Favoritos de la fortuna (133 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Aurelia mostraba ahora el mismo interés que Julia e hizo un gesto de desdén.

—¡Qué lata! —exclamó—. Espero que le hayan vetado.

—Lo intentaron, pero se negó a aceptar el veto, alegando que él era miembro de la plebe de pleno derecho, que su bisabuelo construyó la basílica y que para modificarla tendrían que pasar por encima de su cadáver. Desde luego, hay que admitir que es terco. Y a ello aducía una ristra interminable de razones, que fundamentalmente giraban en torno al hecho de que su bisabuelo había construido la basílica Porcia de una manera y que esa manera era sagrada, inviolable, parte del mos maiorum.

—¿Y quién ha vencido? —inquirió Julia, conteniendo la risa.

—El joven Catón, por supuesto. Los tribunos de la plebe eran incapaces de aguantar aquel trueno de voz.

—¿Y no hicieron uso de la fuerza? ¿Es que no podían arrojarle desde la roca Tarpeya? —inquirió Aurelia, indignada.

—Creo que les habría encantado, pero la dificultad fue que cuando ya estaban dispuestos a emplear la fuerza se había corrido el rumor y llegaba tanta gente a diario para ver la pugna, que Plautio pensó que habría sido más nocivo para los tribunos de la plebe usar la fuerza a la vista del populacho que aceptar el inconveniente de la columna. ¡Sí que le echaron más de diez veces de la basílica, pero él volvía a entrar! Y estaba claro que no habría cedido. Así pues, Plautio convocó reunión de los diez miembros del colegio y optaron por aguantar la molestia de la columna —dijo César.

—¿Qué aspecto tiene ese Catón? —inquirió Julia.

—No es fácil describirle —contestó César, frunciendo el ceño—. Es feo y guapo. Quizás lo más aproximado que pueda decirse es que recuerda un caballo de buena raza que intenta comerse una manzana a través de un enrejado.

—Dentón y narigudo —espetó Julia sin vacilar.

—Exacto.

—Yo puedo contarte otra historia de él —dijo Aurelia.

—¡Cuenta, cuenta! —dijo César, al advertir el interés de su tía Julia.

—Sucedió antes de que cumpliera los veinte años. Siempre había estado locamente enamorado de su prima Emilia Lépida, la hija de Mamerco. Pero ella estaba ya prometida a Metelo Escipión cuando éste marchó a Hispania a servir con su padre; pero al regresar unos años antes que el padre, resultó que él y Emilia se habían enamorado perdidamente. Ella rompió el compromiso y anunció que iba a casarse con Catón y Mamerco se puso furioso. Sobre todo, parece ser, porque mi amiga Servilia, que es hermanastra de Catón, le había prevenido de los amoríos de Catón y Emilia Lépida. Bueno, al final todo se arregló porque Emilia Lépida no tenía intención de casarse con Catón, y sólo lo había dicho para dar celos a Metelo Escipión. Y cuando éste fue a hablar con ella y pedir que le perdonase, Catón se vio rechazado y Metelo Escipión aceptado de nuevo, casándose poco después. Pero Catón se tomó tan a pecho su rechazo que intentó matar a la pareja, y al no conseguirlo, quiso plantear querella a Metelo Escipión por enajenarle el afecto de Emilia Lépida. Su hermanastro Servilio Cepio —un buen joven, casado con la hija de Hortensio— le disuadió de que no hiciese el ridículo y Catón desistió. Aunque parece ser que se pasó el año siguiente escribiéndole poemas, muy malos, según me han dicho.

—¡Qué divertido! —comentó César, riendo.

—¡No creas que fue tan divertido! No sé lo que será ese joven Catón en el porvenir, pero hasta ahora no ha hecho más que irritar a la gente profundamente —dijo Aurelia—. Mamerco y Cornelia Sila, y no digamos Servilia, le detestan. Y creo que lo mismo sucede ahora con Emilia.

—Ahora está casado con otra, ¿no? —inquirió César.

—Sí, con Atilia. No es ningún partido, pero él poca cosa posee. Han tenido una niña el año pasado.

Y, de momento, ya estaba bien de cotilleos, pensó César, contemplando a su tía.

—No quiero creerlo, mater, pero tienes razón. Tía Julia se va a morir —dijo a Aurelia nada más salir de la casa.

—Sí, pero aún no, hijo mío. Vivirá hasta entrado Año Nuevo y quizás más.

—Oh, espero que viva hasta después de que yo marche a Hispania.

—¡César, eso es una cobarde esperanza! —comentó la inexorable Aurelia—. Tú no sueles rehuir los acontecimientos desagradables.

César se detuvo en medio de Alta Semita con los puños cerrados.

—¡Déjame en paz! —dijo, con voz tan fuerte que dos que pasaban se los quedaron mirando con curiosidad—. ¡ Siempre el deber, el deber, el deber! ¡Pues bien, mater, estar en Roma para enterrar a la tía Julia es un deber que me repele!

Y sólo la costumbre y la cortesía le hicieron continuar al lado de su madre el resto del paseo hasta la casa; habría dado cualquier cosa por dejarla y regresar él solo hasta el Subura.

Tampoco la casa era un paraíso. Cinnilla, embarazada ya de seis meses, no se encontraba muy bien. A la «enfermedad diurna y nocturna», como la denominaba César en broma, había sucedido una hinchazón de piernas y pies que agobiaba y preocupaba a la futura madre, obligada a pasar la mayor parte del tiempo en la cama con las piernas en alto. Pero Cinnilla no sólo padecía molestias y preocupaciones, sino que estaba malhumorada; una actitud que a todos les resultaba insoportable, pues no era natural en ella.

Por ello, y por primera vez durante los períodos en que vivía en Roma, César optó por pasar las noches y los días fuera de la vivienda del Subura. Quedarse en casa de Craso era imposible; Craso no iba a dar de comer a una boca más, y menos hacia el final del año de mayor gasto de su vida. Y Cayo Matius acababa de casarse, por lo que la otra vivienda de la planta baja de la ínsula de Aurelia (que habría sido el lugar ideal) tampoco estaba disponible. Y ahora no tenía ganas de aventuras; la historia con Cecilia Metela había concluido de golpe al exiliarse Verres a Massilia, y aún no había encontrado otra que le gustara. A decir verdad, el mal estado físico de su tía y de su esposa no estimulaba su frivolidad. Por ello, optó por alquilar una pequeña vivienda de cuatro habitaciones en el vicus Patricius, cerca de su casa, y allí pasaba la mayor parte del tiempo en compañía de Lucio Decumio. Dado que el vecindario era tan poco recomendable como el de la insula de su madre, sus amistades políticas no irían por allí de visita, y eso complacía a la parte reservada de su naturaleza. Además, César, siempre práctico, previó las posibilidades cuando le volviesen las ganas de aventura y comenzó a interesarse por la vivienda (era un buen edificio) para la que compró algunos buenos muebles y obras de arte. Y una buena cama.

A principios de diciembre ofició una enternecedora reconciliación. En los rostra se hallaban los dos cónsules juntos esperando a que el pretor urbano, Lucio Cotta, convocase la Asamblea del pueblo, pues era el día en que había de ratificarse la ley de Cotta para la reforma del sistema jurídico. Aunque Craso tenía los fasces en diciembre y estaba obligado a hacer acto de presencia, Pompeyo no estaba dispuesto a consentir estar ausente de un acto público como aquél, y, como los cónsules no podían situarse cada uno a un extremo de la tribuna sin provocar comentarios, se hallaban uno junto a otro. En silencio, cierto, pero aparentemente en actitud amistosa.

A la convocatoria acudió el primo carnal de César, el joven Cayo Cotta, hijo del finado cónsul Cayo Cotta; aunque aún no era miembro del Senado, nada le impedía votar en la asamblea por tribus, y aquella ley era una propuesta de su tío Lucio Cotta. Y fue este joven quien, al ver a Pompeyo y Craso, al parecer más unidos de lo que lo habían estado durante meses, gritó tan fuerte que hizo que en su derredor cesaran las voces y todos se quedasen quietos, mirándole.

—¡Oh! —volvió a gritar, aún más fuerte—. ¡Mi sueño se ha hecho realidad!

Y se llegó con tal ímpetu hasta la tribuna de los rostra, que Pompeyo y Craso dieron un paso atrás. El joven Cotta se situó entre los dos, pasándoles el brazo por los hombros y miró a la multitud en la hondonada de los comicios con lágrimas en los ojos.

—¡Quirites! —clamó—. ¡Anoche tuve un sueño! ¡Júpiter Optimus Maximus me habló desde la nube y el fuego, bañándome y quemándome! Desde abajo, donde yo estaba, vi las figuras de dos cónsules, Cneo Pompeyo Magnus y Marco Licinio Craso. Pero no estaban juntos como los he visto hoy, sino uno a la derecha y otro a la izquierda, mirando tercamente en direcciones opuestas. Y la voz del gran dios me dijo desde la nube y el fuego: «¡No deben dejar su cargo consular enemistados! ¡Que cesen siendo amigos!»

El silencio era absoluto y mil rostros estaban pendientes de los tres hombres en lo alto. Cayo Cotta bajó los brazos de los hombros de los cónsules, dio un paso al frente y se volvió hacia ellos, dando la espalda a la multitud.

—Cneo Pompeyo, Marco Licinio, ¿verdad que seréis amigos? —dijo el joven con voz estentórea.

Durante un buen rato, nadie se movió y tanto Pompeyo como Craso mantuvieron su adusta expresión.

—¡Vamos, estrechaos la mano! ¡Sed amigos! —gritó Cayo Cotta. Ninguno de los dos se movía. Luego, Craso se volvió hacia Pompeyo y le tendió su manaza.

—Me complace ceder el primer puesto al hombre que fue llamado Magnus mucho antes de que le saliera barba y que celebró no uno sino dos triunfos antes de ser senador! —vociferó Craso.

Pompeyo profirió una especie de agudo gañido y estrechó la manaza de Craso y hasta el antebrazo, arrobado, y ambos se dieron un abrazo. La multitud era puro delirio y la noticia de la reconciliación no tardó en correrse por el Velabrum, el Subura y las manufacturas más allá de las marismas de Palus Ceroliae; la gente acudía de todas partes a comprobar que los cónsules volvían a ser amigos, y durante el resto del día Pompeyo y Craso estuvieron recorriendo juntos Roma, estrechando manos en baño de multitudes y recibiendo enhorabuenas.

—Hay triunfos y triunfos —dijo César a su tío Lucio y a su primo Cayo—. Hoy ha tenido lugar el mejor triunfo, y te doy las gracias por tu ayuda.

—¿Fue difícil convencerles de que debían reconciliarse? —inquirió el joven Cayo Cotta.

—Realmente, no. Si hay algo que esa pareja comprende perfectamente es la importancia de la popularidad. Ninguno de los dos es muy dado a compromisos, pero yo atribuí méritos a los dos por igual y quedaron contentos. Craso tuvo que tragarse su orgullo y decir todas esas cosas repugnantes sobre Pompeyo, pero, por otra parte, cosechó fuertes simpatías por ser el primero en tender la mano y hacer concesiones. Por eso, en la pugna por ganarse a la gente ha quedado vencedor Craso. Menos mal que Pompeyo no se da cuenta y cree que quien ha salido ganando es él por haberse mantenido displicente, forzando a su colega a reconocer su superioridad.

—Entonces, más te valdrá que Magnus no descubra antes de que acabe el año quién ha ganado realmente —dijo Lucio Cotta.

—Lamento haberte estropeado la convocatoria, tío. Ahora la multitud estará inquieta durante la votación.

—Ya votará mañana.

Los dos Cottas y César salieron del Foro por la escalinata de las Vestales que ascendía hasta el Palatino, pero a medio camino, César se detuvo y se volvió a mirar. Allí estaban los dos, Pompeyo y Craso, rodeados de una muchedumbre romana encantada, y ellos también contentos por la reconciliación.

—Este año ha sido muy tranquilo —dijo César, reanudando la ascensión—. Todos hemos salvado una especie de obstáculo, y tengo la extraña impresión de que nunca volveremos a sentirnos tan a gusto.

—Sí, sé lo que quieres decir —dijo Lucio Cotta—. Es el año en que habré pasado a los libros de historia con mi ley sobre el jurado. Si decidiese presentarme a las elecciones de cónsul, sería una decepción.

—Yo no quería decir eso —replicó César riendo.

—¿Qué harán Pompeyo y Craso cuando termine el año? —inquirió el joven Cayo Cotta—. Dicen que ninguno de los dos quiere ir de gobernador a una provincia.

—Y así es —añadió Lucio Cotta—. Volverán los dos a ser privatus. ¿Por qué no? Bien poco hace que han realizado grandes campañas… son tan ricos que no tienen necesidad de embolsarse beneficios en ninguna provincia y han culminado su consulado con leyes que les eximen de cualquier sospecha de traición y que garantizan a sus excombatientes todas las tierras que deseen. ¡Yo, de estar en sus botas, tampoco iría a gobernar una provincia!

—Encontrarías sus botas bien incómodas —dijo César—. ¿A dónde van a ir? Pompeyo dice que regresa a su adorado Piceno y que jamas volverá a cruzar las puertas del Senado. Y Craso está más que decidido a recuperar con sus negocios los mil talentos que tuvo que gastar este año. Y yo voy de cuestor a la Hispania Ulterior con un gobernador que no está mal —añadió, con un profundo suspiro de satisfacción.

—Cayo Antistio Veto, antiguo cuñado de Pompeyo —dijo el joven Cotta con una sonrisa.

César no explicó su mayor anhelo: salir para Hispania antes de que muriera su tía Julia.

Pero no fue así. Le avisaron para que acudiera a su lecho de muerte una noche tormentosa a mediados de febrero; su madre llevaba ya varios días en casa de la enferma.

Aún estaba consciente y veía, y cuando él entró en el cuarto, sus ojos se iluminaron levemente.

—Te estaba esperando —dijo.

Le dolía el pecho por el esfuerzo de dominar sus emociones, pero logró sonreír cuando él le dio un beso y se sentó en el borde de la cama como siempre hacía.

—No iba a darte plantón —dijo él bromeando.

—Quería verte —añadió ella con voz bastante fuerte y clara.

—Ya me ves, tía Julia. ¿Qué quieres?

—¿Tú qué harías por mi, Cayo Julio?

—Lo que me pidieses —contestó él sin reservas.

—¡Ah, eso me consuela! Ahora sé que me perdonarás.

—¿Perdonarte? —inquirió él, estupefacto—. ¡No hay nada de nada que tenga que perdonarte!

—Que me perdones el no haber impedido que Cayo Mario te nombrase flamen dialis —dijo ella.

—¡Tía Julia, nadie podía impedir que Cayo Mario hiciese lo que se le antojase! —exclamó César—. ¡ Los alrededores de Roma están llenos de tumbas de quienes lo intentaron! ¡Ni por un instante se me pasó por la imaginación echarte la culpa! ¡No tienes por que culparte!

—No lo haré si tú no lo haces.

—Yo no. Te doy mi palabra.

Cerró los ojos y las lágrimas escaparon bajo sus párpados.

—Pobre hijo mío —musitó—. Es horrible ser el hijo de un gran hombre… Espero que no tengas hijos, porque tú serás un gran hombre.

La mirada de César se cruzó con la de su madre y, súbitamente, advirtió en ella un vestigio de celos. Su reacción fue brutal e inmediata: cogió a Julia en sus brazos y juntó su rostro a su mejilla.

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