Festín de cuervos (93 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

«Igual que yo», se dijo. Su favorito era un gato viejo y escuálido al que le habían arrancado la oreja de un mordisco; le recordaba a uno que había perseguido por la Fortaleza Roja. «No, la que hizo aquello era otra niña, no yo.»

Gata advirtió que ya habían zarpado dos de los barcos en los que había estado el día anterior, dejando sitio a cinco nuevos: una pequeña carraca llamada
Simio Sinvergüenza
, un enorme ballenero ibbenés que apestaba a alquitrán, a sangre y a aceite de ballena, dos cocas destartaladas de Pentos y una esbelta galera verde procedente de la Antigua Volantis. Gata se detuvo al pie de todas las planchas para pregonar las almejas y las ostras, una vez en la lengua del comercio y otra en la lengua común de Poniente. Un tripulante del ballenero la maldijo con gritos tan fuertes que espantó a sus gatos, y un remero pentoshi le preguntó cuánto pedía por la almeja que tenía entre las piernas, pero en los otros barcos tuvo más suerte. Un contramaestre de la galera verde engulló media docena de ostras y le explicó que a su capitán lo habían asesinado unos piratas lysenos que habían tratado de abordarlos cerca de los Peldaños de Piedra.

—Fue ese cabrón de Saan, con su
Hijo de la Madre Vieja
y su barco grande, la
Valyrio
. Escapamos por los pelos.

Resultó que la pequeña
Simio Sinvergüenza
procedía de Puerto Gaviota, y su tripulación de ponientis se alegró de poder hablar con alguien en la lengua común. Uno le preguntó cómo era que una niña de Desembarco del Rey había acabado vendiendo mejillones en los muelles de Braavos, de modo que tuvo que contarles su historia.

—Vamos a estar en este puerto cuatro días y cuatro largas noches —le dijo otro—. ¿Adónde van los hombres por aquí cuando quieren divertirse?

—Los cómicos del Barco están representando
Siete remeros borrachos
—respondió Gata—, y en la Cripta Moteada, junto a las puertas de la Ciudad Ahogada, hay peleas de anguilas. O si queréis, podéis ir al estanque de la Luna: por las noches los jaques se baten en duelo.

—No está mal —intervino otro marinero—, pero en realidad, lo que quiere Wat es una mujer.

—Las mejores putas están en Puerto Feliz, cerca de donde está atracado el Barco de los cómicos.

Les indicó el camino. En los muelles también había prostitutas que no eran lo que parecían, y los marineros recién llegados no tenían manera de distinguirlas. S'vrone era la peor. Todos sabían que había robado y matado a una docena de hombres para luego tirar a los canales los cadáveres, que eran pasto de las anguilas. La Hija Borracha era un encanto cuando estaba sobria, pero no cuando se había llenado de vino. Y Jeyne Llagas era un hombre en realidad.

—Preguntad por Alegría. Su verdadero nombre es Allegira, pero todos la llaman Alegría; siempre está contenta.

Alegría le compraba una docena de ostras siempre que pasaba por el burdel, y las compartía con las otras chicas. Todo el mundo estaba de acuerdo en que tenía muy buen corazón. «Eso y las tetas más grandes de todo Braavos», como le gustaba alardear.

Sus chicas también eran muy agradables: Bethany
Sonrojos
; la Esposa del Marinero; Yna
la Tuerta
, que leía el futuro en una gota de sangre; la menuda y bonita Lanna, y hasta Assadora, la ibbenesa con bigote. Tal vez no fueran hermosas, pero se portaban bien con ella.

—Todos los mozos de cuerda van al Puerto Feliz —les aseguró Gata a los hombres de la
Simio Sinvergüenza
—. Como dice Alegría, «Los muchachos descargan los barcos y mis chicas descargan a sus tripulantes».

—¿Y esas prostitutas de lujo de las que cantan los bardos? —preguntó el simio más joven, un muchacho pecoso y pelirrojo que no tendría más de dieciséis años—. ¿Son tan bonitas como se dice? ¿Dónde puedo conseguir una?

Sus compañeros lo miraron y se echaron a reír.

—Por los siete infiernos, chico —le replicó uno—. Tal vez el capitán podría permitirse una cortisanta de esas, pero sólo si vendiera el barco. Los coños de ese calibre son para los señores, no para gente como nosotros.

Las cortesanas de Braavos eran famosas en todo el mundo. Los bardos cantaban sobre ellas; los joyeros y orfebres las colmaban de regalos; los artistas mendigaban el honor de retratarlas; los príncipes mercaderes pagaban sumas regias por tenerlas en sus brazos en bailes, banquetes y funciones de cómicos, y los jaques se mataban entre ellos en su nombre. Cuando iba por los canales con su carretilla, Gata veía a veces a alguna, que navegaba hacia una velada con algún amante. Cada cortesana tenía su propia barcaza y sirvientes que la llevaban a sus citas. La Poetisa siempre llevaba un libro en la mano; la Sombra de Luna sólo vestía de blanco y plata, y nunca se veía a la Reina Pescadilla sin sus Sirenas, cuatro doncellas a punto de florecer que le llevaban la cola del vestido y le peinaban el cabello. Cada cortesana era más hermosa que la anterior. Hasta la Dama Velada era bella, aunque sólo aquellos a los que tomaba como amantes podían verle el rostro.

—Una vez le vendí tres berberechos a una cortesana —les contó Gata a los marineros—. Me llamó cuando bajaba de su barcaza.

Brosco le había dejado muy claro que jamás debía hablar con una cortesana a menos que ella le dirigiera la palabra, pero la mujer le había sonreído y le había pagado en plata diez veces el valor de los berberechos.

—¿A cuál? ¿A la Reina de los Berberechos?

—A la Perla Negra —le replicó.

Según Alegría, la Perla Negra era la más famosa de todas las cortesanas.

—Desciende de los dragones, nada menos —le había contado a Gata—. La primera Perla Negra era una reina pirata. Fue amante de un príncipe ponienti y tuvo una hija, que cuando creció se hizo cortesana. Su hija la sucedió, y también la hija de esta, hasta llegar a la de ahora. ¿Qué te dijo, Gata?

—«Quiero tres berberechos» y «¿Tienes salsa picante, pequeña?» —respondió la niña.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Le dije «No, mi señora» y «No me llaméis pequeña; me llamo Gata». Debería llevar salsa picante. Beqqo la lleva y vende el triple de ostras que Brosco.

Gata también habló de la Perla Negra al hombre bondadoso.

—Su verdadero nombre es Bellegere Otherys —le informó.

Era una de las tres cosas que había aprendido.

—Cierto —asintió el sacerdote en voz baja—. Su madre se llamaba Bellonara, pero la primera Perla Negra también se llamaba Bellegere.

Pero Gata sabía que a los hombres de la
Simio Sinvergüenza
no les importaría el nombre de la madre de una cortesana. Lo que hizo fue pedirles noticias de los Siete Reinos y de la guerra.

—¿Guerra? —rió uno de ellos—. ¿Qué guerra? No hay ninguna guerra.

—En Puerto Gaviota no, desde luego —dijo otro—. Ni en el Valle. El pequeño señor nos mantiene al margen, igual que hizo su señora madre.

«Igual que hizo su señora madre.» La señora del Valle era la hermana de su madre.

—Lady Lysa —dijo—. ¿Ha...?

—Muerto —terminó el chico pecoso que tenía la cabeza llena de cortesanas—. Sí. La asesinó su propio bardo.

—Oh.

«No tiene nada que ver conmigo. Gata de los Canales no tuvo nunca ninguna tía. Nunca.» Gata levantó la carretilla y se alejó de la
Simio Sinvergüenza
. Las ruedas saltaban por encima de los adoquines.

—¡Ostras, almejas, berberechos! —pregonaba—. ¡Ostras, almejas, berberechos!

Vendió casi todas las almejas a los mozos de cuerda que descargaban vino de la gran coca del Rejo, y el resto, a los hombres que reparaban una galera mercante myriense que había sufrido el azote de las tormentas.

Más adelante, en los muelles, se encontró con Tagganaro, que estaba sentado con la espalda contra un pilón al lado de
Casso
, el Rey de las Focas. Le compró unos cuantos mejillones.
Casso
ladró y le permitió que le estrechara la aleta.

—Vente a trabajar conmigo, Gata —le insistió Tagganaro mientras sorbía los mejillones de las conchas. Buscaba un ayudante desde que la Hija Borracha le había clavado un cuchillo en la mano al Pequeño Narbo—. Te pagaré más que Brosco, y no olerás a pescado.

—A
Casso
le gusta mi olor —replicó ella. El Rey de las Focas ladró a modo de asentimiento—. ¿No mejora la mano de Narbo?

—No puede doblar tres dedos —se quejó Tagganaro entre mejillón y mejillón—. ¿De qué sirve un ratero incapaz de usar los dedos? A Narbo se le daba bien robar bolsas, no elegir putas.

—Lo mismo dice Alegría. —Gata estaba triste. Le caía bien el Pequeño Narbo, aunque fuera un ladrón—. ¿Qué va a hacer ahora?

—Dice que remar. Para eso basta con dos dedos, o eso cree, y el Señor del Mar siempre anda buscando más remeros. Yo le digo: «No, Narbo, ese mar es más frío que una doncella y más cruel que una puta. Es mejor que te cortes la mano y mendigues».
Casso
sabe que tengo razón. ¿A que sí,
Casso
?

La foca ladró, y Gata no pudo contener una sonrisa. Le tiró otra almeja antes de marcharse.

Estaba a punto de anochecer cuando Gata llegó al Puerto Feliz, al otro lado del callejón donde estaba anclado el Barco. Había unos cuantos cómicos sentados en casco escorado; se pasaban de mano en mano un pellejo de vino, pero al ver llegar a Gata bajaron a por unas almejas. Ella les preguntó cómo les iba con
Siete remeros borrachos
. Joss
el Triste
sacudió la cabeza.

—Quence acabó por encontrarse a Allaquo en la cama con Sloey. Se pelearon con espadas de mentira y los dos nos han dejado. Por lo visto, esta noche sólo va a haber cinco remeros borrachos.

—Intentamos compensar con borrachera lo que nos falta en remeros —declaró Myrmello—. Yo lo estoy poniendo todo de mi parte.

—El Pequeño Narbo quiere ser remero —les dijo Gata—. Si lo aceptáis, seréis seis.

—Más vale que vayas a ver a Alegría —le dijo Joss—. Ya sabes cómo se pone si no tiene ostras.

Pero al entrar en el burdel, Gata vio a Alegría sentada en la sala común, con los ojos cerrados, mientras Dareon tocaba la lira. También estaba allí Yna, trenzando la cabellera dorada de Lanna.

«Otra estúpida canción de amor.» Lanna siempre le pedía al bardo que tocara estúpidas canciones de amor. Con sólo catorce años, era la más joven de las prostitutas. Gata sabía que Alegría cobraba por ella el triple que por las otras.

Se enfureció al ver a Dareon sentado allí con tanto descaro, haciéndole ojitos a Lanna mientras rasgaba las cuerdas de la lira. Las putas lo llamaban el bardo negro, pero de negro ya tenía poco. Con las monedas que le pagaban por sus canciones, el cuervo se había convertido en un pavo real. Aquel día llevaba una capa de felpa violeta con ribete de marta cibelina, una túnica de rayas blancas y lila, y los calzones jaspeados propios de un jaque, pero también tenía una capa de seda y otra de terciopelo rojo con bordados de hilo de oro. Lo único que le quedaba negro eran las botas. Gata le había oído contarle a Lanna que lo demás lo había tirado a un canal.

—Estoy harto de oscuridad —había anunciado.

«Es de la Guardia de la Noche», pensó mientras lo oía cantar sobre una dama idiota que se tiraba de una torre idiota porque el idiota de su príncipe había muerto. «Lo que tendría que hacer la dama era matar a los que asesinaron a su príncipe. Y el bardo tendría que estar en el Muro.» Cuando Dareon llegó al Puerto Feliz, Arya estuvo tentada de pedirle que le permitiera acompañarlo a Guardiaoriente, pero le oyó comentarle a Bethany que no pensaba regresar.

—Camas duras, bacalao en salazón y guardias interminables: eso es el Muro —decía—. Además, en Guardiaoriente no hay ni una mujer la mitad de bonita que tú. ¿Cómo voy a dejarte?

Lo mismo le dijo a Lanna; Gata también lo oyó, y a una prostituta de la Gatería, y hasta a la Ruiseñor, la noche que cantó en la Casa de las Siete Lámparas.

«Ojalá hubiera estado delante cuando le pegó el gordo.» Las putas de Alegría todavía se reían al recordarlo. Yna decía que el chico gordo se ponía más rojo que una remolacha cada vez que lo tocaba, pero cuando empezó a causar problemas, Alegría lo arrastró afuera y lo tiró al canal.

Gata estaba pensando en el chico gordo; recordaba como lo había salvado de Terro y Orbelo, cuando la Esposa del Marinero apareció junto a ella.

—Canta muy bien —murmuró la mujer en la lengua común de Poniente—. Los dioses deben de apreciarlo mucho para haberle dado una voz así, además de ese rostro tan bello.

«Tiene el rostro bello y el corazón podrido», pensó Arya, pero no lo dijo. Dareon se había casado con la Esposa del Marinero, que sólo se iba a la cama con los que contraían matrimonio con ella. Había noches en las que se celebraban tres o cuatro bodas en el Puerto Feliz. El sacerdote rojo Ezzelyno, siempre rebosante de vino y alborozo, solía oficiar los rituales. Si no era él, se encargaba Eustace, que había sido septón en el Septo-Más-Allá-del-Mar. Si ni el sacerdote ni el septón estaban disponibles, una prostituta iba al Barco y volvía con un cómico. Alegría decía siempre que los cómicos hacían de sacerdote mucho mejor que los sacerdotes, sobre todo Myrmello.

Las bodas eran ruidosas y divertidas, con mucha bebida. Si Gata pasaba por allí con la carretilla, la Esposa del Marinero se empecinaba en que su nuevo marido comprara unas ostras, con el fin de que estuviera bien duro para la consumación. Era bondadosa y tenía la risa fácil, pero Gata sabía que también había algo triste en ella.

Las otras prostitutas comentaban que visitaba la isla de los Dioses los días del mes en que florecía, y conocía a todos los dioses que vivían allí, hasta los que Braavos había olvidado. Decían que iba a rezar por su primer marido, su marido de verdad, que había desaparecido en el mar cuando ella era una niña de la edad de Lanna.

—Cree que, si da con el dios adecuado, es posible que envíe buenos vientos que le devuelvan a su antiguo amor —le comentó la tuerta Yna, que era la que la conocía desde hacía más tiempo—. Yo rezo para que no sea así. Su amado está muerto; lo supe por su sangre. Aunque volviera a ella, sería un cadáver.

La canción de Dareon estaba terminando por fin. Mientras las últimas notas se desvanecían en el aire, Lanna dejó escapar un suspiro. El bardo dejó la lira a un lado y se sentó a la mujer en el regazo. Empezaba a hacerle cosquillas cuando Gata interrumpió.

—Si alguien quiere, tengo ostras —anunció en voz alta.

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