Festín de cuervos (68 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

«Sólo le interesan el oro y las tierras.»

—Mi intención es salvar a la niña, no venderla. He hecho un juramento.

—Yo, en cambio, no.

—Por eso no vais a acompañarme.

Se pusieron en marcha a la mañana siguiente, cuando salió el sol.

Formaban una comitiva extraña: Ser Hyle a lomos de un corcel alazán y Brienne en su alta yegua gris; Podrick Payne en su penco de lomo hundido, y el septón Meribald a pie, con una pica en la mano, tirando de las riendas de un asno pequeño y seguido por un perro grande. El asno iba tan cargado que Brienne casi temía que se le partiera el espinazo de un momento a otro.

—Comida para los pobres y los hambrientos de los ríos —les había dicho el septón Meribald a las puertas de Poza de la Doncella—. Semillas, nueces, fruta seca, copos de avena, harina, pan de centeno, tres quesos amarillos de la posada que hay junto a la puerta del Bufón, bacalao salado para mí y carnero salado para el perro... Ah, y sal. Cebollas, zanahorias, nabos, dos sacos de alubias, cuatro de cebada y nueve de naranjas. Reconozco que tengo debilidad por las naranjas. Las he conseguido de un marinero, y me temo que serán las últimas que vea hasta la primavera.

Meribald era un septón sin septo, situado sólo un poco por encima de los hermanos mendicantes en la jerarquía de la Fe. Había cientos como él, hombres harapientos cuya humilde misión consistía en ir de aldea en aldea para oficiar misas, celebrar bodas y perdonar pecados. Se suponía que quienes recibían su visita tenían que proporcionarle alimento y cobijo, pero casi todos eran tan pobres como él, de modo que Meribald no podía quedarse demasiado tiempo en el mismo lugar sin poner en un aprieto a sus anfitriones. En ocasiones, algún posadero bondadoso le permitía pernoctar en las cocinas o en los establos, y había septrios, refugios y hasta algunos castillos donde sabía que era bien recibido. Si no tenía cerca ningún lugar de aquellos, dormía bajo los árboles o entre las matas.

—Hay matas excelentes en las zonas con ríos —dijo Meribald—. Los mejores son los viejos. Nada se puede comparar con un matojo de cien años. Dentro se duerme tan abrigado como en una posada, y con menos pulgas.

El septón no sabía leer ni escribir, según les confesó alegremente por el camino, pero se sabía un centenar de oraciones y podía recitar de memoria pasajes enteros de
La estrella de siete puntas
, que era lo único que hacía falta en las aldeas. Tenía el rostro curtido por la intemperie, una espesa mata de pelo canoso, y arrugas en la comisura de los ojos. Aunque era alto, de casi nueve palmos, siempre iba encorvado, por lo que parecía mucho más bajo. Tenía las manos grandes y encallecidas, con los nudillos rojizos y las uñas sucias, y también los pies más grandes que Brienne hubiera visto nunca: descalzos, negros y duros como el hueso.

—Hace veinte años que no llevo zapatos —le explicó—. El primer año tenía más ampollas que dedos; sangraba como un cerdo por las plantas de los pies cada vez que tropezaba con una piedra, pero recé al Zapatero Celestial y me dejó la piel dura como el cuero.

—No hay ningún zapatero —protestó Podrick.

—Claro que sí, chico, aunque puede que tú lo llames de otra manera. Dime, ¿a cuál de los siete dioses reverencias más?

—Al Guerrero —dijo Podrick sin titubear ni un momento.

—En el Castillo del Atardecer, el septón de mi padre decía que sólo había un dios —dijo Brienne tras carraspear.

—Un dios con siete aspectos. Así es, mi señora, y tenéis razón, pero el misterio de los siete que son uno es difícil de entender para la gente sencilla, y yo soy sencillo, así que hablo de siete dioses. —Meribald se volvió hacia Podrick—. Nunca he conocido a un muchacho que no adorase al Guerrero. Pero yo soy viejo, y por eso adoro al Herrero. Sin su labor, ¿qué podría defender el Guerrero? Hay un herrero en cada ciudad, en cada castillo. Hacen arados para sembrar nuestras cosechas, clavos para construir nuestros barcos, herraduras para los cascos de nuestros fíeles caballos, hermosas espadas para nuestros señores... Nadie duda de la valía del herrero, así que ponemos su nombre a uno de los Siete, pero también lo podríamos haber llamado Granjero, Pescador, Carpintero o Zapatero. No importa en qué trabaje; lo que importa es que trabaja. El Padre gobierna, el Guerrero lucha, el Herrero trabaja, y juntos hacen todo lo que está bien para el hombre. El Herrero sólo es un aspecto de la divinidad, y de la misma manera, el Zapatero es un aspecto del Herrero. Fue Él quien escuchó mi plegaria y me curó los pies.

—Los dioses son bondadosos —intervino Ser Hyle en tono seco—, pero ¿para qué molestarlos? ¿No habría sido mejor que os pusierais zapatos?

—Ir descalzo es mi penitencia. Hasta los santos septones pueden pecar, y pocas carnes ha habido más débiles que la mía. Era joven, lleno de vigor, y a las muchachas... Un septón les puede parecer tan galante como un príncipe si no conocen a otro hombre que haya estado a más de dos mil pasos de su aldea. Les recitaba trozos de
La estrella de siete puntas
. Lo que mejor me funcionaba era el
Libro de la Doncella
. Fui un hombre taimado, sí, antes de deshacerme de los zapatos. Me avergüenzo al pensar en todas las doncellas que he desflorado.

Brienne cambió de postura en la silla, incómoda, recordando el campamento situado ante las murallas de Altojardín y la apuesta que habían hecho Ser Hyle y los demás para ver quién era el primero en llevársela a la cama.

—Estamos buscando a una doncella —le confió Podrick Payne—. Es una niña noble, de trece años, con el pelo castaño rojizo.

—Creía que buscabais bandidos.

—También —dijo Podrick.

—Por lo general, los viajeros prefieren evitar a esa gente —señaló el septón Meribald—; vos, en cambio, los buscáis.

—Sólo nos interesa uno —dijo Brienne—. El Perro.

—Eso me ha dicho Ser Hyle. Que los Siete os amparen, chiquilla. Se dice que deja a su paso un rastro de niños asesinados y doncellas ultrajadas. He oído que lo llaman el Perro Rabioso de Salinas. ¿Qué puede querer una persona honrada de semejante criatura?

—Quizá la doncella de la que os ha hablado Podrick viaje con él.

—¿De verdad? En tal caso será mejor rezar por la pobre niña.

«Y por mí —pensó Brienne—, rezad también por mí. Pedidle a la Vieja que alce su lámpara y me guíe hasta Lady Sansa, y al Guerrero, que dé fuerza a mi brazo para que la pueda defender.»

Pero no se atrevió a decirlo allí, delante de Hyle Hunt, que se burlaría de su debilidad femenina.

Como el septón Meribald iba a pie, y su asno, tan cargado, aquel día avanzaron poco. No tomaron el camino principal del oeste, el que había recorrido Brienne con Ser Jaime cuando llegaron a Poza de la Doncella y se encontraron la ciudad saqueada y llena de cadáveres. Se dirigieron hacia el noroeste siguiendo la costa de la bahía de los Cangrejos por un sendero serpenteante, tan estrecho que ni siquiera aparecía en los preciados mapas de piel de cordero de Ser Hyle. A aquel lado de Poza de la Doncella no había colinas empinadas, cenagales negros ni pinares, como en Punta Zarpa Rota. Las tierras que atravesaron eran llanas y húmedas; un erial de dunas arenosas y salinas, bajo la vasta bóveda azul del cielo. El camino desaparecía a menudo entre los juncos y los charcos que dejaban las mareas, para reaparecer media legua más adelante; Brienne sabía que de no ser por Meribald se habrían extraviado sin remedio. El suelo de algunos tramos era muy blando, de manera que el septón abría la marcha con su pica para asegurarse de que pisaban tierra firme. No vieron ni rastro de árboles en muchas leguas; sólo mar, cielo y arena.

No había lugar más diferente de Tarth, con sus cascadas, sus montañas, sus prados y sus valles umbríos, pero Brienne pensaba que aquello también era hermoso a su manera. Cruzaron una docena de arroyos de aguas tranquilas llenos de ranas y grillos; vieron volar a los charranes por encima de la bahía; oyeron el canto de los andarríos entre las dunas. En cierta ocasión se les cruzó un zorro, con lo que el perro de Meribald ladró enloquecido.

Aquella tierra estaba habitada. Había hombres que vivían entre los juncos, en casas de cañas y barro, mientras que otros pescaban en la bahía con botes de cuero y mimbre, y alzaban sus casas sobre pilares de madera, en las dunas. Lo más habitual era que vivieran solos, fuera de la vista de cualquier vivienda que no fuera la suya. La mayoría parecía tímida, pero cerca del mediodía, el perro empezó a ladrar otra vez, y tres mujeres salieron de entre los juncos para darle a Meribald una cesta de almejas. Él les entregó a cambio una naranja a cada una, aunque allí, las almejas eran tan comunes como el barro, y las naranjas escaseaban y eran muy preciadas. Una de las mujeres era muy vieja; otra estaba en avanzado estado de gestación, y la tercera era una niña tan fresca y hermosa como una flor en primavera. Meribald se apartó con ellas para escuchar sus pecados, y Ser Hyle dejó escapar una risita.

—Vaya, los dioses caminan con nosotros. Al menos, la Doncella, la Madre y la Vieja.

Podrick puso tal cara de asombro que Brienne tuvo que explicarle que no, que sólo eran tres mujeres de las marismas.

Más tarde, cuando reanudaron la marcha, se volvió hacia el septón.

—Esta gente vive a menos de un día de viaje de Poza de la Doncella —dijo—, y aun así, la guerra no la ha tocado.

—No hay mucho que tocar, mi señora. Sus tesoros son conchas, piedras y botes de cuero; sus mejores armas, cuchillos de hierro oxidado. Nacen, viven, aman, mueren y saben que Lord Mooton gobierna sus tierras, pero pocos lo han visto, y para ellos, Aguasdulces y Desembarco del Rey no son más que nombres.

—Pero aun así, conocen a los dioses —señaló Brienne—. Supongo que es obra vuestra. ¿Cuánto tiempo lleváis recorriendo las tierras de los ríos?

—Pronto hará cuarenta años —dijo el septón, y su perro lanzó un ladrido—. De Poza de la Doncella a Poza de la Doncella, el circuito me lleva medio año, a veces más, pero no presumiré de conocer el Tridente. Sólo veo de lejos los castillos de los grandes señores, pero visito los mercados, los torreones, las aldeas tan pequeñas que no tienen ni nombre, los matorrales, las colinas, los riachuelos que calman la sed y las cavernas donde se puede refugiar un hombre. Y los caminos que usa el pueblo, los senderos serpenteantes y embarrados que no aparecen en los mapas de pergamino, también los conozco. —Soltó una risita—. Vaya si los conozco. Mis pies han recorrido diez veces hasta el último palmo.

«Los senderos accesorios son los que utilizan los bandidos, y los proscritos podrían esconderse en las cuevas.» Un ramalazo de desconfianza hizo que Brienne se preguntara hasta qué punto conocía Ser Hyle a aquel hombre.

—Debe de ser una vida muy solitaria, septón.

—Los Siete están conmigo en todo momento —respondió Meribald—, y tengo a mi leal sirviente, y al perro.

—¿Vuestro perro tiene nombre? —preguntó Podrick Payne.

—Claro —respondió Meribald—. Pero no es mi perro. Ni hablar.

El animal ladró y meneó la cola. Era grande y peludo; pesaría más de veinte arrobas, pero era cariñoso.

—¿De quién es? —preguntó Podrick.

—Suyo, claro, y de los Siete. En cuanto a su nombre, pues no me lo ha dicho. Así que lo llamo
perro
.

—Ah. —Era obvio que Podrick no sabía cómo enfrentarse a un perro sin nombre. Se pasó un rato cavilando—. Cuando era pequeño tenía un perro. Se llamaba
Héroe
.

—¿Lo era?

—¿Si era qué?

—Un héroe.

—No. Pero era un buen perro. Murió.

—El perro me cuida en los caminos, incluso en estos tiempos tan difíciles. Si lo llevo a mi lado, no hay lobo ni bandido que se atreva a molestarme. —El septón frunció el ceño—. Últimamente, los lobos se han vuelto tremendos. Hay lugares donde, si se viaja solo, más vale dormir entre las ramas de un árbol. En todos los años que llevaba haciendo este recorrido no había visto una manada de más de doce lobos, pero la que ronda ahora por el Tridente es de centenares.

—¿Los habéis visto? —preguntó Ser Hyle.

—Por suerte, no, loados sean los Siete, pero más de una vez los he oído por la noche. Son tantos aullidos... Es un ruido que hiela la sangre en las venas. Hasta el propio perro tiembla, y eso que ha matado a una docena de lobos. —Le rascó la cabeza al animal—. Hay quien dice que son demonios, que la jefa de la manada es una loba monstruosa, una sombra acechante, gris, gigantesca. Se dice que derribó un uro ella sola, que no hay trampa ni red capaz de detenerla, que no tiene miedo del acero ni del fuego, que mata a todo lobo que intente montarla y no come nada más que carne humana.

—Buena la habéis hecho, septón. —Ser Hyle se echó a reír—. Al pobre Podrick se le han puesto los ojos como huevos cocidos.

—Qué va —replicó Podrick, indignado. El perro ladró.

Aquella noche, acamparon en las dunas frías. Brienne envió a Podrick a la orilla a recoger la leña que hubiera arrastrado el mar, para encender una hoguera, pero el muchacho volvió con las manos vacías y cubierto de barro hasta las rodillas.

—La marea está baja, ser. Mi señora. No hay agua, sólo cenagales.

—No te acerques a la ciénaga, chico —le aconsejó el septón Meribald—. No le gustan los desconocidos. Si te metes donde no debes, se abre y te engulle.

—Sólo es barro —replicó Podrick.

—Hasta que te llene la boca y se te meta por la nariz. Entonces es muerte. —Sonrió para quitar filo a sus palabras—. Límpiate ese lodo y toma un gajo de naranja, muchacho.

El día siguiente fue igual. Desayunaron bacalao salado y más naranja, y se pusieron en marcha antes de que amaneciera del todo, con el cielo rosado a sus espaldas y violeta ante ellos. El perro abría la marcha; olisqueaba los juncos y, de cuando en cuando, se detenía para orinar en ellos; parecía conocer el camino tan bien como Meribald. El canto de los charranes hacía vibrar el aire de la mañana mientras subía la marea.

Cerca del mediodía se detuvieron en una aldea diminuta, la primera que cruzaban, donde había ocho casas asentadas sobre pilares junto a un pequeño arroyo. Los hombres estaban fuera, pescando en sus botes de mimbre y cuero, pero las mujeres y los niños bajaron por las escalas de cuerda y se reunieron en torno al septón Meribald para rezar. Después del oficio, el septón los absolvió de sus pecados y les dejó unos cuantos nabos, un saco de judías y dos de sus preciosas naranjas.

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