Favoritos de la fortuna (51 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—Tú nada tienes que opinar.

—¡Ojalá viviera Escauro! ¡Ya verías si no habría que opinar!

Sila se echó a reír.

—Eso sí que es verdad. Aunque me daría igual. Necesito vincular a Magnus con un lazo más fuerte que el agradecimiento… porque él no es nada agradecido. Y tú, hijastra, eres la única mujer de la familia disponible en este momento.

El rostro de Dalmática se ensombreció aún más.

—¡Te lo ruego, Lucio Cornelio, no hagas eso! ¡Te lo suplico!

—Llevo el hijo de Glabrio en las entrañas —musitó Emilia Escaura—. Pompeyo no me querrá.

—¿Quién, Magnus? A él le daría igual que tuvieses dieciséis maridos y dieciséis hijos —replicó Sila—. Él sabe muy bien lo que es una ganga, y tú para él eres una ganga. Te doy veinte días para que te cures la cara, y después te casas con él. Cuando nazca el niño se lo enviaré a Glabrio.

Volvió a romper en llanto.

—¡Por favor, Lucio Cornelio, no me hagas eso! ¡Déjame al niño!

—Podrás tener otros con Magnus. ¡Y ahora deja de comportarte como una niña y despierta a la realidad! ¡Y tú también, esposa! —añadió, mirando a Dalmática.

Y salió, dejando que Dalmática consolase a su hija como pudiese. Dos días más tarde, Pompeyo le informaba en una carta que se había divorciado de su esposa y que esperaba se fijase la fecha de la boda.

Sila le contestó diciéndole: «Estaré fuera de Roma hasta las nonas de sextilis, y creo que será propicio celebrarla dos días después. Ven a casa en esa fecha y no antes.»

Hércules Invictus era el dios del imperator triunfante y gobernaba en el forum Boarium, sede de los distintos mercados en el vasto espacio abierto que lindaba con el extremo del circo Máximo. Allí tenía su gran altar, el templo y la estatua, que le mostraba desnudo menos en las ocasiones en que un general celebraba el desfile en que se le ataviaba con ropaje de triunfo. Había también en aquella zona otros templos dedicados a Hércules con diversas advocaciones, ya que era el patrón de las aceitunas, de los grandes comerciantes, y a su protección se encomendaban también los que efectuaban un viaje de comercio.

El día de la festividad de Hércules Invictus, Sila difundió una proclama por la ciudad, anunciando que iba a dedicar una décima parte de su fortuna personal para agradecer al dios los favores concedidos en sus empresas militares. El populacho se regocijó, pues como el templo de Hércules Invictus no guardaba fondos, las donaciones en metálico se gastaban en su nombre y en el de sus generales triunfantes en fiestas para todos los hombres libres de Roma. Un día antes de los idus de sextilis, que era el día de la fiesta del dios, se dispondrían cinco mil mesas de banquete, cada una de ellas para cien hambrientos ciudadanos (lo que no quiere decir que hubiese en Roma medio millón de hombres libres, sino que el que daba la fiesta no quería excluir a ancianas decididas, viudas resueltas y niños descarados). La proclama llevaba anexa una lista de los lugares en que se colocarían las mesas, formidable tarea organizativa muy bien planeada y realizada para que los participantes pudiesen permanecer casi todos en su propio barrio sin obstruir las calles ni invadir terrenos problemáticos para no provocar peleas, desórdenes y disturbios.

Una vez hecho el anuncio, Sila partió a su villa de Misenum con su esposa, hija, hijos y nietos, su hijastra y Mamerco. Dalmática le había rehuido desde la anulación del matrimonio de Emilia Escaura y Glabrio, pero él había advertido en ocasiones, al verla, que parecía enferma. Se imponían unas vacaciones a la orilla del mar. Incrementaron el séquito el cónsul Decula, que había redactado las leyes de Sila, y el imprescindible Crisógono.

Así, sólo al cabo de unos días de hallarse instalados a la orilla del mar, tuvo ocasión de intentar recuperar la intimidad con su esposa, que seguía rehuyéndole.

—Es una necedad que sigas reprochándome este asunto igual que Emilia —dijo en tono razonable—. Siempre haré lo que considere que es necesario. Ya deberías saberlo, Dalmática.

Estaban sentados en un rincón resguardado de la galería, a la sombra de los cipreses, con vistas al mar, y les llegaba una suave brisa. Aunque no había mucha luz, se echaba de ver que aquellos días de aire más saludable no habían mejorado la indisposición de Dalmática; estaba ojerosa, tenía mal color y parecía mayor de treinta y siete años.

—Lo sé —contestó ella, al ver que él pretendía una tregua—. ¡Pero no puedo acostumbrarme cuando se trata de mis propios hijos!

—Había que apartar a Glabrio —añadió él—. Y sólo había una manera de hacerlo: separándole de mi familia. Emilia es joven y pronto le olvidará. Pompeyo es un marido aceptable.

—Es inferior a ella.

—Sí, pero necesito vincularle a mí. Su matrimonio con Emilia sirve además para que Glabrio no se atreva a seguir hablando mal de mí al comprobar que tengo poder para dar la hija de Escauro a una persona como Pompeyo de Piceno. ¡NO te esfuerces, Dalmática! —añadió frunciendo el ceño—. No tienes fuerza para enfrentarte a mí.

—Lo sé —replicó ella con voz débil.

—No te encuentras bien, y empiezo a creer que nada tiene que ver con esto de Emilia —añadió él en tono más amable—. ¿Qué te sucede?

—Creo… creo que…

—¡Dilo!

—Voy a tener otro hijo.

—¡Por Júpiter! —exclamó él, perplejo y esbozando una sonrisa.

—Ya sé que ninguno de los dos lo deseábamos ahora —añadió ella mohína—. Y temo que tengo demasiada edad.

—Y yo soy demasiado viejo —añadió él, encogiéndose de hombros, pero con más satisfacción—. Bien, es un hecho del que los dos somos responsables. Supongo que no deseas abortar…

—Lo he retrasado demasiado, Lucio Cornelio, y sería peligroso al quinto mes. De verdad que no me había percatado.

—¿Te ha visto algún físico o una comadrona?

—Aún no.

—Te enviaré a Lucio Tucio —dijo él, levantándose.

—¡Oh, Sila, no, por favor! —replicó ella, acobardada—. ¡Tucio es un antiguo cirujano militar y no sabe nada de mujeres!

—¡Sabe más que todos tus malditos griegos!

—En enfermedades de hombres sí, pero preferiría que me viese una mujer de Neápolis o Puteoli.

—Que te examine quien tú quieras —dijo Sila sin insistir, abandonando la galería.

Vinieron a examinar a Dalmática varias mujeres médico y algunas comadronas, y todas coincidieron en que estaba cansada, pero que conforme pasasen los días y el feto consolidase la posición en el vientre se sentiría mejor.

Y en las nonas de sextilis los esclavos prepararon el equipaje y el cortejo se puso en camino hacia Roma; Sila se adelantó porque no soportaba el paso de caracol que imponían las literas de las mujeres, y llegó a la ciudad dos días antes, entregándose a ultimar los detalles de la fiesta.

—Todos los tahoneros de Roma están comprometidos para hacer el pan y los bollos, y ya se han organizado envíos especiales de harina —dijo satisfecho Crisógono, que había llegado a Roma antes que Sila.

—¿Y el pescado será fresco? Hace mucho calor.

—Todo está previsto, Lucio Cornelio; no te preocupes. He acotado con redes un tramo del río más arriba del Trigarium, y se recogerá el pescado el mismo día; mil esclavos lo desventrarán y comenzarán a cocinarlo en la mañana de la fiesta.

—¿Y las carnes?

—El gremio de figoneros ha prometido que estarán recién asadas. Habrá cochinillos, pollos, salchichas, corderos y lechales. He recibido un mensaje de la Galia itálica anunciando la llegada de quinientos carros de manzanas y peras primerizas, que en este momento van por la vía Flaminia, escoltados por dos escuadrones de caballería. Las fresas las están recogiendo en Alba Fucentia y encestándolas con hielo del monte Fiscellus, y llegarán a Roma la noche antes de la fiesta, también con escolta militar.

—Es deplorable que la gente sea tan ladrona cuando se trata de comida —dijo el dictador, que en su juventud había sido bien pobre y sabía lo que era el hambre, por mucho que fingiera hacerse de nuevas.

—Si fuese pan o gachas, no habría de qué preocuparse, Lucio Cornelio —dijo Crisógono—. Lo que más roban son las cosas de gusto exótico y las primicias.

—¿Tendremos vino de sobra?

—Sobrará vino y comida, domine.

—¡Espero que no esté avinagrado!

—Es excelente todo él. Los que hubieran podido sentir la tentación de añadirle ánforas de vinagre saben perfectamente quién lo compra —replicó Crisógono sonriendo—. Les he dicho que si encuentro una sola ánfora de vinagre los crucificaré a todos, sean o no ciudadanos romanos.

—¡No quiero trabas, Crisógono!

Pero la traba que hubo no tuvo relación (o así pareció) con la fiesta pública; la traba la procuró Dalmática, que llegó rodeada de todas las comadronas recogidas por Sila a su paso por las ciudades de la vía Apia.

—Sangra —dijo la hija de Sila.

—¿Abortará? —inquirió Sila con gesto de preocupación.

—Tal vez si.

—Mejor.

—Estoy de acuerdo en que no será una tragedia que pierda el niño —añadió Cornelia Sila, que procuraba siempre no enfadarse ni indignarse con su padre—, pero lo que importa es ella misma, tata.

—¿Qué quieres decir?

—Que puede morir.

Un fulgor sombrío pasó por los ojos de Sila, quien hizo un gesto de angustia y meneó enérgicamente la cabeza.

—¡Me trae la muerte! —exclamó—. ¡Siempre el precio más alto! ¡Pero me da igual! ¡Me da igual! —La cara de perplejidad de Cornelia Sila le hizo dominarse—. Es una mujer fuerte y no morirá —añadió con despecho.

—Eso espero.

—Se ha negado a que la viera —dijo Sila, poniéndose en pie—, pero ahora va a verla; quiera o no.

—¿Quién?

—Lucio Tucio.

Cuando el ex cirujano militar llegó al despacho de Sila horas después, su gesto era grave. Y el estado de ánimo de Sila, que había aguardado a solas todas aquellas horas, había cambiado del horror ante lo que sucedía siempre después de ver a Metrobio, a un sentimiento de culpabilidad y, finalmente, a la resignación. Lo único que esperaba es no tener que ver a Dalmática, pues no se creía capaz de semejante confrontación.

—No traes buenas noticias, Tucio.

—No, Lucio Cornelio.

—¿Qué es lo que sucede exactamente? —preguntó Sila.

—La opinión generalizada es que la señora Dalmática está embarazada, y eso es lo que ella cree —contestó Lucio Tucio—, pero yo dudo mucho que exista un feto.

—¿Pues qué existe entonces? —inquirió Sila, al tiempo que se ensombrecían aún más las cicatrices de su rostro.

—Las mujeres hablan de hemorragia, pero el flujo de sangre es escaso para que sea embarazo —contestó el hombrecillo frunciendo el ceño—. Hay sangre, sí, pero mezclada con una sustancia maloliente que yo diría que es pus si se tratase de un soldado herido. Diagnostico alguna clase de supuración interna, pero, con vuestro permiso, Lucio Cornelio, querría recabar otras opiniones.

—Haz lo que quieras —replicó Sila tajante—. En cualquier caso, mañana nada debe trascender… Tengo que ir a una boda. Supongo que mi esposa no podrá asistir.

—Desde luego que no, Lucio Cornelio.

Y en estas circunstancias fue como Emilia Escaura, embarazada de cinco meses de su esposo Glabrio, se desposó con Cneo Pompeyo Magnus en casa de Sila sin ningún testigo de su familia. Y, aunque bajo los velos rojos y azafrán lloraba amargamente, Pompeyo, nada más concluir la ceremonia, se dedicó a consolarla y a congraciarse con ella, de tal modo que cuando abandonaron la casa Emilia ya sonreía.

Debió ser Sila quien hubiera debido informar a Dalmática de la buena nueva, pero él no hizo más que alegar una excusa tras otra para no acudir a los aposentos de su esposa.

—Creo que no soporta verte estando tan enferma —dijo Cornelia Sila—. Ya sabes cómo es; si se trata de alguien a quien no quiere, le da lo mismo, pero si es un ser querido, es incapaz de hacer frente a la situación.

En el aireado cuarto en que estaba Dalmática flotaba un olor a podrido que se acentuaba si uno se acercaba al lecho. Cornelia Sila sabía que se moría; y Lucio Tucio tenía razón: no llevaba fruto en el vientre. Nadie conocía la causa de que se inflase falsamente su vientre, pero, desde luego, era algún morbo maligno. Aquel flujo fétido no cesaba, y no había medicamento capaz de atajarle la fiebre que la consumía. Seguía consciente, y sus ojos, vivos como dos llamas, clavaban su expresión doliente en su hijastra.

—No me importa —decía ahora, meneando la cabeza sobre la almohada bañada en sudor—. Lo que deseo es saber cómo le ha ido a mi pobre Emilia. ¿Está muy afectada?

—Pues no —contestó Cornelia Sila, cambiando de tono—. Lo creas o no, querida madrastra, cuando salieron camino del hogar, se la veía muy contenta. Ese Pompeyo es estupendo. Hasta hoy siempre le había visto de lejos y tenía contra él el prejuicio de los Cornelios, pero es guapísimo, mucho más que ese bobo de Glabrio, y, además, es encantador. Ella, al principio, era un mar de lágrimas, pero al cabo de un rato de decirle Pompeyo lo hermosa que estaba y cuánto la quería, se animó bastante. Dalmática, de verdad que ese hombre vale más de lo que yo pensaba, y te aseguro que la hará feliz.

—Se cuentan de él muchas historias —añadió Dalmática, convencida de las palabras de Cornelia—. Hace años, cuando apenas era un muchacho, tenía relaciones con Flora… ¿sabes quién te digo?

—¿La famosa cortesana?

—Si. Ahora ya no es tan hermosa, pero me han dicho que aún llora su historia con Pompeyo, quien siempre la dejaba llena de señales de los mordiscos. Yo no sé cómo le gustaría eso, pero parece que así era. Él se cansó de ella y se la pasó a un amigo, y Flora quedó desconsolada. ¡Qué bobada por parte de una prostituta enamorarse!

—Entonces, puede que Emilia Escaura acabe dando las gracias a tata por haberla librado de Glabrio.

—¡Cómo me gustaría que viniera a verme!

La víspera de los idus de sextilis Sila donó su corona de hierba y sus trofeos, como era costumbre cuando un militar de fama hacía un sacrificio en el ara máxima del forum Boarium. Precedido de sus lictores y encabezando una procesión de miembros del Senado, el dictador recorrió la distancia relativamente corta desde su casa a la escalinata de Caco, para descender por ella al espacio abierto en que solían celebrarse los mercados. Al pasar ante la estatua del dios —aquel día vestido también con atavíos triunfales— se detuvo a saludarle y orar. Luego se acercó al gran altar, tras el cual se hallaba el pequeño templo circular de Hércules Invictus, una sencilla edificación de estilo dórico, famosa porque contaba en su interior con unos frescos obra del famoso poeta trágico Marco Pacuvio.

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