Y lo hizo con dignidad e impresionante majestad; primero despidiendo a los veinticuatro lictores con gran cortesía y costosos obsequios de su peculio, y después dirigiéndose a la multitud desde la tribuna antes de encaminarse con los electores al campo de Marte, donde tuvo lugar, por parte de Flaco, príncipe del Senado, la derogación de la ley por la que se le había nombrado dictador. Desde la Asamblea centuriada, partió hacia su casa, siendo ya un ciudadano cualquiera desprovisto de imperium y de auctoritas.
—Pero me gustaría que algunos fueseis testigos de que salgo de Roma —dijo a los cónsules Vatia y Apio Claudio, a Catulo, a Lépido, a Cetego y a Filipo—. Llegaos mañana a la puerta Capena una hora después del amanecer. ¡Exactamente en la puerta! Y me veréis decir adiós a Roma.
Le obedecieron al pie de la letra, naturalmente; por mucho que fuese un privatus sin poderes de magistrado, había sido durante no poco tiempo dictador, y era como si perdurara su poder. Sila sería peligroso mientras viviese.
Todos acudieron, pues, a la puerta Capena, aunque los tres protegidos de Sila más importantes —Lúculo, Mamerco y Pompeyo— no estaban en Roma. Lúculo se hallaba en viaje de negocios relacionados con los juegos de septiembre, Mamerco estaba en Cumas y Pompeyo había regresado a Piceno, en espera del nacimiento de su primer hijo. Cuando Pompeyo se enteró de la ceremonia en la puerta Capena, se alegró enormemente de no haber estado presente, mientras que a Lúculo y a Mamerco les sucedió todo lo contrario.
El mercado colindante con la puerta estaba lleno de gente dedicada a vender, comprar, mirar, enseñar, pasear, galantear y comer, un público que, indudablemente, contempló con sumo interés a aquel séquito de hombres ataviados con toga bordada en púrpura, que hubo de soportar las habituales andanadas de insultos despectivos contra las clases altas; pero no era la primera vez que los senadores curules los escuchaban e hicieron oídos sordos, situándose junto al impresionante arco de la puerta y charlando animadamente mientras aguardaban.
No tardaron en oír compases de música con gaitas, tambores y flautas entonando armoniosamente un himno báquico, y en la plaza del mercado se produjo un revuelo que hizo que la multitud abriese paso a un cortejo que llegaba desde el Palatino. Lo abrían rameras cargadas de flores y con togas color naranja, tocando panderetas y arrojando pétalos de rosa que extraían de las togas; a continuación, venían monstruos y enanos con el rostro embadurnado o pintado, algunos con máscaras cornudas con campanillas, avanzando con sus piernas deformes y vestidos con abigarrados centunculi, como trozos de arco iris; les seguían los músicos, algunos de los cuales simplemente llevaban flores, y otros hacían cabriolas imitando a sátiros o a caprichosos eunucos. En medio de ellos, rodeado de niños que bailaban entre risas, caminaba un burro gordo y ebrio con las pezuñas doradas, una guirnalda de rosas en el cuello y las tristes orejas asomando por unos agujeros en un sombrero de paja de ala ancha. Y a horcajadas, sobre un paño púrpura, iba el igualmente ebrio Sila, agitando una copa de oro que no cesaba de derramar vino, vestido con una toga de púrpura de Tiro bordada en oro y con flores en el cuello y en la cabeza. Junto al burro caminaba una hermosa mujer, que se veía claramente que era un hombre, con el negro pelo salpicado de blanco y el cuerpo ceñido con un sutil vestido de color azafrán; llevaba un gran jarro de oro y cada vez que Sila bajaba la copa él la llenaba con el rojo líquido.
Como el camino hacia la puerta era cuesta abajo, el cortejo adquirió cierta inercia, y cuando Sila vio que estaban cerca del arco y comenzó a gritar confusamente que se detuvieran, todos cayeron entre gritos y chillidos, y las mujeres, piernas al aire, dejaron ver la raja carmín de sus partes pudendas. El burro se tambaleó y fue a dar contra el petril de una fuente, y Sila estuvo a punto de caer de no haberle sostenido el travestí del jarro, que le depositó en tierra a pulso con sus fuertes brazos. Una vez recuperado el equilibrio, el dictador comenzó a caminar hacia el grupo de los estupefactos senadores, no sin detenerse ante un par de preciosas piernas femeninas que se agitaban en el suelo, agacharse e introducir el dedo en el cunnus, con las consiguientes risotadas de orgásmico placer de la tumbada.
Mientras el cortejo se levantaba del suelo y se reagrupaba entre cánticos y danzas —para fruición de la multitud—, Sila llegaba ante los cónsules, apoyado en el brazo de su hermoso acompañante y alzando la copa en alto a guisa de saludo.
—¡Tacete! —gritó a músicos y danzantes, que callaron inmediatamente, haciéndose un profundo silencio—. ¡Bien, por fin ha llegado! —gritó de nuevo sin dirigirse a nadie en concreto, tal vez al cielo—. ¡Ha llegado mi primer día de libertad!
La copa de oro describió círculos en el aire, mientras la boca pintada del dictador mostraba las desdentadas encías con una gran sonrisa de felicidad. Su rostro, bajo la grotesca peluca rojiza, aparecía totalmente pintado de blanco para ocultar las cicatrices, pero no producía el efecto deseado porque la pintura roja de los labios se había corrido a las arrugas de las comisuras y de debajo de la nariz y la barbilla, causando la impresión de una atroz herida cosida con puntadas rojas. Pero la herida sonreía sin cesar. Sila estaba borracho y todo le daba igual.
—Durante más de treinta años —dijo, dirigiéndose a los impecables Vatia y Apio Claudio— he ocultado mi naturaleza. Me he privado del amor y el placer… primero por mi nombre y mi ambición, y luego a causa de Roma. Pero se acabó. ¡Se acabó, se acabó, se acabó! ¡Os devuelvo Roma… hombrecillos y presuntuosos gusanos! Otra vez quedáis libres de desahogar vuestra bilis sobre el país… elegir los hombres inadecuados, gastar los dineros públicos alegremente sin pensar en el mañana. ¡Pronostico que en los treinta años de una generación, vosotros y los que os sucedan traeréis la ruina irremisible a Roma!
Su mano se alzó para hacer una tierna caricia al rostro del que le servía de apoyo.
—Sabéis quién es; claro, todos vais al teatro: Metrobio, mi muchacho. ¡Mi muchacho para siempre! —exclamó, volviéndose y acercando a su rostro la cabeza de negros cabellos para besarle en la boca.
Luego, entre hipidos y risas, dejó que le montasen de nuevo en el burro, y el variopinto cortejo cruzó la puerta hacia el arranque común de la vía Latina y la vía Apia, seguido por la multitud vitoreante.
Ninguno de los senadores sabía adónde mirar; sobre todo después de que Vatia rompiera a llorar. Y todos fueron alejándose a solas o por parejas. Apio Claudio trató de consolar al apenado cónsul Vatia.
—¡No puedo creérmelo! —dijo Cetego a Filipo.
—Pues no hay más remedio —replicó Filipo—. Para eso nos invitó a este desfile de travestidos; si no ¿cómo iba a romper lazos con nosotros?
—¿Romper lazos? ¿Qué quieres decir?
—Ya le has oído. Durante más de treinta años ha estado ocultando su naturaleza. Me ha engañado. Ha engañado a todos. ¡Qué refinada venganza ha sido este día para él! Roma ha estado en manos de un degenerado que ha sabido ponerla en pie. Nos ha dado el pego un saltimbanqui. ¡Cómo se habrá reído!
Claro que se rió. No paró de reírse hasta Misenum, en la litera llena de flores con Metrobio a su lado, y acompañado del cortejo de bacantes a los que invitó a quedarse cuanto quisieran en su villa. A los juerguistas se habían unido Roscio el comediante y Sorex el mimo, así como otros actores no tan famosos.
Invadieron la villa renovada que antaño fue el hogar de Cornelia, la madre de los Gracos, y cruzaron desvergonzadamente el santo umbral, con Sila en cabeza, montado en el burro beodo.
¡Liber pater! le gritaban, dirigiéndole besos con la mano y sonidos de gaita; y él, casi inconsciente por efecto del vino, reía, gimoteaba y chillaba.
La fiesta duró un intervalo de mercado y fue famosa por la enorme cantidad de comida y vino que se consumió, y las gentes que, sin haber sido invitadas, acudieron de las villas y pueblos de los alrededores. El anfitrión, en constante jarana, los acogió encantado, induciéndoles a desenfrenos sexuales de los que muchos de ellos nunca habían oído hablar.
Sólo Valeria quedó al margen de todo; al ver llegar a su esposo se recluyó en sus aposentos a llorar desconsoladamente, y únicamente Metrobio logró que le abriese la puerta.
—No penséis que siempre va a ser así, señora. Hace tanto tiempo que deseaba esto que debéis dejar que se desahogue. De aquí a unos días lo pagará… se encontrará enfermo y ya no querrá saber nada de fiestas.
—Tú eres su amante —replicó ella, atenazada por una negra desesperación.
—He sido su amante más años de los que hace que el sol alumbra vuestra vida —contestó Metrobio afablemente—. Le pertenezco desde siempre. Y vos también le pertenecéis.
—El amor entre hombres es repugnante.
—Tonterías. Eso es lo que dicen vuestro padre, vuestro hermano y todos vuestros primos. ¿Cómo podéis saberlo? ¿Qué conocéis de la vida, Valeria Mesala, aparte de la triste reclusión de una noble romana? Mi presencia no significa que no le hagáis falta, del mismo modo que la vuestra no significa que yo no le haga falta. Si queréis quedaros, tendréis que aceptar el hecho de que ha habido —¡y hay! —muchos amantes en la vida de Sila.
—Verdaderamente, no tengo mucho que elegir —musitó ella con un hilo de voz—. O volver a casa de mi hermano o acostumbrarme a estas turbulentas compañías.
—Eso es —añadió él, sonriéndole comprensivo con gran afecto e inclinándose para acariciarle la nuca, como si supiera el cansancio que producía mantener erguida la altiva cabeza patricia.
—No te merece en absoluto —dijo ella, casi sorprendiéndose de sus palabras.
—Todo cuanto soy a él se lo debo —respondió Metrobio muy serio—. Si no hubiera sido por él, no sería más que un simple actor.
—Bien, parece que no queda otra alternativa que adaptarse a este circo. Pero me es imposible en su apogeo, porque no tengo costumbre ni temple para este alboroto. Cuando creas que me necesita, avísame.
Y no se dijo más. Tal como había previsto Metrobio, una semana después del inicio de la orgía, los achaques latentes de Sila rebrotaron, y los juerguistas fueron despedidos. El famoso mimo Sorex y el cómico Roscio se atrincheraron en sus aposentos, mientras Valeria, Metrobio y Lucio Tucio atendían a Sila, quien, según su humor, se mostraba agradecido o insoportable.
Por fin, recobrada la serenidad y una aparente salud, el ex dictador se entregó a la redacción de sus memorias, un cántico de alabanzas —dijo a Valeria y a Metrobio— a Roma y a los hombres como Catulo César y a sí mismo, a la par que un asesinato simbólico de hombres como Cayo Mario, Cinna, Carbón y sus partidarios.
A finales de año y del consulado de Vatia y Apio Claudio, la vida de Sila en Misenum estaba tan perfectamente equilibrada, que la villa entró en una fase de placidez. Escribía a ratos sus memorias, conteniendo la risa cada vez que de su pluma surgía una frase acertada y cáustica sobre Cayo Mario; escribiendo el capítulo de la guerra contra Yugurta disfrutó enormemente con la idea de que a partir de ese momento podía decir con sus propias palabras que la captura del númida era una hazaña propia que Mario había ocultado deliberadamente. Luego, durante un tiempo, dejaba pluma y papel y se entregaba a una auténtica orgía de comedias y espectáculos de mimo, o daba una gran fiesta que duraba un intervalo de mercado. Y combinaba estas actividades con otras que iban surgiendo de su fértil imaginación, incluidos simulacros de cacerías de niños y niñas desnudos, concursos para ver quién adoptaba la postura más rara para efectuar el coito, absurdas adivinanzas escenificadas en las que los que representaban podían evocar prácticamente cualquier cosa mediante disfraces y galas; celebraba fiestas de chistes, fiestas de desnudos a la luz de la luna, fiestas de un día en torno a la impresionante piscina de mármol blanco, en las que los invitados contemplaban extasiados las evoluciones acuáticas de los jovenzuelos de ambos sexos desnudos. Su imaginación era inagotable, e irrefrenable su anhelo por conocer cualquier novedad de índole sexual. No obstante, se observó que no cometía ninguna crueldad con los animales, y que a un huésped que tenía esa clase de inclinaciones le echó de su casa.
Sin embargo, no cabía duda de que su estado se deterioraba; una vez entrado el nuevo año, su potencia sexual mermó considerablemente, y a finales de febrero no había nada capaz de estimularle, cosa que empeoró enormemente su malhumor.
Sólo uno de sus amigos nobles romanos fue a verle a Misenum: Lúculo. Había estado en África con su hermano en julio, supervisando la captura de fieras para los juegos a primeros de septiembre, y, al regresar a Roma en agosto, llegaron a sus oídos los comentarios sobre las extravagancias que tenían lugar en la villa de Misenum y las letanías de los escandalizados por el comportamiento de Sila.
—Todos los que le juzgáis deberíais miraros a vosotros mismos —dijo Lúculo muy estirado—. Él puede hacer lo que quiera.
Pero hasta transcurridos unos días de la clausura de los ludi romani en septiembre, no pudo Lúculo disponer de tiempo para ir a verle. Le halló en uno de sus momentos de mayor lucidez, trabajando en las memorias y animadísimo por el mal lugar en que estaba dejando a Cayo Mario y sus hazañas.
—Eres el único que ha venido, Lúculo —dijo Sila, con un débil residuo de aquel fulgor implacable en unos ojos ya enturbiados por el dolor.
—¡Nadie tiene derecho a criticarte! —dijo Lúculo, frunciendo la nariz—. Tú lo has dado todo por Roma.
—Cierto, y no niego que ha sido duro, pero, mi querido amigo, si no me hubiese sacrificado todos esos años ahora no estaría disfrutando ni la mitad con estos excesos.
—Ya veo que tiene sus atractivos —añadió Lúculo, siguiendo con la mirada las evoluciones de una niña púber preciosa que danzaba desnuda al sol ante la ventana de Sila.
—Es verdad que a ti te gustan jóvenes, ¿cierto? —comentó Sila, conteniendo la risa y asiéndole por el brazo—. Aguarda a que acabe la danza y te la llevas a dar un paseo.
—¿Qué has hecho con las madres?
—Nada. Se las he comprado.
Lúculo se quedó y volvió con frecuencia.
Pero en marzo, ya impotente, Sila se volvió totalmente insoportable, incluso para Metrobio y Valeria, que obraban de común acuerdo. Sin acabar de explicárselo, Valeria estaba embarazada; de Sila, esperaba. Pero no podía decírselo, y temía ver llegar el día en que su estado fuese notorio. Había sido a finales de año, cuando Lúculo les había dado unos extraños hongos que había traído de África y que repartía entre sus amigos íntimos. Valeria los había comido, y, en una especie de pesadilla recordaba vagamente que todos los presentes habían gozado de ella, desde Sila a Sorex, e incluso Metrobio. Era lo único que podía reprocharse, pero el miedo se lo había borrado de la mente al pensar en las terribles consecuencias.