Favoritos de la fortuna (55 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Dirigió una mirada feroz a la cámara y continuó.

—Voy a anular toda potestad de las asambleas en cuestiones de guerra, provincias y asuntos extranjeros. A partir de ahora, las asambleas no podrán tratar de guerras, provincias y asuntos extranjeros, ni siquiera en contio; serán asuntos de exclusiva potestad del Senado —otra mirada feroz—. A partir de ahora, las asambleas aprobarán leyes y celebrarán elecciones, pero nada más. No tendrán participación en juicios, asuntos extranjeros ni cuestiones militares.

Al concluir la frase se oyó un ligero murmullo. La tradición estaba de parte de Sila, pero desde la época de los hermanos Gracos las asambleas se habían utilizado cada vez más para obtener mando militar y la gobernación de provincias, y hasta para despojar de ese mando a los nombrados por el Senado. Le había sucedido al padre del Meneítos cuando Mario le había arrebatado el mando de la campaña de África, y lo había sufrido Sila cuando Mario le había arrebatado el mando de la guerra contra Mitrídates. La nueva ley era bien recibida.

Sila dirigió la vista a Catulo.

—Los dos cónsules deben ser enviados a las dos provincias consideradas más turbulentas o en peligro. Las provincias consulares y las pretorianas se asignarán a suertes. Habrá que ajustarse a ciertas convenciones para mantener el buen nombre de Roma en el orbe. Si se hacen levas de naves o flotas en las provincias o en reinos clientes, el coste se deducirá del tributo anual. Y la misma ley se aplicará a las levas de tropas o abastecimientos militares.

Marco Junio Bruto, hasta aquel momento acobardado como un ratón, sacó fuerzas de flaqueza.

—Si un gobernador tiene que afrontar una guerra en su provincia, ¿tendrá que dejarla al cabo de un año?

—No —respondió Sila, guardando silencio un instante mientras pensaba—. Puede incluso darse el caso de que el Senado se vea obligado a enviar a los cónsules del año a una guerra extranjera. Si Roma se ve acosada será difícil evitarlo. Sólo pido al Senado que considere muy detenidamente las soluciones antes de comprometer a los cónsules del año en una campaña extranjera o prorrogar el mandato de un gobernador.

Cuando Mamerco levantó la mano para hablar, los senadores prestaron oído, pues ya se sabía que era la marioneta de que Sila se valía para hacer preguntas, y supusieron que iba a cuestionar algo que el dictador consideraba preferible introducir por medio de una pregunta.

—¿Puedo plantear una situación hipotética? —preguntó Mamerco.

—¡Adelante! —contestó Sila de buen talante.

Mamerco se levantó. Como aquel año era pretor de extranjeros y tenía cargo curul, estaba sentado en el estrado al fondo de la cámara, junto a los demás magistrados curules, y todos los senadores podían verle puesto en pie. El nuevo reglamento impuesto por Sila de que todos tomasen la palabra sin moverse del sitio hacía que sólo a los que estaban en el estrado los vieran todos.

—Pongamos que llega un año en que Roma se ve acosada por todos lados —comenzó a decir Mamerco pausadamente—. Pongamos que los cónsules y todos los pretores disponibles del año han tenido que ir a luchar mientras desempeñaban el cargo, o supongamos que los cónsules del año no tienen suficiente experiencia militar para ser enviados a la guerra. Digamos que se da la posibilidad de que faltan gobernadores, porque un par de ellos han muerto a manos de los bárbaros o por otras causas. Y supongamos que en el Senado no hay hombres con experiencia o capacidad que quieran o puedan asumir el mando militar o el cargo de gobernador. Si has privado a las asambleas de la potestad de discutir el asunto y adoptar la decisión de lo que debe hacerse compete exclusivamente al Senado, ¿qué debe hacer éste?

—¡Ah, qué magnífica pregunta, Mamerco! —exclamó Sila, después de haber llevado la cuenta de los diferentes puntos con los dedos, como si no la hubiese elaborado él mismo—. Roma se ve acosada por todas partes. No hay magistrados curules. No hay consulares ni ex pretores. No hay senadores con suficiente experiencia o capacidad. Pero Roma necesita otro jefe militar o un gobernador. ¿Es así? ¿Lo he entendido bien?

—Exactamente, Lucio Cornelio —contestó Mamerco muy serio.

—En ese caso —dijo Sila despacio—, el Senado debe buscar fuera de sus filas a ese hombre, ¿no os parece? Lo que expones es una situación insoluble con los medios habituales. En cuyo caso, la solución debe buscarse con medios extraordinarios. En otras palabras, el Senado tiene la obligación de buscar en Roma un hombre de capacidad y experiencia excepcionales para darle la autoridad legal necesaria para que asuma el mando militar o el cargo de gobernador.

—¿Aunque sea un liberto? —inquirió Mamerco, estupefacto.

—Aunque sea un liberto. Aunque yo más bien me inclinaría a pensar que sería elegido un caballero o un centurión. Yo conozco un centurión que en cierta ocasión estuvo al mando de una peligrosa retirada y le fue concedida la Corona de Hierba, y después obtuvo la toga bordada de púrpura de una magistratura curul. Se llamaba Marco Petreio. De no haber sido por él, se habrían perdido muchas vidas y aquel ejército no habría podido volver a entrar en combate. Accedió al Senado y murió honrosamente durante la guerra itálica. Su hijo forma parte de los nuevos senadores nombrados por mí.

—¡Pero el Senado no tiene poder legal para dar imperium para mando militar o gobierno a quien no es senador! —objetó Mamerco.

—Con mis nuevas leyes el Senado tendrá ese poder y deberá dárselo —replicó Sila—. Denominaré a ese cargo de gobernador o de mando militar «encomienda especial», y otorgaré la autoridad debida al Senado para que otorgue el imperium que considere necesario. A cualquier ciudadano romano, aunque sea un liberto.

—¿A dónde irá a parar? —musitó Filipo a Flaco, príncipe del Senado—. ¿Jamás he oído nada igual!

—Pues no sé —contestó Flaco con un hilo de voz.

Sila sí que lo sabía, y Mamerco se lo imaginaba; era una manera más de vincular a Cneo Pompeyo Magnus, que se había negado a entrar en el Senado, pero que, debido a las tropas veteranas de su padre, seguía siendo un poder militar que había que tener en cuenta. Sila no estaba dispuesto a que nadie marchase sobre Roma; él había sido el último. Por consiguiente, si la situación cambiaba y Pompeyo se convertía en un peligro, tenía que haber una solución para que la enorme capacidad de Pompeyo pudiera ser encauzada legalmente por el organismo con poderes para ello: el Senado. Sila no pretendía más que legislar lo que era de puro sentido comun.

—Me queda por definir la traición —dijo días más tarde el dictador—. Hasta que entraron en vigor las nuevas leyes sobre los tribunales, había varias clases de traición, desde el perduellio hasta la maiestas minuta; traiciones grandes, traiciones pequeñas y traiciones medias, aunque todas ellas carecían de auténtica especificidad. A partir de ahora, todas las acusaciones por traición serán juzgadas en el quaestio de maiestate, el tribunal permanente para traición. Las acusaciones de traición, como veréis en breve, se limitarán casi exclusivamente a los que ostenten cargos de gobernador o tengan mando en guerras extranjeras. Si un civil romano comete traición en Roma o Italia, será objeto de un solo proceso que llevará a cabo una asamblea; será juzgado por perduellio por las centurias, que le condenarán a la pena tradicional de crucifixión en un árbol de mal agüero.

Hizo una breve pausa.

—Todos éstos que enumero son casos de traición:

»Un gobernador provincial que abandone su provincia.

»Un gobernador militar que permita a sus ejércitos cruzar la frontera provincial.

»Un gobernador provincial que inicie la guerra por su cuenta.

»Un gobernador que invada el territorio de un rey vasallo sin previo consentimiento del Senado.

»Un gobernador que intrigue con un rey vasallo o cualquier poder extranjero para cambiar la situación de un país extranjero.

»Un gobernador que reclute tropas suplementarias sin autorización del Senado.

»Un gobernador que adopte decisiones o publique edictos en su provincia que alteren la situación de la misma sin consentimiento expreso del Senado.

»Un gobernador que no permanezca en su provincia más de treinta días después de la llegada del sucesor nombrado por el Senado.

»Eso es todo —añadió Sila, sonriendo—. En el aspecto positivo, señalaré que el que posea imperium seguirá teniéndolo hasta cruzar el límite sagrado de Roma. Siempre ha sido así y lo confirmo.

—¡No sé yo —dijo Lépido enfurruñado— para qué son necesarias todas esas reglas específicas!

—Vamos, Lépido —replicó Sila, hastiado—, estás ahí sentado mirándome; a mí, que he hecho casi todo lo que figura en la lista. ¡Estaba justificado! Se me había privado ilegalmente de mi imperium y mi mando. ¡Y lo que hago ahora es dictar leyes que impidan que nadie prive a otro de su imperium y de su mando! La situación no podrá volver a repetirse, y los que lo hagan serán culpables de traición. No se puede consentir que nadie piense en marchar sobre Roma o cruzar con su ejército la frontera de su provincia en dirección a Roma. Esos tiempos han pasado. Y aquí estoy yo para demostrarlo.

El día 26 de octubre, el sobrino de Sila, Sixto Nonio Sufena (el hijo menor de su hermana), inauguró lo que habría de convertirse en los juegos anuales de la victoria, los ludi Victoriae, que concluyeron en el circo Máximo el primer día de noviembre, aniversario de la batalla en la puerta Colina. Fueron unos juegos aceptables, pero no magníficos, con la peculiaridad de que se celebró por primera vez la carrera de caballos troyana, que entusiasmaba a la multitud por las maniobras que efectuaban los caballos montados por jóvenes que habían de ser de noble cuna. Pero en Grecia no causaron mucha alegría, porque Sufena la había vaciado de atletas, danzarines, músicos y cómicos, por lo que los juegos de Olimpia, celebrados aproximadamente por las mismas fechas, fueron un desastre. Además, se produjo un curioso escándalo: el hijo menor de Antonio Orator, Cayo Antonio Hibrida, se cubrió de oprobio al conducir un carro en una de las carreras, porque si era un honor para un joven noble correr en la troyana, se consideraba un baldón que un noble condujese un carro.

En las calendas de diciembre, Sila anunció los nombres de los magistrados que entrarían en funciones en Año Nuevo. El era primer cónsul con Quinto Cecilio Metelo Pío de segundo cónsul. Finalmente, recompensaba su lealtad. A Dolabela el mayor lo nombró gobernador de Macedonia, y a Dolabela el joven de Cilicia. Aunque la suerte le adjudicó un cuestor en la persona de Cayo Publio Maléolo, Dolabela el joven se empeñó en que su primer legado fuese Cayo Verres. Lúculo permaneció en Oriente sirviendo a Termo, gobernador de Asia, mientras que Cayo Escribonio Curio regresó a Italia para asumir el cargo de pretor.

Había llegado el momento de emprender la principal tarea: la asignación de tierras a los veteranos. Durante los dos años siguientes, el dictador desmovilizaría ciento veinte mil soldados de veintitrés legiones. En su primer consulado, al final de la guerra itálica, había entregado las tierras rebeldes de Pompeii, Faesula, Hadria, Telesia, Grumentum y Bovianum a sus veteranos de la campaña, pero aquello había sido una empresa sin punto de comparación.

El programa fue llevado a cabo minuciosamente, con arreglo a grados de recompensa según los años servidos, graduación y valor personal. Los centuriones primus pilus de sus legiones contra Mitrídates (todos ellos, además, condecorados) recibieron quinientos iugera de buena tierra, mientras que la tropa de las legiones de Carbón que se habían pasado al bando del dictador recibieron diez iugera de tierra peor.

Comenzó por las tierras confiscadas de Etruria en zonas que eran de las ciudades de Volaterrae y Faesulae, castigadas de nuevo. Como Etruria había adoptado una oposición casi constante a Sila, él no concentró en principio a sus veteranos en poblaciones, sino que los dispersó ampliamente en previsión de futuras sublevaciones. Pero esto fue un error, pues Volaterrae no tardó en sublevarse, cerró sus puertas después de matar a numerosos ex combatientes de Sila y se dispuso a resistir el asedio; como la ciudad estaba construida en una elevación en medio de un profundo barranco, sus habitantes pensaron que podrían resistir mucho tiempo. El propio Sila acudió a dirigir el asedio durante tres meses, pero regresó a Roma cuando se dio cuenta de lo que iba a tardarse en reducir a la ciudad.

No obstante, el hecho le sirvió de escarmiento y cambió el sistema de asentamiento de veteranos en tierras confiscadas; las últimas colonias fueron núcleos coordinados de ex combatientes capaces de congregarse en caso de hostilidad local. El único experimento fuera de la península se llevó a cabo en Córcega, donde fundó dos colonias de ex combatientes, pensando en civilizar la isla y acabar con el bandidismo corso; pero fue en vano.

Los nuevos tribunales comenzaron a funcionar bien, proporcionando el marco ideal para la nueva lumbrera de la abogacía, el joven Marco Tulio Cicerón. A Quinto Hortensio (que había medrado a la sombra de los juicios celebrados en las asambleas) le costó adaptar su actuación al ambiente de los juicios al aire libre, mientras que Cicerón se acomodó a las mil maravillas. Al final de año viejo, Cicerón actuó como único defensor en un juicio preliminar presidido por Dolabela el joven, en el que se trataba de dilucidar si había que depositar la suma de dinero llamada sponsio o si podía celebrarse el juicio sin tal requisito. Los abogados de la parte contraria eran nada menos que Hortensio y Filipo, pero fue Cicerón quien ganó el caso, iniciando con ello una carrera forense sin igual.

Fue en junio, siendo Sila cónsul con Metelo Pío, cuando un noble de veintiséis años de familia patricia, Marco Valerio Mesala Corvino, apeló a su buen amigo, también de veintiséis años, Marco Tulio Cicerón, para que actuase en nombre de uno que era amigo suyo y cliente.

—Sexto Roscio, hijo de Amena —dijo Mesala a Cicerón—. Le acusan de asesinar a su padre.

—¡Oh! —exclamó Cicerón—. Tú eres un buen abogado, querido Corvino, ¿por qué no le defiendes tú? Los casos de asesinato son llamativos, pero fáciles; no tienen implicaciones políticas.

—Eso crees tú —replicó Mesala, muy serio—. Este caso tiene muchas implicaciones políticas. Sólo existe una posibilidad de que absuelvan a Roscio: que le defiendas tú, Marco Tulio. Hortensio se ha negado horrorizado.

Cicerón se incorporó en la silla, sus negros ojos animados por un fulgor de interés y haciendo uno de sus gestos más frecuentes de agachar la cabeza y dirigir una profunda mirada a su interlocutor.

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