Favoritos de la fortuna (132 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

»Entonces, ¿por qué no, me dije, ofrecer funciones públicas a esos numerosos miles de ciudadanos de la primera clase que no tienen suficiente antigüedad de familia o de nombre para pertenecer a las dieciocho centurias del caballo público? Si estos ciudadanos de menor raigambre constituyesen un tercio de todos los jurados formados, la carga de funciones correspondiente a un individuo se aligeraría notablemente, y sería al mismo tiempo incentivo para el numeroso contingente de caballeros noveles que denominamos tribuni aerarii. Imaginaos que tenéis un jurado de, por ejemplo, cincuenta y un miembros, formado por diecisiete senadores, diecisiete caballeros del caballo público y diecisiete tribuni aerarii. Los diecisiete senadores tienen el prestigio de la experiencia, el conocimiento jurídico y la costumbre de formar parte del jurado; los diecisiete caballeros del caballo público cuentan con el prestigio de pertenecer a familias distinguidas y ser ricos, y los diecisiete tribuni aerarii tienen el prestigio de su novedoso vigor, una experiencia nueva, su pertenencia a la primera clase de ciudadanos romanos y menor fortuna.

Volvió a extender las manos, dejando caer la derecha y señalando con la izquierda hacia las imponentes puertas de bronce de la Curia Hostilia.

—Esa es mi solución, padres conscriptos. Un jurado tripartito con igual número de ciudadanos de los tres órdenes de la primera clase. Si aprobáis un senatus consultum, haré inscribir la medida en su modalidad legal y la presentaré a la asamblea del pueblo.

Pompeyo portaba los fasces el mes de septiembre y se hallaba sentado en la silla curul en el primer puesto del estrado. Junto a él estaba la silla vacía de Craso.

—¿Qué dice el primer cónsul electo? —inquirió muy formalista Pompeyo a Quinto Hortensio.

—El primer cónsul electo elogia a Lucio Cotta por su magnífico trabajo —contestó Hortensio—. Hablando como magistrado curul y como abogado ante los tribunales, mi aplauso para esta solución tan razonable para el engorroso problema.

¿Y el segundo cónsul electo? —añadió Pompeyo.

—Estoy de acuerdo con mi colega —contestó Metelo Caprario el joven, que no tenía motivo para oponerse a una medida ahora que el caso de Cayo Verres y el propio inculpado eran agua pasada.

E igual hicieron todos los que tomaron la palabra. Hubo algunos que estuvieron tentados de encontrar algún defecto, por supuesto, pero al pensar la carga de trabajo que suponía seguir desempeñando la función de jurado como antes, optaron por no hacer objeciones.

—Realmente, es espléndido —dijo Cicerón a César al coincidir a la salida de la cámara—. A los dos nos gusta actuar en los procesos con un jurado honrado. Lucio Cotta ha sido muy hábil. Habrá que sobornar a dos tercios del jurado para conseguir un veredicto… lo cual es mucho más caro que pagar a la mitad. Y lo que un tercio acepte, el otro puede sentirse inclinado a rechazarlo. Yo te aseguro, querido César, que aunque el soborno no desaparezca totalmente, disminuirá notablemente. Los tribuni aerarii tendrán a pundonor actuar honradamente y justificar su incorporación al jurado. ¡Sí, Lucio Cotta lo ha razonado muy inteligentemente!

César informó muy complacido de esta conversación a su tío durante la cena en su propio triclinium. No estaban Aurelia ni Cinnilla. Su esposa se hallaba en el cuarto mes de embarazo y padecía constantes molestias de estómago, y Aurelia se encontraba cuidando a la pequeña Julia, que también sufría una pequeña indisposición; por lo que los dos se hallaban solos y contentos por ello.

—Admito que pensé en hablar del soborno —dijo Lucio Cotta sonriendo—, pero habría podido resultar muy crudo para la Cámara, y quería que se aprobase la medida.

—Cierto. No obstante, la mayoría lo ha comprendido, y en lo que a Cicerón y a mí respecta, es una bendición. Por el contrarío, es muy posible que Hortensio lo lamente personalmente. Soborno aparte, lo mejor de tu solución es que con ella se conservarán los tribunales permanentes de Sila, que a mi entender son el mayor progreso de la justicia romana desde la creación del juicio y el jurado.

—¡Gracias por el elogio, César! —dijo Lucio Cotta radiante de felicidad un instante hasta que dejó la copa en la mesa y frunció el ceño—. César, tú eres confidente de Marco Craso, y quizás puedas disipar mis temores. En muchos aspectos, éste ha sido un año feliz; no hay guerras que no estemos ganando, el Erario, por primera vez en mucho tiempo, pasa menos apuros, se está confeccionando un censo como es debido de los ciudadanos romanos de Italia, hay buena cosecha en Italia y en las provincias, aparte de que en el gobierno se ha producido un buen equilibrio entre lo antiguo y lo moderno. Si dejamos a un lado la inconstitucionalidad del consulado de Magnus, de verdad que ha sido un año excelente. Al cruzar el Subura para llegar a tu casa, me ha dado la impresión de que la gente ordinaria de Roma —la que rara vez puede ejercer el voto y piensa que la distribución de trigo de Craso es una buena ayuda para su menguada economía —es más feliz de lo que lo ha sido en los últimos treinta años. De acuerdo que no es la que padece cuando ruedan cabezas y la sangre riega el Foro, pero el estado de ánimo que esos hechos provocan también a ella le afecta, a pesar de que sus cabezas no corran peligro.

Hizo una pausa para tomar aliento y un trago de vino.

—Creo que sé lo que vas a decir, tío, pero adelante —dijo César.

—Ha sido un verano estupendo, sobre todo para las clases bajas. Ha habido numerosos espectáculos, comida hasta la hartura y aun ha sobrado para llevarse a casa; leones y elefantes, carreras de carros sin cuento, comedias y farsas, trigo gratuito y el desfile del caballo público. Y por una vez se han celebrado elecciones pacíficas en su fecha. E incluso un proceso senatorial en el que el malvado llevó su merecido y Hortensio un buen revolcón. Se han limpiado los baños del Trigarium, no ha habido tantas enfermedades como se esperaba, ni se ha producido un brote de parálisis estival, y ha disminuido notablemente la delincuencia y los timos —añadió sonriendo—. Lo merezcan o no, César, gran parte del mérito —y de los elogios— es de los cónsules. La actitud del pueblo hacia ellos es tan romántica como caprichosa, pues tú y yo sabemos realmente lo que hay, y, aunque no puede negarse que han desempeñado su cargo encomiablemente, han legislado para eludir responsabilidades, y el resto lo han dejado bastante bien. Pero aun así, César, cunden rumores. Rumores de que no todo es tan amigable entre Pompeyo y Craso; que no se hablan; que cuando uno está obligado a personarse en algún sitio, el otro no aparece. Y a mí me preocupa porque creo que esos rumores son ciertos… y porque pienso que nosotros, los de la clase alta, debemos dar a la gente ordinaria un año perfecto.

—Si, son ciertos los rumores —dijo César, lacónico.

—¿Y por qué?

—Fundamentalmente porque Marco Craso eclipsó la magnanimidad de Pompeyo y éste no lo soporta. Él pensaba que con la farsa del caballo público y sus juegos votivos sería el único ídolo del pueblo. Y entonces salió Craso con su distribución gratuita de trigo durante tres meses, y le demostró que no es el único que tiene una inmensa fortuna. Y Pompeyo se ha vengado negándole la palabra en la vida consular y en la privada. Por ejemplo, habría debido comunicar a Craso que hoy había reunión del Senado —sí, todos sabemos que se celebra sesión en las calendas de septiembre— pero es el primer cónsul quien la convoca y debe notificarlo a los demás.

—A mi me lo notificó —dijo Lucio Cotta.

—Se lo comunicó a todos menos a Craso. Y Craso lo ha interpretado como una ofensa personal. Por eso no ha venido. Yo intenté hacerle entrar en razón, pero no hubo manera.

—¡Oh, cacat! —exclamó Lucio Cotta, dejándose caer enojado en la camilla—. Entre los dos van a echar por tierra un año único.

—No —replicó César—, no lo harán. No voy a dejarles. Aunque si logro que hagan las paces no durará mucho. Así que esperaré a fin de año y recurriré a algunos Cottas. A finales de año les obligaremos a hacer algún tipo de reconciliación pública que emocione a la gente. Así, el día de año viejo será exeunt omnes y todos lo despedirán cantando a voz en grito… el propio Plauto se sentiría orgulloso.

—¿Sabes —dijo Lucio Cotta pensativo, incorporándose— que cuando eras niño ya te consideraba yo como lo que Arquímedes habría denominado un primer motor? «¡Dadme una palanca y moveré el mundo!» Así te veía yo, y fue uno de los principales motivos por los que lamenté que te hiciesen flamen dialis. Por eso cuando pudiste deshacerte del cargo volví a incluirte en mi catálogo privado de hombres importantes. Pero no han ido las cosas como yo pensaba. Te mueves en medio del más complicado sistema de engranajes y ruedas; para lo joven que eres, tienes ya fama a muchos niveles desde el Senado al Subura, pero no como primer motor, sino más bien a guisa de un gran chambelán de una corte oriental… contento de ser el inductor de los acontecimientos pero dejando que otros se atribuyan el mérito. ¡Y eso me extraña en ti! —añadió, meneando la cabeza.

César le había escuchado con los labios apretados y aureolas de rubor en sus mejillas habitualmente marfileñas.

—No me habías catalogado mal, tío —replicó—. Pero creo que tal vez el cargo de flamen dialis fue lo mejor que pudo ocurrirme, dado que pude quitármelo de encima. Me enseñó a ser sutil a la vez que poderoso; me enseñó a esconder mi luz en circunstancias en que habría podido apagarse al mostrarla; aprendí que el tiempo es más poderoso aliado que el dinero y los mentores; aprendí a revestirme de esa paciencia que mi madre solía creer que nunca tendría, y aprendí que todo tiene su utilidad. Y aún estoy aprendiendo, tío. ¡Ojalá nunca deje de hacerlo! Fue Lúculo quien me enseñó que puedo seguir aprendiendo desarrollando ideas y llevándolas a la práctica por medio de otros. Yo me quedo al margen y observo lo que sucede. Pierde cuidado, Lucio Cotta, llegará mi momento de ser el primer motor entre todos los demás. Incluso seré cónsul en mi año. Pero eso no será más que el principio.

Noviembre fue un mes tremendo, a pesar de que el tiempo fue agradable como el de mayo, cuando la estación y el calendario coincidían. La tía Julia cayó de pronto enferma de un extraño mal que ningún médico, incluido Lucio Tucio, acertó a diagnosticar. Era un síndrome de merma: peso, espíritu, energía e interés.

—Yo creo que está cansada, César —dijo Aurelia.

—¡Pero no de vivir! —exclamó éste, incapaz de hacerse a la idea de perder a su tía Julia.

—Ah, sí —replicó Aurelia—. Eso más que nada.

—¡Con la cantidad de cosas que ocupan su vida!

—No. Han muerto su esposo y su hijo y su vida no tiene objeto. Ya te lo he comentado otras veces —insistió ella, llenándose inopinadamente de lágrimas sus maravillosos ojos malva—. Yo lo entiendo en parte. Mi esposo ha muerto, y si tú desaparecieses, César, no lo soportaría. Mi vida no tendría objeto.

—Sería una aflicción, desde luego, pero no el fin, mater —replicó él, sin acabar de creer que significase tanto para ella—. Tienes nietos, tienes dos hijas.

—Es cierto, y Julia no —se enjugó las lágrimas—. Pero la vida de una mujer depende de sus hombres, César, no de las mujeres que ha dado a luz ni de los hijos de éstas. Ninguna mujer está satisfecha con su destino; es ingrato y oscuro. Son los hombres quienes mueven el mundo; no las mujeres. Por eso la mujer inteligente vive su vida en función de sus hombres.

Sintió una debilidad en ella y dijo sin tapujos:

—Mater, ¿qué significaba Sila exactamente para ti?

Y ella contestó abatida:

—Entusiasmo e interés. Él me estimaba de una manera distinta a tu padre, aunque nunca anhelé ser esposa de Sila. Y menos su amante. Mi verdadero compañero era tu padre. Sila era mi sueño. No por su grandeza, sino por el tormento. No tenía amigos que sintiesen como él. Sólo el actor griego que le acompañó cuando se retiró, y yo, una mujer. ¡ Bueno, ya está bien! —añadió enérgica, sobreponiéndose—. Acompáñame a ver a Julia.

Julia no era ni la sombra de lo que había sido, pero se animó un poco al ver a César, que entendió un poco más lo que su madre le había dicho: la mujer inteligente vivía en función de sus hombres. ¿Debía ser así?, se dijo. ¿No merecían más las mujeres? Pero se imaginó el Foro y la Curia Hostilia con mujeres y se estremeció. Las mujeres eran para dar placer, compañía, servicio y utilidad. ¡ Lástima que quisieran más!

—Cuéntame algo del Foro —dijo Julia, agarrándole de la mano.

Notó que también aquella mano se iba convirtiendo en una garra, y su olfato, tan acostumbrado a aquel exquisito perfume que siempre había exhalado, captaba ahora un aroma agrio y un tufo innegable. No era exactamente la edad; pensó en la palabra muerte, pero la rechazó y forzó una sonrisa.

—Sí que tengo una historia del Foro que contarte. Bueno… una historia de basílica —dijo, jovial.

—¿De basílica? ¿De cuál?

—La primera de todas, la basílica Porcia edificada por Catón hace cien años. Como sabes, en uno de sus extremos se ha reunido siempre el colegio de los tribunos de la plebe. Y, quizás porque los tribunos de la plebe vuelven a gozar de plenos poderes, los de este año decidieron mejorar la sede. En medio del espacio que ocupan hay una gran columna que les impide juntarse más de los diez que son. Así que, Plautio, el decano del colegio, decidió quitarla. Llamó a la mejor firma de arquitectos y preguntó si existía la posibilidad de deshacerse de ella. Después de muchos cálculos y verificaciones, le dijeron que sí, que podía quitarse y el edificio no resultaría afectado.

Julia permanecía tumbada en la camilla, arrimada a César, que estaba sentado en el borde, y no apartaba de él sus grandes ojos grises, ya hundidos y apagados, sonriéndole interesada.

—No sé en qué va acabar eso que me cuentas —dijo, apretándole la mano.

—¡Ni los tribunos de la plebe! Los obreros montaron los andamios y lo apuntalaron todo y los arquitectos perforaron y dieron golpecitos, dejándolo todo preparado para demoler la columna, cuando apareció un joven de veintitrés años —me han dicho que cumple veinticuatro en diciembre— y dijo que prohibía quitar la columna.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Plautio.

—Marco Porcio Catón, el biznieto de Catón el censor, que construyó la basílica —contestó el joven.

—¡Ah, pues muy bien! —replicó Plautio—. ¡Apártate de ahí antes de que te caiga la columna encima!

—Pero el joven no se movió del sitio y no quiso escuchar razones ni argumentos. Se sentó bajo el enojoso estorbo y se puso a discursear inmisericorde y sin descanso y con una voz que, dice Plautio —y estoy de acuerdo con él porque le he oído— es capaz de agrietar una estatua de bronce.

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