Otro general se habría tirado de los pelos, pero Craso no.
—Ha sido una lástima, pero acabaremos con ellos —dijo sin inmutarse.
Una serie de tormentas retrasó los movimientos. Los ejércitos de ambos bandos siguieron rondando por el Silarus, pero ahora parecía que era Espartaco quien dejaba la vía Popilia y Casto y Ganíco quienes tomaban en dirección de Campania. Craso seguía al acecho detrás de ellos, como una araña que va a caer sobre su presa. Él también había decidido dividir sus fuerzas ahora que habían llegado las otras cuatro legiones, sabiendo que el convoy de pertrechos no corría peligro. Puso dos legiones de infantería y toda la caballería al mando de Lucio Quintio y Tremelio Scrofa, ordenándoles que estuvieran alerta para seguir a cualquier facción de los rebeldes que abandonase la vía Popilia, mientras él perseguiría a los que continuasen por la vía.
Y avanzó como un rodillo. Como su legión formaba parte de la división del general, César no hacía sino maravillarse de la absoluta tenacidad y minuciosidad de aquel hombre extraordinario. En Eburum, no lejos del Silarus en dirección norte, alcanzó a Casto y Ganico y aniquiló sus tropas. Sobre el campo de batalla quedaron treinta mil cadáveres y sólo unos pocos lograron cruzar las líneas romanas y reintegrarse a las huestes de Espartaco.
La mayor satisfacción para los soldados del ejército victorioso fue lo que Craso descubrió entre los desbaratados montones del convoy de pertrechos de los rebeldes: las cinco águilas tomadas a las diversas fuerzas romanas derrotadas, veintiséis estandartes de cohortes y los fasces de cinco pretores.
—¡Ved esto! —exclamó Craso, con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿No es estupendo?
A continuación, el general demostró que en caso necesario sabía moverse con rapidez. Llegó noticia de Lucio Quintio de que él y Scrofa habían caído en una emboscada, aunque sin graves pérdidas, y de que Espartaco seguía por los alrededores.
Y Craso se puso en marcha.
La gran empresa se había venido abajo. Le quedaba parte del ejército con el que había continuado hasta el nacimiento del río Tanagrus; además de Aluso y su hijo.
Como la derrota de Quintio y Scrofa no fue decisiva porque la caballería romana, mucho más rápida que la infantería, hizo posible la retirada de ésta, Espartaco optó por permanecer en las cercanías. De momento, sus hombres se habían aprovisionado bien en tres pueblos, pero no sabía lo que les esperaba en el próximo valle ni en el siguiente. Se acercaba la primavera, los graneros iban quedándose vacíos, aún no había verduras después de aquel crudo invierno, las gallinas estaban escuálidas y los cerdos habían huido a los bosques. Un malhadado indígena de Potentia, la ciudad más próxima, se había tomado la molestia de acercarse a ver a Espartaco para decirle que se esperaba de un momento a otro que en Brundisium desembarcase Varrón Lúculo que regresaba de Macedonia, y que el Senado le había ordenado reforzar inmediatamente el ejército de Craso.
—Tus días están contados, gladiador —dijo el hombre con fruición—. ¡ Roma es invencible!
—Te cortaré la cabeza —dijo Espartaco, hastiado.
—¡Hazlo! ¡Lo esperaba y no me importa!
—Pues no te daré la satisfacción de una muerte noble. ¡Vuelve a tu casa!
Aluso escuchaba, y, después de marcharse el hombre (muy decepcionado por no haber regado el suelo con su sangre) se acercó a Espartaco y le puso suavemente la mano en el brazo.
—Esto es el fin —dijo.
—Lo sé, mujer.
—Te veo caer en combate, pero no veo tu muerte.
—Cuando caiga en combate será para morir.
Estaba muy cansado y la catástrofe de Scyllaeum aún le obsesionaba. ¿Cómo iba a mirar a sus hombres a la cara sabiendo que por su negligencia habían acabado acorralados por Craso? Se habían separado de las mujeres y los niños y sabían que nunca volverían a reunirse; habrían muerto de hambre por los campos de Bruttium.
Aunque no supiera si lo que le había dicho el de Potentia sobre Varrón Lúculo era cierto o no, de lo que sí estaba convencido es de que no podía acercarse a Brundisium: Craso dominaba la vía Popilia y la noticia sobre la suerte de Casto y Ganico le había llegado antes de la emboscada a Quintio y Scrofa. No tenía a dónde ir. A ningún sitio, salvo el último combate. Y ahora se sentía feliz, feliz…
Ni por nacimiento ni por capacidad estaba facultado para tamaña empresa: ser responsable de las vidas y el bienestar de todo un pueblo. Él no era más que un romano corriente de familia itálica, nacido en las estribaciones del monte Vesuvius, en donde habría debido seguir viviendo con su padre y su hermano. ¿Quién se creía que era para fundar una nueva nación? No tenía la nobleza necesaria, ni suficiente formación, ni grandeza. Pero en cierto modo era honorable morir liberto en el campo de batalla; a una prisión no volvería nunca. Nunca.
Cuando llegó la noticia de que Craso y su ejército se acercaban, cogió a Aluso y al hijo y los metió en un carro tirado por seis mulas, bien lejos de donde esperaba sostener el último enfrentamiento, para asegurarles la fuga. Hubiese querido que partiesen inmediatamente, pero Aluso se negó y quiso esperar el fin de la batalla. En la parte trasera del carro cargaron oro, plata, joyas, monedas; garantía para el porvenir de su mujer y el hijo. Sabía que podían perecer, pues ponía su destino en manos de los dioses y los dioses se estaban portando de un modo extraño.
Unos cuarenta mil hombres se dispusieron en formación de combate para enfrentarse a Craso. Espartaco no les arengó, pero ellos le vitorearon a voz en grito mientras recorría sus filas en el precioso caballo gris Batiato. Se situó bajo el estandarte de sus gentes —un pez de esmalte saltando de un casco galo— se volvió en la silla, alzando los brazos con los puños cerrados, y desmontó. Llevaba la espada en la mano derecha, un sable curvo de gladiador tracio; cerró los ojos, lo alzó y lo descargó sobre el cuello del caballo, que, como una víctima propiciatoria, cayó de rodillas, rodando, muerto.
Ya estaba. No había necesidad de arenga. Matando a su querido caballo, sus seguidores comprenderían: no pensaba huir del campo de batalla y había eliminado la última posibilidad.
Fue una batalla sencilla, sin complicaciones y muy sangrienta. Siguiendo el ejemplo de Espartaco, la mayoría de sus hombres lucharon hasta caer, muertos o agotados. El propio Espartaco mató a dos centuriones antes de que un desconocido le desjarretara. Incapaz de sostenerse en pie, cayó de rodillas y siguió luchando tenazmente hasta que un montón de cadáveres a su lado se le derrumbó encima.
Quince mil de sus seguidores lograron huir, seis mil en dirección a Apulia y el resto en dirección sur hacia las montañas de Bruttium.
—Hemos terminado con ellos en seis meses, y en una campaña de invierno —dijo Craso a César—. He perdido pocos hombres y Espartaco ha muerto. Roma ha recuperado las águilas y los fasces y gran parte del botín de los rebeldes será imposible devolverla a sus propietarios. Tendremos buenas ganancias.
—Hay una salvedad, Marco Craso —dijo César, que había sido delegado para recorrer el campo de batalla en busca de supervivientes.
—¿Cuál?
—Espartaco no aparece.
—¡Tonterías! —replicó Craso, sorprendido—. Yo le vi caer.
—Y yo. Recuerdo perfectamente el lugar y puedo llevarte directamente allí. Mira, ven conmigo ahora mismo. No está, Marco Craso, no está.
—¡Qué raro! —exclamó el general indignado, torciendo el gesto un instante y encogiéndose de hombros—. Bueno, poco importa. Su ejército está deshecho, que es lo que cuenta. No puedo celebrar un triunfo sobre un enemigo considerado esclavo; el Senado me dará una ovación, pero no es lo mismo. ¡ No es lo mismo! —añadió con un suspiro—. ¿Y la mujer, la bruja tracia?
—Tampoco se la ha hallado, pese a que rodeamos a muchos de los seguidores que se habían agrupado en las inmediaciones. Pregunté por ella y he descubierto que se llama Aluso, pero me juraron que, montada en un carro al rojo vivo y chisporroteante, tirado por furiosas serpientes, había desaparecido en el cielo.
—¡El espectro de Medea! Supongo que Espartaco será Jasón —dijo Craso, caminando con César hacia el montón de cadáveres que había sepultado a Espartaco—. Yo creo que los dos han escapado, ¿no crees?
—Estoy seguro —contestó César.
—Bien, de todos modos, habrá que batir la región en busca de los fugitivos y acabarán por aparecer.
César no replicó, pese a que él pensaba que jamás aparecerían. Era listo el gladiador; lo bastante listo para no volver a organizar un ejército. Y para mantenerse en el anonimato.
Durante todo el mes de mayo el ejército romano persiguió a los rebeldes en las espesuras de las montañas de Lucania y Bruttium, parajes ideales para el bandidaje, lo que hacía obligada la captura de todos ellos. César había calculado que hacia el sur habrían huido unos nueve o diez mil, pero únicamente pudieron dar con seis mil seiscientos; el resto se harían bandoleros, con el consiguiente aumento del peligro de viajar por la vía Popilia hacia Rhegium sin escolta armada.
—Puedo continuar la búsqueda —dijo César a Craso en las calendas de junio—, pero cada vez será más difícil la captura.
—No —replicó Craso tajante—. Quiero que mi ejército esté en Capua el próximo día de mercado, y las legiones de los cónsules también. Las elecciones curules son el mes que viene y deseo regresar a Roma a tiempo para presentarme candidato al consulado.
No era ninguna sorpresa, y César no consideró necesario hacer comentario alguno, por lo que continuó con el tema de los fugitivos.
—¿Y esos seis mil que han huido a Apulia?
—En realidad, llegaron hasta la frontera de la Galia itálica —contestó Craso—, y se tropezaron con Pompeyo Magnus y sus legiones que regresaban de Hispania. ¡Ya sabes como es Magnus! Los aniquiló.
—Entonces, sólo quedan los prisioneros que tenemos nosotros. ¿Qué se hace con ellos?
—Vendrán con nosotros hasta Capua —dijo Craso mirando a su primer tribuno de los soldados con su habitual rostro flemático, pero con ojos de hielo—. Roma no necesita para nada estas futiles guerras de esclavos, César. Son una sangría para el Erario. De no haber tenido suerte, cinco águilas y cinco fasces se habrían perdido para siempre y habría sido un baldón para Roma que a mí me habría resultado insoportable. Con el tiempo, los enemigos de Roma pueden exagerar sobremanera la figura de hombres como Espartaco y puede haber quienes traten de emularle ignorando la repugnante verdad. Tú y yo sabemos que Espartaco era un ex legionario, más al estilo de Quinto Sertorio que un esclavo maltratado. De no haber servido en las legiones, nunca habría llegado tan lejos. No quiero que se convierta en una especie de héroe símbolo para los esclavos; por eso voy a utilizarlo para cortar de raíz esta clase de sublevaciones.
—Ha sido más una sublevación samnita que de esclavos.
—Cierto. Pero los samnitas son una maldición que Roma tendrá que sufrir siempre, mientras que los esclavos deben saber estar en su lugar. Y yo sé la manera de enseñárselo y la aplicaré. Cuando acabe con los últimos fugitivos, no habrá más sublevaciones de esclavos en el mundo romano.
A pesar de calcular cifras tan bien y con tal rapidez que era capaz de sacar las cuentas antes que nadie, César no acababa de imaginar lo que se proponía Craso.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —inquirió.
—Ha sido el hecho de que hubiera seis mil seiscientos prisioneros lo que me dio la idea —contestó Craso, movido por su espíritu de contable—. La distancia entre Capua y Roma es de ciento treinta y dos millas de cinco mil pies. En total, seiscientos sesenta mil pies, que, dividido por seis mil seiscientos, da una distancia de cien pies. Voy a crucificar a un rebelde cada cien pies entre Capua y Roma, y permanecerán colgados en la cruz hasta que estén descarnados.
—Terrible espectáculo —comentó César, lanzando un suspiro.
—Una pregunta —añadió Craso, frunciendo su poco poblado entrecejo—. ¿Crees que debo plantar las cruces a un solo lado de la vía o alternarlas en los dos lados?
—A un lado —contestó César sin vacilar—. Sí, sí, sólo en un lado. Es decir, siempre que te refieras a la vía Apia y no a la Latina.
—Oh, sí, tiene que ser la vía Apia, recta como una flecha millas y millas y con menos cuestas.
—Pues un solo lado. Así se ven mejor —añadió César, sonriendo—. En eso de la crucifixión tengo cierta experiencia.
—Ya me lo contaron —dijo Craso muy serio—. De todos modos, no puedo encargártelo a ti. No es tarea propia de un tribuno de los soldados. Debe hacerlo un magistrado electo; corresponde por derecho al praefectus fabrum.
Como el praefectus fabrum —encargado de todos los detalles técnicos y de logística del aprovisionamiento del ejército— era uno de los libertos de Craso y destacaba por su eficiencia, ni Craso ni César pusieron en duda que la operación se realizaría sin tropiezo alguno.
Y así, a finales de junio, Craso, sus legados, sus tribunos de los soldados y los tribunos militares nombrados por él, con la sola escolta de un escuadrón de caballería, salieron de Capua por la vía Apia, cuyo lado izquierdo se veía cubierto de cruces hasta Roma: cada cien pies había un seguidor de Espartaco colgando desmadejado de las crueles cuerdas que le sujetaban por codos y rodillas al madero. Y Craso fue implacable y ordenó que dejasen morir despacio a aquellos seis mil seiscientos desgraciados sin que les fuesen quebrados los miembros, por lo que todo el camino desde Capua a la puerta Capena de Roma era un gemido interminable.
Acudía gente a ver el espectáculo, y hubo quien llevó a un esclavo rebelde para mostrarle lo que era un derecho de todo amo. Pero muchos, nada más echar una ojeada, volvían a sus casas, y los que no tenían más remedio que viajar por la vía Apia entre Capua y Roma se congratularon de que las cruces adornasen únicamente un lado de la carretera. Como de lejos la visión era más soportable, el puesto de observación más concurrido de los habitantes de Roma era lo alto de las murallas servianas a ambos lados de la puerta Capena. La ristra se perdía a lo lejos y las caras se veían borrosas.
Estuvieron colgados año y medio, sometidos al prolongado proceso de putrefacción hasta que quedaran en los huesos mondos, pues Craso no permitió que los descolgasen hasta el último día de su consulado.
Y César pensó admirado que ninguna otra campaña militar en la historia de Roma había sido tan redonda, tan limpia y tan definitiva: lo que había comenzado con una orden de diezmar a la tropa, concluía con una crucifixión masiva.