Favoritos de la fortuna (79 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—Mitrídates volverá a intentarlo.

—No lo dudo.

—¿Tan seguro estás?

—¡Claro! Él es aún un hombre vigoroso con muchos años de reinado por delante, pero parece incapaz de darse cuenta de algo de lo que yo estoy seguro: que Roma vencerá al final. Y yo prefiero estar en la posición de amigo y aliado de Roma.

—Bien dicho, Deiotaro.

César continuó el viaje hasta el río Halis, siguiendo su moroso curso rojo hasta el imponente monte Argeo; de allí a Eusebia Mazaca no había más que cuarenta millas cruzando la amplia depresión del valle del Halis. Recordaba, naturalmente, las numerosas anécdotas que le había contado Cayo Mario de aquel país, sobre la preciosa ciudad pintada al pie del extinto volcán, el palacio azul y de su entrevista con el rey Mitrídates del Ponto. Pero ahora Mitrídates se había retirado a Sinope, y el rey Ariobarzanes se sostenía bien que mal en el trono de Capadocia.

Bien que mal, se dijo César después de entrevistarse con él. Por el motivo que fuese los reyes de Capadocia habían sido todos débiles, del mismo modo que los del Ponto habían sido fuertes. Y Ariobarzanes no era una excepción a la regla. Tenía verdadero pavor a Mitrídates, y mostró a César cómo el rey del Ponto había saqueado todas las obras de arte y objetos valiosos de su palacio, hasta el último clavo de oro.

—De todos modos —replicó César al intimidado monarca, un hombrecillo con cierto aire sirio—, la pérdida de doscientos mil soldados en el Cáucaso impedirá que Mitrídates pueda volver en muchos años. Ningún ejército puede permitirse una pérdida así, y más aún tratándose de soldados bien entrenados y veteranos de una buena campaña. Porque lo eran, ¿no es cierto?

—Sí. Habían reconquistado Cimeria y las riberas norte del mar Euxino el verano anterior.

—Buena campaña, tengo entendido.

—Ya lo creo. Dejó a su hijo Macares de sátrapa en Panticapea, y creo que su principal cometido es reunir un ejército para el padre.

—El prefiere soldados escitas o roxolanos.

—Son mejores que los mercenarios, desde luego; es una lástima que los pueblos de Ponto y Capadocia no den buenos soldados. Yo estoy obligado a contar con mercenarios sirios o judíos, pero Mitrídates ha dispuesto de hordas de bárbaros belicosos desde hace casi treinta años.

—¿Y no tienes ejército en este momento?

—En este momento no lo necesito —contestó Ariobarzanes.

—¿Y si Mitrídates invade de pronto el país?

—Volveré a perder el trono. Cayo Julio, Capadocia es muy pobre y no puede permitirse el lujo de un ejército permanente.

—Tienes otro enemigo: el rey Tigranes.

—¡No me lo recuerdes! —exclamó Ariobarzanes con gesto de contrariedad—. Sus triunfos en Siria me han privado de mis mejores soldados, porque los judíos permanecen en su país para ofrecerle resistencia.

—¿Y no crees que deberías vigilar tanto el Éufrates como el Halis?

—No hay dinero —contestó el rey obstinadamente.

Mientras se alejaba, César iba meneando la cabeza. ¿Qué podía hacerse con el soberano de un país que se daba por vencido antes de que hubiera guerra? El reparó en seguida en muchas de las ventajas naturales que podían beneficiar sobremanera a Ariobarzanes para caer por sorpresa sobre el invasor, pues era un terreno lleno de montañas de cumbres nevadas o surcado por extraños barrancos, como le había explicado Cayo Mario. Un terreno fantástico, desde el punto de vista militar y como paisaje, pero al cual, sin embargo, aquel rey no concedía más que el interés de ser la vivienda natural de sus trogloditas.

—¿Qué me dices ahora que has visto mucho más mundo, Burgundus? —preguntó César a su gigantesco liberto mientras cruzaban las profundas gargantas de las Puertas de Cilicia entre imponentes pinos y rumorosas cascadas.

—Que Roma y Bovillae, Cardixa y mis hijos son más estupendos que ninguna catarata o montaña.

—¿Prefieres volver a casa, amigo mío? Te enviaré encantado —añadió César.

—No, César, me quedo —replicó Burgundus, meneando enfáticamente su rubia cabeza—. Cardixa me mataría site sucediera algo.

—¡Nada va a sucederme!

—Prueba a decírselo tú.

Publio Servilio Vatia estaba tan cómodamente instalado en el palacio del gobernador de Tarso, cuando llegó César a finales de abril, que parecía haber vivido en él desde siempre.

—Estamos contentisimos con él —comentó Morsimo, capitán de la guardia cilicia del gobernador y etnarca de Tarso.

Cabello encanecido por los veinte años transcurridos desde que había acompañado a Cayo Mario a Capadocia, Morsimo había recibido a César, por quien sentía mayor lealtad que hacia ningún gobernador, pues era sobrino de sus dos ídolos: Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila. Haría cuanto estuviera en su mano por ayudar al jOven.

—Tengo entendido que Cilicia padeció mucho bajo el mandato de Dolabela y Verres —dijo César.

—Ha sido terrible. Verres sólo se dedicaba a la usura y a la extorsión; además del pillaje de las mejores obras de arte de los templos.

—En cuanto llegue a Roma presentaré una acusación contra los dos, así que tendrás que ayudarme a reunir pruebas.

—Seguramente cuando llegues a Roma Dolabela ya estará desterrado —contestó Morsimo—. El gobernador ha tenido noticias de Roma de que el hijo de Marco Emilio Escauro y la señora Dalmática están instruyendo proceso contra Dolabela, y que Cayo Verres se está cubriendo de gloria facilitando pruebas al joven Escauro, y que él mismo piensa testificar en el juicio.

—¡Astuto fellator! Eso significa que nada podré contra él. Aunque, en definitiva, poco importa quien acuse a Dolabela con tal de que reciba su merecido. Si lamento no ser yo es porque llego tarde a la actividad jurídica por culpa de mi sacerdocio, y un triunfo contra Dolabela y Verres me habría hecho famoso. ¿Atacará Vatia al rey Tigranes? —inquirió tras una pausa.

—No creo. Ha venido con la encomienda concreta de exterminar a los piratas.

Afirmación que el propio Vatia confirmó a César en una audiencia. Coetáneo de Metelo Pío el Meneítos (que además era su primo más allegado), Vatia tenía cincuenta años. En principio la idea de Sila era nombrarle cónsul con Cneo Octavio Ruso, pero Cinna le había derrotado en aquellas elecciones, y Vatia, igual que Metelo Pío, había tenido que aguardar mucho tiempo para el consulado que por nacimiento le correspondía. La recompensa por su inquebrantable lealtad a Sila había sido el gobierno de Cilicia; provincia que él había preferido a Macedonia, a la que había sido destinado su colega del consulado, Apio Claudio Pulcro.

—Que no llegó a Macedonia —dijo Vatia a César—. Cayó enfermo en Tarento y regresó a Roma. Afortunadamente, esto sucedió antes de que Dolabela el viejo hubiera abandonado Macedonia y le han pedido que continúe en el cargo hasta que Apio Claudio se restablezca y pueda reemplazarle.

—¿Y qué enfermedad le aqueja?

—Debe ser un mal que le viene de antes; ya no estaba bien durante el consulado y jamás conseguí animarle. Pero está tan empobrecido que tendrá que aceptar ese cargo, porque si no no podrá rehacer su fortuna.

César frunció el ceño, pero no dijo nada. Pensaba en las limitaciones propias de un sistema que virtualmente obligaba al que era nombrado gobernador de una provincia a seguir una carrera oficial delictiva; la tradición consagraba la venta de derechos de ciudadanía, contratos, exenciones de impuestos, ingresos que iban a engrosar la bolsa del gobernador; Senado y Erario sancionaban oficiosamente la costumbre para reducir gastos estatales, por eso era tan difícil encontrar un jurado de senadores que condenase por extorsión a un gobernador. No era de extrañar que las provincias expoliadas constituyeran una constante fuente de rencor hacia Roma.

—Tengo entendido que vamos a emprender la guerra contra los piratas, Publio Servilio —dijo César.

—Exacto —contestó el gobernador, en medio de montones de papeles; era evidente que le complacía la parte administrativa del cargo, aunque no era un hombre codicioso que necesitase aumentar su fortuna con extorsiones, y menos cuando, al emprender la guerra contra los piratas, le correspondería legalmente una buena parte del botín—. Desgraciadamente —prosiguió Vatia—, tendré que retrasar la campaña por la penuria a que ha quedado reducida la provincia por la actuación de mi antecesor en el cargo. Todo este año tendré que dedicarlo a asuntos internos.

—¿Y a mí me necesitas? —inquirió César, demasiado joven para atraerle la idea de hacer carrera militar detrás de un escritorio.

—Te necesito —contestó Vatia enérgico—. Te encargarás de reunir una escuadra.

—En eso tengo cierta experiencia —dijo César haciendo una mueca.

—Lo sé. Por eso te hice llamar. Tiene que ser una escuadra de categoría, y numerosa para poder dividirla en flotillas en caso necesario. Ya han pasado los días en que los piratas andaban por esos mares en pequeños hemiolai y myoparones; actualmente hacen sus incursiones en trirremes y birremes cubiertas, ¡y hasta en quinquerremes!, y atacan reunidos en flotas al mando de almirantes… strategoi los llaman. Surcan los mares como auténticas escuadras con naos capitanas pintadas de oro y púrpura, y viven como reyes en sus guaridas, en las que tienen esclavizados a numerosos hombres libres para su servicio. Además de contar con arsenales y darse los mismos lujos y más que un romano rico. Lucio Cornelio se preocupó de que el Senado comprendiese por qué me enviaba a un lugar tan alejado y poco importante como Cilicia, pues aquí es donde los piratas tienen sus principales guaridas y es por donde debemos iniciar la limpieza.

—Podría ir a descubrir sus principales reductos; estoy seguro de que podría hacerlo tan bien como reunir una escuadra.

—No es necesario, César. Ya sabemos dónde están los principales refugios. Uno bien conocido es Coracesium, aunque cuenta con tan buenas defensas naturales y tanta guarnición que no sé si yo u otro podremos tomarla. Voy a comenzar por el extremo más lejano de la provincia, por Panfilia y Licia. Hay un rey pirata llamado Zenicetes que domina todo el golfo de Panfilia. Será el primero sobre el que caiga la ira de Roma.

—¿El año que viene? —inquirió César.

—Probablemente —contestó Vatia —, aunque no será hasta finales del verano. No puedo iniciar la guerra contra los piratas sin tener todas las cosas en orden en Cilicia y contar con fuerza naval y militar suficiente para vencer.

—Te prorrogarán el cargo varios años.

—El dictador y el Senado me han garantizado que no me apremiarán y que dispondré de los años que sean precisos. Lucio Cornelio ya se ha retirado, desde luego, pero no creo que el Senado le desobedezca.

Y César se puso en camino para reunir una escuadra, pero sin entusiasmo, porque iba a tardar más de un año en entrar en acción, y, por lo que se figuraba del carácter de Vatia, cuando se iniciara la guerra, el gobernador no iba a tener la rapidez e iniciativa que requería tal campaña. A pesar de que César no sentía estima por Lúculo, no le cabía la menor duda de que el segundo general que le había caído en suerte no tenía ni punto de comparación con el primero.

No obstante, era una ocasión más para viajar y eso le compensaba. La potencia naval sin rival en el extremo oriental del Mediterráneo era Rodas; y a Rodas se encaminó César en mayo. La isla siempre había sido leal a Roma (resistiendo con éxito a Mitrídates nueve años antes), y se podía contar con ella para la obtención de barcos, capitanes y tripulaciones para la campaña de Vatia, aunque no con tropas navales, pues los rodios no abordaban barcos enemigos combatiendo como en tierra.

Afortunadamente, Cayo Verres no había tenido tiempo de hacer una visita a Rodas, y por ello César fue bien recibido en la isla y con buena disposición para las negociaciones por parte de los dirigentes. En esencia se trató de si Roma iba a pagar a Rodas por su intervención; hueso duro de roer, pues Vatia era partidario de que ninguna de las ciudades, islas y comunidades aliadas que proporcionaran barcos recibiera pago en metálico, y dando opción a que se resarcieran con lo que se obtuviera del botín capturado a los piratas, para que su contribución a la empresa fuese gratuita. Y César tenía que negociar siguiendo esa pauta.

—Miradlo de este modo —dijo para persuadirles—. El éxito de la empresa supone un gran botín y el fin de las incursiones. Roma no puede pagaros, pero participaréis del botín y así os cobráis y obtenéis beneficio. Rodas es amiga y aliada del pueblo romano. ¿Por qué vais a arriesgaros a perder tal condición? Las alternativas son: participar o no participar. A vosotros toca decidir.

Rodas cedió y César obtuvo la promesa de tener los barcos para el verano del año siguiente.

De Rodas fue a Chipre, sin saber que en el barco con el que se cruzó en la bocana al salir del puerto llegaba un notable romano: nada menos que Marco Tulio Cicerón, gastado por un año de matrimonio con Terencia y las delicadas negociaciones que acababa de concluir con éxito en Atenas, por las que su hermano menor, Quinto, contraía matrimonio con la hermana de Tito Pomponio Atico. De la unión de Cicerón había nacido una hija, Tulia, y él se había ido de Roma seguro de que su esposa quedaba muy ocupada cuidando de la niña. En Rodas vivía el más famoso maestro de retórica, Apolonio Molon, y a su escuela se dirigía Cicerón; necesitaba un año de vacaciones, lejos de los tribunales de Roma y de Terencia. Había perdido la voz, y Apolonio Molon era famoso por propugnar que el aparato vocal y físico de un orador había de ser equiparable a su capacidad mental. Aunque detestaba viajar y temía que la ausencia de Roma malograse su carrera jurídica, Cicerón ansiaba aquel exilio voluntario lejos de sus amigos y de casa. Quería descansar.

Para César no habría descanso, y su temperamento también se lo impedía. Desembarcó en Pafos, capital del regente de Chipre, Ptolomeo, hermano menor del nuevo rey de Egipto, Ptolomeo Auletes.

Ptolomeo de Chipre era un perdido que había residido mucho tiempo en las cortes de Mitrídates y Tigranes, y ya desde el primer momento de su entrevista con César se evidenció que no entendía nada ni le interesaba entenderlo. No parecía tener instrucción alguna, y sus latentes preferencias sexuales se habían puesto de manifiesto en cuanto abandonó la tutoría de aquellos reyes, por lo que el ambiente en su palacio era muy parecido al de la corte de Nicomedes, con la salvedad de que Ptolomeo era una persona muy distinta.

Bien le habían juzgado los alejandrinos nada más llegar con su hermano mayor y sus respectivas esposas, y por eso, aunque no se hhabían opuesto a su nombramiento de regente de Chipre, sí habían impuesto la presencia en la isla de un buen equipo de burócratas.

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