Favoritos de la fortuna (63 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Sus hombres le vitorearon al verle, y eso le reconfortó; pero observó que la cohorte estaba aislada. El ariete de Lúculo había abierto brecha, pero no le habían apoyado debidamente. Estamos en una isla en medio del enemigo, pensó. ¡Pero aguantaremos y no moriremos! Descendió del montón con una serie de asombrosos saltos que sorprendieron al enemigo y se llegó al lado de Marco Silio que seguía avanzando.

—Estamos aislados. Toca «formación en cuadro» —dijo al corneta, que luchaba junto al portaestandarte.

El cuadrado se formó con inaudita precisión y rapidez. ¡Ah, qué buenas tropas! César y Silio entraron en el cuadrado y fueron recorriendo el perímetro animando a los soldados y ordenando reforzar los puntos débiles.

—Si tuviera una mula podría ver lo que está sucediendo en el campo de batalla —dijo César a Silio—, pero los tribunos militares al mando de una simple cohorte no van montados. Es un error.

—¡Eso se arregla! —dijo Silio, que ya le miraba con gran respeto, silbando a una docena de soldados de reserva que estaban allí cerca—. Te haremos una tribuna de hombres y escudos.

Al poco, César estaba de puntillas sobre una plataforma de cuatro hombres con los escudos por encima de la cabeza, a la que había accedido por escalones también humanos.

—¡Ten cuidado con los venablos! —le gritó Silio.

Ahora veía que el resultado de la batalla no estaba decidido, pero la táctica de Lúculo surtía efecto. El enemigo parecía hallarse a punto de ser arrollado inexorablemente por los flancos de la formación romana que se iban cerrando.

—¡Dame el estandarte! —gritó César, cogiéndolo al vuelo y enarbolándolo en dirección a Lúculo, muy visible sobre su caballo blanco—. Así al menos el general sabrá que estamos vivos y no retrocedemos como nos ordenó —dijo a Silio al bajar de su atalaya, al tiempo que dirigía un gesto grosero a dos lanceros enemigos—. Gracias por la tribuna. No se sabe muy bien quién va ganando.

Poco después los de Mitilene lanzaban un ataque decisivo contra el cuadrado de César.

—¡No podremos resistir! —dijo Silio.

—¡Sí que resistiremos! Que cierren filas como ano de pez —ordenó César—. ¡Vamos, Silio, a ello!

Y acto seguido se abrió paso, seguido del centurión, hasta el punto en que la lucha era más encarnizada, repartiendo mandobles a diestro y siniestro para desesperación del enemigo. Aquella cohorte aislada de romanos debía morir para ejemplo de los demás. Notó que alguien se abalanzaba sobre él, oyó un grito ahogado de Silio y vio caer la espada. Nunca se explicaría cómo había podido parar el golpe con el escudo, evitando que a Silio le partiera la cabeza; lo había hecho y había matado al enemigo con el puñal, a pesar de que lo empuñaba con la mano del escudo.

El incidente fue un momento de inflexión en el combate, pues a continuación notaron que disminuía la fuerza de ataque del enemigo y la cohorte pudo reemprender el avance. Llegaron a la puerta, y bajo su arco los fimbrianos se volvieron eufóricos cara al lejano muro de asedio: de allí nadie les desalojaría.

Y así fue. Aproximadamente una hora antes de caer el sol, Mitilene cedía, dejando treinta mil cadáveres en el campo de batalla, viejos y niños en su mayoría. Lúculo, inmisericorde, ordenó ejecutar a todas las mujeres de Lesbos del campamento romano, al tiempo que permitía a las de Mitilene recorrer el campo de batalla para recoger los cadáveres y enterrarlos.

César comprobó que tardaron un mes en poner orden en los destrozos de la batalla y que la tarea fue más ingente que los preparativos del combate. Su cohorte, a la que ya estaba estrechamente unido, había decidido que era digno del favor de Mario (aunque, desde luego, él se guardó mucho de decirles que el favor de Mario se había traducido en el cargo de flamen dialis) y era él quien ostentaba el mando. Unos días antes de la ceremonia en la que el general Lúculo y el gobernador Termo entregaban las condecoraciones a los que las habían merecido, el pilus prior Marco Silio se había presentado ante Lúculo y Termo para manifestarles bajo juramento que César le había salvado la vida sin después ceder terreno al enemigo, y juró también que había sido César quien había salvado a la cohorte de una muerte cierta.

—De haber sido una legión, habrías ganado la Corona de Hierba —dijo Termo al colocarle la corona de roble en la cabezota dorada, abriéndola por los extremos—, pero como sólo es una cohorte, Roma te concede la corona cívica —hizo una pausa—. Sabes muy bien, Cayo Julio, que, al ganar la corona cívica, accedes automáticamente al Senado, y con arreglo a las nuevas leyes de la República tienes derecho a otros honores. ¡Decididamente, parece que Júpiter Optimus Maximus quiere verte en el Senado! Con esto recuperas el escaño que perdiste al dejar de ser flamen dialis.

César fue el único de la batalla de Mitilene que recibió tal honor, y su cohorte la única que recibió la phalerae para adornar el vexilium. A Marco Silio le concedieron un precioso arnés de nueve phalerae de oro, que él colgó orgulloso de su coraza de cuero; poseía ya nueve phalerae de plata (con las que ahora adornaba la espalda de la coraza), dos armillae anchas de plata y dos torcas de oro que colgaban de las trabillas de cuero de las hombreras.

—Esto se lo debo a Sila —dijo Silio a César, mientras formaban entre los otros condecorados en la tribuna para que el ejército los saludase—. Nos habrá negado el regreso a casa, pero fue justo y no nos quitó las condecoraciones. Eres un auténtico soldado, niño bonito —añadió, mirando admirado su corona de roble—. Nunca he visto otro mejor.

Y eso, se dijo César después, era mejor alabanza que todos los formalismos y enhorabuenas con que le abrumaron Lúculo, Termo y los legados durante el banquete celebrado en su honor. Gabinio, Octavio, Lipo y Rufo se congratularon sobremanera, pero los dos Léntulos no dijeron nada. Bíbulo, que no era cobarde, pero no había ganado nada porque había actuado de mensajero durante la batalla, no podía callarse.

—Me lo imaginaba —dijo apesadumbrado—. No has hecho nada que no hubiéramos podido hacer nosotros de haber tenido la suerte de hallarnos en igual situación. Pero tú, César, tienes más suerte que nadie.

César se echó a reír, al tiempo que le hacía cosquillas bajo la barbilla, una costumbre que había adquirido; pero Gabinio replicó.

—Eso es negar a una persona el mérito de su acción —dijo enojado—. César nos ha superado a todos trabajando este invierno, y nos ha aventajado en el campo de batalla trabajando aún más. ¿Suerte? ¡La suerte nada ha tenido que ver, tonto envidioso de estrechas miras!

—Ah, Gabinio, no te lo tomes así —dijo César, que podía permitirse ser afáble, sabiendo que eso era lo que más le dolía a Bíbulo—. Siempre hay algo de suerte. ¡Una suerte especial! Es un signo del favor de la Fortuna que sólo tienen hombres de capacidad superior. Sila tiene suerte, y es el primero en decirlo. ¡Pero ya veréis! La suerte de César se hará famosa.

—Y la de Bibulo brillará por su ausencia —sentenció Gabinio más tranquilo.

—Probablemente —añadió César, dando a entender por el tono que era un asunto que ni le iba ni le venía.

Termo y Lúculo, con sus legados, oficiales y tribunos, regresaron a Roma a finales de junio. El nuevo gobernador de Asia, Cayo Claudio Nerón, había llegado a Pérgamo para hacerse cargo de la provincia, y Sila había concedido permiso a Lúculo para regresar a Italia, informándole al mismo tiempo que él y su hermano Varrón Lúculo serían ediles el año próximo.

Cuando llegues aquí —terminaba la carta de Sila— habrás sido elegido edil curul. Te ruego me excuses que no actúe como intermediario matrimonial; la suerte no parece acompañarme en esa actividad. Ya habrás sabido que ha muerto la esposa dé Pompeyo. Además, si te inclinas por las niñas, mejor será que te las busques tú, mi querido Lúculo. Tarde o temprano encontrarás algún noble arruinado que esté dispuesto a venderte su hijita. ¿ Y cuando crezca, qué? ¡Todas se hacen mayores!

Fue Marco Valerio Mesala Rufo quien al llegar a Roma tuvo que arreglar un matrimonio. Su hermana —a la que quería mucho— había sufrido un radical divorcio por parte de su esposo, como ella misma le había informado en cartas regadas con lágrimas. Aunque seguía perjurando que le amaba con toda su alma, el divorcio había evidenciado que él no la quería en absoluto. Y no se entendía por qué, pues Valeria Mesala era hermosa, inteligente, bien educada y nada aburrida; no le gustaba el chismorreo, no era derrochadora y no dirigía miradas incitantes a otros hombres.

A finales de junio murió uno de los plutócratas más ricos de Roma, y sus dos hijos celebraron espléndidos juegos funerarios en su memoria en el Foro. Estaba previsto el combate de veinte parejas de gladiadores con lujosa coraza de plata, no una tras otra, como era costumbre, sino diez contra diez, tracios contra galos; pero entendido como estilos, no nacionalidades, pues eran los dos estilos que se practicaban entonces, y los contendientes procedían de las mejores escuelas de gladiadores de Capua. Ansiando diversión, Sila se dispuso a acudir, por lo que los huérfanos se apresuraron a instalar un palco restringido en el centro de la primera fila, orientado al norte, para que el dictador no corriera riesgo de apreturas.

No había ninguna regla del mos maiorum que impidiera la asistencia de mujeres ni que se sentasen entre los hombres; los juegos funerarios eran más bien un espectáculo de circo que una representación teatral. Marco Valerio Mesala, el primo de la divorciada, eufórico aún de su éxito al haber contratado a Cicerón para que defendiese a Roscio de Amena, pensó que el espectáculo animaría a la desesperada Valeria Mesala y la llevó a verlo.

Sila ya estaba sentado en su estrado del honor cuando llegaron los primos, y se hallaban ya casi todos los asientos ocupados. Se veía en la palestra, cubierta de serrín, a las diez parejas de gladiadores que hacían ejercicios y calentaban sus músculos aguardando a que los hermanos diesen la señal de empezar una vez hechas las plegarias y realizados los sacrificios por el difunto. En asuntos sociales como aquél era muy conveniente tener amigos de alcurnia, y sobre todo una tía ex vestal e hija de Metelo Baleárico, porque, sentada con su hermano Metelo Nepote, su esposa Licinia y el primo de ambos, Metelo Pío (que aquel año era cónsul y personaje de gran influencia), era la antigua vestal Cecilia Metela Baleárica quien reservaba dos asientos que nadie osaba ocupar.

Para llegar a ellos, Mesala el Negro y Valeria Mesala hubieron de abrirse paso entre los que ya estaban sentados en la segunda fila, detrás del dictador, quien, como todos podían ver, se encontraba sereno y con buen aspecto, quizá porque el tacto y la habilidad de Cicerón le habían permitido descargarse bastante su mala conciencia por las proscripciones, y deshacerse de un problema arrojando a Crisógono desde la roca Tarpeya. En el Foro no cabía un alfiler; la plebe, encaramada en tejados y escalinatas, y los pudientes, acomodados en un graderío de madera al lado de la palestra de unos cuarenta pies de lado.

Los retrasados, como era habitual en Roma, tuvieron que sufrir toda clase de improperios al pasar molestando a los que ya estaban sentados; aunque a Mesala le importaba un bledo, la pobre Valeria no pudo por menos de avanzar musitando excusas. Luego, tuvo que pasar justo detrás del dictador, y, por temor a empujarle, clavó los ojos en su nuca y su espalda. Llevaba la ridícula peluca, por supuesto, y una toga praetexta bordada en púrpura, y sus veinticuatro lictores estaban agachados delante, a sus pies. Al pasar, Valeria vio una borla de lana púrpura enganchada en los pliegues del hombro izquierdo de la toga blanca de Sila, y, sin pararse a pensar, la cogió.

Sila jamás mostraba el menor indicio de temor en medio de la multitud, y siempre parecía inmune al peligro; pero al notar el suave contacto, se encogió, saltó del asiento y se volvió tan velozmente que Valeria retrocedió, pisando a alguien los pies. El dictador, borrado ya todo indicio de terror en sus ojos, vio a una mujer muy asustada, pelirroja y de ojos azules, joven y muy hermosa.

—Perdona, Lucio Cornelio —atinó a decir Valeria, humedeciéndose los labios y pensando en alguna explicación. Y para quitar hierro, le mostró la borla en su mano—. Es que la tenías en el hombro y pensé que cogiéndola podría tener algo de tu suerte. —Los ojos se le llenaron de lágrimas, que contuvo resueltamente con un mohín—. ¡Necesito suerte!

Sonriéndole sin abrir los labios, Sila cogió aquella mano que le tendía la borla y la cerró.

—Quédatela, y que te traiga suerte —dijo, y volvió a sentarse.

Pero durante todo el espectáculo de los gladiadores no dejó de volverse hacia el sitio que ocupaba Valeria con Mesala, Metelo Pío y los demás; y ella, consciente de sus miradas, le sonreía nerviosa, ruborizándose y apartando la vista.

—¿Quién era ésa? —preguntó al Meneítos, cuando, una vez acabado el espectáculo, la multitud se dispersaba poco a poco.

Desde luego que todo el grupo había advertido su interés (junto con otra mucha gente), y Metelo Pío no se hizo de nuevas.

—Valeria Mesala —dijo—. Es prima del Negro y hermana de Rufo, que estará regresando del asedio a Mitilene.

—¡Ah! —exclamó Sila asintiendo con la cabeza—. Tan bien nacida como hermosa. Y acaba de divorciarse, ¿verdad?

—Ha sido una sorpresa para todos. Por cierto que está muy afectada.

—¿Es estéril? —preguntó, él que se había divorciado de una alegando lo mismo.

—Lo dudo, Lucio Cornelio —replicó el Meneítos torciendo el gesto—. Será más bien falta de uso.

—Hummm —musitó Sila pensativo—. Que venga mañana a cenar —añadió de pronto—. Y que la acompañen el Negro y Metelo Nepote, y tú también, claro. Pero no las otras mujeres.

Y así, cuando el joven tribuno militar Marco Valerio Mesala Rufo llegó a Roma, se encontró con que el dictador le reclamaba a su presencia sin contemplaciones. Estaba enamorado de su hermana y quería casarse con ella.

—¿Qué podía decir? —manifestó Rufo a su primo Mesala.

—Espero que dijeras estar muy complacido —replicó el Negro, lacónico.

—Es lo que he dicho.

—¡Estupendo!

—Pero, ¿qué dirá la pobre Valeria? ¡Es tan viejo y tan feo! No he tenido ni tiempo de decírselo.

—Se pondrá contenta, Rufo. Sí, él tiene un aspecto deplorable, pero es como si fuese el rey de Roma… ¡y es más rico que Creso! Por lo menos para ella será como el bálsamo por ese injusto divorcio —añadió el Negro, convencido—. ¡Y figúrate las ventajas que a nosotros nos da ese matrimonio! Creo que a mí piensa nombrarme pontífice y a ti augur. Tú calla la boca y da gracias.

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