Favoritos de la fortuna (57 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Ya no había lágrimas.

—¿Por qué tenía que ser yo? ¿No podía haber sido cualquier otro? ¿No podía haber sido tu pontífice máximo o tu mestre ecuestre, grandes próceres los dos y colmados de honores? Pero no, me cupo a mí en suerte. Y no lo quería; pero lo acepto. Porque, miembros del jurado, ¿qué consideráis que debo hacer? ¿Ahorrar al gran Lucio Cornelio Sila la grave aflicción callando el engaño de Crisógono, o salvar la vida de un hombre que, aunque acusado de la muerte de su padre, no ha hecho realmente nada que justifique esa acusación? ¡Sí, naturalmente! Hay que optar por el desconcierto y la pública mortificación de un hombre honorable, distinguido, ¡legendario!, porque no podemos condenar injustamente a un hombre inocente —hizo una pausa y se irguió, severo—. Miembros del jurado, he dicho.

El veredicto, por supuesto, fue el previsto: ABSOLVO. Sila se puso en pie y se dirigió hacia donde estaba Cicerón, del que se apartaron los que le rodeaban.

—Muy bien, delgado jovencito —dijo el dictador, tendiéndole la mano—. ¡Qué magnífico actor hubieras podido ser!

Cicerón estaba tan eufórico que ni notaba sus pies en el suelo, pero se echó a reír y estrechó alegremente la mano.

—¡Qué actor soy, querrás decir! ¿Qué es la buena abogacía sino actuar conforme a lo que se dice?

—Pues acabarás siendo el Tespis de los tribunales de Sila.

—Con tal que me perdones las libertades que me he tenido que tomar en este juicio, Lucio Cornelio, seré lo que quieras.

—¡Ah, te lo perdono! —replicó Sila, displicente—. Creo que perdonaría cualquier cosa con tal de ver un buen espectáculo. Y, con una sola excepción, nunca había visto una representación igual, mi querido Cicerón. Además, ya hacía tiempo que pensaba en cómo deshacerme de Crisógono… tan tonto no soy; pero resultaba espinoso. ¿Y Sexto Roscio? —preguntó el dictador, mirando a su alrededor.

Compareció Sexto Roscio.

—Sexto Roscio, recupera tus tierras y tu reputación y la de tu difunto padre —dijo Sila—. Lamento que la corrupción y venalidad de quien merecía mi confianza te haya causado tanto dolor. Pero responderá de ello.

—Lucio Cornelio, todo ha acabado bien gracias a la capacidad de mi abogado —dijo Sexto Roscio, tembloroso.

—Ahora falta el epílogo —añadió el dictador, haciendo un gesto con la cabeza a los lictores y alejándose en dirección a las escaleras que conducían al Palatino.

Al día siguiente, Lucio Cornelio Crisógono, que era ciudadano romano de la tribu Cornelia, fue arrojado de cabeza desde la roca Tarpeya.

—Puedes considerarte afortunado —le dijo antes Sila—, pues podría haberte privado de la ciudadanía, mandándote azotar antes de crucificarte. Morirás como un romano por haberte ocupado tan bien de las mujeres de mi familia en tiempos difíciles. Más no puedo hacer por ti. Te escogí, en principio, porque sabía que eras un sapo. Pero lo que no tuve en cuenta fue que, al estar tan ocupado, no podría estar al tanto de lo que hacías. Las cosas acaban por saberse. Adiós, Crisógono.

Los dos primos de Roscio —Capito y Magnus— desaparecieron de Amena antes de que pudieran prenderlos para ser juzgados, y no se volvió a saber de ellos. En cuanto a Cicerón, de pronto se hizo famoso y con reputación de héroe. Nadie había tenido el valor de enfrentarse de aquel modo con las proscripciones.

Liberado del cargo de flamen dialis y con un destino militar a las órdenes de Marco Minucio Termo, gobernador de la provincia de Asia, Cayo Julio César partió hacia Oriente apenas un mes después de cumplir los diecinueve años, acompañado por dos nuevos criados y por su liberto germano, Cayo Julio Burgundus. Aunque casi todos los que iban a la provincia de Asia lo hacían en barco, César decidió hacer el viaje por tierra, recorriendo las ochocientas millas de la vía Egnatia desde Apollonia, en la Macedonia oriental, hasta Callípolis, en el Helesponto. Como era verano por el calendario y la estación, no fue un viaje incómodo, a pesar de carecer casi por completo durante él de las hosterías y casas de posta habituales en Italia. Los que iban por tierra a Asia tenían que acampar al aire libre.

Como al flamen dialis le estaba prohibido viajar, César había tenido que hacerlo imaginariamente devorando cuantos libros pudo obtener sobre el extranjero para figurarse cómo era el mundo. Pronto comprobó que no era como había supuesto, pero la realidad era aún mejor que la imaginación. En cuanto al hecho de viajar, ni él con su elocuencia era capaz de hallar palabras para describirlo. Era un viajero nato, aventurero, curioso e insaciable por probarlo todo. Hablaba con todo el mundo, pastores, viajantes, mercenarios en busca de empleo ante los caudillos locales; hablaba griego ático inmejorablemente, pero además todas las lenguas exóticas que había aprendido de niño en la insula de su madre ahora le eran muy útiles, y no porque tuviese la suerte de encontrar gente que las hablase conforme hacía camino, sino porque su inteligencia estaba armonizada a los idiomas y acentos extranjeros y era capaz de entender un oscuro dialecto griego fijándose en las palabras básicas. Como viajero, poseía la ventaja de que nunca le faltaban medios para comunicarse.

Habría sido maravilloso haber podido contar con Bucéfalo, claro, pero la joven y fiel mula no era mala cabalgadura, figura aparte; había veces en que César imaginaba que tenía garras en vez de cascos, por lo bien que andaba por mal terreno. Burgundus montaba su gigantesco caballo, y los dos criados dos buenos caballos. Ya que él había prometido no montar más que una mula, tendría que notarse que era una excentricidad y verse, por la calidad de las monturas de sus criados, que no padecía dificultades financieras. ¡Qué astuto era Sila! Porque eso era lo que le dolía a César: no poder deslumbrar a todos con su apariencia. En una mula era algo difícil.

La primera parte de la vía Egnatia era la que discurría por terreno más agreste e inhóspito, pues su trazado, sin pavimentar pero bien cuidado, ascendía por el altiplano de Candavia, unas altas montañas que no debían de haber cambiado mucho desde la época de Alejandro Magno; rebaños de ovejas y de vez en cuando, a lo lejos, guerreros a caballo que habrían podido ser escordiscos, eran los únicos signos de vida que vieron los viajeros. A partir de la Edesa macedónica, en donde los fértiles valles y llanuras eran más habitables, se veían más gentes y asentamientos mayores y más próximos entre sí. En Salónica César pudo alojarse en el palacio del gobernador y deleitarse con un baño de agua caliente; sus únicas abluciones desde Apollonia las había efectuado en ríos o lagos de frías aguas aun en verano, y, aunque el gobernador le instó a quedarse más, él sólo se detuvo un día.

Encontró interesante Filipos —escenario de varias batallas famosas, y ocupada no hacia mucho por un hijo de Mitrídates— por su historia y estratégica situación en las estribaciones de la cordillera del Pangeo; aunque más interesante aún fue el camino al este de la misma, en el que advirtió las posibilidades militares que presentaban los estrechos desfiladeros antes de que la ruta desembocase en terreno más plano y menos agreste. Y, finalmente, alcanzaron el golfo de Melas, rodeado de montañas, pero fértil, y tras las crestas otearon el estrecho del Helesponto. Era el lugar en que Hele cayó al mar desde el carnero con el vellocino de oro, dando su nombre a las aguas, el lugar de los escollos en los que estuvieron a punto de naufragar los Argonautas, el lugar en que los ejércitos de los reyes de Oriente, desde Jerjes a Mitrídates, habían pasado arrolladores de Asia a Tracia. El Helesponto era la verdadera encrucijada de Oriente y Occidente.

En Callípolis, para cubrir la última etapa del viaje, se embarcó en una nave con capacidad para los caballos, la mula y las acémilas, que zarpaba rumbo a Pérgamo. Llegaban noticias de la sublevación de Mitilene y de su asedio, pero él tenía órdenes de presentarse en Pérgamo, y su única esperanza era que le destinasen a la zona de guerra.

Pero el gobernador, Marco Minucio Thermo, tenía otros planes para él.

—Es crucial que aplastemos esta sublevación —dijo a su nuevo tribuno militar— porque ha sido provocada por el nuevo sistema de impuestos que el dictador ha decretado para la provincia de Asia. Los estados insulares de Lesbos y Quíos eran prósperos bajo Mitrídates, y les encantaría emanciparse de Roma, y hay ciudades en el continente con igual aspiración. Si Mitilene resiste un año, otras ciudades pueden seguir su ejemplo. Una de las dificultades para reducir a Mitilene es su doble puerto y el hecho de que no disponemos de una flota apropiada. Así pues, Cayo Julio, vas a ver al rey Nicomedes de Bitinia y que te proporcione una flota. Cuando la tengas reunida, zarpas para Lesbos y la entregas a mi legado Lúculo, que está al mando de las tropas de asedio.

—Perdona mi ignorancia, Marco Minucio —replicó César—, pero ¿cuánto se tarda en reunir una flota y qué naves y de qué clase deseas?

—Se tarda una eternidad —contestó Thermo con displicencia—. Y tendrás que traer lo que el rey pueda reunir a duras penas; más adecuado sería decir que conseguirás lo poco que Nicomedes pueda darte, pues él es como todos estos déspotas orientales.

El joven César frunció el ceño ante tal respuesta y procedió a demostrar al gobernador que poseía una gran arrogancia natural, no exenta de atractivo.

—Eso no basta —replicó—. Lo que Roma necesita debe conseguirlo.

Termo no pudo por menos de echarse a reír.

—¡Ah, mucho tienes que aprender, joven César! —dijo.

A César aquello no le sentó bien. Apretó los labios y lanzó una mirada muy parecida a las de su madre (a quien Termo no conocía, pues de haberla conocido habría entendido mejor al hijo).

—Bien, Marco Minucio, ¿por qué no me dices la fecha en que la querrías y las naves de que debe constar? —preguntó altanero—. Yo me comprometo a entregarla en la fecha que digas, tal como desees.

Termo se quedó con la boca abierta y por un instante no supo qué decir. Que aquella expresión de plena seguridad en si mismo no provocase su ira le sorprendió; tampoco la nueva muestra de arrogancia del joven le causaba risa. Y el gobernador de la provincia de Asia comprendió que realmente César se creía capaz de hacer lo que decía. El tiempo y el rey Nicomedes se encargarían de ponerle en su sitio, pero era curioso que César cayese en tal error a juzgar por la carta de Sila que él mismo acababa de entregarle.

Tiene relación conmigo en virtud de su matrimonio, que le convierte en sobrino mío, pero quiero que quede suficientemente claro que no deseo favoritismos para él. En realidad, no le favorezcas. Quiero que le encargues cosas difíciles y le asignes puestos difíciles. Es de una inteligencia excepcional y muy valiente, y es muy posible que responda muy bien.

Sin embargo, salvo por su conducta durante dos entrevistas que he tenido con él, su historia hasta el momento no tiene nada de particular porque ha sido flamen dialis. Ya no lo es ni legal ni religiosamente, pero la circunstancia significa que no ha prestado servicio militar y que su valor quizá sólo sea verbal.

Ponle a prueba, Marco Minucio, y que mi querido Lúculo haga lo propio. Si no responde, tienes plena autorización por mi parte para aplicarle el más duro castigo que desees. Si responde, espero que le des lo que merece.

Por último, tengo que pedirte una cosa en particular. si ves o te enteras de que César monta un animal que no sea su mula, haz que vuelva inmediatamente a Italia.

A la vista de semejante carta, Termo, recuperado de su estupefacción, dijo con voz pausada:

—Muy bien, Cayo Julio, te diré fecha y naves. Entregarás la flota a Lúculo en la playa de Anatolia, al norte de la ciudad, en las calendas de noviembre. Aún no habrás podido obtener una sola nave de Nicomedes, pero me has pedido fecha de entrega, y las calendas de noviembre sería la ideal, porque podríamos bloquear los dos puertos antes del invierno y les pondríamos en buen aprieto. En cuanto a la flota, que sean cuarenta naves, por lo menos la mitad de ellas trirremes o mayores. Y vuelvo a decirte que suerte tendrás si consigues treinta naves, y de ellas cinco trirremes.

»De todos modos, joven César —añadió Termo con mirada severa —, por manifestarte como lo has hecho, debo advertirte que si llegas tarde o traes una flota más reducida, enviaré un informe desfavorable a Roma.

—Como debe ser —replicó César sin amilanarse.

—Puedes alojarte en palacio de momento —añadió Termo, afable; a pesar de que Sila le autorizaba a tratarle con dureza, no pensaba indisponerse con una persona emparentada con el dictador.

—No, parto hoy mismo para Bitinia —respondió César, dirigiéndose hacia la puerta.

—No hace falta exagerar, Cayo Julio.

—Tal vez no, pero es imprescindible hacer las cosas cuanto antes.

Termo tardó un buen rato en enfrascarse en su profuso papeleo. ¡Qué muchacho tan extraordinario! De finos modales y a la particular manera de los vástagos de las mejores familias patricias; aquel joven daba perfectamente a entender que se llevaba bien con todos sin sentirse superior a nadie, y al mismo tiempo se le notaba que se creía superior a todos salvo (quizá) a Fabio Máximo. Imposible de definir; pero así eran precisamente los Julianos y los Fabianos. ¡Y muy bien parecido! Termo, que no sentía inclinaciones eróticas por los hombres, admiraba ese aspecto de César, consciente de que un atractivo físico como el del joven solía suscitar tal clase de deseo. En cualquier caso, aquel César no había mostrado el menor amaneramiento.

Volvió a sumirse en sus papeles, y al poco rato se había olvidado de Cayo Julio César y de la utópica flota.

César fue por tierra hasta Pérgamo sin consentir que su reducido séquito pernoctase en la posada. Siguió el curso del río Caico hasta su nacimiento, y luego cruzó una cordillera para entrar en el valle del Macestus, cercano al mar, que evitó siguiendo el consejo de los habitantes de la región; lo que hizo fue apartarse del Macestus, paralelo a la costa de la Propóntide, y llegarse a Prusa. Le habían informado que existía la posibilidad de que el rey Nicomedes estuviese visitando la segunda ciudad importante de su reino. La situación de Prusa en las laderas de un impresionante macizo coronado de nieve gustó enormemente a César; pero el rey no estaba allí. Continuó por el río Sangarius, y, torciendo al oeste, alcanzó la ciudad real de Nicomedia, adormecida al fondo de un amplio y abrigado golfo.

¡Qué distinto a Italia! Bitinia era de clima suave, nada caluroso, y muy fértil gracias a sus numerosos ríos, que en aquella época del año llevaban más agua que los de Italia. Era evidente que el rey poseía un país próspero en el que nada faltaba a sus súbditos. En Prusa no había visto pobres y tampoco tropezaba con ninguno en Nicomedia.

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