consideró imprudencia entrar el cadáver dentro del pomerium, dada su condición de impura) apreciaron menos aquel lujo que la aparición de sus hijos gemelos de tres años, Fausto y Fausta, vestidos de negro y llevados de la mano por una giganta de la Galia Transalpina, también engalanada de negro.

En las calendas de septiembre se inició la verdadera legislación: una furiosa embestida de tal envergadura, que hasta el Senado dudó.

—Las actuales leyes sobre los tribunales son torpes, laboriosas y poco realistas —dijo Sila desde la silla curul—. Ninguna comitia debe juzgar acusaciones civiles o criminales; los procedimientos son demasiado largos y susceptibles de manipulación política, y se ven influidos excesivamente por la fama o popularidad del acusado, y no digamos por la de los abogados defensores. Y un jurado del orden de varios miles de electores es tan inoperante como poco prudente.

Después de eliminar los procesos judiciales en las asambleas, Sila prosiguió:

—Voy a establecer en Roma siete tribunales permanentes: para traición, extorsión, malversación, soborno, falsificación, violencia y homicidio. Todos menos el último competen en cierto modo al Estado o al Tesoro, y los presidirá uno de los seis segundos pretores, echándoselo a suertes. El tribunal de homicidios juzgará todos los casos de asesinato, incendio, magia, envenenamiento, perjurio y un nuevo delito que denominaré asesinato judicial, es decir el destierro logrado mediante un tribunal. Espero que el tribunal de homicidios sea el que más trabajo tenga, aunque es el menos complicado, y quiero que lo presida alguien que haya sido edil, aunque no haya sido pretor, y que será nombrado por los cónsules.

Hortensio escuchaba horrorizado en su silla, pues sus sonados triunfos los había obtenido ante las asambleas, en las que su estilo y su habilidad para conmover a la multitud le habían creado leyenda; los jurados limitados en número de los tribunales eran demasiado cerrados para moverse a su impulso.

—¡Es el fin de la abogacía! —exclamó.

—¿Y eso qué importa? —replicó Sila con expresión de sorpresa—. Lo que es mucho más importante es el proceso judicial, y yo quiero que eso salga de las asambleas, Quinto Hortensio, no confundamos. No obstante, haré que la asamblea del pueblo sancione el establecimiento de esos tribunales fijos, y, mediante las provisiones de esa ley, las tres asambleas traspasarán sus deberes judiciales a dichos tribunales.

—¡Excelente! —comentó el historiador Lucio Cornelio Sisena—. íAsí, todos los que sean juzgados ante un tribunal lo serán con el consentimiento de las asambleas! Eso significa que un condenado no puede apelar ante la asamblea una vez establecido el veredicto.

—¡Exactamente, Sisena! El proceso de apelación se anula y se evita que las asambleas juzguen a nadie.

—¡Eso es repugnante! —exclamó Catulo—. ¡No sólo repugnante, sino totalmente anticonstitucional! ¡Todo ciudadano romano tiene derecho de apelación!

—Apelación y juicio son todo uno, Quinto Lutacio —replicó Sila—, y forman parte de la nueva constitución romana.

—¡La antigua constitución era más que suficiente en cuestiones como ésta!

—En cuestiones como ésta, la historia nos ha demostrado que las leyes de la antigua constitución permitían que muchos que hubieron debido ser condenados se salvaran porque alguien lograba convencer a una asamblea con sus trucos retóricos para anular la decisión de un tribunal legal. El aprovechamiento político de esos juicios de las asambleas era lamentable, Quinto Lutacio. Roma ha crecido demasiado para enfangarse en costumbres y procedimientos inventados cuando era una simple villa. No niego a nadie un juicio justo. De hecho, con esta ley, lo hago más Justo. Y se simplifica el procedimiento.

—¿Y el jurado? —inquirió Sisena.

—Estará formado estrictamente por senadores; por eso necesito que haya cuatrocientos por lo menos. El deber de los jurados era una carga, y lo seguirá siendo cuando haya siete tribunales. Sin embargo, voy a reducir el número de jurados. El antiguo jurado de cincuenta y un miembros se mantendrá sólo en casos de los peores crímenes contra el Estado. De ahora en adelante el número de miembros del jurado dependerá de los que haya disponibles para constituirlo, y si por el motivo que sea hay un número par, un empate cóntará como absolución. Ya tenemos un Senado dividido en decurias presididas por un senador antiguo; me valdré de esas decurias como base de los jurados, aunque sin que necesariamente tenga que ser la misma decuria la que acuda constantemente ante el mismo tribunal. El jurado de cada juicio de todos los tribunales se echará a suertes una vez determinada la fecha del juicio.

—Me parece bien —dijo el joven Dolabela.

—¡Inaceptable! —exclamó Hortensio—. ¿Qué sucede si a mi decuria le cae en suerte hacer de jurado mientras yo estoy actuando de abogado defensor en otro juicio?

—Pues tendrás que procurar compaginarlo —replicó Sila, sonriendo con sorna—. Las rameras lo hacen, Hortensio. Tú no debes ser menos.

—¡Vamos, Quinto, calla la boca! —musitó Catulo.

—¿Quién decide el número de jurados para un determinado tribunal? —inquirió el joven Dolabela.

—El presidente —contestó Sila—, pero hasta cierto punto. La decisión dependerá en último extremo del número de decurias que haya disponibles. Me gustaría que estuviese formado entre veinticinco y treinta y cinco senadores. No se designará una decuria completa, así el número de jurados será par.

—Se asignará la presidencia de los tribunales a los seis segundos pretores echándola a suertes —terció Metelo Pío—. ¿Quiere eso decir que prevalecerá el antiguo sistema para elegir los pretores urbanos y los foráneos?

—No, voy a derogar la ley que atribuye el cargo de pretor urbano al cabeza de lista, y de pretor foráneo al segundo —replicó Sila—. A partir de ahora los ocho cargos se decidirán a suertes.

Pero a Lépido no le interesaba el cargo que recibía en suerte cada pretor, y planteó una pregunta de la que ya conocía la respuesta, por el simple hecho de oírsela decir a Sila.

—Por consiguiente, ¿pretendes impedir la participación en los tribunales a los caballeros?

—Totalmente. Salvo un breve intervalo, el control de los jurados romanos lo han venido ejerciendo los caballeros desde la época de Cayo Graco. ¡Eso se ha acabado! Cayo Graco olvidó incluir en la ley una cláusula que permitiese el procesamiento de un jurado corrupto. ¡Me aseguraré de que los senadores sean plenamente responsables bajo esa ley!

—Entonces, ¿qué deberes quedan para el pretor urbano y foráneo? —preguntó Metelo Pío.

—Serán responsables de todos los litigios civiles —contestó Sila —, así como, en el caso del pretor foráneo, de las querellas criminales entre los no romanos. Sin embargo, voy a anular el derecho de ambos pretores a juzgar en casos civiles; en lugar de ello, trasladarán esos casos a un solo juez designado a suertes entre una serie de senadores y caballeros, y será él quien actúe como iudex. Su decisión será irrevocable para ambas partes, si bien cualquiera de los dos pretores conservarán la potestad de supervisar los procedimientos.

Tomó la palabra Catulo, al ver que Hortensio, sofocado y fuera de sí por la actitud de Sila, no iba a hacer ninguna pregunta.

—Conforme estipula actualmente la constitución, Lucio Cornelio, sólo una asamblea legalmente convocada puede aprobar una sentencia de muerte. Si vas a despojar a las asambleas el derecho a juzgar, ¿quiere eso decir que serán esos tribunales los que tengan potestad para imponer la pena de muerte?

—No, Quinto Lutacio, no es eso. Todo lo contrario. No habrá pena de muerte. Las futuras penas se limitarán al destierro, a multas y/o confiscación de parte o de todas las propiedades de los convictos. Mis nuevas leyes regularán también las actividades de la comisión que determine los daños y perjuicios, que la formarán entre dos y cinco de los jurados, elegidos a suertes, más el presidente del tribunal.

—Has creado siete tribunales —dijo Mamerco—. Traición, extorsión, malversación, soborno, falsificación, violencia y homicidio. Pero, conforme a la lex Plautia, existe aún un tribunal para casos de violencia pública. Yo quiero preguntar dos cosas: una, ¿qué sucederá con este tribunal?, y dos, ¿qué sucede en los casos de sacrilegio?

—La lex Plautia ya no es necesaria —respondió Sila, reclinándose en la silla con gesto complaciente; el Senado parecía satisfecho ante la perspectiva de privar a las asambleas del derecho a juzgar delitos—. Los delitos de violencia se juzgarán en el tribunal al efecto o en el de traición si son de gran magnitud. En cuanto al sacrilegio, los delitos de esta naturaleza son poco frecuentes para que exista un tribunal permanente. Se determinará un tribunal especial en los casos concretos y lo presidirá un ex edil; pero su actuación será la misma que la de los tribunales fijos y no habrá derecho de apelación ante las asambleas. Si se trata de delitos de castidad de las vestales, seguirá siendo aplicable la pena de morir en la hoguera, pero su amante o amantes serán juzgados en otro tribunal, sin que se les imponga pena de muerte.

Other books

Jacaranda Blue by Joy Dettman
Chosen by Swan, Sarah
Bound by Love by Rosemary Rogers
Aces Wild by Taylor Lee
STEP BY STEP by Black, Clarissa
Black Ships by Jo Graham
Luna Marine by Ian Douglas