Favoritos de la fortuna (130 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—Por supuesto —repitió Atico muy serio.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Estoy pensando en dedicarme a algo, Cicerón. Los negocios son aburridos, y las personas con quienes trato más aburridas aún. Voy a abrir una tienda con taller en la parte de atrás en el Argiletum y Sosius tendrá un competidor porque voy a hacerme editor. Y si no te parece mal, querría tener la exclusiva de publicación de tus futuras obras. Te pagaré la décima parte de lo que obtenga de la venta de cada ejemplar.

—¡Magnífico! —exclamó Cicerón muy sonriente—. ¡ De acuerdo, Atico, de acuerdo!

Era abril, poco después de que los recién elegidos censores hubiesen confirmado a Mamerco príncipe del Senado, cuando Pompeyo anunció que celebraría juegos votivos triunfales que se iniciarían en sextilis y concluirían justo antes de los ludi romani, que comenzaban el cuarto día de septiembre. A nadie escapó su satisfacción al anunciarlo, aunque no se debía estrictamente a los juegos en si; Pompeyo había acordado un contrato matrimonial de gran importancia para un natural de Piceno: su hermana viuda, Pompeya, iba a casarse nada menos que con el sobrino del difunto dictador, Publio Sila sive Sexto Perquitieno. Sí, los Pompeyos de Piceno ascendían en el mundo romano. Su abuelo y su padre habían tenido que contentarse con los Lucilios, mientras que él había emparentado con los Mucios, los Licinios y los Cornelios. Mejor no podía ser!

Pero a Craso le importaba un bledo a quién elegía la hermana de Pompeyo por segundo marido; lo que le fastidiaba eran los juegos triunfales.

—Yo te digo que lo que pretende es que los campesinos se pasen dos meses en Roma gastando dinero —dijo Craso a César—. ¡Y en pleno verano! Los tenderos le van a levantar estatuas por toda la ciudad, y no digamos los viejos a quienes les encantará admitir huéspedes y ganarse unos sestercios.

—Es bueno para Roma que el dinero circule.

—Sí, pero ¿qué pinto yo en esto? —inquirió Craso con voz chillona.

—Tienes que crearte un lugar en que destaques.

—Dime cómo y… cuándo. Los juegos de Apolo duran hasta los idus de quintilis; luego, hay tres elecciones seguidas con intervalos de cinco días: las curules, las del pueblo y las de la plebe. En los idus de quintilis, piensa celebrar su maldito desfile del caballo público. Y después de las elecciones plebeyas hay muchísimo tiempo para ir de compras, pero no para volver al pueblo y regresar otra vez a Roma… y se quedarán hasta sus juegos triunfales a mediados de sextilis. ¡Y duran quince días! ¡Qué presunción! Y cuando acaben están encima los juegos romanos. ¡Por los dioses, César, sus espectáculos van a mantener a los palurdos en la ciudad casi tres meses! ¿Y se me menciona a mí acaso? ¡ Para nada! ¡Como si no existiera!

—Tengo una idea —dijo César, imperturbable.

—¿Cuál? —inquirió Craso—. ¿Disfrazarme de Pólux?

—¿Y Pompeyo de Cástor? ¡ Me gusta! Pero seamos serios. Cualquier cosa que hagas, querido Marco, tendrá que costarte más de lo que Pompeyo se va a gastar en sus festejos. Si no, lo que hagas no le hará sombra alguna. ¿Estás dispuesto a gastarte una gran fortuna?

—¡Estaría dispuesto a pagar lo que fuese para acabar mi mandato con más fama que Pompeyo! —replicó Craso con desdén—. Al fin y al cabo, soy el hombre más rico de Roma… desde hace dos años.

—No te engañes a ti mismo —añadió César—. Hablas de tu fortuna y nadie ha osado subestimarla; mientras que Pompeyo es un noble rural típico que no dice lo que posee, y tiene mucho más que tú, Marco, eso te lo aseguro. Cuando el ager gallicus se incluyó oficialmente en los dominios de Italia, el precio subió como la espuma. Pompeyo es propietario —no arrendatario— de varios millones de iugera de la mejor tierra de Italia, y no sólo en Umbría y Piceno; ha heredado las magníficas propiedades de los Lucilios en el golfo de Tarentum, y regresó de África a tiempo de hacerse con muy buenas fincas ribereñas del Tíber, del Volturnus, del Liris y del Aternus. No eres el hombre más rico de Roma, Craso. Yo te digo que el más rico es Pompeyo.

—¡No puede ser! —exclamó Craso, perplejo.

—Lo es, lo es. Que una persona no divulgue lo que tiene no quiere decir que sea pobre. Tú hablas a todos de tu dinero porque empezaste siendo pobre. Pompeyo no ha sido pobre en su vida, ni lo será. Cuando dé la tierra a sus excombatientes será un gesto magnífico, pero me apostaría algo a que se la cede sin título de propiedad. Y seguro que todos le pagan un diezmo de lo que produzcan. Pompeyo es una especie de rey, Craso. Por algo eligió llamarse Magnus. Sus gentes le miran como a un rey. Y ahora que es primer cónsul, se cree que su reino ha crecido.

—Yo tengo diez mil talentos —dijo Craso, enfurruñado.

—Doscientos cincuenta millones de sestercios, que diría un contable —apostilló César, sonriendo y meneando la cabeza—. ¿Y ganas el diez por ciento anual de beneficio?

—¡Ah, claro!

—¿Estarías dispuesto a prescindir de los beneficios de este año?

—¿Gastarme mil talentos?

—Exactamente.

Le dolía pensarlo, y se le notaba.

—Sí, sería la única manera de eclipsar a Pompeyo —dijo.

—El día anterior a los idus de sextilis, cuatro días antes de que comiencen los juegos triunfales de Pompeyo, es la fiesta de Hércules invicto. Como recordarás, Sila dedicó una décima parte de su fortuna dando una fiesta pública de cinco mil mesas en honor del dios.

—¿Y quién no lo recuerda? El perro negro se bebió la sangre de la primera víctima. Nunca había visto yo a Sila aterrado como en aquella ocasión; se le cayó la corona de hierba en el charco de sangre.

—Olvídate de los horrores, Marco; yo te prometo que no habrá perros negros en los alrededores cuando dediques un décimo de tu fortuna a Hércules invicto. ¡Da un banquete público de diez mil mesas! —dijo César—. Los que habrían preferido la comodidad de unas vacaciones a la orilla del mar, seguro que se quedan en Roma, porque a una fiesta gratis nadie se resiste.

—¿Diez mil mesas? Si las lleno de lubina, ostras, anguilas y salmonetes no me saldrá por menos de doscientos talentos —dijo Craso, que conocía el precio de todo—. Y, además, un panza llena puede hacer pensar a la gente que no va a pasar privaciones, pero al día siguiente esa misma gente siente el hambre. Las fiestas son efímeras, César, igual que su recuerdo.

—Cierto. De todos modos —añadió César, lucubrando—, con esos doscientos talentos quedan ochocientos por gastar. Vamos a suponer que en Roma haya entre sextilis y noviembre trescientos mil ciudadanos. El subsidio normal de trigo a cada uno es de cinco modii, es decir un medimnus por mes al precio de cincuenta sestercios. Barato, pero no tan barato como el precio real del trigo, por supuesto. El Erario, aun en los años de carestía saca alguna ganancia. Me han dicho que este año no será de carestía, y tienes suerte de que el año pasado tampoco lo fuese, pues tú comprarás al precio de la última cosecha.

—Comprar —dijo Craso, abrumado.

—Deja que acabe. Cinco modii de trigo por tres meses… por trescientas mil personas… Son cuatro millones y medio de modii. Si compras ahora en vez de en verano, me imagino que podrás obtener cuatro millones y medio de modii a cinco sestercios el modius. Son veintidós millones y medio de sestercios… ochocientos talentos aproximadamente. Y en eso, mi querido Marco, es en lo que se van los otros ochocientos talentos. Porque lo que harás, Marco Craso, es repartir gratuitamente cinco modii de trigo mensuales durante tres meses a todos los ciudadanos romanos. No a precio reducido, querido Marco, ¡gratis!

—Espectacular generosidad —comentó Craso, con rostro impenetrable.

—Sí, es cierto. Y presenta mayor ventaja que cualquier estratagema que haya pensado Pompeyo. Sus espectáculos habrán concluido dos meses antes de que acabe tu distribución gratuita de trigo. Si los recuerdos son efímeros, tendrás que ser el último en jugar. Casi todos los romanos comerán pan gratis gracias a Marco Licinio Craso entre el mes en que los precios suben y el mes en que la nueva cosecha los hace bajar. ¡Te convertirás en su ídolo y te ganarás su afecto!

—Tal vez dejen de llamarme incendiario —dijo Craso con una sonrisita.

—Y ahí se verá la diferencia entre tu fortuna y la de Pompeyo —añadió César, también sonriente—. El dinero de Pompeyo no flota como ceniza en el cielo de Roma. Verdaderamente, ya es hora de que mejores tu imagen pública.

Como Craso decidió hacer la adquisición de tan inmensa cantidad de trigo con cautela y en el anonimato, sin decir palabra a nadie de que pensaba dedicar una décima parte de su fortuna a Hércules invicto la víspera de los idus de sextilis, Pompeyo continuó con su plan en la sublime ignorancia del peligro que corría de verse eclipsado.

Su idea era hacer ver a Roma —y a toda Italia— que habían pasado los malos tiempos. ¿Y qué mejor para ello que dar a todo el país festejos y espectáculos? El consulado de Cneo Pompeyo Magnus quedaría grabado en el recuerdo de todos como una época de prosperidad y bienestar; se habían acabado las guerras, las hambrunas, las contiendas internas. Y, a pesar de su egoísmo, sus intenciones eran sinceras. La gente corriente, que no era importante y, por consiguiente, no había padecido durante las proscripciones, hablaba aquellos días con añoranza de la época en que Sila era dictador; pero después del consulado de Cneo Pompeyo Magnus, el reinado de Sila no se recordaría ya tanto.

A principios de quintilis Roma comenzó a llenarse de campesinos, que en su mayoría buscaban alojamiento hasta mediados de septiembre; y se marchó menos gente a la orilla del mar, incluso entre las clases altas. Consciente de que aumentarían la delincuencia y las enfermedades, Pompeyo dedicó parte de sus magníficas dotes de organizador a designar policía que patrullase callejones y callejas de la ciudad, y ordenó al colegio de lictores que vigilasen de cerca a los timadores y embaucadores que rondaban por el Foro y las plazas de mercado importantes; agrandó los baños del Trigarium, mandó anunciar en murales las aguas que eran potables, prohibiendo orinar y defecar fuera de las letrinas públicas y recomendando limpieza de manos y cuidado con los alimentos en malas condiciones.

Como no sabía hasta qué punto aquella gente del campo comprendía lo asombroso que era que el primer cónsul de Roma hubiese sido caballero en el momento de la elección (y que no se había convertido en senador hasta asumir el cargo el día de Año Nuevo), Pompeyo había decidido valerse del desfile del caballo público para poner de relieve este hecho. Y, así, había mandado a sus fieles censores Clodiano y Gelio reinstaurar la transvectio, que era como se denominaba al desfile, que desde la época de Cayo Graco no se había vuelto a celebrar. Pero ahora era el consulado de Cneo Pompeyo Magnus, que quería causar impacto en la ciudadanía con su caballo público.

Comenzaba al amanecer de los idus de quintilis en el circo Flaminio del Campo de Marte, en donde los mil ochocientos propietarios de caballo público hacían ofrenda a Marte invicto que tenía su templo en el circo. Una vez realizada la ofrenda, los caballeros montaban sus caballos públicos y desfilaban solemnemente centuria por centuria, por el arco de los mercados de verduras, por el Velabrum hacia el vicus lugarius para culminar en el Foro, donde daban la vuelta y, en un estrado erigido para la ocasión frente al templo de Cástor y Pólux, los censores sentados efectuaban la inspección. Conforme se acercaban al tribunal, cada uno de ellos debía desmontar y conducir el animal hasta los censores, quienes examinaban minuciosamente caballo y caballero, y si no cumplían con los antiguos requisitos ecuestres, podían retirarle el caballo público y expulsarle de las dieciocho primitivas centurias de caballeros. Se sabía que esto había acaecido en tiempos pasados; Catón el censor había sido famoso por la severidad en la inspección.

Era tal novedad la transvectio, que casi toda Roma se apiñó en el Foro para ver el espectáculo, aunque muchos hubieron de contentarse con ver discurrir el desfile por el trayecto entre el circo Flaminio y el Foro y todos los sitios elevados estaban llenos de gente: tejados, pedestales, arcadas, escalinatas, montículos, acantilados y árboles. Vendedores de comida, abanicos, parasoles y bebidas recorrían la muchedumbre, golpeando en la cabeza a la gente con las esquinas de sus cajas colgadas al cuello y replicando con más empellones de los que recibían, y llevando cada uno un esclavo ayudante para volver a llenar la caja y evitar que los rateros robasen la mercancía o la recaudación. La gente ponía a los nenes a mear, mojando a los de abajo, los niños corrían de aquí para allá como locos entre la muchedumbre, la salsa y las natillas manchaban las túnicas, estallaban pendencias, los delicados se desmayaban o vomitaban y todos comían sin parar. Una tradicional fiesta romana.

Los caballeros desfilaban formados en dieciocho centurias, cada una de ellas precedida por su antiguo emblema: el lobo, el oso, el ratón, el pájaro, el león, etcétera. Como la estrechez de ciertos tramos del recorrido no permitía que cabalgasen más de cuatro en fondo, necesariamente cada centuria formaba veinticinco filas y el desfile alcanzaba una longitud de kilómetro y medio. Todos revestían la armadura, algunas de increíble antigüedad y muy extrañas; otros (como Pompeyo, cuya familia se había incorporado a las dieciocho centurias primitivas y no tenían armadura antigua que pudiera pasar por etrusca o latina) iban magníficamente revestidos de oro y plata. Pero nada era comparable a los caballos públicos, todos extraordinarios ejemplares de la rosea rura y casi todos blancos y grises moteados; iban enjaezados con toda clase de medallones y dijes imaginables, con sillas llenas de adornos y bridas de cuero teñido y mantas increíbles de vivos colores. Algunos animales estaban amaestrados para desfilar haciendo cabriolas y otros llevaban crines y cola trenzadas con oro y plata.

Todo ello estaba perfectamente organizado para el lucimiento de Pompeyo: examinar a todos los que desfilaran, por muy rápido que actuasen los censores, habría sido imposible y el desfile habría durado treinta horas; por ello habían situado a la centuria de Pompeyo en uno de los primeros puestos para que los censores realizaran el solemne ritual de preguntar a unos trescientos caballeros, nombre, tribu, nombre del padre y si había servido en las seis campañas preceptivas durante diez años, tras lo cual se aprobaba su situación financiera (previamente establecida) y el interesado se alejaba con el caballo.

Cuando desmontaron los cuatro primeros caballeros de la cuarta centuria, Pompeyo se dirigió en cabeza hacia el tribunal y en el Foro se hizo un profundo silencio, inducido por sus agentes dispersos entre la multitud. Su armadura dorada brillaba al sol y la púrpura de su condición consular flameaba en sus hombros, mezclada al rojo de su rango de general; conducía a su caballo enjaezado con phalerae de cuero y oro, y él mismo profusamente cubierto de medallones y placas de caballero y ondeando en su casco ático la cimera de plumas de garceta teñidas de rojo.

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