Festín de cuervos (71 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

—¿De verdad estás en la Guardia de la Noche? Nunca había visto a un hermano negro como tú. —La niña señaló la carretilla—. Coge las almejas que quedan, si quieres. Ya es de noche; nadie me las va a comprar. ¿Vas a volver al Muro en barco?

—No, voy a Antigua. —Sam cogió una almeja cocida y la engulló—. Es una escala. —Qué buena estaba. Se comió otra.

—Los jaques no se meten con nadie que no lleve espada, ni siquiera los coños de camello idiotas como Terro y Orbelo.

—¿Quién eres tú?

—Nadie. —Apestaba a pescado—. Antes era alguien, pero ya no. Si quieres, me puedes llamar Gata. ¿Quién eres tú?

—Samwell de la Casa Tarly. Hablas la lengua común.

—Mi padre era remero en la
Nymeria
. Un jaque lo mató por decir que mi madre era más hermosa que Ruiseñor. No uno de esos coños de camello que acabas de conocer, sino un jaque de verdad. Algún día le cortaré el cuello. El capitán dijo que en la
Nymeria
no había sitio para una niñita, así que me echó. Brosco me recogió y me dio una carretilla. —Alzó la vista hacia él—. ¿En qué barco vais a navegar?

—Compramos pasaje en el
Lady Ushanora
.

La niña lo miró con los ojos entrecerrados, desconfiada.

—Ya ha zarpado, ¿no lo sabías? Hace varios días.

«Lo sé», podría haberle dicho Sam. Dareon y él habían estado en el muelle; vieron como los remos subían y bajaban mientras el barco se dirigía hacia el Titán, hacia mar abierto.

—En fin —había dicho el bardo—, se acabó.

Si Sam hubiera tenido valor, lo habría tirado al agua de un empujón. A la hora de hablar con una chica para que se quitara la ropa, Dareon tenía una lengua de miel, pero en el camarote del capitán, todo el peso de la conversación había recaído sobre Sam cuando intentaron convencer al braavosi de que los esperase.

—Llevo tres días aguardando por ese viejo —fue la respuesta del capitán—. Tengo las bodegas abarrotadas, y mis hombres ya les han echado a sus esposas el polvo de despedida. Mi
Lady
zarpa con la marea, con vosotros o sin vosotros.

—Por favor —había suplicado Sam—. Sólo os pido unos pocos días más. Hasta que el maestre Aemon recupere las fuerzas.

—No tiene fuerzas. —El capitán había visitado la posada la noche anterior para ver con sus propios ojos al maestre—. Es viejo y está enfermo; no quiero que muera en mi
Lady
. Quedaos con él o abandonadlo, a mí me da igual. Yo voy a zarpar.

Y peor aún, se había negado a devolverles el dinero del pasaje que le habían pagado, la plata que tenía que llevarlos a Antigua.

—Solicitasteis mi mejor camarote. Ahí está, esperándoos. Si al final no lo ocupáis, no es culpa mía. ¿Por qué voy a cargar yo con las pérdidas?

«A estas alturas ya podríamos estar en el Valle Oscuro —pensó Sam con tristeza—. O incluso en Pentos, si los vientos han sido propicios.»

Pero aquello no era asunto de la niña de la carretilla.

—Antes has dicho que has visto a un bardo...

—En el Puerto Feliz. Se va a casar con la Esposa del Marinero.

—¿Se va a casar?

—Es que sólo se acuesta con los que se casan con ella.

—¿Dónde está ese Puerto Feliz?

—Enfrente del Barco de los Cómicos. Te enseñaré el camino.

—Ya sé por dónde es. —Sam ya había visto el Barco de los Cómicos. «¡Dareon no se puede casar! ¡Pronunció el juramento!»—. Tengo que irme.

Echó a correr. Era un buen trecho por adoquines resbaladizos. No tardó en empezar a jadear mientras la gran capa negra ondeaba con estrépito a su espalda. Tenía que sujetarse el cinto con una mano mientras corría. Las pocas personas con las que se cruzó le lanzaron miradas curiosas. Un gato retrocedió al verlo y bufó. Cuando llegó al Barco, apenas se tenía en pie. El Puerto Feliz estaba al otro lado del callejón.

Nada más entrar, congestionado y sin aliento, una tuerta le echó los brazos al cuello.

—No —le dijo Sam—. No vengo a eso. —Ella le respondió en braavosi—. No te entiendo —contestó él en alto valyrio. Había velas encendidas, y en la chimenea chisporroteaba un fuego. Alguien tocaba un violín; dos chicas bailaban cogidas de las manos en torno a un sacerdote rojo. La tuerta le apretó los senos contra el pecho—. ¡Que no! ¡Que no he venido a eso!

—¡Sam! —resonó la voz conocida de Dareon—. Déjalo, Yna, es Sam
el Mortífero
. ¡Mi Hermano Juramentado!

La mujer se apartó de él, aunque sin quitarle la mano del brazo.

—Puede mortiferarme a mí, si quiere —exclamó una de las bailarinas.

—¿Me dejará tocarle la espada? —preguntó la otra.

Tras ellas había un mural que representaba una galera violeta. La tripulación estaba compuesta por mujeres que llevaban botas altas hasta el muslo, y nada más. En un rincón había un marinero tyroshi de poblada barba escarlata que se había desmayado y roncaba estrepitosamente. Más allá, una mujer madura de grandes pechos jugaba a las tabas con un gigantesco isleño del verano ataviado con plumas negras y rojas. En medio de todos estaba Dareon, con la nariz hundida en el cuello de la mujer que tenía en el regazo. Ella llevaba su capa negra.

—Mortífero —lo llamó el bardo con voz ebria—, ven a conocer a mi señora esposa. —Dareon tenía el pelo color arena y miel, y una sonrisa cálida—. Le canto canciones de amor. Las mujeres se derriten como la mantequilla cuando canto. ¿Cómo me iba a resistir a esta cara? —La besó en la nariz—. Esposa, dale un beso al Mortífero, es mi hermano. —Cuando la mujer se puso en pie, Sam vio que, bajo la capa, estaba desnuda—. Nada de meterle mano a mi mujer, ¿eh, Mortífero? —comentó Dareon entre risas—. Pero si quieres a alguna de sus hermanas, sírvete tú mismo. Creo que aún me quedan suficientes monedas.

«Monedas con las que podríamos haber comprado comida —pensó Sam—. Monedas con las que podríamos haber comprado leña para que el maestre Aemon entrara en calor.»

—¿Qué has hecho? ¡No te puedes casar! Pronunciaste el juramento, igual que yo. Te pueden cortar la cabeza por esto...

—Sólo nos casamos por una noche, Mortífero. Ni en Poniente cortan la cabeza por eso. ¿Nunca has ido a Villa Topo a buscar tesoros enterrados?

—No. —Sam se puso colorado—. Yo jamás habría...

—¿Y qué pasa con tu moza salvaje? Seguro que te la has follado, ¿eh? Todas esas noches en los bosques, los dos acurrucados bajo tu capa... No me digas que no se la has metido nunca. —Señaló una silla con un gesto—. Siéntate, Mortífero. Sírvete una copa de vino. Sírvete una puta. Sírvete las dos cosas.

Sam no quería una copa de vino.

—Prometiste que volverías antes del anochecer, con vino y comida.

—¿Así mataste a aquel Otro? ¿A base de regañinas? —Dareon se echó a reír—. Me he casado con ella, no contigo. Si no quieres brindar por mi matrimonio, lárgate.

—Ven conmigo —dijo Sam—. El maestre Aemon se ha despertado y quiere información sobre esos dragones. No para de hablar de estrellas que sangran, de sombras blancas, de sueños, de... Tal vez, si averiguamos algo más de los dragones, se tranquilice un poco. Ayúdame.

—Mañana. En mi noche de bodas, ni hablar.

Dareon se puso en pie, cogió a su esposa de la mano y tiró de ella hacia las escaleras. Sam se interpuso en su camino.

—Lo prometiste, Dareon. Pronunciaste el juramento. Se supone que eres mi hermano.

—Eso es en Poniente. ¿Te parece a ti que seguimos en Poniente?

—El maestre Aemon...

—... se está muriendo. Ya te lo dijo ese curandero con ropa de rayas en el que te gastaste toda nuestra plata. —La boca de Dareon se había convertido en una línea dura—. Coge una chica o lárgate, Sam. Me estás estropeando la boda.

—Me voy, pero tú te vienes conmigo.

—No. No quiero saber nada más de ti. No quiero saber nada más del negro. —Dareon le quitó la capa a su esposa desnuda y se la tiró a Sam a la cara—. Toma. Pónsela por encima al viejo; a lo mejor le da algo de calor. A mí ya no me hace falta. Pronto tendré ropa de terciopelo. El año que viene vestiré pieles y comeré...

Sam le dio un puñetazo.

Ni siquiera lo pensó. Su brazo salió proyectado con el puño cerrado y fue a estamparse contra la boca del bardo. Dareon lanzó una maldición; su esposa desnuda, un grito, y Sam se echó encima del bardo y lo derribó hacia atrás, contra una mesa baja. Tenían más o menos la misma estatura, pero Sam pesaba el doble, y por una vez estaba demasiado airado para tener miedo. Golpeó al bardo en la cara y en el vientre, y luego le dio puñetazos en los hombros con las dos manos. Dareon lo sujetó por las muñecas, pero Sam lo embistió y le rompió el labio. El bardo lo soltó y aprovechó para darle un puñetazo en la nariz. Un hombre se reía a carcajadas; una mujer soltaba maldiciones. La lucha pareció ralentizarse, como si fueran dos moscas negras que se debatieran en una gota de ámbar. Alguien había separado a Sam del bardo. También golpeó a esa persona, y algo duro le dio en la nuca.

Lo siguiente que supo fue que estaba en el exterior, volando cabeza abajo en medio de la niebla. Durante un instante vio por debajo las aguas oscuras. Luego, el canal se acercó y se estampó contra su rostro.

Sam se hundió como una piedra, como una roca, como una montaña. El agua se le metió en los ojos y en la nariz, oscura, fría, salada. Trató de gritar para pedir ayuda y sólo consiguió tragar más. Consiguió girarse, debatiéndose y pataleando. Le salían burbujas de la nariz.

«Tienes que nadar —se dijo—. Tienes que nadar.» Cuando abrió los ojos, la sal le entró y lo cegó. Salió a la superficie sólo durante un instante, consiguió respirar un poco y manoteó a la desesperada con una mano mientras arañaba con la otra la pared del canal. Pero las piedras estaban húmedas y resbaladizas, y no encontró asidero. Volvió a hundirse.

Sintió el frío en la piel cuando el agua le empapó la ropa. El cinto se le deslizó piernas abajo y se le enredó en los tobillos.

«Me voy a ahogar —pensó con pánico ciego, negro. Se debatió, trató de salir a la superficie, pero sólo consiguió dar de bruces contra el fondo del canal—. Estoy cabeza abajo —comprendió—. Me estoy ahogando.» Algo se movió contra su mano, una anguila u otro pez que le rozó los dedos. «No me puedo ahogar; sin mí, el maestre Aemon se morirá, y Elí no tendrá a nadie. Tengo que nadar, tengo que...»

Se oyó un chapuzón estrepitoso y algo se enroscó en torno a él, bajo sus brazos, alrededor de su pecho.

«La anguila —fue lo primero que pensó—. La anguila me ha cogido, me va a llevar al fondo. —Abrió la boca para gritar y tragó más agua—. Me he ahogado —fue su último pensamiento—. Los dioses se apiaden de mí, me he ahogado.»

Cuando abrió los ojos estaba tumbado boca arriba, y un negro gigantesco, un isleño del verano, le golpeaba el vientre con unos puños del tamaño de jamones.

«Para, me estás haciendo daño», trató de gritar Sam. Pero en vez de palabras, lo que vomitó fue agua, y se atragantó. Estaba empapado y tiritaba allí, tumbado en los adoquines, en un charco de agua del canal. El isleño del verano volvió a golpearlo en el vientre, y le salió más agua por la nariz.

—Basta ya —jadeó Sam—. No me he ahogado. No me he ahogado.

—No. —Su salvador se inclinó encima de él, enorme, negro, chorreante—. Deber mucho plumas. Agua estropear capa bonita. Soy Xhondo.

Sam vio que era cierto. La capa de plumas empapadas que le colgaba de los hombros se había echado a perder.

—Yo no quería...

—¿Nadar? Yo ver. Mucho chof chof. Gordos flotar. —Cogió a Sam por el jubón con una manaza negra y lo puso en pie—. Yo contramaestre de
Viento Canela
. Hablar mucho lenguas poco. Dentro yo reír cuando tú pegar bardo. Y oír lo que tú decir. —Una amplia sonrisa se abrió camino en su rostro—. Yo conocer esos dragones.

JAIME (3)

—Tenía la esperanza de que te hubieras hartado ya de esa barba asquerosa. Con tanto pelo en la cara, pareces Robert.

Su hermana había dejado el luto y se había puesto una túnica verde jade con mangas de encaje de Myr. Del cuello le colgaba una cadena dorada con una esmeralda del tamaño de un huevo de paloma.

—Robert tenía la barba negra. La mía es dorada.

—¿Dorada? Más bien plateada. —Cersei le arrancó un pelo de la barbilla y lo alzó. Era una cana—. Se te está escapando todo el color, hermano. Te has convertido en un fantasma de lo que eras, en un tullido pálido. Y sin sangre, siempre de blanco. —Tiró el pelo—. Me gustas más de oro y carmesí.

«Tú a mí me gustas bañada por la luz del sol, con el agua formando perlas en tu piel desnuda.» Habría querido besarla, llevarla en brazos a su dormitorio, tumbarla en la cama... «Ha estado follando con Lancel y con Osmund Kettleblack y, por lo que yo sé, puede que se tire hasta al Chico Luna...»

—Hagamos un trato: Libérame de esta misión y mi navaja de afeitar estará a tus órdenes.

Ella tensó los labios. Había estado bebiendo vino caliente especiado, y olía a nuez moscada.

—¿Tienes el descaro de negociar conmigo? ¿He de recordarte que has jurado obedecer?

—He jurado proteger al Rey. Mi lugar está a su lado.

—Tu lugar está donde él te ordene.

—Tommen estampa su sello en cualquier papel que le pongas delante. Esto es cosa tuya, y es una tontería. ¿Por qué nombras Guardián del Occidente a Daven si luego no tienes confianza en él?

Cersei se sentó frente a la ventana. Jaime veía a sus espaldas las ruinas ennegrecidas de la Torre de la Mano.

—¿A qué viene tanta renuencia, ser? ¿Perdiste el valor junto con la mano?

—Le hice un juramento a Lady Stark: le prometí que jamás volvería a esgrimir un arma contra los Tully ni contra los Stark.

—Una promesa de borracho que te arrancaron a punta de espada.

—¿Cómo puedo defender a Tommen si no estoy con él?

—Derrotando a sus enemigos. Nuestro padre decía siempre que un golpe rápido con la espada es mejor defensa que cualquier escudo. Reconozco que para empuñar una espada suele hacer falta una mano. Aun así, hasta un león tullido puede inspirar temor. Quiero Aguasdulces. Quiero a Brynden Tully prisionero o muerto. Y alguien tiene que averiguar qué pasa en Harrenhal. Necesitamos urgentemente a Wylis Manderly, suponiendo que aún esté vivo y prisionero, pero la guarnición no ha respondido a ninguno de los cuervos que hemos enviado.

—Son hombres de Gregor —le recordó Jaime—. A la Montaña le gustaban crueles y estúpidos. Lo más probable es que se comieran tus cuervos con mensaje y todo.

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