—No llegarás allí —replicó ella, hierática y, luego, estremeciéndose—. Nunca llegarás a Sicilia.
Pero al día siguiente su afirmación quedó desmentida al llegar a Scyllaeum dos almirantes piratas tan famosos, que hasta Espartaco conocía su nombre: Farnaces y Megadates. Habían iniciado su carrera de piratas al este, lejos de Sicilia, en las aguas del mar Euxino. Sin embargo, durante los diez últimos años dominaban los mares entre Sicilia y África y asaltaban todo lo que fuera menos potente que una flota triguera romana bien protegida. Y cuando les parecía acudían al puerto de Siracusa —¡ante las narices del gobernador!— a aprovisionarse y cargar vino.
Los dos, pensó el asombrado Espartaco, parecían mercaderes elegantes y ricos, pálidos, gordos y delicados.
—Sabéis quién soy —dijo sin andarse con rodeos—. ¿Haréis trato conmigo a pesar de los romanos?
Los dos piratas intercambiaron una sonrisa.
—Nosotros hacemos tratos en todas partes y con quien sea, a pesar de los romanos —contestó Farnaces.
—Necesito trasladar veinte mil de mis soldados a Pelorus.
—Es una travesía corta, pero peligrosa en invierno —contestó Farnaces, que, evidentemente, era el portavoz.
—Los pescadores me han dicho que se puede hacer bien.
—Desde luego, desde luego.
—¿Me ayudaréis?
—Vamos a ver… Veinte mil hombres a doscientos cincuenta por barco —es una simple cuestión de millas; les dará igual aunque vayan apretados como higos— son ochenta barcos —dijo Farnaces, haciendo una leve mueca—. Tantos barcos no tenemos, Espartaco. Sólo veinte entre los dos.
—Cinco mil en cada viaje —dijo Espartaco, frunciendo el ceño—. Bien, pues habrá que hacer cuatro viajes. ¿Cuánto cuesta y cuándo podéis comenzar?
Cual lagartos gemelos, los dos parpadearon al unísono.
—Querido amigo, ¿no regateas? —inquirió Megadates.
—No tengo tiempo. ¿Cuánto y cuándo podéis empezar?
—Cincuenta talentos de plata por barco y por viaje —dijo Farnaces—. Cuatro mil en total.
Ahora fue Espartaco quien parpadeó.
—¡Cuatro mil! Es casi todo el dinero que tengo.
—Lo tomas o lo dejas —dijeron los almirantes al unísono.
—Si me garantizáis que están aquí los barcos dentro de cinco días, acepto —dijo Espartaco.
—Danos los cuatro mil talentos y te lo garantizamos —dijo Farnaces.
—¡No, ni hablar! —exclamó Espartaco con gesto de astucia—. La mitad ahora y el resto cuando acabéis.
—¡De acuerdo! —dijeron Farnaces y Megadates al unísono.
A Aluso no le había permitido asistir a la reunión, pues, por motivos que no se acababa de explicar, Espartaco no quería que supiera el acuerdo alcanzado; quizás lo que había vaticinado era la muerte en el agua, si es que nunca había de llegar a Sicilia. Pero, naturalmente, ella logró que se lo dijera y, para su gran sorpresa, se mostró alegremente conforme.
—Es un buen precio —dijo—. Recuperarás el dinero al llegar a Sicilia.
—¿No habías dicho que no llegaría a Sicilia?
—Eso fue ayer, y la visión mintió. Hoy tengo más clarividencia y sé que todo va a salir bien.
Se sacaron de los carros dos mil talentos de plata y fueron cargados en la preciosa quinquerreme dorada de velas rojo y púrpura en que habían llegado Farnaces y Megadates a Scyllaeum. Hundiendo sus potentes remos en el agua, el bajel pronto salió de la bahía.
—Parece un ciempiés —dijo Aluso.
—¡Eso es, un ciempiés! —dijo Espartaco, riendo—. Tal vez por eso no teme a Escila.
—Es demasiado grande para que se lo trague.
—Escila es un conjunto de escollos peligrosos —dijo Espartaco.
—Escila es un ser —replicó Aluso.
—Dentro de cinco días lo sabré seguro.
Cinco días más tarde los cinco mil hombres se congregaban en el puerto de Scyllaeum, todos con sus respectivos pertrechos, la coraza a la espalda, el casco puesto, las armas a mano y llenos de temor. ¡ Iban a navegar entre Escila y Caribdis! Sólo el hecho de que la mayoría de ellos habían hablado con los pescadores les confería valor para sobreponerse; los pescadores juraban que Escila y Caribdis existían, pero conocían los encantamientos para hacerlos dormir y habían prometido hacerlos.
Aunque el tiempo había sido bueno durante los últimos cinco días y el mar estaba en calma, los veinte barcos piratas no llegaron. Enfurruscado, Espartaco celebró consejo con Casto y Ganico y decidió que los cinco mil hombres permanecieran en el puerto durante la noche. Seis días, siete, ocho, y los piratas no llegaban. Diez, quince, y sin aparecer. Ya habían hecho volver a los cinco mil hombres al campamento, pero cada día se veía a Espartaco en el promontorio de la entrada del puerto, oteando hacia el sur. ¡Vendrán! ¡Tienen que venir!
—Te han engañado —dijo Aluso el día decimosexto, al ver que Espartaco no daba muestras de ir a su punto de observación.
—Me han engañado —dijo, tragándose las lágrimas.
—¡Espartaco, el mundo está lleno de tramposos y mentirosos! —exclamó ella—. Al menos, lo que nosotros hemos hecho ha sido de buena fe y tú has sido un padre para todas estas gentes. Veo un país para nosotros al otro lado del mar, y lo veo tan claro que casi puedo tocarlo. Pero nunca llegaremos a él. Lo vi la primera vez que interpreté las tablas, pero después me mintieron. ¡Tramposos y mentirosos, tramposos y mentirosos! —sus ojos se encendieron y lanzó un gruñido—. ¡Ten cuidado del que viene por la nieve!
Espartaco no la oía: estaba llorando amargamente.
—Soy ridículo —dijo a Casto y a Ganico a finales de aquel día—. Zarparon con mi dinero dispuestos a no regresar. Dos mil talentos por cuatro palabras.
—No ha sido culpa tuya —dijo Ganico, que solía hablar poco—. Incluso en los negocios es obligado el honor.
Casto se encogió de hombros.
—Ellos no son comerciantes, Ganico; lo único que hacen es robar. Un pirata es un ladrón descarado.
—Bien —dijo Espartaco—, ya no hay nada que hacer. Lo que ahora importa es nuestro futuro. Debemos seguir viviendo en Italia hasta el verano en que requisemos todos los barcos de pesca entre Campania y Rhegium para cruzar a Sicilia.
La existencia de un nuevo ejército romano en la península se sabía, desde luego, pero Espartaco la había recorrido con tal impunidad durante tanto tiempo, que ya poca atención prestaba a los esfuerzos militares de Roma; sus exploradores se habían vuelto perezosos y él mismo había sucumbido a la indiferencia. Durante todo aquel tiempo haciendo de pastor de la horda, había llegado a considerar su papel al margen del ámbito bélico; era el patriarca que buscaba una tierra para sus hijos y no un rey ni un general. Y ahora tendría que reanudar una vez más la marcha. Pero ¿a dónde? ¡Cuánta comida consumían!
Cuando Craso inició la marcha hacia el sur, se puso al mando de un aparato militar destinado a un solo propósito: aniquilar a las huestes de Espartaco. Y en ningún momento se dejó llevar por la premura. Sabía exactamente dónde se hallaba su presa y había imaginado que su destino era Sicilia. A Craso le daba igual. Si tenía que combatir a los rebeldes en Sicilia, mejor que mejor. Se había puesto en contacto con el gobernador (que seguía siendo Cayo Verres) y éste le había asegurado que los esclavos de la isla no estaban en condiciones de efectuar una tercera sublevación contra Roma aunque desembarcaran las tropas de Espartaco. Verres había puesto a la milicia en estado de alerta, estacionándola ante Pelorus, conservando las tropas romanas para la posible campaña, pues seguro que Craso llegaba pisando los talones a los rebeldes para iniciar el grueso de las operaciones.
Pero no sucedió nada. La inmensa horda rebelde seguía acampada en las inmediaciones de Scyllaeum; al parecer, porque no disponían de barcos. Cayo Verres escribió una carta.
He oído una curiosa historia, Marco Craso. Parece que Espartaco se puso en contacto con los almirantes piratas Farnaces y Megadates y les pidió transportar a veinte mil de sus mejores hombres de Scyllaeum a Pelorus. Los piratas se comprometieron a hacerlo por cuatro mil talentos, dos mil a pagar como señal y el resto una vez concluido el traslado.
Espartaco les entregó dos mil talentos y los piratas zarparon. ¡Muriéndose de risa! Con una simple promesa se habían hecho con una fortuna. Hay quienes dicen que han sido tontos por no llevar adelante el acuerdo y ganarse otros dos mil talentos, pero, por lo visto, Farnaces y Megadates prefirieron ganar la mitad sin mover un dedo. Se habían formado mala opinión de Espartaco y vieron un riesgo en cobrar los otros dos mil.
Mi opinión personal es que Espartaco es un aficionado y un patán. Farnaces y Megadates le engañaron igual que un estafador romano a un campesino de Apulia. De haber habido un ejército como es debido en Italia el año pasado, habría acabado con él; estoy seguro. No tiene más que superioridad numérica, pero cuando se enfrente a ti, Marco Craso, está perdido. Espartaco no tiene suerte, mientras que tú, querido Marco Craso, has demostrado que eres favorito de la Fortuna.
Al leer la frase final, César se echó a reír.
—¿Qué pretende? —preguntó, devolviendo la carta a Craso—. ¿Un préstamo? ¡Por los dioses que ese hombre devora el dinero!
—No le prestaré nada —dijo Craso—. Verres no va a durar.
—¡Ojalá no te equivoques! ¿Cómo sabrá con tanto detalle esa historia de Espartaco con los strategoi piratas?
Craso sonrió; el gesto producía un cambio milagroso en su inexpresivo rostro, que ahora parecía joven y travieso.
—Oh, supongo que ellos mismos se lo contaron cuando les reclamó su parte de los dos mil talentos.
—¿Tú crees que le habrán dado parte?
—Sin duda alguna. El les permite utilizar Sicilia como base de sus correrías.
Estaban a solas, sentados en la tienda de mando del general dentro de un fuerte campamento levantado junto a la vía Popilia en las afueras de Terina, a ciento sesenta kilómetros de Scyllaeum. Era a principios de febrero y había comenzado el invierno. Dos braseros calentaban la tienda.
El por qué Craso había hecho amistad con César, ya de veintiocho años, era asunto de acerbo debate entre los legados, que se mostraban más desconcertados que envidiosos. Hasta que el general había comenzado a compartir los momentos de ocio con César, no había hecho amistad con nadie y, por tanto, ningún legado se sentía desplazado ni relegado; el enigma estaba en lo incongruente de la relación, pues Craso tenía dieciséis años más que César, su mutua actitud frente al dinero no podía ser más opuesta, no hacían buena pareja y no existía entre ellos aficiones literarias o artísticas en común. ombres como Lucio Quintio conocían a Craso desde hacía años y habían tenido tratos con él en política y en negocios, sin haber llegado nunca a una profunda amistad; sin embargo, desde que, dos meses antes, Craso había tomado a su servicio a los tribunos de los soldados de aquel año, había buscado la amistad de César y éste le había correspondido.
La verdad era, realmente, muy sencilla. El uno había visto en el otro un futuro personaje importante y ambos nutrían similares ambiciones políticas, y de no haberse producido aquella mutua identificación, no habría habido amistad. Pero es que, además, intervenían otros factores que la afianzaban. Aquel ramalazo de dureza que existía en Craso, anidaba también en el interior del afable y encantador César; ninguno de los dos se hacía ilusiones sobre su mundo nobiliario y ambos se habían pertrechado de profundo sen·tido común y a ninguno de los dos les preocupaba exageradamente el lujo personal.
Las diferencias entre ellos eran superficiales por mucho que sal·tasen a la vista: César el guapo libertino que se estaba creando una increíble fama de conquistador y Craso el leal esposo; César el brillante intelectual con clase e instinto, y Craso el pragmático abnegado. Una extraña pareja. Ese era el veredicto de los fascinados testigos, quienes desde aquel momento comenzaron a considerar a César una fuerza digna de tener en cuenta; pues, si no lo era, ¿por qué Marco Craso se molestaba en ser amigo suyo?
—Esta noche va a nevar —dijo Craso—. Emprenderemos la marcha por la mañana. Quiero aprovechar la nieve y que no sea un obstáculo.
—Sería mucho más sensato que nuestro calendario coincidiese con las estaciones —comentó César—. ¡No soporto la inexactitud!
—¿A qué viene esa observación? —inquirió Craso, mirándole fijamente.
—A que estamos en febrero y apenas ha comenzado el invierno.
—Pareces griego. Con tal de saber la fecha y poder sacar la mano por la ventana para sentir la temperatura, ¿qué importancia tiene?
—¡Importa por lo poco correcto y metódico! —replicó César.
—Si el mundo fuese demasiado metódico, sería difícil ganar dinero.
—Difícil esconderlo, querrás decir —añadió César sonriente.
Cuando ya se aproximaban a Scyllaeum, los exploradores comunicaron que Espartaco seguía acampado en la planicie detrás del puerto, aunque había indicios de que se disponía a levantar pronto el campamento. Los rebeldes habían dejado pelada la región.
Craso y César se adelantaron a caballo con los ingenieros del ejército y una escolta, conscientes de que Espartaco no disponía de caballería; había intentado entrenar a algunos soldados de infantería, y hasta domado algunos caballos salvajes de los bosques y montañas de Lucania, pero no había conseguido gran cosa.
La nieve caía incesante aquella tarde sin viento cuando los dos nobles romanos y su escolta comenzaron a rondar por el terreno de detrás de la altiplanicie triangular en que acampaban los seguidores de Espartaco; si había centinelas debían de ser poco entusiastas, pues no se tropezaron con nadie. Desde luego, la nieve era un factor propicio porque amortiguaba los ruidos y cubría con su blanco sudario hombres y caballos.
—Mejor de lo que esperaba —dijo Craso satisfecho, cuando el grupo ya regresaba al campamento—. Si construimos un foso y un muro entre esos dos barrancos, encerraremos a Espartaco en donde se encuentra.
—No aguantará mucho —dijo César.
—Lo bastante para lo que pretendo. Quiero que pasen hambre y frío y desesperen. Y cuando se pongan en marcha, que se dirijan al norte hacia Lucania.
—Lo último, lo conseguirás, en todo caso. Irrumpirán por nuestro punto más débil, que no es el sur. Sin duda planearás que la mayor parte de la excavación la efectúen las legiones de los cónsules.
Craso le miró sorprendido.