Festín de cuervos (97 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

«Al menos es grande. Para ser tan pequeño, Tyrion tenía una cabeza enorme.»

—Alteza —murmuró el tyroshi al tiempo que se doblaba en una reverencia—, sois tan bella como se dice. La fama de vuestra hermosura ha cruzado el mar Angosto, así como la del dolor que desgarra vuestro bondadoso corazón. Nadie puede devolveros a vuestro valiente hijo, pero tengo la esperanza de poder ofreceros al menos algo que alivie vuestro sufrimiento. —Se llevó una mano al pecho—. Os traigo justicia. Os traigo la cabeza de vuestro
valonqar
.

La antigua palabra valyria le provocó un escalofrío, pero también un cosquilleo de esperanza.

—El Gnomo ya no es mi hermano, si es que lo fue alguna vez —declaró—. Y me niego a pronunciar su nombre. El suyo fue un nombre digno, antes de que lo deshonrara.

—En Tyrosh lo llamamos Manosrojas, por la sangre que corre por ellas. La sangre de un rey y un padre. Hay quien dice que también mató a su madre, que salió de su vientre desgarrándolo a zarpazos.

«Qué tontería», pensó Cersei.

—Es cierto —dijo—. Si traéis la cabeza del Gnomo en ese cofre, os concederé el título de señor y os otorgaré tierras fértiles y castillos. —Los títulos eran más baratos que el barro, y las tierras de los ríos estaban llenas de castillos en ruinas que se alzaban desolados entre campos descuidados y aldeas quemadas—. La corte me espera. Veamos qué traéis en esa caja.

El tyroshi abrió el cofre con un movimiento teatral y retrocedió sonriente. Dentro, la cabeza de un enano reposaba en un lecho de terciopelo azul, mirándola.

Cersei la contempló largo rato.

—Ese no es mi hermano. —Tenía un regusto amargo en la boca. «En fin, era demasiado pedir, sobre todo después de lo de Loras. Los dioses no son nunca tan generosos»—. Ese hombre tiene los ojos marrones. Tyrion tenía uno negro y el otro verde.

—Los ojos, claro... Alteza, es que los ojos de vuestro hermano se habían... Cómo decirlo... podrido. Me tomé la libertad de sustituirlos por otros de cristal; pero como decís, me equivoqué de color.

Con eso sólo consiguió enfurecerla más.

—Puede que esa cabeza tenga ojos de cristal, pero yo no. En Rocadragón hay gárgolas que se parecen al Gnomo más que esa criatura. Es calvo y dobla en edad a mi hermano. ¿Dónde han ido a parar los dientes?

El hombre se había ido encogiendo ante la ira que rezumaba su voz.

—Tenía unos dientes de oro excelentes, Alteza, pero... Lo lamento mucho...

—Todavía no. Pero lo lamentaréis.

«Debería ordenar que lo estrangularan. Que luchara por respirar hasta que se le pusiera la cara negra, como le pasó a mi pobre hijo.» Tenía las palabras en la punta de la lengua.

—Ha sido un error involuntario. Los enanos son todos iguales, y... como puede ver Vuestra Alteza, no tiene nariz...

—¡Porque se la has cortado!

—¡No! —El sudor de su frente delataba la mentira.

—Sí. —El tono de Cersei era de una dulzura venenosa—. Al menos has tenido suficiente sentido común para eso. El último imbécil que vino, intentó convencerme de que un mago errante había hecho que le volviera a crecer. Aun así, en mi opinión, le debes una nariz a este enano. La Casa Lannister siempre paga sus deudas, y tú también las pagarás. Ser Meryn, llevad a este estafador con Qyburn.

Ser Meryn Trant se llevó a rastras al tyroshi, que seguía protestando. Cuando se quedaron solos, Cersei se volvió hacia Osmund Kettleblack.

—Quitad eso de mi vista, Ser Osmund, y haced pasar a los otros tres que dicen tener noticias del Gnomo.

—Sí, Alteza.

Por desgracia, los tres aspirantes a informadores le fueron de tan poca utilidad como el tyroshi. Uno le dijo que el Gnomo se escondía en un burdel de Antigua, donde daba placer a los hombres con la boca. La imagen era divertida, pero Cersei no se lo creyó ni por asomo. El segundo aseguró haber visto al enano en un espectáculo de cómicos en Braavos. El tercero insistía en que Tyrion se había hecho ermitaño y vivía en una colina encantada, en las tierras de los ríos. La Reina les dio la misma respuesta a los tres.

—Si tenéis la amabilidad de guiar a mis valientes caballeros hasta ese enano, recibiréis una generosa recompensa —prometió—. Siempre y cuando sea el Gnomo, claro. Si no... Bueno, mis caballeros no tienen paciencia con los engaños, ni con los patanes que les hacen perseguir sombras. Alguien podría quedarse sin lengua.

Los tres informadores perdieron la fe al momento y reconocieron que quizá se hubieran equivocado de enano.

Hasta entonces, Cersei no había caído en la cuenta de cuántos enanos había.

—¿Qué pasa? ¿Que el mundo entero está lleno de monstruitos retorcidos? —se quejó cuando salió el último informador—. ¿Cuántos puede haber?

—Menos que antes —respondió Lady Merryweather—. ¿Me concede Vuestra Alteza el honor de acompañarla a la corte?

—Si soportáis el aburrimiento... —suspiró Cersei—. Robert era un imbécil en muchos aspectos, pero en una cosa tenía razón: gobernar un reino era un trabajo agotador.

—Me entristece ver a Vuestra Alteza tan cansada. ¿Por qué no hacemos una escapada y dejamos que la Mano del Rey se ocupe de esas peticiones tan aburridas? Podemos disfrazarnos de criadas y pasar el día con el pueblo para averiguar qué se cuenta de la caída de Rocadragón. Conozco la taberna donde canta el Bardo Azul cuando no está deleitando a la pequeña reina, y también un antro donde un conjurador convierte el plomo en oro, el agua en vino y a las chicas en chicos. Tal vez pueda hechizarnos a una de las dos. ¿No le haría gracia a Vuestra Alteza ser un hombre durante una noche?

«Si fuera un hombre, sería Jaime —pensó la Reina—. Si fuera un hombre, podría gobernar el reino en mi propio nombre en lugar de Tommen.»

—Sólo si vos siguierais siendo una mujer —dijo, a sabiendas de que era lo que quería oír Taena—. Sois muy mala, tentarme de esa manera... Pero ¿qué reina sería si dejara mi reino en las manos temblorosas de Harys Swyft?

—Vuestra Alteza es demasiado diligente. —Taena hizo un puchero.

—Cierto —reconoció Cersei—, y lo lamentaré antes de que llegue la noche. —Cogió a Lady Merryweather por el brazo—. Vamos.

Jalabhar Xho fue el primero en presentar su petición aquel día, como correspondía a su condición de príncipe en el exilio. Por espléndido que fuera su aspecto, con la capa de plumas de colores vivos, iba a lo de siempre: a suplicar. Cersei permitió, como en todas las ocasiones, que le rogara hombres y armas con que recuperar el Valle de la Flor Roja.

—Su Alteza está en medio de una guerra, príncipe Jalabhar —dijo cuando terminó—. Ahora mismo no puede prescindir de ningún hombre para la vuestra. Tal vez el año que viene.

Eso era lo que Robert le decía siempre. Al año siguiente le diría que se olvidara, pero aquel día, no: Rocadragón estaba en sus manos.

Lord Hallyne, del Gremio de Alquimistas, se presentó para pedir que permitiera a sus piromantes incubar los huevos de dragón que pudieran localizar en Rocadragón, ya que la isla estaba a salvo en manos regias.

—Si quedaran huevos de dragón, Stannis los habría vendido para pagar su revuelta —le dijo la Reina.

Se contuvo para no añadir que el plan era una locura. Desde la muerte del último dragón Targaryen, todos los intentos como aquel habían acabado en muerte o en desastre.

Un grupo de comerciantes se presentó para suplicar al trono que intercediera en su favor ante el Banco de Hierro de Braavos. Al parecer, los braavosis les exigían el pago inmediato de todas sus deudas, y se negaban a conceder nuevos créditos.

«Tenemos que crear nuestro propio banco —decidió Cersei—. El Banco Dorado de Lannisport.» Tal vez pusiera en marcha ese proyecto después de asegurar el trono de Tommen. Por el momento, lo único que podía hacer era ordenar a los mercaderes que pagaran a los usureros braavosis.

Su viejo amigo, el septón Raynard, encabezaba la delegación enviada por la Fe. Seis Hijos del Guerrero lo habían escoltado hasta allí; en total sumaban siete, un número sagrado y propicio. El nuevo Septón Supremo, o Gorrión Supremo, como lo llamaba el Chico Luna, lo hacía todo con el siete. Los caballeros llevaban cintos a rayas con los siete colores de la Fe. Se adornaban con cristales la empuñadura de la espada larga y la cimera del yelmo. Llevaban escudos rematados en punta por debajo; una forma que no era habitual desde la Conquista, y con un blasón que hacía siglos que no se veía en los Siete Reinos: una espada con los colores del arco iris brillando sobre un campo de oscuridad. Según Qyburn, casi cuatrocientos caballeros habían acudido ya para poner vida y espada al servicio de la Fe, con los Hijos del Guerrero, y cada día llegaban más.

«Todos ebrios de dioses. ¿Quién iba a imaginar que había tantos en el reino?»

Casi todos eran caballeros que habían estado al servicio de alguna Casa o caballeros errantes, pero también acudieron unos cuantos de noble cuna: segundones y otros hijos pequeños, señores menores, ancianos que querían expiar antiguos pecados... Y también estaba Lancel. Cuando Qyburn le dijo que el estúpido de su primo había renunciado a castillo, tierras y esposa para volver a la ciudad y unirse a la Noble y Pujante Orden de los Hijos del Guerrero, pensó que era una broma; pero allí estaba, con todos los demás imbéciles santurrones.

A Cersei no le gustaba nada todo aquello. Menos aún le gustaban la interminable hostilidad y la ingratitud del Gorrión Supremo.

—¿Dónde está el Septón Supremo? —interrogó a Raynard—. Lo he mandado llamar a él.

—Su Altísima Santidad me ha enviado a mí en su lugar —respondió el septón Raynard en tono contrito—. Me ordena que le diga a Vuestra Alteza que los Siete lo envían a combatir la perversión.

—¿Cómo? ¿Predicando la castidad en la calle de la Seda? ¿Cree que rezar por las putas las convertirá en vírgenes?

—El Padre y la Madre dieron forma a nuestros cuerpos para que el hombre se uniera con la mujer y engendraran hijos legítimos —replicó Raynard—. Que las mujeres vendan sus partes sagradas por dinero es un pecado nefando.

Tan piadoso sentimiento habría resultado mucho más convincente si la Reina no supiera que el septón Raynard tenía amigas íntimas en todos los burdeles de la calle de la Seda. Sin duda había decidido que era mejor repetir lo que piaba el Gorrión Supremo que fregar suelos.

—No os atreváis a venirme con sermones —le dijo—. Los propietarios de los burdeles se han quejado, y con razón.

—Los pecadores hablan, pero ¿por qué van a escuchar los justos?

—Esos pecadores alimentan las arcas reales —replicó la Reina con brusquedad—: con sus monedas se paga el salario de mis capas doradas y se construyen galeras para defender nuestras orillas. También hay que pensar en el comercio. Si no hubiera burdeles en Desembarco del Rey, los barcos se irían al Valle Oscuro o a Puerto Gaviota. Su Altísima Santidad me prometió paz en mis calles; la prostitución contribuye a mantener esa paz. Si desaparecen las putas, empezarán las violaciones. Por tanto, que Su Altísima Santidad rece en el septo, que es el sitio adecuado.

La Reina había pensado que vería también a Lord Gyles, pero en su lugar se presentó el Gran Maestre Pycelle, con el rostro ceniciento y gesto evasivo, para decirle que Rosby estaba tan débil que no se podía levantar.

—Lamento informaros de que me temo que Lord Gyles se reunirá muy pronto con sus nobles antepasados. Que el Padre lo juzgue con justicia.

«Si Rosby muere, Mace Tyrell y la pequeña reina volverán a intentar imponerme a Garth
el Grosero

—Lord Gyles lleva años con esa tos, y hasta ahora no lo ha matado —protestó—. Se pasó tosiendo la mitad del reinado de Robert y todo el de Joffrey. Si se está muriendo, será porque alguien quiere verlo muerto.

El Gran Maestre Pycelle parpadeó con incredulidad.

—Alteza... ¿Quién...? ¿Quién podría desear la muerte de Lord Gyles?

—Tal vez su heredero. —«O la pequeña reina»—. Alguna mujer a la que despreció... —«Margaery, Mace y la Reina de las Espinas, ¿por qué no? Gyles se interpone en su camino»—. Algún viejo enemigo. Un enemigo nuevo. Vos.

El anciano palideció.

—V-Vuestra Alteza tiene que estar de broma. He... He purgado a su señoría, lo he sangrado, lo he tratado con cataplasmas e infusiones... Los vapores le proporcionan cierto alivio, y el sueñodulce le aplaca un poco la tos, pero lamento comunicaros que, junto con la sangre, ahora escupe trocitos de pulmón.

—Me da igual. Volved con Lord Gyles e informadlo de que no tiene mi permiso para morirse.

—Como ordene Vuestra Alteza. —Pycelle hizo una reverencia rígida.

Hubo más, más, muchos más, y cada peticionario era más aburrido que el anterior. Aquella noche, cuando por fin hubo terminado con el último, tomó una cena ligera con su hijo.

—Cuando reces antes de acostarte, dales las gracias a la Madre y al Padre por ser aún un niño —le dijo—. Reinar es muy duro. Te aseguro que no te va a gustar. Te picotearán como una bandada de cuervos; cada uno querrá un pedacito de tu carne.

—Sí, madre —dijo con tristeza. Cersei comprendió que se debía a que la pequeña reina le había dicho lo de Ser Loras. Según Ser Osmund, el niño se había echado a llorar. «Es pequeño. Cuando tenga la edad de Joff, se habrá olvidado hasta de la cara de Loras»—. No me importa, de verdad —continuó el niño—. Debería acompañarte todos los días a la corte, para escuchar. Margaery dice...

—Margaery habla demasiado —estalló Cersei—. Me dan ganas de arrancarle la lengua.

—¡No digas eso! —gritó Tommen de repente, con la carita redonda enrojecida—. No le toques la lengua. No la toques a ella. El rey soy yo, no tú.

Se quedó mirándolo con incredulidad.

—¿Qué has dicho?

—Que soy el rey y yo digo a quién hay que arrancarle la lengua, no tú. No dejaré que le hagas daño a Margaery. No te dejaré. ¡Te lo prohíbo!

Cersei lo cogió por la oreja y lo arrastró hasta la puerta mientras se debatía. Ser Boros Blount estaba montando guardia.

—Ser Boros, Su Alteza no sabe comportarse. Tened la amabilidad de acompañarlo a sus aposentos, y llevadle a Pate. Esta vez, que lo azote Tommen personalmente. Que no pare hasta que le sangren las dos nalgas. Si Su Alteza se niega, o si se atreve a protestar, llamad a Qyburn y que le corte la lengua a Pate, para que Su Alteza aprenda el precio de la insolencia.

—Como ordenéis —respondió Ser Boros al tiempo que miraba al Rey, incómodo—. Acompañadme, Alteza, por favor.

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