Favoritos de la fortuna (121 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Octava parte
MAYO DEL 71 A. DE J.C. - MARZO DEL 69 A. DE J.C.

 

C
neo Pompeyo Magnus llegó a la frontera del Rubicón y no detuvo a su ejército. La parte del ager gallicus en que tenía sus propiedades estaba en Italia y él continuaría hasta Italia, pese a lo que estableciesen las leyes de Sila. Sus hombres ansiaban llegar a casa y entre ellos había aun mayor número de veteranos picentinos y de Umbría. En las afueras de Sena Gallica los dispuso en un campamento, con órdenes de no salir de él sin permiso de un tribuno, y él continuó hasta Roma por la vía Flaminia con una cohorte de escolta.

Se le había ocurrido poco después de iniciar la larga marcha desde Narbo hacia el nuevo paso de los Alpes, y dio en pensar lo torpe que había sido en no haberlo adivinado antes. Tres veces le habían encomendado una empresa especial: una vez Sila y dos el Senado; dos con categoría propretoriana y otra con imperium proconsular. Estaba totalmente convencido de que era el primer hombre de Roma. Pero sabía también que ninguno de los importantes lo admitiría; así que tendría que demostrarlo, y la única manera de hacerlo era dar algún golpe tan sorprendentemente audaz y anticonstitucional que una vez consumado, todos tuvieran que admitir su justo derecho al título de primer hombre de Roma.

No era más que un caballero, pero obligaría al Senado a nombrarle cónsul.

Su opinión sobre el Senado era cada vez peor, y seguía sin sentir simpatía alguna por el organismo. A sus miembros se les compraba con la misma facilidad que los panecillos en un horno, y su morosidad era tal que ni de su propia caída sabían librarse. Cuando había iniciado la marcha con sus hombres desde Tarentum a Roma para obligar a Sila a que le concediese un triunfo, éste había cedido. En aquel momento no lo había visto así —por el efecto que producía Sila sobre los demás— pero ahora se daba perfecta cuenta de que había sabido imponerse al dictador. Y eso que Sila era mucho más de temer que el Senado.

Durante el último año en Hispania había seguido las noticias sobre los éxitos de Espartaco sin salir de su asombro; a pesar de que tenía comprados a los cónsules Gelio y Clodiano, le parecía inverosímil tanta incompetencia en el campo de batalla; ¡y lo único que se les ocurría como excusa era quejarse de la mala calidad de sus tropas! Había estado a punto de escribirles para decirles que él habría sido capaz de mandar mucho mejor un ejército de eunucos, pero se contuvo. No valía la pena enemistarse con alguien que había costado una buena suma.

Las otras dos cosas que había sabido en Narbo no hicieron más que acentuar su estupefacción. La primera le llegó en cartas de Gelio y Clodiano: el Senado había anulado su mando en la guerra contra Espartaco. La segunda la supo por Filipo: tras chantajear al Senado para que promulgaran una ley a través de la Asamblea del pueblo, Marco Licinio Craso se había dignado aceptar el mando de ocho legiones y una buena fuerza de caballería. Pompeyo, que había hecho campaña con Craso, le consideraba muy mediocre, igual que a sus tropas; por eso lo que le decía Filipo le hizo menear la cabeza profundamente decepcionado: Craso no derrotaría a Espartaco.

Justo cuando salía de Narbo le llegó la corroboración definitiva de lo que pensaba de la guerra contra Espartaco: tan mediocres eran las tropas de Craso que las había diezmado. Una medida que, como sabía cualquier comandante por la historia y los manuales, estaba condenada al fracaso porque minaba terriblemente la moral. Nada infundía mayor temor a la tropa que saber que se habían ganado tal castigo. Y, sin embargo, el enorme y cachazudo Craso pensaba que eso iba a corregir los defectos de su ejército.

Magnus comenzó a darle vueltas en la cabeza a la idea de regresar a Italia a tiempo para acabar con Espartaco, y de eso, como un tronido, había surgido LA IDEA. Claro que el Senado le pediría de rodillas que aceptase otra empresa: la aniquilación de los rebeldes de Espartaco. Pero esta vez insistiría en que le nombrasen cónsul para aceptar. Si Craso podía chantajear a los padres conscriptos para que la Asamblea del pueblo legalizara su nombramiento, ¿qué posibilidades tenían los padres conscriptos de resistirse a Pompeyo Magnus? ¡Y nada de procónsul (non pro consule sed pro consulibus)! ¿Es que iba a seguir siendo el burro del Senado al que se le encaja un imperium sin auténtico poder senatorial? ¡No, nunca más! No le importaba entrar en el Senado si lo hacia en su condición de cónsul. Si no se equivocaba, nadie lo había conseguido. Sería el primero y demostraría a todo el mundo que era el primer hombre de Roma.

A lo largo de las millas de la vía Domitia había dado curso a fantasía tras fantasía y se le veía tan contento y afable que Varrón (por decir alguien) no entendía lo que le sucedía. Había momentos en los que Pompeyo sentía la tentación de hablar, pero de inmediato se contenía y guardaba para si solo el estupendo plan. Ya se enterarían pronto Varrón y todos los demás.

El estado de euforia continuó después de explorar y pavimentar el nuevo paso y descender el ejército hasta el valle de los salasios en la Galia itálica. Cabalgando por la vía Emilia, Pompeyo seguía silbando y canturreando alegremente. Luego, en la pequeña ciudad de Forum Popillii, ya bien dentro de Italia, recibió el duro golpe: sus seis legiones se encontraron con una turba de gentes que avanzaban a empujones, armados de una manera que denotaba que eran partidarios de Espartaco. Cercarlos y matarlos fue cosa hecha, lo que resultó penoso fue saber que Marco Craso había aniquilado al ejército del tracio en una batalla librada hacía menos de un mes.

La guerra contra Espartaco había acabado.

Su depresión fue tan evidente que hasta el último de sus legados imaginó que había ido tan contento por la vía Emilia pensando en que iba a iniciar otra campaña, pero a nadie se le ocurrió que pensaba exigir que le nombrasen cónsul por la frustrada campaña. Estuvo varios días profundamente abatido, y Varrón esquivaba su compañía.

¡Ah!, pensaba Pompeyo, ¿por qué no me habré enterado de esto cuando estaba en la Galia Transalpina? Tendré que valerme de la amenaza de mi ejército, pero he entrado con él en Italia en contra de lo estipulado en la constitución de Sila. Y Craso aún tiene un ejército movilizado. Si estuviera en la Galia Transalpina podria acechar desde allí mientras Craso celebrase su ovación y licenciaba a sus tropas. Habría podido utilizar a los senadores sobornados para obstaculizar las elecciones curules y dar el golpe. Pero el caso es que estoy en Italia, y tendré que recurrir a la amenaza de mi ejército.

No obstante, a aquellos tristes días sucedieron otros de ánimo muy distinto. Pompeyo instaló a las tropas en el campamento de Sena Gallica sin silbar ni tararear, pero tampoco entristecido. La reflexión le había inducido a plantearse una pregunta importante: ¿quiénes eran, al fin y al cabo, los soldados del ejército de Craso?

1·Respuesta: la escoria de Italia; unos cobardes que no sabrían combatir. Y eso no cambiaba por mucho que Craso fuese el vencedor.

Los seis mil fugitivos que él había encontrado en Forum Popillii daban pena. Si, quizás diezmar a las tropas había servido para darles algo de coraje, pero no duraría mucho. ¿Iba a compararse con el espléndido valor y tesón de sus tropas, que habían recorrido Hispania cinco años bajo el calor y frío, sin paga, sin botín, sin comida decente, sin agradecimiento del querido Senado? No. La respuesta era un rotundo NO.

Y conforme se aproximaba a Roma, el ánimo de Pompeyo fue recobrando su anterior euforia.

—¿Qué es lo que piensas exactamente? —inquirió Varrón en un determinado momento en que cabalgaban juntos por el centro de la carretera.

—Que me deben un caballo público. El Erario no me ha pagado el que me mataron.

—¿No es éste tu caballo público? —preguntó Varrón, señalando al castrado color castaño que montaba.

—¿Este rocín? —replicó despreciativo Pompeyo—. Mi caballo público debe ser blanco.

—No es tal rocín, Magnus —replicó el propietario de parte del rosea rura, experto en caballos—. Es un animal excelente.

—¿Porque era de Perpena?

—¡Porque lo es!

—No es lo bastante bueno para mi.

—¿Qué es lo que estabas pensando en realidad?

—¡Ah, ya! ¿En qué crees que estaba pensando?

—Te lo pregunto yo. ¿Qué era?

—¿Por qué no lo adivinas?

Varrón frunció el entrecejo.

—Creí haberlo adivinado cuando nos tropezamos con esos partidarios de Espartaco en Forum Popillii… Pensé que proyectabas otra empresa especial y te decepcionó saber que ya no existía el tal Espartaco. Pero ahora no lo sé.

—Pues, piénsalo, Varrón. Creo que, de momento, no te diré nada más —replicó Pompeyo.

La cohorte que Pompeyo había elegido como escolta hasta Roma estaba formada por tropas que vivían en la ciudad. Esa medida de sentido común era muy propia de él. ¿A qué hacer venir a Roma a hombres de otras localidades? Después de montar un pequeño campamento en la vía Recta, Pompeyo les permitió vestir de paisano e ir a la ciudad. Afranio, Petreyo, Gabinio, Sabino y los otros legados no tardaron en desaparecer, seguidos de Varrón, que ansiaba ver a su esposa e hijos.

Pompeyo quedó solo al mando en el campo de Marte, o en un trozo del mismo. A su izquierda, mirando a la ciudad, pero más próxima a ella, había otro modesto campamento: el de Marco Craso. Al parecer, también con una cohorte de escolta. Igual que en la de Pompeyo, ante la tienda de mando de Craso ondeaba una bandera púrpura, indicando la presencia del general.

Lamentable, lamentable… ¿Por qué habría otro ejército en Italia, aunque fuese un ejército de cobardes? No entraba en los planes de Pompeyo desencadenar una guerra civil; era una idea que no le gustaba nada. Y no era lealtad o patriotismo lo que le hacía rechazarla, sino que él no sentía las emociones de un Sila, por ejemplo. Para Sila no había otra alternativa: Roma era el baluarte en el que estaban su corazón, su honor, su vida. Y el baluarte de Pompeyo siempre había sido y sería Picenum. No, no desencadenaría una guerra civil. Pero tenía que hacer como si estuviera dispuesto a desencadenarla.

Y se sentó a redactar su carta al Senado.

Al Senado de Roma:

Yo, Cneo Pompeyo Magnus, recibí de vosotros hace seis años la misión especial de aplastar la sublevación de Quinto Sertorio en la Hispania Citerior. Como sabéis, en unión de mi colega de la provincia Ulterior, Quinto Cecilio Metelo Pío, logré aplastar la revuelta y dar muerte a Quinto Sertorio, así como a varios de sus legados, entre ellos el vil Marco Perpena.

No traigo un gran botín. No había casi nada en un país asolado por una serie de catástrofes. La guerra en Hispania ha sido una lucha en la que Roma ha llevado las de perder. No obstante, solicito un triunfo, convencido de que llevé a cabo lo que me encomendasteis, y de que han muerto muchos millares de enemigos de Roma a manos de mis tropas. Pido que se me conceda el triunfo sin dilación para poder presentarme candidato al consulado en las elecciones curules que se celebren en quintilis.

Había querido hacer un borrador para que Varrón lo leyese y redactase algo más pulido y diplomático, pero después de leer varias veces la corta misiva, Pompeyo llegó a la conclusión de que no se podía mejorar. ¡Había que darles fuerte!

Cuando se arrellanaba satisfecho, llegó Filipo.

—¡Estupendo! —exclamó Pompeyo, poniéndose en pie y estrechándole la mano—. Quiero que leas una carta y puedes llevársela al Senado de mi parte.

—¿Pidiendo el merecido triunfo? —inquirió Filipo, sentándose, con un suspiro. Había venido a pie por la vía Recta porque las literas eran muy lentas, pero no había tenido en cuenta la distancia ni el calor que hacía en junio, aunque aún fuese primavera.

—Y algo más —contestó Pompeyo, tendiéndole sonriente la tablilla.

—Por favor, querido amigo, te agradecería antes algo de beber.

A Filipo le costó descifrar la horrenda escritura infantil de Pompeyo y captó lo esencial de la última frase en el preciso momento en que daba ansiosamente el primer trago de vino bien aguado, y estuvo a punto de atragantarse. Le acometió tal ataque de tos, que Pompeyo hubo de levantarse a darle palmadas en la espalda para que recuperase el habla.

Pero no dijo nada, sino que miró a Pompeyo como si no le conociera. Era una mirada exploratoria lanzada sobre el musculoso individuo aún revestido de coraza y faldilla de tiras de cuero, de piel clara y pecosa, rostro enormemente atractivo de barbilla hendida y melena dorada alejandrina, y ojos grandes, candorosos, vivos ¡y tan azules! Pompeyo Magnus, el nuevo Alejandro. ¿De dónde le vendría el descaro para tal exigencia? El padre había sido un hombre muy raro, y el hijo se esforzaba en convencer a la gente de que no era nada raro. ¡Y ahora resultaba que era más raro que el padre! Y eso que Lucio Marcio Filipo por pocas cosas se extrañaba. Pero aquello era algo más que sorpresa. ¡Aquello era una impresión capaz de matar a una persona!

—No lo dirás en serio —dijo con voz desmayada.

—¿Por qué no?

—Magnus, lo que pides es imposible. ¡No es… posible! ¡Va en contra de todas las leyes escritas y no escritas! ¡ No se puede ser cónsul sin pertenecer al Senado! ¡ Incluso Mario el joven y Escipión Emiliano no fueron cónsules hasta después de entrar en el Senado! Imagino que argúirás que Escipión Emiliano sentó un precedente al ser cónsul antes de ser pretor y que Mario el joven ni siquiera había sido pretor. ¡ Pero pertenecía al Senado mucho antes de las elecciones! ¡Y Sila ha eliminado tales precedentes! Magnus, te lo ruego, no envíes esa carta.

—Quiero ser cónsul —replicó Pompeyo, apretando su breve boca.

—¡La corriente de aire que levantarán las carcajadas te traerá la carta de vuelta! ¡ No puede ser!

Pompeyo se sentó, colgó su atlética pierna del brazo del sillón y balanceó el pie embotado.

—¡Claro que puede ser, Filipo! —replicó con voz apacible—. Tengo seis legiones de las mejores tropas del mundo que dicen que puede ser.

Filipo se quedó pasmado y comenzó a temblar.

—¡No osarás! —exclamó.

—Sabes que si.

—¡Pero Craso tiene ocho legiones acuarteladas en Capua! ¡ Sería otra vez la guerra civil!

—¡Bah! —exclamó Pompeyo, sin dejar de balancear la pierna—. Ocho legiones de cobardes. Me las meriendo en nada.

—Eso dijiste de Quinto Sertorio.

El balanceo se detuvo y Pompeyo empalideció y se puso rígido.

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