—Ya hemos visto todos el papelito, tío —le espetó Edwyn Frey—. ¿Por qué no vas a enseñárselo al Pez Negro, para variar un poco?
—Si atacamos las murallas, correrá mucha sangre —intervino Addam Marbrand—. Propongo esperar a que haya una noche sin luna para enviar a una docena de hombres bien escogidos al otro lado del río, en un bote con los remos envueltos para que no hagan ruido. Pueden escalar las murallas con cuerdas y arpeos, y abrirnos las puertas desde dentro. Si el consejo lo desea, yo puedo ir al mando.
—Qué tontería —bufó Walder Ríos,
el Bastardo
—. Ese truco no engañaría a alguien como Ser Brynden.
—El Pez Negro es el obstáculo —asintió Edwyn Frey—. Su yelmo tiene una trucha negra en la cimera, así es fácil distinguirlo desde lejos. Propongo que acerquemos las torres de asalto llenas de arqueros y simulemos un ataque contra las puertas. Eso hará que Ser Brynden suba a las almenas, con yelmo y todo. Que todos los arqueros unten con estiércol humano las astas de sus flechas y disparen contra ese yelmo. Cuando Ser Brynden muera, Aguasdulces será nuestro.
—Mío —dijo Lord Emmon con voz chillona—, Aguasdulces es mío.
La mancha de nacimiento de Lord Karyl se oscureció.
—¿Vos seréis el encargado de aportar el estiércol, Edwyn? Es un veneno mortífero, no me cabe duda.
—El Pez Negro merece una muerte más noble; yo seré quien se la proporcione. —El Jabalí dio un puñetazo en la mesa—. Lo desafiaré a un combate singular. Con maza, hacha o espada larga, no me importa; me comeré al viejo con patatas.
—¿Y por qué va a aceptar vuestro desafío, ser? —preguntó Ser Forley Prester—. ¿Qué tiene que ganar con un duelo así? ¿Levantaremos el asedio si gana? No lo creo, y él tampoco se lo creerá. Con un combate singular no conseguiría nada.
—Conozco a Brynden Tully desde que servimos juntos como escuderos de Lord Darry —intervino Norbert Vance, el señor ciego de Atranta—. Si a mis señores les parece bien, iré a hablar con él y trataré de hacerle comprender lo desesperado de su posición.
—Lo comprende perfectamente —dijo Lord Piper. Era bajo, recio, con las piernas arqueadas y cabellera roja e indómita, padre de un escudero de Jaime; el parecido con el muchacho era inconfundible—. No es idiota, Norbert. Tiene ojos... y demasiado sentido común para entregarse a estos. —Hizo un gesto grosero en dirección a Edwyn Frey y Walder Ríos.
Edwyn se enfureció.
—Si mi señor de Piper está insinuando...
—No insinúo nada, Frey. Digo abiertamente lo que pienso, como cualquier hombre honrado. Pero claro, ¿cómo vais a saber vos qué hacen los hombres honrados? Sois una comadreja traicionera y mentirosa, igual que toda vuestra familia. Antes me bebería una jarra de meados que confiar en la palabra de un Frey. —Se inclinó por encima de la mesa—. Decidme, ¿dónde está Marq? ¿Qué habéis hecho con mi hijo? Acudió como invitado a vuestra boda sangrienta.
—Y seguirá siendo nuestro invitado —replicó Edwyn— hasta que demostréis que sois leal a Su Alteza el rey Tommen.
—Marq fue a Los Gemelos con cinco caballeros y veinte soldados —replicó Piper—. ¿Todavía son vuestros invitados, Frey?
—Alguno de los caballeros, puede que sí. Los demás recibieron su merecido. Y haríais bien en contener esa lengua traidora, Piper, si no queréis que os devolvamos a vuestro heredero a trozos.
«Los consejos de mi padre nunca fueron así», pensó Jaime mientras Piper se ponía en pie.
—Repetidme eso con una espada en la mano, Frey —rugió el hombre menudo—. ¿O sólo sabéis luchar con manchas de mierda?
El rostro demacrado de Frey palideció. Walder Ríos se levantó, a su lado.
—Edwyn no es hombre de espada. Yo, en cambio sí, Piper. Si queréis hacer algún comentario más, venid afuera.
—Esto es un consejo, no una guerra —les recordó Jaime—. Sentaos los dos. —Ninguno de ellos se movió—. ¡Ahora mismo!
Walder Ríos se sentó. Lord Piper, en cambio, no se dejaba avasallar tan fácilmente. Masculló una maldición y salió de la carpa a zancadas.
—¿Envío a unos cuantos hombres a traerlo, mi señor? —preguntó Ser Daven a Jaime.
—Enviad a Ser Ilyn —sugirió Edwyn Frey—. Sólo nos hace falta su cabeza.
Karyl Vance se volvió hacia Jaime.
—Las palabras de Lord Piper son fruto del dolor. Marq es su primogénito. Todos los caballeros que lo acompañaron a Los Gemelos eran sobrinos y primos suyos.
—Querréis decir traidores y rebeldes —bufó Edwyn Frey.
Jaime le dirigió una mirada gélida.
—Los Gemelos también apoyó la causa del Joven Lobo —les recordó a los Frey—. Después lo traicionasteis. Eso os hace dos veces más traidores que Piper. —Disfrutó viendo como se agriaba y moría la sonrisita de Edwyn. «Ya he soportado suficiente consejo por hoy», decidió—. Hemos terminado. Empezad con los preparativos, mis señores. Atacaremos al amanecer.
El viento soplaba del norte cuando los caballeros salieron de la carpa. A Jaime le llegaba el hedor del campamento de los Frey desde más allá del Piedra Caída. Al otro lado del río, Edmure Tully, con una soga en torno al cuello resaltaba en el patíbulo gris.
Sus tíos fueron los últimos en salir. Ser Emmon iba pisándole los talones a Lady Genna.
—Lord sobrino —empezó a protestar Emmon—. Este ataque contra mi asentamiento... No podéis hacerlo. —Tragó saliva, y la nuez subió y bajó en su garganta—. No podéis. Os... Os lo prohíbo. —Había estado mascando hojamarga otra vez; una salivilla rosada le brillaba entre los labios—. El castillo es mío, tengo el pergamino. Con la firma del Rey, del pequeño Tommen. Soy el señor legítimo de Aguasdulces y...
—No mientras viva Edmure Tully —replicó Lady Genna—. Tiene el corazón blando y los sesos débiles, ya lo sé, pero seguirá siendo un peligro mientras siga con vida. ¿Qué vas a hacer, Jaime?
«El peligro es el Pez Negro, no Edmure.»
—De Edmure ya me encargo yo. Ser Lyle, Ser Ilyn, venid conmigo, por favor. Ya va siendo hora de que le haga una visita a ese patíbulo.
El Piedra Caída era más rápido y profundo que el Forca Roja, y el vado más cercano estaba a varias leguas corriente arriba. Cuando Jaime y sus hombres llegaron al río, la barcaza que lo cruzaba ya había emprendido la travesía. Mientras esperaban su regreso, Jaime les explicó qué pretendía. Ser Ilyn escupió en el río.
Cuando los tres bajaron de la barcaza en la orilla norte, una vivandera borracha se ofreció a dar placer al Jabalí con la boca.
—No, dadle placer a mi amigo —replicó Ser Lyle al tiempo que la empujaba hacia Ser Ilyn.
La mujer se echó a reír y fue a besar a Payne en los labios, pero en cuanto le vio los ojos se encogió y se alejó.
Los senderos de entre las hogueras eran un lodazal de barro marrón mezclado con excrementos de caballo, con tantas huellas de cascos como de botas. Mirase hacia donde mirase, Jaime veía las torres gemelas de la Casa Frey en escudos y estandartes, azul sobre gris, junto con los blasones de Casas menores que habían jurado fidelidad al Cruce: la garza de Erenford, la horca de labrador de Haigh, las tres ramas de muérdago de Lord Charlton... La llegada del Matarreyes no pasó desapercibida. Una anciana que vendía cochinillos se detuvo para mirarlo; un caballero cuyo rostro le sonaba de algo hincó una rodilla en tierra, y dos soldados que estaban meando en una zanja se volvieron y se salpicaron.
—Ser Jaime —oyó a sus espaldas, pero siguió caminando sin volverse.
Vio a su alrededor las caras de los hombres que había intentado matar en el bosque Susurrante, cuando los Frey luchaban bajo el estandarte del lobo huargo de Robb Stark. La mano de oro le colgaba pesada a un costado.
El gran pabellón rectangular de Ryman Frey era el más grande del campamento; sus paredes de lona gris eran rectángulos cosidos de tal forma que parecían muros de piedra, y los dos picos del techo recordaban a Los Gemelos. Lejos de encontrarse indispuesto, Ser Ryman estaba divirtiéndose. De la carpa salía el sonido de las carcajadas ebrias de una mujer mezcladas con las notas de una lira y la voz de un bardo.
«Más tarde me encargaré de vos, ser», pensó Jaime. Walder Ríos estaba ante su modesta carpa, hablando con dos soldados. Su escudo lucía las divisas de la Casa Frey con los colores invertidos y una barra de gules que cruzaba las torres desde la siniestra. Al ver a Jaime, el bastardo frunció el ceño.
«Una verdadera mirada de desconfianza. Este es más peligroso que ninguno de sus hermanos legítimos.»
El patíbulo se había alzado a quince palmos del suelo. Al pie de las escaleras había apostados dos lanceros.
—No podéis subir sin permiso de Ser Ryman —le dijo uno a Jaime.
—Esta dice que sí. —Jaime le dio unos toquecitos al puño de la espada con un dedo—. La única duda es: ¿tendré que pasar por encima de vuestros cadáveres?
Los lanceros se hicieron a un lado.
En lo alto del patíbulo, el señor de Aguasdulces contemplaba la trampilla que había bajo él. Tenía los pies negros y llenos de barro, las piernas desnudas. Lo único que llevaba era una sucia túnica de seda, del rojo y azul de los Tully, y una soga de cáñamo. Al oír el sonido de las pisadas alzó la vista y se humedeció los labios secos y agrietados.
—¿Matarreyes? —Cuando vio a Ser Ilyn abrió los ojos de par en par—. Más vale una espada que una soga. Adelante, Payne.
—Ya habéis oído a Lord Tully, Ser Ilyn —dijo Jaime—. Adelante.
El caballero silencioso agarró el mandoble con las dos manos. Era largo y pesado, tan afilado como podía llegar a estar un acero. Los labios agrietados de Edmure se movieron sin emitir sonido alguno. Cuando Ser Ilyn alzó el arma, cerró los ojos. Payne descargó el golpe con todo su peso.
—¡No! ¡Alto! ¡No! —Edwyn Frey llegó jadeante—. Mi padre viene ya. Tan deprisa como puede. Jaime, debéis...
—Mi señor es más apropiado, Frey —replicó Jaime—. Y en lo sucesivo, cuando os dirijáis a mí, omitid cualquier debéis.
Ser Ryman subió por las escaleras del patíbulo junto con una mujer desaliñada de pelo pajizo que iba tan borracha como él. Llevaba un vestido atado por delante, pero le habían desatado los lazos hasta el ombligo, así que se le salían los pechos. Eran voluminosos y pesados, con grandes pezones oscuros. Llevaba torcida en la cabeza una diadema de bronce batido con runas y una sarta de diminutas espadas negras. Al ver a Jaime se echó a reír.
—Por los siete infiernos, ¿y este quién es?
—El Lord Comandante de la Guardia Real —respondió Jaime con cortesía gélida—. Yo podría preguntaros lo mismo, mi señora.
—Eh, que no soy una señora. Soy la reina.
—Mi hermana se va a sorprender mucho cuando se entere.
—Pues me coronó Lord Ryman en persona, nada menos. —Sacudió las anchas caderas—. Soy la reina de las putas.
«No —pensó Jaime—, ese título también le corresponde a mi querida hermana.»
—Cállate, ramera. —Ser Ryman recuperó la voz por fin—. A Lord Jaime no le interesan las tonterías de una puta.
Aquel Frey era corpulento, de rostro ancho, ojos pequeños y papada blanda y temblorosa. El aliento le apestaba a vino y cebollas.
—Conque nombrando reinas, ¿eh, Ser Ryman? —preguntó Jaime con voz tranquila—. Qué estupidez. Igual que este asunto de Lord Edmure.
—Ya avisé al Pez Negro. Le dije que Edmure moriría a menos que entregara el castillo. Ordené construir este patíbulo para demostrarle que Ser Ryman Frey no amenaza en vano. Mi hijo Walder hizo lo mismo con Patrek Mallister en Varamar, y Lord Jason dobló la rodilla, pero... este Pez Negro es muy frío. Se negaba, así que tuve que...
—¿... ahorcar a Lord Edmure?
—Mi señor abuelo... —El hombretón se puso rojo—. Si lo ahorcamos, nos quedamos sin rehén, ser. ¿No lo habéis pensado?
—Sólo un imbécil formula amenazas que no está dispuesto a cumplir. Si os amenazara con golpearos a menos que cerrarais la boca, y os atrevierais a hablar, ¿qué creéis que haría yo?
—Ser, no entendéis...
Jaime lo golpeó. Fue un simple revés con la mano dorada, pero tan fuerte que Ser Ryman se tambaleó hacia atrás, hasta los brazos de su puta.
—Tenéis la cabeza muy dura, Ser Ryman, y el cuello muy gordo. ¿Cuántos golpes necesitaríais para cortar ese cuello, Ser Ilyn? —Ser Ilyn le agitó un único dedo ante la nariz. Jaime se echó a reír—. Baladronadas. Yo diría que tres.
Ryman Frey se dejó caer de rodillas.
—No he hecho nada...
—Excepto reír y follar. Ya lo sé.
—Soy el heredero del Cruce. No podéis...
—Ya os advertí qué pasaría si seguíais hablando. —Jaime vio como palidecía. «Borracho, imbécil y cobarde. Más vale que Lord Walder sobreviva a este; si no, los Frey están acabados»—. Marchaos de aquí, ser.
—¿Qué?
—Ya me habéis oído. Que os vayáis.
—Pero... ¿Adónde?
—Al infierno o a vuestra casa, lo que queráis. Me basta con que no estéis en el campamento cuando salga el sol. Os podéis llevar a vuestra reina de las putas, pero la corona se queda aquí. —Jaime se volvió hacia el hijo de Ser Ryman—. Edwyn, te pongo al mando en lugar de tu padre. Procura no ser tan imbécil como él.
—No será difícil, mi señor.
—Enviadle un mensaje a Lord Walder. La corona exige que entregue a todos sus prisioneros. —Jaime hizo un gesto con la mano dorada—. Traedlo, Ser Lyle.
Edmure Tully se había derrumbado de bruces en el cadalso cuando la hoja de Ser Ilyn había cortado la cuerda por la mitad. Un palmo de cáñamo le colgaba aún del nudo corredizo que le rodeaba el cuello. El Jabalí cogió una punta y tiró para ponerlo en pie.
—Un pez con correa —dijo entre risitas—. Esto no se ve muy a menudo.
Los Frey se echaron a un lado para dejarles paso. Ante el cadalso se había congregado una multitud que incluía a una docena de vivanderos en diversos estadios de desaliño. Jaime se fijó en uno que llevaba una lira en la mano.
—Tú. El bardo. Ven conmigo.
—Como ordene mi señor —dijo el hombre, quitándose la gorra.
Nadie dijo ni palabra en el camino de regreso a la barcaza, con el bardo de Ser Ryman cerrando la marcha. Pero en cuanto se alejaron de la orilla en dirección a la ribera sur del Piedra Caída, Edmure Tully agarró a Jaime por el brazo.
—¿Por qué?
«Un Lannister siempre paga sus deudas —pensó—, y sois la única moneda que me queda.»
—Consideradlo un regalo de bodas.
Edmure lo miró con ojos desconfiados.
—¿Un... regalo de bodas?