Palicano abrió la asamblea con un discurso entusiasta destinado a obtener la mayor cantidad de votos posibles para Pompeyo y Craso en las elecciones curules; los que estaban cerca y podían oir eran los de las clases cuyo voto contaba. Asistían también los nueve colegas de Palicano y todos ellos hablaron a favor de Pompeyo y Craso. Luego, apareció Craso entre grandes aplausos, y con grandes aplausos fue acogido su discurso. Toda una serie de prolegómenos antes de la actuación importante. Y apareció ¡ Pompeyo el Grande!, revestido de una armadura dorada brillante como el sol, con un aspecto impresionante. No hacía falta que fuese orador, pues a la multitud igual le hubiese dado que hablase en galimatías. La multitud había venido a ver a Pompeyo el Grande y se marchó a su casa satisfecha a más no poder.
No fue de extrañar que en las elecciones curules celebradas el día anterior a las nonas de diciembre, Pompeyo fuese elegido primer cónsul y Craso segundo cónsul. Roma iba a tener un cónsul que no había sido miembro del Senado y le había preferido a él antes que a su colega mayor y más ortodoxo.
—Así que Roma tiene por primera vez un cónsul que no ha sido senador —dijo César a Craso, una vez dispersada la multitud después de la elección.
Estaba sentado con él en la galería de la villa de la colina Pinciana en que otrora el rey Yugurta de Numidia había conspirado; Craso la había comprado al ver la lista de nombres ilustres que la habían alquilado a lo largo de los años. Ambos contemplaban a los esclavos públicos que limpiaban los recintos, pasarelas y estrados de votación de la Saepta.
—Simplemente porque quería ser cónsul —dijo Craso, imitando el tono de voz que asumía Pompeyo cuando se sentía frustrado—. ¡Es un niño grande!
—En ciertos aspectos, sí —dijo César, volviendo la cabeza para mirar a Craso, que mostraba su habitual expresión plácida—. Tendrás que gobernar tú, porque él no sabe.
—¡Ah, no me digas! Aunque ahora habrá aprendido algo del manual de Varrón sobre conducta senatorial y consular —dijo Craso con un gruñido—. ¡ Figúrate, el primer cónsul consultando un manual de conducta! Ni imaginarme quiero lo que hubiese dicho Catón el Censor.
—Me ha pedido que haga el borrador de la ley devolviendo los poderes al tribunado de la plebe, ¿te lo ha dicho?
—¿A mí, cuándo me dice nada?
—He rehusado.
—¿Por qué?
—En primer lugar, porque ha asumido ser primer cónsul.
—¡Sabía perfectamente que iba a ser primer cónsul!
—Y, además, porque tú eres perfectamente capaz de redactar cualquier ley que queráis promulgar… tú has sido pretor urbano.
Craso meneó su cabezota y puso la mano en el brazo de César.
—Hazlo, César. Le tendrás contento. Como todos los niños mimados, tiene el don de saber valerse de la gente adecuada para conseguir sus fines. Si rehúsas porque no quieres que te utilice, no te lo reprocho. Pero si te gusta el reto y crees que podrá servir para tu experiencia legislativa, hazlo. Nadie lo sabrá; bien que se encargará él.
—¡Cuánta razón tienes! —dijo César, riendo—. En realidad —añadió, ya serio—, me gustaría hacerlo. No hemos tenido tribunos de la plebe decentes desde que yo era niño… Sulpicio fue el último; y preveo que llegará un momento en que todos necesitemos leyes tribunicias. Es una interesante experiencia para un patricio tratar con tribunos de la plebe como he hecho yo últimamente. Por cierto, Palicano ya me tiene preparado un sustituto.
—¿Quién?
—Un tal Plautio; pero no es de la antigua familia de los Silvanos. Este es de Picenum y creo que desciende de un liberto. Es buena persona y está dispuesto a hacer lo que necesite a través de la revitalizada asamblea plebeya.
—Aún no se han celebrado las elecciones tribunicias y Plautio a lo mejor no sale elegido —dijo Craso.
—Saldrá —replicó César seguro de sí mismo—. No puede perderlas… es un hombre de Pompeyo.
—¿No es esto un proceso a nuestra época?
—Es una suerte que Pompeyo te tenga por colega, Marco Craso. De haber sido Metelo Caprario el joven, ¡qué desastre! Pero lamento que no tengas tú la distinción de primer cónsul.
Craso sonrió, al parecer sin mucha gana.
—No te preocupes, César, cuando dejemos el cargo ya verás cómo Roma me echa más de menos a mí que a Pompeyo.
—Bueno —añadió César—, tengo que marcharme. He dedicado poco tiempo a las mujeres de mi familia desde que volvimos a Roma, y estarán ansiosas por saber noticias de las elecciones.
Pero nada más entrar en el vestíbulo César lamentó su decisión de ir a casa. ¡ Estaba lleno de mujeres! Un rápido recuento le bastó para comprobar que eran seis: su madre, su hermana Ju-Ju, su tía Julia, la esposa de Pompeyo y otra en quien acabó por reconocer a su prima Julia, llamada Julia Antonia por estar casada con Marco Antonio, el exterminador de piratas. Todas tenían puestos los ojos en ella, y no era de extrañar, pues estaba sentada en el borde de una silla con las piernas estiradas y dando voces.
Antes de que César hubiese dado otro paso, alguien le dio un tremendo golpe en el trasero y, al girar sobre sus talones, vio a uno de los hijos de Antonio, mirándole con aviesa sonrisa. César le agarró de la nariz y tiró de él, e inmediatamente el niño comenzó a proferir unos gritos tan fuertes como la madre y a propinarle puntapiés y puñetazos. Momento en el que otros dos niños se abalanzaron sobre él golpeándole flancos y pecho, pero los pliegues de la toga amortiguaban el triple ataque.
En un periquete, sin que nadie se lo explicase, los tres niños quedaron fuera de combate: a los dos más pequeños les golpeó la cabeza uno con otro, tirándoles con fuerza contra la pared, y al mayor le sacudió un tortazo que hizo que se le saltaran las lágrimas, dirigiéndole al tiempo a puntapiés a donde estaban sus hermanos.
La madre había dejado de vociferar al verlo y ahora se abalanzaba sobre el torturador de sus preciosos hijos.
—¡Mujer, siéntate! —dijo César con fuerte voz.
Ella regresó tambaleándose a la silla y en ella se dejó caer sin cesar en sus gritos.
César se volvió hacia la pared en donde estaban los tres niños, medio caídos y medio sentados, lloriqueando como la madre.
—Si se os ocurre moveros, lamentaréis haber nacido. Esta es mi casa, no el monte Pinciano y mientras estéis en ella tenéis que comportaros como romanos civilizados y no como monos. ¿Está claro?
Y recogiéndose los pliegues deshechos de la toga, se dirigió, cruzando por entre el grupo de mujeres, a su despacho.
—Voy a arreglármela —dijo en fingido tono afable, que su madre y esposa reconocieron como ira fuertemente reprimida—, y cuando vuelva espero que reine una apacible calma. Amordazad a esa maldita mujer si es preciso y que Burgundus se haga cargo de los niños. Y decidle que tiene mi permiso para estrangularlos si hace falta.
No tardó mucho en volver al cuarto, pero ya no había niños y las seis mujeres estaban sentadas muy tiesas y en silencio. Seis pares de ojos se clavaron en él mientras se sentaba entre su madre y su esposa.
—Bien, mater, ¿qué sucede? —preguntó con voz agradable.
—Marco Antonio ha muerto —contestó Aurelia—. Se ha suicidado en Creta. Sabes que le derrotaron los piratas; dos veces en el mar y una en tierra y perdió los hombres y los barcos, pero puede que no sepas que los strategoi piratas Panares y Lastenes le obligaron a firmar un tratado entre Roma y Creta. Y a Roma acaba de llegar el documento con las cenizas del pobre Marco Antonio. Aunque el Senado no ha tenido tiempo de reunirse, por la ciudad corre ya la noticia de que Marco Antonio se ha cubierto de oprobio, y la gente comienza a llamarle Marco Antonio Cre ticus, no refiriéndose a Creta sino a hombre de tiza.
César lanzó un suspiro, con gesto más de exasperación que de lástima.
—No era la persona indicada para esa empresa —dijo, sin preocuparse por ocultar su enfado a la viuda, una pobre boba—. Me di cuenta cuando era tribuno suyo en Giteo, pero confieso que no hubiera previsto semejante final, aunque signos no faltaban —añadió, mirando a Julia Antonia—. Lo siento por ti, mujer, pero no se qué puedo hacer.
—Julia Antonia ha venido a ver si puedes encargarte de los ritos funerarios de Marco Antonio —dijo Aurelia.
—Tiene un hermano. ¿Por qué no puede organizarlos Lucio César? —respondió crudamente César.
—Lucio César está en Oriente en el ejército de Marco Cotta y tu primo Sexto César se niega a ello —dijo la tía Julia—. En ausencia de Cayo Antonio Hibrida, somos los parientes más próximos de Julia Antonia en Roma.
—En tal caso, yo organizaré las exequias. De todos modos, lo prudente será hacer un funeral íntimo.
Julia Antonia se puso en pie dispuesta a marcharse, derramando pañuelos, prendederos, alfileres y peines en auténtica cascada; no parecía ya ofendida con César por el sumario tratamiento de sus retoños ni por su cruda opinión sobre el difunto. Era evidente que le gustaba que le chillasen y le llamasen al orden, pensó César mientras la acompañaba a la puerta. Sí, el finado Marco Antonio debía de saber meterla en cintura. Lástima que no hubiese sabido disciplinar a los hijos, ya que la madre era incapaz. Trajeron a los niños de las dependencias de Burgundus, en donde acababan de tener una saludable experiencia, pues los hijos de los dos galos les habían acoquinado. Pero, igual que su madre, no parecía haberles importado. Los tres miraron a César con reparo.
—No tenéis por qué tenerme miedo si no os pasáis de la raya —dijo César de buen humor—. ¡Cuidado con que no os sorprenda yo haciéndolo!
—Eres muy alto, pero no creo que seas muy fuerte —replicó el mayor que era el más guapo de los tres, aunque de ojos muy juntos en opinión de César. En todo caso, los tres miraban sin recato y sus ojos no carecían de valor e inteligencia.
—Algún día te encontrarás con un pequeñajo que te sacuda por detrás sin que te dé tiempo a hacer nada —replicó César—. Ahora, ve a casa a cuidar de tu madre. Y a hacer los deberes en vez de andar por el Subura haciendo trastadas y robando a gente que no te ha hecho ningún mal. A la larga te beneficiará más hacer los deberes.
—¿Tú cómo sabes eso? —inquirió Marco Antonio parpadeando.
—Yo lo sé todo —contestó César, cerrando la puerta y volviendo con las mujeres a sentarse—. La invasión de los germanos —dijo sonriente—. ¡ Qué niños tan horribles! ¡ Es que no tienen quien los meta en vereda?
—Nadie —dijo Aurelia—. ¡Ah, me ha gustado cómo les has parado los pies! —añadió con un suspiro—. Desde que llegaron tenía ganas de darles unos buenos azotes.
César miraba a Mucia Tercia, que le parecía enormemente atractiva; era evidente que el casamiento con Pompeyo la sentaba bien. Mentalmente, añadió su nombre a la lista de sus futuras conquistas, ¡bien que se lo había buscado Pompeyo! Pero aguardaría. Que el abominable joven Carnicero llegase antes más alto. Estaba seguro de que Mucia Tercia sería fácil; la había sorprendido mirándole varias veces. Pero no iba a precipitarse; necesitaba más tiempo para madurar a la sombra de Pompeyo antes de caer en sus brazos. De momento, tenía bastante con Metela Capraria, esposa de Cayo Verres. ¡Arar su surco era un ejercicio de horticultura que le encantaba!
Su dulce esposa le miraba, y apartó los ojos de Mucia Tercia y los clavó en ella; le hizo un guiño y Cinnilla contuvo la risa y demostró que había heredado del padre la facilidad para ruborizarse.
Era un encanto. Nunca estaba celosa, a pesar de que habría oído rumores y seguramente daría crédito a ellos. ¡Después de tantos años, tenía que conocerle! Pero estaba demasiado influenciada por Aurelia para sacar a colación el tema de sus escarceos. Y no lo hacía; como si nada tuvieran que ver con ella.
Con su madre no era tan circunspecto; suya había sido la idea de que sedujera a las esposas de sus iguales. Y tampoco tenía pelos en la lengua para preguntarle de vez en cuando si alguna le resultaba difícil. Las mujeres eran un misterio y tenía la impresión de que siempre lo serían; y las opiniones de Aurelia valían la pena. Ahora que tenía tratos con las mujeres de su clase del Palatino y la Carinae, estaba al corriente de todos los cotilleos y se los transmitía a él sin adornos. A él lo que le gustaba era volver locas a las mujeres antes de dejarlas, porque así quedaban inservibles para sus cornudos maridos.
—Supongo que os habréis reunido para consolar a Julia Antonia —dijo, pensando en si su madre tendría el descaro de ofrecerle vino aguado y pastelillos.
—Se presentó en mi casa llena de dijes y con esos niños horrendos —contestó su tía Julia—, y, como yo era incapaz de aguantarlos, los traje aquí.
—¿Y tú estabas de visita en casa de tía Julia? —preguntó César a Mucia Tercia, esgrimiendo su encantadora sonrisa.
Ella aspiró, sorprendida, y dejó escapar una tosecilla.
—Visito a tía Julia bastante, Cayo Julio. El Quirinal está muy cerca de la Pinciana.
—Sí, claro —dijo él, dirigiendo la misma sonrisa a su tía Julia, que, naturalmente, no era inmune a ella, aunque de distinta manera.
—Me temo que a partir de ahora voy a ver mucho más a Julia Antonia —dijo la tía Julia, con un suspiro—. ¡Ojalá tuviera tu arte para tratar a sus hijos!
—No durarán mucho sus visitas, tía Julia; y ya me encargaré yo de decirles cuatro palabras a los niños, pierde cuidado. Ya verás como Julia Antonia se casa en seguida.
—¡No la querrá nadie! —comentó Aurelia con un bufido.
—Siempre hay hombres curiosamente susceptibles a los encantos de las bobas —dijo César—. Lamentablemente, ella no sabe elegir y su futuro no será mejor marido que Marco Antonio, el hombre de tiza.
—En eso tienes toda la razón, hijo mío.
César dirigió su atención a su hermana Ju-Ju, que no había dicho una palabra; siempre había sido la callada de la familia, a pesar de ser muy vivaz.
—Siempre dije que Lia no sabía elegir —dijo él—, pero a ti no te di la menor oportunidad para que me demostrases si sabías elegir, ¿verdad?
Su hermana le dirigió una sonrisa igual a la de él.
—Estoy muy contenta con el marido que me elegiste, César. De todos modos, sí que te confieso que los jóvenes que me gustaban antes de casarme ahora me decepcionan mucho.
—Pues entonces mejor será que dejes que Atio y yo busquemos esposo a tu hija cuando llegue el momento. Atia va a ser muy guapa. E inteligente, por lo que no atraerá a ninguno.
—¿No es una lástima? —inquirió Ju-Ju.