Favoritos de la fortuna (56 page)

Read Favoritos de la fortuna Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—¿Tan complicado ha de ser un caso de homicidio? ¿Por qué?

—Quien se encargue de la defensa de Roscio de Amena se enfrentará al sistema de proscripción de Sila —dijo Mesala—. Para lograr su absolución habrá que demostrar que las proscripciones de Sila suponen una grave corrupción.

—¡Por los dioses! —dijo Cicerón, profiriendo un silbido con su carnosa boca.

—¡Y que lo digas! ¿Te interesa el caso?

—Pues no se… —contestó Cicerón, frunciendo el ceño y debatiéndolo interiormente. Conservar la vida era fundamental, pero un caso difícil con posibilidad de ganar laureles jurídicos merecía la pena—. Explícate un poco, Mesala, para que me haga una idea.

Mesala se dispuso a contar la historia de modo vivaz para ganar el interés de Cicerón.

—Sexto Roscio tiene mi edad, y le conozco desde que íbamos a la escuela. Hemos servido nuestras seis campañas a las órdenes de Lucio César y de Sila en Campania. El padre de Roscio era propietario de casi toda Amena, incluidas trece fincas en la orilla del Tíber, de una enorme riqueza. Roscio es su único hijo, pero hay dos primos que son los malvados. El padre de Roscio fue a Roma a hacer una visita a principios de año y allí le asesinaron. No sé si fueron los primos, y Roscio tampoco lo sabe. Es probable, pero podría ser que no —añadió Mesala con una mueca—. La noticia del asesinato del padre llegó a Amena a través de un agente de los primos, desde luego. Y lo más sospechoso es que ese agente no le dijo nada al pobre Roscio. Sólo habló con los primos, quienes urdieron la historia para hacerse con la heredad.

—Creo que lo entiendo —dijo Cicerón, cuya mente era implacable analizando la perfidia humana.

—Volaterrae acaba de sublevarse y Sila estuvo allí dirigiendo las primeras fases del asedio; y con él iba Crisógono.

No había necesidad de explicar a Cicerón quién era Crisógono, pues todo Roma conocía al infame administrador encargado de las listas, los libros y todos los detalles relativos a las proscripciones de Sila.

—Los primos acudieron a Volaterrae y les fue concedida una entrevista con Crisógono, quien, mediante un alto precio, acordó con ellos falsificar una de las listas de proscripción incluyendo el nombre del padre de Roscio. Luego fingió que había «visto por casualidad» un informe oficial sobre el asesinato y «recordó» que el nombre figuraba en una lista de proscripción. En resumen: las propiedades del padre de Roscio, con un valor de seis millones, fueron subastadas y las adquirió el propio Crisógono por dos mil sestercios. ¿Te imaginas?

—¡Me encanta ese infame! —exclamó Cicerón, con gesto de perro perdiguero al acecho.

—¡Pues a mí no! ¡Es odioso! —replicó Mesala.

—¡Sí, sí, es odioso! ¿Y qué sucedió después?

—Todo esto sucedió antes de que Roscio supiera que su padre había muerto. La primera noticia la tuvo cuando los dos primos aparecieron con una orden de proscripción de Crisógono y le expulsaron de las propiedades del padre. Crisógono se ha quedado con diez de las trece fincas y ha instalado en ellas al segundo primo como administrador y agente. Las otras tres fincas Crisógono se las ha asignado al otro primo. El golpe para el pobre Roscio ha sido por partida doble: al enterarse que su padre estaba proscrito hacía meses y que había sido asesinado.

—¿Y ha creído toda esa sarta de mentiras? —preguntó Cicerón.

—Totalmente. ¿Por qué no había de creerlas? Cualquiera con unos sestercios ahorrados teme verse en una lista de proscritos, viva en Roma o en Amena. ¡Y Roscio se lo creyó! Y abandonó las propiedades.

—¿Y quién descubrió el pastel?

—Los ancianos del lugar —contestó Mesala—. Un hijo nunca conoce la auténtica naturaleza del padre, pero los amigos de éste sí; cosa lógica. Una persona conoce a un amigo sin las deformaciones emocionales propias de un hijo.

—Cierto —añadió Cicerón, pensando en su propio padre.

—Fueron los amigos del padre quienes se reunieron y convinieron en que el muerto no tenía ni un pelo de partidario de Mario, Cinna o Carbón, y convinieron ir a Volaterrae para pedir audiencia con Sila en persona para suplicarle que revocase la proscripción para que Roscio pudiese heredar. Reunieron numerosas pruebas y se pusieron en marcha sin dilación.

—¿En compañía de qué primo? —inquirió Cicerón.

—Buena pregunta —contestó Mesala sonriente—. Del primero, que, además, tuvo la audacia de asumir el mando de la misión. Mientras, el segundo primo se adelantó al galope hasta Volaterrae para advertir a Crisógono de lo que sucedía. Por eso la delegación no llegó a ver a Sila; les paró los pies Crisógono, quien tomó nota de todos los detalles, se quedó con las pruebas, y les prometió entrevistarse con el dictador para que derogase la proscripción, asegurándoles que no se preocuparan y que Roscio heredaría.

—¿Y no sospechó nadie que hablaban con el verdadero propietario de las trece fincas? —inquirió Cicerón.

—Nadie, Marco Tulio.

—Es signo de los tiempos, ¿no es cierto?

—Eso me temo.

—Continúa.

—Transcurrieron dos meses, y los amigos del padre de Roscio se dieron cuenta de que les habían engañado, pues no llegaba ninguna orden anulando la proscripción, y ya se sabía que los dos primos vivían en las propiedades como si fuesen suyas. Hicieron averiguaciones y supieron que el primero era dueño de tres y Crísógono de las otras diez. Y todos se quedaron aterrados, pues imaginaron que Sila estaba al corriente de todo.

—¿Tú crees que es así? —inquirió Cicerón.

Mesala reflexionó un buen rato y, finalmente, meneó la cabeza.

—No, Cicerón, lo dudo.

—¿Por qué? —preguntó aquel jurista nato.

—Sila es terrible. A mí me hace temblar. Dicen que de joven mataba a mujeres por dinero, y que entró en el Senado pasando por encima de esos cadáveres; pero yo le conocí un poco cuando estuve en su ejército (yo era muy joven para tener amistad con él, desde luego, pero él siempre andaba revisándolo todo) y me llamó la atención por su escrupulosidad aristocrática. ¿Sabes lo que quiero decir?

Cicerón sintió una comezón de bochorno, pero lo disimuló. ¿Sabía él lo que el noble patricio Marco Valerio Mesala quería decir con escrupulosidad aristocrática? ¡Oh, claro! Nadie mejor que Cicerón, que era «hombre nuevo» y tanto envidiaba a los patricios como Mesala y Sila.

—Creo que sí —dijo.

—Sila tiene un lado oscuro, y seguramente sería capaz de matarnos sin escrúpulos si conviniera a sus planes, pero sería por tener un motivo patricio. No lo haría por codiciar trece ricas fincas en la ribera del Tíber. Si tuviera ocasión de acudir a una subasta de propiedades confiscadas, no digo yo que no aprovechara la ocasión de comprar unas tierras muy baratas, pero ¿urdir algo así para enriquecerse él o su liberto de un modo deshonroso poniendo en peligro algo tan vital como su reputación? No; creo que no. A él le importa su honorabilidad; se advierte en sus leyes, que yo considero son honorables. Puede que no esté de acuerdo con él en que a los tribunos de la plebe deba arrebatárseles todo su poder, pero lo ha hecho legal y abiertamente. Es un patricio romano.

—Entonces Sila no sabe nada —apostilló Cicerón, pensativo.

—Yo creo que no.

—Continúa, Marco Valerio, te lo ruego.

—Cuando los ancianos de Amena dieron en pensar que Sila estaba al corriente de los hechos, mi amigo Roscio optó por protestar más. El pobre había estado muy abrumado durante meses y apenas tenía ánimo para hablar. Pero una vez que se soltó la lengua, comenzó a contar cosas. Habían atentado contra su vida varias veces. Y por ello hace dos meses huyó a Roma y buscó refugio en casa de una vieja amiga de su padre, la vestal retirada Metela Baleárica, la hermana de Metelo Nepote. La otra hermana era esposa de Apio Claudio Pulcro y murió dando a luz a ese horrible niño que se llama Publio Clodio.

—Continúa, Mesala —dijo Cicerón.

—Parece ser que el hecho de que Roscio conociese a gente de tanta influencia como los Metelos Nepote y una vestal retirada de los Cecilios Metelos, quitó el sueño a los primos, que comenzaron a temerse que Roscio pudiera entrevistarse con Sila. Pero no se atrevieron a asesinarle por temor a que se descubriese el crimen si los Cecilios Metelos conseguían que se llevasen a cabo pesquisas. Así que decidieron que era mejor desacreditar a Roscio falsificando pruebas de que era el asesino de su padre. ¿Conoces a un tal Erucio?

—¿Y quién no? —replicó Cicerón con una mueca de disgusto—. Es un acusador profesional.

—Bien, pues ése acusó a Roscio del asesinato de su padre. Los testigos del crimen eran sus esclavos, que, naturalmente, habían sido vendidos con las propiedades a Crisógono. Por consiguiente, no había posibilidad de que dijesen la verdad. Y Erucio está convencido de que no hay abogado capaz de asumir la defensa de Roscio, al no atreverse a denigrar el método de las proscripciones por temor a Sila.

—Pues más le vale a Erucio no dormirse sobre sus laureles —comentó Cicerón con energía—. Defenderé encantado a tu amigo Roscio, Mesala.

—¿Y no te preocupa incomodar a Sila?

—¡Uf! ¡Bobadas! ¡Sé cómo hacerlo exactamente y lo haré! Además, te aseguro que Sila me lo agradecerá.

Aunque en el tribunal de homicidios se habían visto otros casos, el juicio de Sexto Roscio de Amena, acusado de parricidio, levantó un gran revuelo. La ley de Sila estipulaba que presidiese el tribunal un antiguo edil, pero aquel año era presidente el pretor Marco Fanio. Cicerón, sin ningún temor, expuso la historia de Roscio en su actio prima, dejando claro para el jurado y el público que la línea principal de su defensa sería la corrupción a que daban lugar las proscripciones de Sila.

Llegó por fin el último día del juicio en que Cicerón tenía que dirigir el discurso definitivo al jurado, y, junto al presidente del tribunal, estaba Lucio Cornelio Sila, sentado en su silla curul.

La presencia del dictador no amilanó a Cicerón lo más mínimo, sino que le estimuló para elevarse a una elocuencia sin par.

—Hay tres culpables en este horrible asunto —dijo, dirigiéndose a Sila en vez de al jurado—. Los primos Tito Roscio Capito y Tito Roscio Magnus como más destacados, pero, en realidad, secundarios. No hubieran podido hacer lo que han hecho de no ser por las proscripciones, de no ser por Lucio Cornelio… Crisógono —añadió, con una marcada pausa entre los dos nombres, que hizo temer a Mesala que fuese a añadir: «Sila.»

»¿Quién es concretamente ese «hijo de oro» —prosiguió Cicerón—, ese Crisógono? Yo os lo diré. ¡Un griego! No es ninguna desgracia. Fue esclavo. No es ninguna desgracia. Es liberto. No es ninguna desgracia. Es cliente de Lucio Cornelio Sila. No es ninguna desgracia. Es rico. No es ninguna desgracia. Es poderoso. No es ninguna desgracia. Es el administrador de las proscripciones. No es ninguna desgracia… ¡Eh, no, no, no! ¡Perdonadme, padres conscriptos! Ya veis lo que sucede cuando uno se deja llevar por la retórica. ¡Cuidado! ¡Habría podido pasarme horas diciendo «no es ninguna desgracia» y hubiera cavado mi tumba retórica. No.

Cicerón, ya en pleno arrebato oratorio, hizo una pausa para demostrar que hablaba sabiendo bien lo que decía.

—Lo repetiré. Es administrador de las proscripciones. ¡Y eso sí que es una desgracia monumental, olímpica! ¿Veis todos a ese hombre magnífico, sentado en su silla curul; ese paradigma romano de virtud, ese general sin rival, ese legislador que ha dado nuevas pautas de gobierno, ese diamante fulgurante en la corona de la gens Cornelia? ¿Le veis todos? ¿Sentado ahí, tan apaciblemente como si fuese Zeus? ¿Le veis todos? ¡Miradle bien!

Cicerón dio la espalda a Sila para mirar al jurado, agachando un poco la cabeza, componiendo bajo la toga una escuálida figura que, sin embargo, parecía tener los músculos de Hércules y la majestad de Apolo.

—Hace años, este hombre magnífico se compró un esclavo para que fuese su mayordomo. Un excelente mayordomo, por cierto. Cuando la difunta esposa de este gran hombre tuvo que huir de Roma a Grecia, tuvo a su lado al mayordomo para ayudarla y consolarla, y fue el mayordomo quien se hizo cargo de la familia de este gran hombre (esposa, hijos, nietos y criados), mientras nuestro gran Lucio Cornelio Sila avanzaba por la península italiana como un titán. Era un mayordomo de confianza que no traicionó esa confianza. Y fue manumitido y adoptó las dos primeras partes del glorioso nombre del amo: Lucio Cornelio, y, como es costumbre, lo apellidó con su propio cognomen de Crisógono. El hijo de oro. Sobre el que se fueron acumulando honores y honores, crecientes confianzas, ingentes responsabilidades. No era un simple mayordomo liberto de una gran casa, sino el gestor, administrador y ejecutor de un proceso previsto para cumplir dos propósitos: en primer lugar, dar el justo castigo a todos los traidores que respaldaron a Mario, que respaldaron a Cinna y respaldaron incluso a un insecto repugnante como Carbón; y, segundo, emplear los bienes y tierras de los traidores para restaurar la prosperidad de la empobrecida Roma.

Cicerón cruzó de arriba abajo el espacio ante el tribunal presidido por Fanio, sujetándose con la mano izquierda la toga sobre el hombro y el brazo derecho caído, pegado al cuerpo. Todos estaban quietos, con los ojos clavados en él y conteniendo la respiración.

—¿Y qué es lo que hizo ese Crisógono? Mientras ante su patrocinador mantenía su radiante rostro sonriente, secretamente se dedicaba a ejercer su venganza contra éste que le había insultado, contra aquél que le había estorbado, y actuando sobre todo al amparo de la noche, y, con inicua pluma y traicionando la confianza de su patrón, insertaba los nombres de aquellos cuyas propiedades codiciaba, en connivencia con gusanos y sabandijas para enriquecerse a costa de su patrón, a expensas de Roma. ¡Ah, pero qué astuto era, miembros del jurado! ¡Cómo urdía y se las ingeniaba para ocultar las pistas, cómo adulaba a su amo, cómo manipulaba su cohorte de alcahuetes y maleantes, cómo se esmeraba por asegurarse de que su noble e ilustre patrón no tuviera idea de lo que estaba sucediendo realmente! Pues eso es lo que sucedió: que abusó del modo más vil y despreciable de la confianza y la autoridad otorgadas.

Y, echándose a llorar, Cicerón profirió fuertes sollozos, se retorció las manos y encorvó el cuerpo en un paroxismo de dolor.

—¡Ah, no puedo mirarte, Lucio Cornelio Sila! Que yo… un hombre bajo y sencillo del campo del Lacio… un rústico, un palurdo, un leguleyo del agro, que sea yo quien tenga que quitarte el velo de los ojos, quien te los abra a… ¿qué adjetivo hallaría yo para calificar el grado de trapacería de tu más estimado cliente, Lucio Cornelio Crisógono? ¿Vil, repugnante, despreciable trapacería? ¡Una trapacería que no tiene nombre!

Other books

Blue Waltz by Linda Francis Lee
The Death of Sleep by Anne McCaffrey, Jody Lynn Nye
The Axeman of Storyville by Heath Lowrance
From The Ashes by Alexander, Ian, Graham, Joshua
03 Dear Teacher by Jack Sheffield
Lingus by Zapata, Mariana