Favoritos de la fortuna (123 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—¡Estupendo ese Filipo! —exclamó Pompeyo, con sonrisa beatífica, inclinándose hacia adelante—. ¿Y qué sucedió después?

—Volvió a levantarse Catulo, pero esta vez para hablar apoyando a Filipo. Tenía toda la razón Filipo en pedir que cesase esa costumbre iniciada por Cayo Mario de dar tierra del Estado a las tropas. ¡Debe cesar!, dijo. El ager publicus de Roma ha de seguir siendo público, no se puede utilizar para sobornar a la tropa para que sea fiel a su general.

—¿Y ahí concluyó el debate?

—No. Se concedió la palabra a Cetego y él apoyó sin reservas a Filipo y a Catulo. A continuación, lo hicieron Curio, Clodiano y una docena más. Tras lo cual, se organizó tal alboroto, que Orestes decidió poner fin a la sesión.

—¡Estupendo! —exclamó Pompeyo.

—Es cosa tuya, Magnus, ¿verdad?

Los grandes ojos azules se abrieron como platos.

—¿Cosa mía? ¿Qué quieres decir, Varrón?

—Lo sabes muy bien —replicó Varrón, apretando los labios—. Confieso que acabo de darme cuenta, pero ahora lo veo. Estás valiéndote de todos tus clientes senatoriales para levantar un obstáculo entre Craso y el Senado. Y si lo logras conseguirás que éste le quite a Craso el mando del ejército. ¡Y si el Senado no tiene ejército, Roma no te podrá dar la lección que tanto mereces, Cneo Pompeyo!

Profundamente ofendido, Pompeyo miró suplicante a su amigo.

—¡Varrón, Varrón! ¡Merezco ser cónsul!

—¡ Mereces que te crucifiquen!

A Pompeyo siempre le ponía tenso que le hiciesen frente, y Varrón lo advirtió. Y esto, a él, le acobardaba; y trató de recuperar el terreno perdido.

—Lo siento, Magnus, me he dejado llevar por la ira. Retiro lo que he dicho. ¡Pero te darás cuenta de la barbaridad que estás haciendo! Si queremos conservar la república, hay que impedir que cualquiera con influencia pueda socavar la constitución. Lo que le ·pides al Senado va en contra de todo principio del mos maiorum. Ni Escipión Emiliano llegó tan lejos… ¡Y eso que era descendiente directo del Áfricano y de Paulo!

Pero el comentario no hizo sino empeorar las cosas. Pompeyo se puso en pie, tenso y ofendido.

· —¡Ah, Varrón, márchate! ¡Ya te entiendo! Si un noble de tanta alcurnia no fue tan lejos, ¿cómo osa hacerlo un simple mortal de Picenum? ¡Pues seré cónsul!

El efecto que causaron los acontecimientos del Senado en Marco Terencio Varrón no fue nada comparado con el impacto que provocaron en Marco Licinio Craso. El informe se lo dio César, que había frenado a Quinto Arrio y a los otros legados senatoriales después de la sesión, aunque a Lucio Quintio le costó convencerle.

—Deja que se lo diga yo —suplicó César—. Tú eres demasiado impulsivo y le pondrás furioso. Y tiene que conservar la calma.

—¡No hemos tenido ocasión de hablar nosotros! —exclamó Quintio, dándose un puñetazo en la palma de la mano—. ¡El verpa de Orestes dio la palabra a todos los que estaban a favor y levantó la sesión sin dejarnos replicar!

—Lo sé —dijo César, paciente—, y ten la seguridad de que en la próxima sesión tendremos oportunidad de hablar. Orestes hizo lo más lógico porque se organizó un alboroto endemoniado. La próxima vez somos los primeros en el turno de palabras. ¡No se ha decidido nada! Por favor, déjame que se lo explique yo a Marco Craso.

Y los legados se marcharon a sus casas a regañadientes, dejando que César se dirigiese a buen paso al campamento de Craso en el campo de Marte. El rumor de la sesión del Senado había corrido como el fuego y, mientras iba cruzando entre los grupos congregados en el bajo Foro, camino del clivus Argentarius, oía trozos de conversación en torno al tema de una nueva guerra civil. Pompeyo quería ser cónsul… el Senado no lo consentiría… a Craso no iba a darle tierras… ya era hora de que Roma diese una buena lección a aquellos presuntuosos generales… Pompeyo era un tío estupendo…

—…Y eso es todo —concluyó César.

Craso había escuchado imperturbable el vívido y sucinto relato de los acontecimientos, y ahora que César callaba, él mantuvo su inmutable expresión durante un buen rato sin decir nada, contentándose con mirar por la abertura de la tienda hacia la apacible panorámica del campo de Marte. Finalmente, hizo un ademán hacia donde miraba y, sin volverse hacia César, dijo:

—¿Verdad que es bonito? No se imagina uno que la sentina de Roma está apenas a una milla por la vía Lata, ¿no es cierto?

—Sí que es bonito —dijo César sin fingir.

—¿Y qué piensas de los acontecimientos no tan bonitos del Senado esta mañana?

—Creo que Pompeyo te tiene agarrado por los huevos —contestó César marcando las palabras.

La afirmación suscitó una sonrisa, seguida de una sorda carcajada.

—Tienes toda la razón, César —dijo Craso, señalando hacia el escritorio, lleno de bolsas de dinero—. ¿Sabes lo que es eso?

—Dinero, desde luego. Pero más no sé.

—Son las cantidades que me debían los senadores —dijo Craso—. Han liquidado sus deudas cincuenta de golpe.

—Cincuenta votos en la Cámara.

—Exacto —dijo Craso, girando la silla sin esfuerzo, poniendo los pies sobre las bolsas y repantigándose en la silla con un suspiro—. Como tú dices, Pompeyo me tiene agarrado por los huevos.

—Me alegro de que te lo tomes con calma.

—¿Y de qué sirve despotricar y enfurecerse? De nada. No cambiaría nada. Y lo más importante aún, ¿hay algo que pueda hacer cambiar la situación?

—En su aspecto testicular, no, desde luego. Pero puedes seguir actuando dentro de los parámetros impuestos por Pompeyo… Se puede uno mover, aun con una garra peluda agarrándote los huevos —añadió César con una sonrisa.

—Es cierto —dijo Craso—. ¿Quién iba a pensar que Pompeyo fuese tan listo?

—Oh, listo lo es. A su manera. Pero no ha sido un enredo político, Craso. Te ha sacudido un martillazo y luego ha puesto sus condiciones. Si tuviese buen sentido político, habría venido primero a hablar contigo para exponerte lo que pensaba hacer. Y la cosa se habría arreglado apaciblemente, sin que se organizase ese revuelo en Roma ante la perspectiva de otra guerra civil. El problema con Pompeyo es que no tiene ni idea de cómo piensan los demás ni cómo van a reaccionar, salvo cuando piensan y reaccionan como él.

—Creo que tienes razón, pero me parece que eso se debe más bien a su propia inseguridad. Si estuviera completamente seguro de que podía obligar al Senado a que le autorizase a ser cónsul, habría acudido a mí antes de hacer nada. Pero yo soy menos importante para él que el Senado, César. Es al Senado al que quiere dominar. Yo sólo soy el instrumento. ¿Qué más le da si me deja fuera de combate a mí primero? Me tiene agarrado por los huevos. Si quiero tierra para mis combatientes, tengo que informar al Senado que no puede contar conmigo y mis tropas para hacer frente a Pompeyo —dijo Craso moviendo sus pies embotados y haciendo tintinear las monedas.

—¿Qué piensas hacer?

—Pienso —contestó Craso, bajando los pies del escritorio y levantándose— enviarte ahora mismo a ver a Pompeyo. No tengo que explicarte lo que debes decirle. Negocia con él.

Y César marchó a negociar.

Un factor seguro, pensó irónico, era que el general estaría en su tienda de mando, pues hasta que se celebraba el triunfo o la ovación, ningún general podía cruzar el pomerium y entrar en la ciudad, pues en ese caso perdía automáticamente el imperium y se le impedía celebrar el triunfo o la ovación. Aunque los legados, tribunos y soldados podían ir y venir a su antojo, los generáles estaban obligados a permanecer en el campo de Marte.

Efectivamente, Pompeyo se hallaba en la tienda. Y con él estaban sus primeros legados Afranio y Petreyo, que miraron a César con gesto inquisitivo; habían oído hablar algo de él, por la historia de los piratas y similares, y sabían que había ganado la corona cívica a los veinte años. Detalles que los viri militares, como Afranio y Petreyo, respetaban mucho en un hombre; pero aquel individuo deslumbrante y elegante como el que más, parecía desentonar. Togado en su atavío militar en vez de vestir túnica, con las uñas cortadas y pulidas, calzando zapatos senatoriales sin una mota de polvo y el pelo perfecto, era imposible que hubiese llegado desde la tienda de mando de Craso bajo el sol y el viento.

—Recuerdo que dijiste que no bebías vino. ¿Quieres agua? —inquirió Pompeyo, señalándole una silla.

—Gracias, sólo quiero hablar a solas contigo —respondió César, sentándose.

—Nos veremos después —dijo Pompeyo a sus legados.

Aguardó hasta que los dos decepcionados legados estuvieron a buena distancia por el camino que llevaba a la vía Recta, antes de volverse hacia César.

—¿Y bien? —inquirió de buenas a primeras.

—Vengo de parte de Marco Craso.

—Esperaba hablar con él en persona.

—Mejor será que trates conmigo.

—¿Está enfadado, no?

—¿Craso, enfadado? —replicó César, enarcando las cejas—. ¡Ni mucho menos!

—¿Y por qué no ha venido a verme él?

—¿Para que se organice aún mayor revuelo en Roma? —dijo César—. Cneo Pompeyo, si tú y Marco Craso habéis de tener tratos, mejor que lo hagáis a través de alguien como yo, que somos bien discretos y leales a nuestros superiores.

—Entonces, ¿eres el hombre de Craso, eh?

—En este asunto, sí. En general, no soy de nadie.

—¿Qué edad tienes? —inquirió Pompeyo de pronto.

—Cumplo veintinueve en quintilis.

—Craso diría que es hilar muy fino. Así, pronto estarás en el Senado.

—Ya estoy en el Senado. Llevo en él casi nueve años.

—¿Por qué?

—Gané una corona cívica en Mitilene, y la constitución de Sila estipula que los héroes de guerra entran en el Senado.

—Todos hablan de la constitución de Roma llamándola la constitución de Sila —replicó Pompeyo, haciendo caso omiso del detalle de la corona cívica; él no había obtenido ninguna corona y le dolía—. ¡No sé si estar agradecido a Sila!

—Debes estarlo. A él le debes el encargo de varias empresas especiales —dijo César—, pero después de este incidente, dudo mucho que el Senado vuelva a mostrarse dispuesto a encomendar nada a un caballero.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Pompeyo, mirándole de hito en hito.

—Lo que digo. No puedes obligar al Senado a dejar que te nombren cónsul y esperar que te lo perdone, Cneo Pompeyo. Ni puedes pretender manipular el Senado eternamente. Filipo es viejo, y Cetego también. Cuando ellos mueran, ¿de quién vas a servirte? Todos los mayores seguirán a Catulo; los Cecilios Metelos, los Cornelios, los Licinios, los Claudios. El que pretenda que le encomienden algo especial, tendrá que recurrir al pueblo, y no me refiero a una mezcla de patricios y plebeyos. Hablo de la plebe. Roma solía funcionar casi exclusivamente a través de la asamblea plebeya, y yo te aseguro que no tardará en volver a hacerlo. Los tribunos de la plebe son de gran utilidad, pero sólo si tienen poderes legislativos. Además —añadió César, con una tosecilla—, es más barato comprar a tribunos de la plebe que a pesos pesados como Filipo y Cetego.

César vio impasible como todo lo que decía lo absorbía con sumo interés Pompeyo. Aquel hombre no le gustaba, pero no sabía a qué atribuirlo. De niño había tenido mucho contacto con galos, y no podía ser su ascendente galo. ¿Qué sería? Mientras Pompeyo estaba allí, sentado, asimilando lo que había dicho, César reflexionaba sobre su repulsa y llegó a la conclusión de que lo que no le gustaba era el individuo, no lo que representaba. No le gustaba su presunción, su egoísmo casi infantil, su incuria mental totalmente ajena a la ley.

—¿Y qué es lo que tiene que decirme Craso? —inquirió Pompeyo.

—Le gustaría negociar un trato, Cneo Pompeyo.

—¿Sobre qué?

—¿No sería mejor que previamente expusieses tus condiciones, Cneo Pompeyo?

—¡No me llames así! ¡ Lo detesto! ¡ Todo el mundo me llama Magnus!

—Es una negociación formal, Cneo Pompeyo. La costumbre y la tradición exigen que me dirija a ti por el praenomen y el flamen. ¿No quieres poner previamente tus condiciones?

—¡Ah, si, sí! —espetó Pompeyo, sin saber exactamente por qué su malhumor cedía, salvo que algo tenía que ver con aquel enviado elegante y culto de Craso. Todo lo que había dicho era irrebatible, pero eso no hacía más que agravar la situación; porque era él, Magnus, quien se suponía que tenía la sartén por el mango, pero la entrevista no estaba resultando conforme a lo previsto. César se comportaba como si fuese él quien imponía condiciones. Aquel hombre era más guapo que el finado Memmio y más hábil que Filipo y Cetego juntos, y había ganado la segunda condecoración militar de Roma, y concedida, además, por un incorruptible como Lúculo. Tenía que ser un militar valiente y muy buen soldado. De haber conocido Pompeyo las historias de los piratas, del testamento del rey Nicomedes y de la batalla del Meandro, habría optado por llevar la entrevista de otro modo; Afranio y Petreyo sí que las conocían algo, pero Pompeyo —¡como siempre!— no sabia nada. Por lo tanto, en la entrevista Pompeyo continuó mostrándose más franco de lo que habría hecho en caso contrario.

—Tus condiciones —insistió César.

—Simplemente, convencer al Senado para que apruebe una resolución que me permita presentarme candidato al consulado.

—¿Sin ser miembro del Senado?

—Sin ser miembro del Senado.

—¿Y si convences al Senado para que te autorice a presentarte a las elecciones y no sales elegido cónsul?

Pompeyo se echó a reír con todas sus ganas.

—¡Si me presento, seguro que gano! —respondió.

—Me han dicho que van a ser unas elecciones muy disputadas. Marco Minicio Termo, Sexto Peduceo, Lucio Calpurnio Pisón Frugi, Marco Fannio, Lucio Manlio… y los dos principales en este momento, Metelo Caprario el joven y Marco Craso —replicó César con gesto irónico.

Ninguno de aquellos nombres significaba gran cosa para Pompeyo, salvo el último.

—¿Quieres decir que aún pretende presentarse? —inquirió, irguiéndose.

—Si, como parece probable, Cneo Pompeyo, vas a pedirle que rehúse al Senado el empleo de su ejército, tiene que ser candidato al consulado y tiene que ser elegido —dijo César con voz pausada—. Si el año que viene no es cónsul, será acusado de traición antes de que acabe enero. Siendo cónsul, no se le puede exigir responsabilidad hasta que su consulado o cualquier proconsulado subsiguiente haya concluido y vuelva a ser un privatus. Por consiguiente, lo que tiene que hacer es lograr que le elijan cónsul y, luego, lograr restablecer los plenos poderes al tribunado de la plebe. Tras lo cual, tendrá que convencer a un tribuno de la plebe para que apruebe una ley que legalice su negativa a no poner su ejército a disposición del Senado, y convencer a los otros nueve tribunos para que no la veten. Así, cuando vuelva a ser privatus, no podrán acusarle de la traición que tú le pides que cometa.

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