Favoritos de la fortuna (68 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Igual hizo Tigranes. Su primera acción (en el mismo año de la muerte de Cayo Mario) fue invadir sucesivamente los pequeños reinos de Sofena, Gordiana, Adiabena y Osroena. Al conquistar esos cuatro estados, Tigranes poseía las tierras que bordeaban la orilla oriental del Éufrates desde más arriba de Tomisa hasta Europus; era dueño igualmente de las ciudades de Amida, Edesa y Nisibis, y de todos los puestos de pago de tránsito por el gran río. Pero en lugar de confiar el cobro de los pagos a sus armenios, se granjeó la amistad de los árabes escenitas que dominaban las regiones áridas entre el Éufrates y el Tigris al sur de Osroena, y cobraban derecho de paso a las caravanas que cruzaban su territorio. Tigranes hizo que aquellos beduinos nómadas se instalasen en Edesa y Carres, y les confió el cobro del derecho de tránsito por el Tigris en Samosata y Zeugma. Su rey, que ostentaba el título de Abgar, quedó como cliente de Tigranes, y la población de habla griega de las ciudades que había conquistado el rey de Armenia tuvo que emigrar a regiones de ésta en las que se desconocía la lengua griega. Tigranes quería a toda costa ser el soberano de un reino helenizado civilizado, y ¿qué mejor manera de helenizarlo que implantar colonias de grecoparlantes en las fronteras?

Tigranes había sido en su niñez rehén del rey de los partos y había vivido en Seleucia del Tigris, lejos de Armenia; al morir su padre, era el único hijo que quedaba, pero el rey de los partos exigió un fuerte rescate por él: setenta valles de la región más rica de Armenia, la Media Atropatena. Ahora, Tigranes invadía la Media Atropatena y recuperaba los setenta valles llenos de oro, lapislázuli, turquesas y fértiles pastos.

Sin embargo, se encontró con que le faltaban caballos niseos para sus cada vez más cuantiosas catafractas; aquellos extraños caballeros iban cubiertos de pies a cabeza con una armadura de escamas de hierro, igual que sus caballos, que habían de ser grandes para aguantar el peso. Así, durante el siguiente año, Tigranes invadió la Media, región en la que se criaba aquella raza de caballos, y la anexionó a Armenia. Ecbatana, sede real de los reyes partos —y anteriormente de los reyes de Media y Persia, Alejandro Magno entre ellos—, fue incendiada y arrasada, y saqueado su magnífico palacio.

Habían transcurrido tres años, y, mientras Sila avanzaba despacio por la península italiana, Tigranes había puesto los ojos en el oeste, cruzando el Éufrates para llegar a la Comágene; al no encontrar resistencia, había invadido las tierras al norte de Siria entre el monte Amano y las cordilleras del Líbano, incluida la poderosa Antioquía y la mitad sur del valle del río Orontes. Incluso una parte de la Cilicia Pedia, de la orilla oriental del Sinus Issicus, cayó en sus manos.

Siria era un territorio totalmente helenizado y su población de habla griega estaba muy influida por las costumbres griegas. Nada más establecer su autoridad en ella, Tigranes obligó a todas las comunidades de idioma griego a trasladarse a la recién construida capital de Tigranocerta. Los más favorecidos fueron los artesanos, a quienes no se les permitió permanecer en Siria, pero como el rey era consciente de la necesidad de proteger a aquel contingente de población de los pueblos de habla meda entre los que quedaron integrados, ordenó, bajo pena de muerte, tratar con cuidado y afabilidad a los nuevos ciudadanos.

Y mientras Sila legislaba para convertirse en dictador de Roma, Tigranes había adoptado oficialmente el título que toda su vida había ambicionado: rey de reyes. La reina Cleopatra Selene de Siria —hermana menor y otrora esposa de Ptolomeo Soter—, que había reinado en Siria con varios esposos seléucidas, fue obligada a dejar Antioquía para vivir en modestas condiciones en una aldehuela del Éufrates, ocupando su lugar en el palacio de Antioquía el sátrapa Magadates, que reinó en Siria con el nombre de Tigranes, rey de reyes.

Rey de reyes, pensó Sila con sorna. Todos esos déspotas orientales se creen rey de reyes; al parecer, hasta los dos bastardos del rey Ptolomeo Soter, que ahora reinaban en Egipto y Chipre con sus mitridáticas esposas. Pero el testamento de Ptolomeo Alejandro era auténtico: bien lo sabía Sila que había sido testigo. Tarde o temprano Egipto sería de Roma. De momento, había que dejar que Ptolomeo Auletes reinase en Alejandría, pero Sila se juró que no darían un solo momento de descanso a aquel títere de Mitrídates y Tigranes. El Senado de Roma enviaría constantemente delegaciones a Alejandría exigiéndole renunciar al trono y entregar Egipto a Roma, el propietario legítimo.

En cuanto al rey Mitrídates del Ponto, era muy interesante saber que había perdido doscientos mil hombres congelados en el Cáucaso; habría que disuadirle una vez más para que renunciara a anexionarse Capadocia. Porque, quejándose en una carta a Sila de que Murena había saqueado e incendiado cuatrocientos pueblos del río Halys, Mitrídates había empezado a apoderarse de la orilla del río que pertenecía a la pobre Capadocia, y para que su acción tuviese visos de legitimidad, había dado al rey Ariobarzanes de Capadocia por nueva esposa a una de sus hijas. Cuando Sila supo que aquella hija tenía cuatro años, envió otro mensajero al rey Mitrídates ordenándole en nombre de Roma que abandonase Capadocia, con hija o sin ella. El mensajero acababa de regresar con una carta en la que Mitrídates prometía hacer lo que se le decía, e informaba a Sila que iba a enviar una embajada a Roma para ratificar el tratado de Dardania.

—Más vale que la envíe cuanto antes —se dijo Sila, mientras, concluyendo aquellas reflexiones sobre los reyes de Asia, iba en busca de su esposa, y en su presencia concluyó en voz alta sus pensamientos—. Si se demora, no me encontrará a mí para regatear, y no les arriendo la ganancia si tienen que negociar con el Senado.

—¿Qué dices, amor? —inquirió Valeria sorprendida.

—Nada. Dame un beso.

Le bastaba con sus besos, pues Valeria Mesala era una preciosidad. Hasta el momento, el cuarto matrimonio había sido una agradable experiencia para Sila, pero no muy estimulante. Y en parte era debido a su edad y a la enfermedad; lo sabía. Pero más aún a los defectos seductores y sensuales de las romanas aristócratas, que no sabían relajarse debidamente en la cama para aceptar las triquiñuelas sexuales que el dictador ansiaba. Fallaba su energía y necesitaba esas triquiñuelas. ¿Por qué las mujeres, aun amando locamente a un hombre, no podían ceder incondicionalmente a sus fantasías sexuales?

—Yo creo —dijo Varrón, que fue el desventurado confidente— que las mujeres son receptáculos pasivos, Lucio Cornelio. Están hechas para sujetar cosas, desde el pene de un hombre hasta un niño. Y quien sostiene cosas es un ser pasivo. ¡Tiene que ser pasivo, si no la sujección peligra! Lo mismo sucede con los animales. El macho es el activo y sacia su gran deseo montando a varias hembras.

Había ido a informar a Sila de que Pompeyo iba a hacer una breve visita a Roma, y preguntaba si Sila quería ver al joven.

—¿Quieres decir, querido Varrón, que un hombre decente casado debe andar fornicando con la mitad de las hembras de Roma?

—¡No, no, desde luego que no! —exclamó Varrón—. ¡Todas las hembras son pasivas y no hallaría satisfacción!

—Entonces, ¿dices que si un hombre quiere saciar sus deseos carnales ha de emparejarse con otro hombre? —preguntó Sila muy serio.

—¡Oh! ¡Ah! ¡Hummm! —farfulló Varrón, retorciéndose nervioso como una lombriz—. No, Lucio Cornelio; claro que no. Ni mucho menos.

—Entonces, ¿qué hace un hombre decente casado?

—Me gusta estudiar los fenómenos naturales, sí, pero esto son cuestiones que no alcanzan a mis conocimientos —balbució Varrón, maldiciendo el habérsele ocurrido ir a visitar a aquel viejo sorprendente. El problema era que durante los meses en que Varrón había estado curando con el ungüento el rostro de Sila, éste había mostrado gran afecto por él, y se ofendía si no iba a verle de vez en cuando.

—¡Cálmate, Varrón, te lo preguntaba en broma! —añadió Sila riendo.

—Contigo nunca se sabe, Lucio Cornelio —dijo Varrón, humedeciéndose los labios y pensando en la frase más adecuada para anunciarle la llegada de Pompeyo; Varrón no era tonto y conocía perfectamente la actitud ambigua de Sila hacia Pompeyo.

—Me han dicho —dijo Sila, ajeno a las enrevesadas reflexiones de Varrón— que Varrón Lúculo se ha podido quitar de encima a su hermana adoptiva, prima tuya, creo.

—¿Terencia? —preguntó Varrón, súbitamente animado—. ¿Ah, sí? ¡Una verdadera suerte!

—Hacía tiempo —añadió sonriente Sila, a quien últimamente encantaban todos aquellos chismes sociales— que una mujer tan rica como Terencia tardaba tanto en encontrar marido.

—Bueno, no es exactamente eso —respondió Varrón contemporizador—. Siempre se encuentran hombres dispuestos a casarse con una mujer rica. Lo malo de Terencia, que es la peor arpía de Roma —créeme—, es que siempre se ha negado a aceptar a los esposos que le buscaba su familia.

—Prefería estar en casa y hacerle la vida imposible a Varrón Lúculo, quieres decir —comentó Sila, más irónico.

—Puede ser. Aunque yo creo que él le gusta. Es una cosa innata y nada puede hacer.

—¿Y cómo fue? ¿Un flechazo?

—Ni mucho menos. Propuso la unión ese timador de Tito Pomponio que ahora tiene el sobrenombre de Atico por la adoración que siente por Atenas. Por lo visto, él y Marco Tulio Cicerón se conocen hace años, y desde que promulgaste las nuevas leyes Atico viene a Roma todos los años.

—Lo sé —dijo Sila, que no guardaba rencor a Atico por sus veleidades financieras, del mismo modo que tampoco se las reprochaba a Craso, quien sólo había perdido su favor por el modo como había especulado con las proscripciones.

—Bien, la fama de jurista de Cicerón había crecido, a la par que sus ambiciones, pero su bolsa estaba vacía. Necesitaba casarse con una heredera y parecía estar condenado a hacerlo con una de esas muchachas mediocres que nuestros plutócratas menos presentables tan abundantemente engendran. Y fue Atico quien le sugirió a Terencia —añadió Varrón, haciendo una pausa para ver qué cara ponía Sila—. ¿Conoces a Marco Tulio Cicerón? —inquirió.

—Mucho de cuando era un muchacho. Era amigo de mi hijo, que tendría ahora su misma edad. Ya entonces era un prodigio. Pero entre la muerte de mi hijo y el proceso de Sexto Roscio de Amena sólo le había visto sirviendo de contubernalis en mi estado mayor en Campania durante la guerra contra los aliados. Y no ha cambiado; ha encontrado su ambiente, desde luego. Es tan pedante, locuaz y engreído como siempre. Cualidades que convienen perfectamente a un abogado. De todos modos, confieso sin reservas que tiene talento para la oratoria, ¡Y es un cerebro! Su peor defecto es ser paisano de Cayo Mario, porque también es de Arpino.

Varrón asintió con la cabeza.

—Pues Atico se puso en contacto con Varrón Lúculo, quien expuso a Terencia las pretensiones de Cicerón; y, para sorpresa de Varrón, Terencia dijo que quería conocerle. Había oído hablar de su habilidad en los tribunales, y le dijo a Varrón Lúculo que estaba decidida a casarse con un hombre capaz de alcanzar fama, y que creía que Cicerón llegaría a ser famoso.

—¿Qué cuantía tiene su dote?

—¡Es enorme! Doscientos talentos.

—La cola de pretendientes debe de dar la vuelta a la casa y no deben faltar hombres bien parecidos. Empiezo a sentir respeto por esa Terencia que ha sido capaz de resistir a los más hábiles cazafortunas de Roma —dijo Sila.

—Terencia —añadió el primo— es fea, agria, arisca y tacaña. Todavía soltera con veintiún años… Ya sé que las muchachas han de obedecer al paterfamilias y casarse con quien se les dice, pero es que no hay hombre, ni muerto ni vivo, capaz de lograr que Terencia haga algo que no quiera.

—Y el pobre Varrón Lúculo es muy buena persona —comentó Sila.

—Es lo que pasa.

—Entonces Terencia vio a Cicerón.

—Efectivamente. Y, pásmate, consintió en casarse con él.

—¡Suerte para Cicerón! Un favorito de la Fortuna. Le vendrá de perlas su dinero.

—Eso crees tú —añadió Varrón—. Ha redactado ella el contrato de matrimonio, y conserva pleno dominio de su riqueza, aunque acepta dotar a las hijas que tenga y contribuir a financiar la carrera de los hijos. ¡Pero no creo que Cicerón haga cambiar a Terencia!

—¿Y él qué tal es actualmente?

—Bastante buena persona. Pero creo que en el fondo es un blando, aunque sea un engreído inaguantable y se crea que no tiene rival en cuanto a inteligencia. Y es un ambicioso advenedizo. Le molesta que le recuerden su lejano parentesco con Cayo Mario. Si Terencia hubiese sido una de esas hijas mediocres de plutócrata, creo que ni la hubiera mirado a la cara; pero su madre era patricia y estuvo casada con Quinto Fabio Maximo, por lo que la vestal Fabia es su cuñada. Así que Terencia le pareció «bien», ¿te das cuenta? —añadió Varrón con una mueca—. Cicerón es un Icaro, Lucio Cornelio. Está decidido a remontar el vuelo hasta el reino del sol, algo peligroso si eres un hombre nuevo sin un mal sestercio.

—No sé qué habrá en el aire de Arpino que hace que nazcan esa clase de individuos —dijo Sila—. ¡Menos mal para Roma que este hombre nuevo de Arpino no tiene inclinaciones militares!

—Todo lo contrario, tengo entendido.

—¡Ah, sé lo que digo! Cuando era uno de mis contubernalis me servía de secretario y palidecía al ver una espada. Ahora que mejor secretario no he tenido nunca. ¿Cuándo es la boda?

—Después de que Varrón Lúculo y su hermano celebren los ludi romani en septiembre —contestó Varrón echándose a reír—. En este momento no piensan en otra cosa que no sea celebrar los mejores juegos que ha visto Roma en este siglo.

—Lástima que yo ya no esté para verlos —dijo Sila, sin mostrarse entristecido.

Se hizo un silencio, que Varrón aprovechó antes de que a Sila se le ocurriese otro tema.

—Lucio Cornelio, no sé si sabes que Cneo Pompeyo Magnus viene dentro de poco a Roma… —dijo casi con timidez—. Le gustaría venir a verte, aunque no ignora lo ocupado que estás.

—¡Para Magnus no estoy ocupado! —contestó Sila animado, mirando inquisitivo a Varrón —. ¿Continúas tras sus pasos con papel y pluma para anotar todas sus andanzas?

Varrón se ruborizó; nunca se sabía la real interpretación que daba Sila a las cosas más inocentes. ¿No pensaría que sería mejor que se dedicara a registrar los hechos (y andanzas) de Lucio Cornelio Sila?

—De vez en cuando —respondió modestamente—. Empecé por casualidad porque hallándonos juntos estalló la guerra y no supe resistir a su entusiasmo. Me dijo que debía dedicarme a la historia, y eso es lo que hice. No soy el biógrafo de Pompeyo.

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