La barcaza ya había partido, y estaba empezando a llover.
—Soy un santo septón, buena mujer —le gritó Meribald—, y los que me acompañan son viajeros honrados. Queremos refugiarnos de la lluvia y calentarnos esta noche ante vuestra chimenea.
Sus súplicas no conmovieron a la mujer.
—La posada más cercana está en la encrucijada, en dirección oeste —replicó—. Aquí no queremos forasteros. Marchaos.
Se retiró, y ni las plegarias de Meribald, los ladridos del perro y las maldiciones de Ser Hyle fueron capaces de hacerla volver. Al final tuvieron que pasar la noche en el bosque, bajo un refugio de ramas entrelazadas.
En cambio, en la Posada de la Encrucijada había vida. Un buen trecho antes de llegar a la puerta, Brienne la oyó: martillazos lejanos pero rítmicos, un sonido metálico.
—Una forja —dijo Ser Hyle—. O cuentan con un herrero, o el fantasma del viejo posadero está haciendo otro dragón de hierro. —Picó espuelas a su caballo—. Espero que también tengan un cocinero fantasma. Un pollo asado bien crujiente me arreglaría la vida.
El patio de la posada era un lodazal marrón que succionaba los cascos de los caballos. Allí se oía más claramente el clamor del acero, y Brienne divisó el resplandor rojo de la forja al otro lado de los establos, entre un carro de bueyes y una rueda rota. También vio los caballos de los establos, y a un niño que se columpiaba en las cadenas oxidadas del deteriorado patíbulo que dominaba el patio. En el porche había cuatro niñas que los miraban. La más pequeña no tendría más de dos años y estaba desnuda. La mayor, de nueve o diez, la rodeaba con los brazos en gesto protector.
—Niñas —les dijo Ser Hyle—, id a llamar a vuestra madre.
El chico se soltó de la cadena y salió corriendo hacia los establos. Las cuatro niñas cambiaban de postura, nerviosas.
—No tenemos madres —dijo una tras unos momentos.
—Yo sí tenía, pero la mataron —añadió otra.
La mayor se adelantó, con la pequeña pegada a sus faldas.
—¿Quiénes sois? —preguntó.
—Viajeros honrados que buscan refugio. Me llamo Brienne, y me acompaña el septón Meribald, muy conocido en las tierras de los ríos. El chico es mi escudero, Podrick Payne, y el caballero es Ser Hyle Hunt.
Los martillazos cesaron de repente. La niña del porche los examinó con atención, tan desconfiada como sólo podía serlo una criatura de diez años.
—Me llamo Willow. ¿Querréis cama?
—Cama, cerveza y comida caliente para llenarnos la barriga —respondió Ser Hyle Hunt mientras desmontaba—. ¿Eres la posadera?
—Es mi hermana Jeyne —contestó sacudiendo la cabeza—. Pero no está ahora. Lo único que tenemos para comer es carne de caballo. Si venís en busca de putas, ya no hay. Mi hermana las ha echado. Pero tenemos camas. Algunas son de plumas, pero casi todas son de paja.
—Y todas tienen pulgas, no me cabe duda —replicó Ser Hyle.
—¿Tenéis monedas para pagar? ¿Plata?
Ser Hyle se echó a reír.
—¿Plata? ¿Por una noche de cama y una pata de caballo? ¿Nos quieres atracar, pequeña?
—Queremos plata. Si no, podéis ir a dormir a los bosques con los muertos. —Willow observó el asno, con su carga de barriles y fardos—. ¿Eso es comida? ¿De dónde la habéis sacado?
—De Poza de la Doncella —dijo Meribald.
El perro ladró.
—¿Interrogas así a todos los huéspedes? —preguntó Ser Hyle.
—No tenemos tantos. No es como antes de la guerra. Ahora, los que recorren los caminos son gorriones, o peor.
—¿Peor? —le preguntó Brienne.
—Ladrones —dijo una voz de muchacho desde los establos—. Asaltantes.
Brienne se volvió y vio un fantasma.
«Renly.» Un martillazo en el corazón no le habría causado más impresión.
—¿Mi señor? —se atragantó.
—¿Señor? —El chico se apartó de los ojos un mechón de pelo negro—. Sólo soy un herrero.
«No es Renly —comprendió Brienne—. Renly está muerto. Renly tenía veintiún años y murió en mis brazos. Este es sólo un niño. —Un niño que se parecía al Renly que visitó Tarth por primera vez—. No, es más joven. Tiene la mandíbula más cuadrada y las cejas más pobladas.» Renly había sido delgado y esbelto, mientras que aquel muchacho tenía los hombros fuertes y el brazo derecho musculoso propio de los herreros. Llevaba un delantal largo de cuero, pero por debajo se le veía el pecho desnudo. Una pelusa oscura le cubría las mejillas y la mandíbula, y tenía una espesa mata de pelo negro que le llegaba por debajo de las orejas. El rey Renly también había tenido aquel pelo negro como el carbón, pero siempre lo llevaba limpio y bien peinado. Unas veces se lo cortaba y otras lo llevaba suelto por los hombros, o se lo recogía con una cinta dorada, pero nunca lo tenía enmarañado ni pegajoso de sudor. Y aunque sus ojos tenían aquel mismo azul oscuro, los de Lord Renly siempre fueron cálidos, acogedores y sonrientes, mientras que los de aquel chico rezumaban ira y desconfianza.
El septón Meribald también se dio cuenta.
—No pretendemos haceros ningún daño, muchacho. Cuando este lugar era de Masha Heddle, siempre tenía un pastelillo de miel para mí. A veces, si la posada no estaba llena, hasta me dejaba una cama.
—Está muerta —replicó el chico—. Los leones la ahorcaron.
—Por lo visto, lo de ahorcar es un deporte que se practica mucho por aquí —comentó Ser Hyle Hunt—. Ojalá tuviera tierras en esta zona. Plantaría cáñamo, vendería sogas y ganaría una fortuna.
—¿Y estas niñas? —preguntó Brienne a Willow—. ¿Son tus hermanas? ¿Primas, parientes...?
—No. —Willow se había quedado mirándola de una manera que conocía demasiado bien—. Sólo son... No sé, a veces las traen los gorriones. Otras llegan solas. Si sois una mujer, ¿por qué vais vestida de hombre?
Fue el septón Meribald quien respondió.
—Lady Brienne es una doncella guerrera y tiene una misión. Pero lo que necesita ahora mismo es una cama seca y un fuego bien caliente. Igual que todos nosotros. Mis viejos huesos me dicen que va a llover, y pronto. ¿Tenéis habitaciones para nosotros?
—No —dijo el chico herrero.
—Sí —dijo la pequeña Willow.
Intercambiaron miradas. Al final, Willow dio una patada contra el suelo.
—Tienen comida, Gendry. Los pequeños están hambrientos.
Silbó, y como por arte de magia, aparecieron más niños. Chiquillos harapientos y desgreñados salieron de debajo del porche, y niñitas tímidas se asomaron a las ventanas que daban al patio. Algunos llevaban ballestas preparadas para disparar.
—Podrían llamarla Posada de la Ballesta —comentó Ser Hyle.
«Más bien Posada del Huérfano», pensó Brienne.
—Wat, ayúdalos con los caballos —dijo Willow—. Will, deja esa roca; no vienen a hacernos daño. Atanasia, Pate, id a echar leña al fuego. Jon Penique, ayuda al septón con esos fardos. Os acompañaré a las habitaciones.
Al final tomaron tres habitaciones adyacentes; en cada una había un lecho de plumas, un orinal y una ventana. La habitación de Brienne tenía también una chimenea. Pagó unas pocas monedas más a cambio de leña.
—¿Duermo con vos o con Ser Hyle? —le preguntó Podrick mientras ella abría los postigos.
—Esto no es la Isla Tranquila —le dijo—. Puedes quedarte conmigo.
Su intención era que ellos dos se marcharan solos al día siguiente. El septón Meribald se dirigía a Nogal, Meandro y la Aldea de Lord Harroway, pero no tenían por qué seguir con él. Ya tenía al perro para que le hiciera compañía, y el Hermano Mayor la había convencido de que no encontraría a Sansa Stark a lo largo del Tridente.
—Quiero que nos levantemos antes de que salga el sol, mientras Ser Hyle esté dormido.
Brienne no le había perdonado lo de Altojardín y, como él mismo había dicho, Hunt no había hecho ningún juramento respecto a Sansa.
—¿Adónde iremos, ser? O sea, mi señora.
Brienne no tenía respuesta. Habían llegado a una encrucijada, literalmente: el lugar donde confluían el camino Real, el camino del Río y el camino alto. El camino alto los llevaría hacia el este por las montañas, hasta el Valle de Arryn, donde la tía de Lady Sansa había gobernado hasta su muerte. El camino del Río iba hacia el oeste, a lo largo del Forca Roja, hasta llegar a Aguasdulces, donde el tío abuelo de Sansa estaba bajo asedio, pero aún vivía. O podían tomar el camino Real hacia el norte, más allá de Los Gemelos, y cruzar el Cuello, con sus pantanos y sus cenagales. Si encontraba la manera de pasar de largo Foso Cailin y a quienquiera que lo dominase en aquel momento, el camino Real los llevaría directos a Invernalia.
«O podría tomar el camino Real hacia el sur —pensó Brienne—. Podría volver a Desembarco del Rey, confesar mi fracaso a Ser Jaime, devolverle su espada y buscar un barco que me llevara a casa, a Tarth, como me aconsejó el Hermano Mayor.» Era un pensamiento amargo, pero una parte de ella añoraba el Castillo del Atardecer y a su padre, y otra parte se preguntaba si Jaime la consolaría si lloraba en su hombro. Eso era lo que querían los hombres, ¿no? Mujeres blandas e indefensas que necesitaran su protección.
—¿Ser? ¿Mi señora? Os he preguntado que adónde vamos.
—Abajo, a la sala común, a cenar.
La sala común estaba abarrotada de niños. Brienne intentó contarlos, pero no se quedaban quietos ni un instante, así que a algunos los contaba dos o tres veces y a otros ninguna, y al final tuvo que rendirse. Habían juntado las mesas para formar tres largas hileras, y los mayores estaban empujando bancos de la parte de atrás. Los mayores no tendrían más de diez o doce años. Gendry era lo más parecido a un adulto, pero la que gritaba todas las órdenes era Willow, como si fuera una reina en su castillo y los otros niños fueran sólo sus criados.
«Si fuera de noble cuna, dar órdenes sería natural para ella, igual que para ellos obedecerlas.»
Brienne se preguntó si Willow no sería más de lo que aparentaba. Era demasiado pequeña y vulgar para ser Sansa Stark, pero tenía la edad de la hermana menor, y hasta Lady Catelyn le había dicho que Arya no poseía la belleza de su hermana.
«Pelo castaño, ojos marrones, flaca... ¿Sería posible...? —Recordaba que Arya Stark tenía el pelo castaño, pero se le había olvidado el color de sus ojos—. ¿Marrones también? ¿Es posible que no muriera en Salinas?»
En el exterior, las últimas luces del día empezaban a desaparecer. Willow hizo encender cuatro velas de sebo y les dijo a las niñas que avivaran el fuego de la chimenea. Los niños ayudaron a Podrick Payne a descargar el asno y entraron con el bacalao salado, el carnero, las verduras, los frutos secos y los quesos, mientras el septón Meribald se dirigía a las cocinas para hacerse cargo de las gachas.
—Por desgracia se han acabado las naranjas; dudo mucho que vuelva a ver una hasta la primavera —le dijo a un niño—. ¿Alguna vez has comido una naranja, chaval? ¿Alguna vez has apretado una naranja para beberte el zumo? —El chico sacudió la cabeza en gesto negativo, y el septón le revolvió el pelo—. Pues si te portas bien y me ayudas a remover las gachas, cuando llegue la primavera te traeré una.
Ser Hyle se quitó las botas para calentarse los pies junto al fuego. Cuando Brienne se sentó a su lado, le señaló con un gesto el otro extremo de la sala.
—Hay manchas de sangre en el suelo, allí; el perro las está olisqueando. Las han frotado, pero han calado en la madera y no hay manera de limpiarla.
—Esta es la posada en la que Sandor Clegane mató a tres hombres de su hermano —le recordó ella.
—Sí —accedió Hunt—, pero ¿quién dice que fueron los primeros en morir aquí... o que van a ser los últimos?
—¿Tenéis miedo de unos cuantos niños?
—Cuatro serían unos cuantos. Diez serían demasiados. Esto es un caos. A los niños habría que ponerles pañales y colgarlos de la pared hasta que a las chicas les crecieran las tetas y los chicos tuvieran edad de afeitarse.
—Me dan pena. Todos han perdido a sus padres. Algunos los han visto morir.
—Se me olvidaba que estoy hablando con una mujer. —Hunt puso los ojos en blanco—. Tenéis el corazón más blando que las gachas del septón. ¿Será posible? Dentro de nuestra guerrera hay una mujer que está deseando parir. Lo que queréis de verdad es un hermoso bebé sonrosado que mame de vuestro pecho. —Sonrió—. Tengo entendido que para eso hace falta un hombre. Un marido, a ser posible. ¿Por qué no yo?
—¿Aún pensáis ganar aquella apuesta?
—A la que quiero ganar es a vos, la única hija de Lord Selwyn. Muchos hombres se casarían con una retrasada o con un bebé por premios que no valen ni la décima parte que Tarth. Reconozco que no soy Renly Baratheon, pero tengo la virtud de contarme entre los vivos. Hay quien diría que esa es mi única virtud. El matrimonio nos convendría a los dos. Tierras para mí y un castillo lleno de estos para vos. —Hizo un gesto en dirección a los niños—. Os aseguro que soy capaz. Que yo sepa, ya he engendrado al menos a una bastarda. No temáis; no os haré cargar con ella. La última vez que fui a verla, su madre me tiró una olla de sopa por encima.
A Brienne se le enrojeció el cuello.
—Mi padre sólo tiene cincuenta y cuatro años. Aún está en edad de volver a casarse y tener un hijo varón.
—Es un riesgo... Si vuestro padre se casa otra vez, y si su esposa es fértil, y si el bebé es varón... Peores apuestas he hecho.
—Y las habéis perdido. Id a jugar con otro, ser.
—Así habla una doncella que no ha practicado el juego con nadie. En cuanto lo probéis cambiaréis de opinión. A oscuras seríais tan hermosa como cualquier otra mujer. Vuestros labios se hicieron para besar.
—Son labios —dijo Brienne—. Todos los labios son iguales.
—Y todos los labios se hicieron para besar —asintió Hunt con tono afable—. No atranquéis esta noche la puerta de vuestra habitación; iré a vuestra cama y os demostraré que digo la verdad.
—Hacedlo y saldréis convertido en eunuco. —Brienne se levantó y se alejó de él.
El septón Meribald preguntó si podía bendecir la mesa con los niños, sin hacer caso de la pequeña que gateaba desnuda por ella.
—Claro —dijo Willow, agarrando a la niña antes de que llegara a las gachas.
De modo que juntaron las cabezas y dieron las gracias al Padre y a la Madre por los alimentos... Todos excepto el chico moreno de la fragua, que se cruzó de brazos y se sentó con el ceño fruncido mientras los demás rezaban. Brienne no fue la única que se dio cuenta. Cuando terminó la oración, el septón Meribald miró hacia el otro lado de la mesa.