Obtuvo el mayor número de votos, y, del mismo modo que los veinte cuestores elegidos en los mismos comicios, comenzaría a servir el quinto día de diciembre en vez del primer día del año. No echarían a suertes el destino en las legiones (él, con otros cinco, quedaría destinado a una de las cuatro legiones de los cónsules) hasta asumir el cargo, ni podía dar la lata incorporándose a una legión antes de tiempo; ni siquiera podía dirigirse a Capua. ¡ Lamentable, teniendo en cuenta los desastres militares de aquel año!
A finales de quintilis resultaba a todas luces evidente, aun para el senador más obtuso, que los cónsules Gelio y Clodiano eran incapaces de detener a Espartaco. Con Filipo al frente del coro (tarea difícil, pues Gelio y Clodiano eran, como él, clientes de Pompeyo), el Senado les comunicó discretamente que se les privaba del mando en la guerra contra Espartaco, Roma requería su presencia para gobernar y ahora se veía claramente que la guerra había de dirigirla un hombre con imperium proconsular, un hombre que tuviera acceso directo a los excombatientes retirados y suficiente ascendiente para hacerlos regresar bajo las águilas. Un hombre con buena hoja de servicios y preferiblemente de convicciones en la línea de Sila. Un hombre que no sólo perteneciese al Senado, sino que hubiese también sido pretor al menos.
Naturalmente, todos los miembros del Senado y los que no lo eran sabían que no había más que un candidato, un solo candidato que estaba ocioso en Roma sin provincia ni guerra de que encargarse, un solo candidato con los necesarios recursos de excombatientes y hoja de servicios: Marco Licinio Craso. Pretor urbano el año anterior, había rehusado un cargo de gobernador, alegando que era más necesario en Roma que en el extranjero. En cualquier otro, tal letargo y carencia de celo político habría sido inmediatamente motivo de reproche, pero a Marco Craso se le consentían sus manías. Tenían que consentírselas: la mayoría de los senadores le debían algún préstamo.
Y a él no le apremiaba el cargo. Él no era de ésos. Él continuaba al frente de sus muchos despachos detrás del Macellum Cuppedenis y esperaba. Decir muchos despachos no deja de causar impresión, pero bastaba entrar en el establecimiento de Craso para ver que allí no había cuadros caros en las paredes, ni cómodos sofás, ni amplios salones en las que los clientes pudieran reunirse y charlar, ni sirvientes que ofrecieran vino de Falerno ni quesos escogidos. Sí, esas cosas existían: Tito Pomponio Atico, por ejemplo, un ex socio suyo, que ahora le detestaba, dirigía sus variados negocios en una sede de exquisito lujo, pero Craso no llegaba a entender que el animus de un ocupado hombre de negocios necesitara hallarse rodeado de cosas bellas y cómodas. Para Craso el despilfarro de espacio era perder dinero, y el dinero gastado en despachos bonitos era dinero tirado. El, en sus oficinas, ocupaba un escritorio en el rincón de un salón lleno de escribas, contables y secretarios; era una inconveniencia, pero así tenía al personal constantemente a la vista, y a él no se le escapaba nada.
No, a él no le apremiaba hacerse con el cargo, y no necesitaba comprarse un grupo de influencia en el Senado. ¡ Que Pompeyo Magnus se gastase el dinero en ello! Eso no era necesario cuando uno prestaba a los senadores cualquier cantidad que necesitasen… sin intereses. Pompeyo jamás recuperaría su dinero, mientras que él podía reclamar lo prestado en cualquier momento aunque no lo necesitase.
En septiembre, el Senado actuó finalmente y preguntó a Marco Licinio Craso si quería asumir un imperium proconsular, reclutar ocho legiones y dirigir la guerra contra el gladiador tracio Espartaco. Tardó varios días en contestar, y finalmente dio su respuesta en la Cámara con habitual brevedad y premeditación. Para César, que le escuchaba atento desde su asiento en las gradas opuestas, fue una lección en cuanto al poder de la importancia y el hedor soberano del dinero.
Craso era bastante alto pero no lo parecía por lo ancho que era; sin ser gordo. Lo que sucedía era que tenía una constitución como de buey, con gruesas muñecas y manos grandes, cuello poderoso y anchos hombros. Envuelto en la toga era una masa informe si no se le veían los músculos del antebrazo izquierdo descubierto y se notaba su fortaleza al estrecharle la mano. Era de rostro grande y ancho, inexpresivo pero no desagradable, y sus ojos grises solían dirigir una mirada afable. Tenía cabello y cejas marrón claro y la cara se le bronceaba en seguida al sol.
Ahora hablaba con su voz normal, sorprendentemente potente (Apolonio de Molón habría dicho que eso era por tener el cuello corto, pensó César) y decía:
—Padres conscriptos, soy consciente del honor que me concedéis al ofrecerme este alto mando. Quisiera aceptarlo, pero…
Hizo una pausa y recorrió con su afable mirada unos rostros aquí y allá.
—Soy un hombre humilde y me doy cuenta de que mi influencia se debe a mil hombres de la clase de los caballeros que no pueden tener representación directa en esta Cámara. Y yo no puedo aceptar ese mando sin estar seguro de que ellos me lo permiten. Por consiguiente, ruego humildemente a la Cámara que presente un senatus consultum a la asamblea del pueblo. Si ella vota a favor de otorgarme el mando, lo aceptaré complacido.
¡Muy listo este Craso!, se dijo César.
Si el Senado concedía, el Senado podía desposeer, como había sucedido en el caso de Gelio y Clodiano; pero si se pedía a la asamblea del pueblo que aprobase un decreto del Senado —y ésta lo ratificaba— sólo la asamblea del pueblo podía anularlo. Algo no del todo imposible; pero con los tribunos de la plebe sin uñas ni dientes en virtud de las leyes de Sila y con la apatía general de la Cámara para adoptar decisiones, una ley aprobada en la asamblea del pueblo situaba a Craso en una posición inamovible. ¡Listo, pero que muy listo, aquel Craso!
A nadie le sorprendió que la Cámara transmitiese obedientemente el senatus consultum ni que la asamblea del pueblo votase a favor mayoritariamente. Marco Licinio Craso se convertía en general de la guerra contra Espartaco con mayor solidez que Pompeyo en la Hispania Citerior, pues el imperium de Pompeyo era una concesión del Senado y no una ley registrada en las tablillas oficiales.
Con la misma eficiencia con que se había enriquecido con un negocio tan equívoco como el de convertir esclavos baratos en sirvientes especializados, Marco Craso se puso manos a la obra ante este nuevo reto.
Lo primero que hizo fue anunciar los nombres de sus legados:
Lucio Quintio, aquella peste de cincuenta y dos años para cónsules y tribunales; Marco Mummio, casi con edad de pretor; Quinto Marco Rufo, algo más joven, pero senador; Cayo Pomptino, un militar joven, y Quinto Arrio, el único veterano de la guerra contra Espartaco que decidió conservar.
Luego declaró que, como las cuatro legiones de los cónsules habían quedado reducidas a dos por las bajas y las deserciones, sólo utilizaría los doce primeros de los veinticuatro tribunos de los soldados, pero no los de aquel año, ya que su cargo estaba a punto de expirar, y consideraba que no habría nada peor para aquellas poco eficaces legiones que cambiar los mandos al mes escaso de haber iniciado la campaña. Por lo tanto, movilizaba un poco antes a los tribunos de los soldados elegidos para el año próximo. También incorporó a su estado mayor a uno de los cuestores para el año siguiente, el llamado Cneo Tremelio Scrofa, de familia de raigambre pretorial.
Entretanto, se trasladó a Capua y envió agentes a ver a sus ex-combatientes de la época en que había combatido contra Carbón y los samnitas, pues necesitaba reclutar rápidamente seis legiones. Sus críticos recordaron que a sus soldados no les había gustado su reticencia a compartir el botín de algunas ciudades, como en el caso de Tuder, y predijeron que no se alistarían muchos voluntarios. Pero quizás el tiempo hubiese entibiado los recuerdos y los corazones, porque los voluntarios acudieron a alistarse bajo las águilas de Craso. A principios de noviembre, cuando llegó la noticia de que las huestes de Espartaco habían dado media vuelta y bajaban de nuevo por la vía Emilia, Craso estaba casi listo para ponerse en marcha.
No obstante, antes tenía que ocuparse de los restos de las legiones de los cónsules, que no habían salido del campamento en Firmum Picenum después de la derrota compartida de Gelio y Clodiano. Quedaban veinte cohortes (el número equivalente a las de dos legiones), pero las formaban los supervivientes de cuatro legiones y pocos habían combatido juntos en la misma legión. Y no se había podido trasladarlas a Capua hasta que estuvieron formadas y organizadas las seis legiones nuevas, pues en los últimos años se habían constituido tan pocas legiones, que la mitad de los campamentos en torno a la ciudad se hallaban cerrados y desmantelados.
Cuando Craso envió a Marco Mummio y a los doce tribunos de los soldados a recoger aquellas veinte cohortes de Firmum Picenum, era consciente de que Espartaco y sus huestes se aproximaban a Ariminum, y dio órdenes estrictas a Mummio para que evitara cualquier enfrentamiento con los rebeldes, que estaban mu y al norte de Firmum Picenum. Para desgracia de Mummio, al llegar a Ariminum, Espartaco había avanzado con sus tropas, prescindiendo de las mujeres y el convoy de pertrechos, sabiendo que en su retaguardia no había peligro, y por ello, casi en el mismo instante en que Mummio llegaba al campamento construido por Gelio y Clodiano, también lo alcanzaban las avanzadillas del rebelde.
El enfrentamiento era inevitable. Mummio hizo lo imposible, pero eran pocas sus posibilidades con aquellos tribunos de los soldados (entre los que se encontraba César). Ninguno conocía a las tropas y éstas estaban poco entrenadas y temían a Espartaco como los niños al lobo. No se puede calificar de batalla a lo que allí se dirimió; las tropas de Espartaco pasaron sobre el campamento como si no existiera y las despavoridas tropas de las legiones de los cónsules se desperdigaron en todas direcciones, arrojando armas y despojándose de corazas y armaduras y de cuanto pudiera estorbar su huida. Los remolones perecieron y los rápidos se salvaron. Los rebeldes, sin preocuparse por perseguirles, siguieron cayendo sobre el lugar, deteniéndose únicamente a recoger armas y corazas y a despojar los cadáveres.
—Nada podías hacer para evitarlo —dijo César a Mummio—. La culpa ha sido de nuestro espionaje.
—¡Marco Craso se pondrá furioso! —exclamó Mummio, desesperado.
—Y dices poco —comentó César, inexorable—. De todos modos las fuerzas de Espartaco son una horda indisciplinada.
—¡Pero superan los cien mil hombres!
Estaban acampados en una colina, no lejos de aquel río de rebeldes que continuaba en dirección sur. César, que tenía muy buena vista, señaló hacia ellos y dijo:
—Soldados no tendrá más de ochenta mil; quizás menos. Lo que vemos ahora son sus seguidores, mujeres, niños y hombres que no van armados. Y serán cincuenta mil por lo menos. Espartaco avanza con una rueda de molino al cuello, teniendo que arrastrar consigo las familias y los efectos personales de sus soldados. Eso que ves, Mummio, es una horda de fugitivos, no un ejército.
—Bueno, no hay por qué detenerse aquí —dijo Mummio, dándose la vuelta—. Hay que informar a Marco Craso, y cuanto antes mejor.
—Dentro de un par de días se habrán alejado las huestes de Espartaco. ¿Puedo sugerirte que nos quedemos aquí hasta que se vayan, para luego intentar reagrupar los hombres de las legiones de los cónsules? Si los dejamos, desaparecerán para siempre. Yo creo que a Marco Craso le complacerá más verlos, estén como estén.
Mummio se quedó mirando fijamente a su primer tribuno de los soldados.
—Te piensas bien las cosas, César, ¿no es cierto? Tienes razón. Tenemos que reagrupar a esos desgraciados y llevarlos con nosotros; si no, la cólera del general será de temer.
Cinco cohortes yacían muertas entre los restos del campamento así como la mayoría de los centuriones. Se habían salvado quince cohortes, y Mummio tardó once días en reagruparlas; una tarea no tan ardua como había creído, pues estaban más destrozados psíquica que físicamente.
Con túnica y sandalias por toda vestimenta, las quince cohortes fueron conducidas hasta las afueras de Bovianum, al campamento de Craso, que había sorprendido a un destacamento de los rebeldes, separado del grueso de las tropas, matando a seis mil; pero Espartaco, en cualquier caso, iba ya camino de Venusia y Craso no había considerado conveniente seguirlo por un terreno desfavorable para una fuerza numéricamente inferior. Era ya primeros de diciembre, pero como el calendario iba adelantado cuarenta días a las estaciones, aún no había comenzado el invierno.
El general escuchó a Mummio con un mutismo que nada bueno presagiaba. Y, de pronto, dijo:
—No tengo nada que reprocharte, Marco Mummio, pero ¿qué puedo hacer con quince cohortes en las que no se puede confiar ni tienen agallas para luchar?
Nadie contestaba, pero Craso sabía lo que iba a hacer a pesar de su pregunta. Todos se daban cuenta, pero el único que lo sabía era él.
La blanda mirada fue deteniéndose en un rostro y otro, se clavó en el de César y continuó.
—¿Cuántos son? —inquirió.
—Siete mil quinientos, Marco Craso. Quinientos soldados por cohorte —contestó Mummio.
—Voy a diezmarlos —dijo Craso.
Se hizo un profundo silencio, en el que nadie movía un músculo.
—Mañana al salir el sol ten el ejército formado y disponlo todo. César, tú eres pontífice y oficiarás. Elige la víctima para el sacrificio. ¿Ha de ser a Júpiter Optimus Maximus o a otro dios?
—Marco Craso, creo que debemos ofrecérsela a Júpiter Stator que es quien detiene a los soldados que huyen. Y a Sol Indiges y Bellona. La víctima ha de ser una ternera negra.
—Mummio, tus tribunos de los soldados lo echarán a suertes; menos César.
Tras lo cual, el general levantó la sesión y sus oficiales abandonaron la tienda de mando sin saber qué decirse. ¡Diezmar a la tropa!
Al amanecer, las seis legiones de Craso estaban formadas, y frente a ellas, en diez columnas de setecientos cincuenta hombres, se hallaban los soldados que iban a ser diezmados. Mummio había trabajado denodadamente para hacerlo de la manera más rápida y simple, ya que la división numérica más importante era la decuria de diez hombres; ni que decir tiene que el propio Craso había ayudado mucho en los cálculos.
Las tropas permanecían tal como Mummio y sus tribunos de los soldados las habían dispuesto, vestidas sólo con túnica y sandalias, pero todos llevaban una porra en la mano derecha y habían sido numerados de uno a diez para efectuar el sorteo. Cobardes manifiestos, seguían pareciendo cobardes, pues todos ellos temblaban a ojos vistas, no se veían más que caras de terror con la frente bañada de sudor a pesar del frío matinal.