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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (90 page)

—No aceptó.

«No estaba tan ciego como yo.»

—Kevan debería ser el Guardián del Occidente. O tú. No es que no agradezca el honor, claro, pero nuestro tío me dobla en edad y tiene mucha más experiencia de mando. Espero que sepa que yo no pedí este cargo en ningún momento.

—Lo sabe.

—¿Cómo está Cersei? ¿Tan guapa como siempre?

—Radiante. —«Veleidosa»—. Dorada. —«Más falsa que el oro de un bufón.» La noche anterior había soñado que la sorprendía follando con el Chico Luna. Él mataba al bufón, y a su hermana le rompía los dientes con la mano dorada, igual que había hecho Gregor Clegane con la pobre Pia. En sus sueños, Jaime siempre tenía dos manos; una era de oro, pero funcionaba igual que la otra—. Cuanto antes terminemos con el asunto de Aguasdulces, antes podré volver con Cersei. —Lo que no sabía era qué haría a continuación.

Siguió hablando con su primo durante una hora más, hasta que se marchó. Después, Jaime se puso la mano de oro y una capa marrón para pasear entre las tiendas.

La verdad era que le gustaba aquella vida. Se sentía más cómodo en el campamento, entre soldados, que en la corte, y sus hombres también parecían cómodos con él. Junto a una hoguera de cocina, tres ballesteros le ofrecieron un trozo de la liebre que habían cazado. Al lado de otra, un joven caballero le pidió consejo sobre la mejor manera de defenderse de una maza. Más abajo, a la orilla del río, contempló como dos lavanderas justaban a hombros de un par de soldados. Las chicas estaban medio borrachas y medio desnudas; se reían y se lanzaban golpes con capas enrolladas mientras una docena de hombres las jaleaba. Jaime apostó una estrella de cobre por la rubia que montaba a Raff
el Dulce
, y lo perdió cuando los dos cayeron chapoteando entre los juncos.

Al otro lado del río, los lobos aullaban; el viento soplaba entre los sauces y hacía que las ramas se mecieran y susurraran. Jaime dio con Ser Ilyn Payne en el exterior de su carpa. Estaba afilando el mandoble con una amoladera.

—Vamos —dijo, y el caballero silencioso se levantó con una tenue sonrisa.

«Esto le gusta —comprendió—. Le gusta humillarme noche tras noche. Puede que le gustara aún más matarme.» Quería creer que iba mejorando, pero la mejoría era lenta y tenía un precio elevado. Bajo la armadura de acero y las prendas de cuero y lana, Jaime Lannister era un tapiz de cortes, costras y magulladuras.

Un centinela les dio el alto cuando salían del campamento con sus caballos. Jaime le palmeó el hombro con la mano dorada.

—Seguid alerta. Hay lobos por los alrededores.

Cabalgaron a lo largo del Forca Roja hasta los restos de una aldea incendiada que habían cruzado aquella tarde. Allí tuvo lugar su danza nocturna, entre piedras ennegrecidas y cenizas frías y viejas. Durante un rato, Jaime llevó la iniciativa. Durante un momento se permitió creer que tal vez estuviera recuperando su antigua habilidad. Tal vez aquella noche fuera Payne quien se acostara magullado y ensangrentado.

Fue como si Ser Ilyn le leyera el pensamiento. Detuvo como si tal cosa el último golpe de Jaime, y lanzó un contraataque que lo hizo retroceder hasta el río, donde resbaló en el barro. Acabó de rodillas, con la espada del caballero silencioso en la garganta, mientras que la suya se había perdido entre los juncos. A la luz de la luna, las marcas de viruelas del rostro de Payne eran grandes como cráteres. Emitió aquel sonido chasqueante que tal vez fuera una carcajada, y subió la espada por el cuello de Jaime hasta que la punta reposó entre sus labios. Luego retrocedió y envainó el acero.

«Más me habría valido desafiar a Raff
el Dulce
con una puta a hombros —pensó Jaime mientras se sacudía el barro de la mano dorada. Una parte de él tenía ganas de arrancarse el maldito trasto y tirarlo al río. No servía para nada, y la mano izquierda tampoco era gran cosa. Ser Ilyn había vuelto con los caballos, dejándolo solo para que se pusiera en pie—. Por lo menos, aún tengo dos piernas.»

El último día de viaje había sido frío y ventoso. El viento sacudía las ramas de los árboles en los bosques sin hojas e inclinaba los juncos de los ríos a lo largo del Forca Roja. Pese a la capa invernal de lana de la Guardia Real, Jaime sentía los dientes acerados del viento mientras cabalgaba con su primo Daven. La tarde estaba muy avanzada cuando avistaron Aguasdulces, que se alzaba en el estrecho cabo donde el Piedra Caída confluía con el Forca Roja. El castillo de Tully parecía una gran nave de piedra cuya proa apuntaba río abajo. La luz teñía de rojo y dorado los muros de arenisca, que parecían más altos y gruesos de lo que Jaime recordaba.

«Será un hueso duro de roer», pensó, sombrío. Si el Pez Negro no se atenía a razones, tendría que romper el juramento que le había hecho a Catelyn Stark; el que le había hecho a su rey tenía prioridad.

La barrera del río y los tres grandes campamentos de asedio eran justo como le había descrito su primo. El de Ser Ryman Frey, al norte del Piedra Caída, era el más grande, y también el más desordenado. Un enorme cadalso gris, alto como un trabuquete, se alzaba por encima de las tiendas. En él divisó una figura solitaria con una cuerda en torno al cuello.

«Edmure Tully. —Sintió una punzada de compasión—. Es una crueldad tenerlo ahí, de pie, día tras día, con la soga al cuello. Sería mejor cortarle la cabeza y acabar de una vez.»

Detrás del cadalso se extendían tiendas y hogueras en una maraña desorganizada. Los Frey menores y sus caballeros habían erigido sus pabellones río arriba, más allá de las trincheras de letrinas; río abajo había chozas de barro, carromatos y carros de bueyes.

—Ser Ryman no quiere que sus chicos se aburran, así que les proporciona putas, peleas de gallos y cacerías de jabalíes —le contó Daven—. Hasta tiene un bardo, joder. Nuestra tía trajo a Wat
Sonrisablanca
de Lannisport, ¿te lo puedes creer?, así que Ryman también tenía que tener un bardo para no ser menos. ¿Qué tal si hacemos una presa en el río y los ahogamos a todos, primo?

Jaime divisó a los arqueros que se movían tras las almenas en las murallas del castillo. Por encima de ellas ondeaban los estandartes de la Casa Tully, con la trucha de plata desafiante sobre campo de gules y azur. Pero en la torre más alta se veía una bandera diferente, grande, blanca, con el lobo huargo de los Stark.

—La primera vez que vi Aguasdulces, era un escudero más verde que la hierba del verano —le dijo Jaime a su primo—. El viejo Sumner Crakehall me envió a entregar un mensaje; insistía en que no se lo podía confiar a un cuervo. Lord Hoster me retuvo una semana mientras meditaba la respuesta. Me sentó junto a su hija Lysa en todas las comidas.

—No me extraña que vistieras el blanco. Yo habría hecho lo mismo.

—Hombre, Lysa no estaba tan mal.

En realidad era una joven bonita, delicada, con hoyuelos y larga cabellera castaña.

«Pero era muy tímida. Dada a largos silencios y a ataques de risa tonta; no tenía nada del fuego de Cersei.» Su hermana mayor parecía más interesante, pero Catelyn estaba prometida a un norteño, el heredero de Invernalia. De todos modos, a aquella edad no había ninguna chica que interesara a Jaime tanto como el famoso hermano de Hoster, que había ganado renombre combatiendo a los Reyes Nuevepeniques en los Peldaños de Piedra. Cuando estaba sentado a la mesa hacía caso omiso de la pobre Lysa mientras presionaba a Brynden Tully para que le contara anécdotas de Maelys
el Monstruoso
y el Príncipe de Ébano. «Entonces, Ser Brynden era más joven que yo ahora —reflexionó Jaime—, y yo era más joven que Peck.»

El vado más cercano para cruzar el Forca Roja estaba corriente arriba, más allá del castillo. Para llegar al campamento de Ser Daven tuvieron que atravesar a caballo el de Emmon Frey, y pasar ante los pabellones de los señores de los ríos que habían doblado la rodilla para volver a la paz del rey. Jaime se fijó en los estandartes de Lychester, Vance, Roote y Goodbrook, en las bellotas de la Casa Smallford y en la doncella bailando de Lord Piper, pero los que le dieron que pensar fueron los que no vio. El águila plateada de los Mallister no estaba por allí, ni tampoco el caballo rojo de los Bracken, el sauce de los Ryger ni las serpientes entrelazadas de los Paege. Todos ellos habían renovado su lealtad al Trono de Hierro, pero no se habían unido al asedio. Jaime sabía que los Bracken estaban luchando contra los Blackwood: eso explicaba su ausencia, pero los demás...

«Nuestros nuevos amigos no son tan amigos. Su lealtad es superficial.» Había que tomar Aguasdulces cuanto antes. Cuanto más durase el asedio, más ánimos cobrarían otros recalcitrantes, como Tytos Blackwood.

En el vado, Ser Kennos de Kayce hizo sonar el Cuerno de Herrock.

«Esto debería atraer al Pez Negro a las almenas.» Ser Hugo y Ser Dermont guiaron a Jaime hasta el otro lado del río; los cascos de sus caballos chapotearon en las lodosas aguas rojizas mientras el estandarte blanco de la Guardia Real, y el león y el venado de Tommen, ondeaban al viento. El resto de la columna los seguía de cerca.

El campamento de los Lannister retumbaba con el sonido de los martillos contra la madera allí donde se alzaba una nueva torre de asalto. Ya había otras dos terminadas, semicubiertas con cuero de caballo sin curtir. Entre ellas vio un ariete, un tronco de árbol con la punta endurecida al fuego, colgado con cadenas de una estructura de madera.

«Parece que mi primo no ha estado ocioso.»

—Mi señor, ¿dónde queréis que plante vuestra carpa? —le preguntó Peck.

—Allí, en aquel alto. —Señaló con la mano de oro, aunque no era el instrumento ideal para aquella tarea—. Las provisiones y equipajes aquí; los caballos, al otro lado. Utilizaremos las letrinas que tan amablemente nos ha excavado mi primo. Ser Addam, inspeccionad nuestro perímetro por si hay algún punto débil. —Jaime no preveía ningún ataque, pero tampoco había previsto el del bosque Susurrante.

—¿Llamo a las comadrejas para una reunión del consejo de guerra? —preguntó Daven.

—Antes quiero hablar con el Pez Negro. —Jaime hizo una seña a Jon Bettley,
el Lampiño
, para que se le acercara—. Buscad un estandarte de paz y llevad un mensaje al castillo. Informad a Ser Brynden Tully de que quiero hablar con él mañana al amanecer. Me acercaré al borde del foso y nos reuniremos en su puente levadizo.

Peck lo miró, alarmado.

—Pero mi señor, los arqueros pueden...

—No lo harán. —Jaime desmontó—. Plantad la carpa y poned mis estandartes.

«Y veamos quién viene corriendo y a qué velocidad.»

No tuvo que esperar mucho. Pia estaba muy ajetreada encendiendo un brasero. Peck fue a ayudarla. Las últimas noches, Jaime se iba a dormir con el sonido de fondo de los dos jóvenes que follaban en un rincón de la carpa. Garrett le estaba desabrochando las correas de las grebas cuando se abrió la solapa de la carpa.

—¡Eh, ya estás aquí! —retumbó la voz de su tía. Su corpachón ocupaba todo el umbral, mientras su esposo Frey observaba tras ella—. Ya era hora. ¡Venga, un abrazo para la gorda de tu tía!

Le tendió los brazos, con lo que no le dejó más remedio que estrecharla.

De joven, Genna Lannister tenía curvas generosas, siempre amenazando con salirse del corpiño, pero con el tiempo se había vuelto cuadrada. Tenía el rostro ancho y terso; su cuello era una gruesa columna rosada; su busto era inmenso. Con su carne habría bastado para hacer dos hombres del tamaño de su marido. Jaime esperó obediente a que su tía le pellizcara la oreja. Llevaba pellizcándole la oreja desde que tenía uso de razón, pero aquel día se contuvo, y sólo le plantó un beso húmedo y blando en cada mejilla.

—Siento mucho tu pérdida.

—Ahora tengo una mano nueva, de oro. —Se la mostró.

—Muy bonita. ¿También te vas a hacer un padre de oro? —La voz de Lady Genna era áspera—. Me refería a la pérdida de Tywin.

—Un hombre como Tywin Lannister sólo aparece una vez cada mil años —declaró su esposo. Emmon Frey era un hombrecillo irritable de manos nerviosas. Pesaba poco más de cinco arrobas... y eso, mojado y con la cota de malla. Era un junco vestido de lana y sin atisbo de barbilla, un defecto que la nuez prominente hacía aún más absurdo. Había perdido la mitad del pelo antes de cumplir los treinta. A aquellas alturas tendría ya unos sesenta, y sólo le quedaban unos mechones blancos.

—Últimamente nos llegan noticias muy extrañas —dijo Lady Genna después de que Jaime despidiera a Pia y a sus escuderos—. Ya no sabemos qué creer. ¿Es verdad que Tyrion asesinó a Tywin? ¿O es una calumnia que está divulgando tu hermana?

—Es verdad.

El peso de la mano de oro empezaba a resultarle molesto. Se desabrochó con torpeza las correas que se la sujetaban a la muñeca.

—Un hijo que alza la mano contra su padre —suspiró Ser Emmon—. Es monstruoso. Corren tiempos aciagos en Poniente. Con la desaparición de Lord Tywin, temo por todos nosotros.

—También temías por todos nosotros cuando vivía. —Genna aposentó las amplias nalgas en un taburete de campaña, que crujió de manera alarmante bajo su peso—. Háblanos de nuestro hijo Cleos, sobrino; dinos cómo murió.

Jaime desabrochó la última correa y dejó la mano a un lado.

—Unos bandidos nos tendieron una emboscada. Ser Cleos los puso en fuga, pero le costó la vida. —La mentira le salió natural. Vio que les había agradado.

—El muchacho tenía valor, siempre lo dije. Lo llevaba en la sangre. —A Ser Emmon le asomaba una salivilla rosada entre los labios cuando hablaba, cortesía de la hojamarga a la que era tan aficionado.

—Sus huesos deberían reposar bajo la Roca, en la Sala de los Héroes —declaró Lady Genna—. ¿Dónde fue enterrado?

«En ningún lugar. Los Titiriteros Sangrientos desnudaron su cadáver y lo dejaron para que los cuervos carroñeros se dieran un festín.»

—Junto a un arroyo —mintió—. En cuanto termine esta guerra, iré a buscar el lugar exacto y para llevarlo a casa. —Los huesos eran huesos; no había nada más fácil de conseguir en aquellos tiempos.

—Esta guerra... —Lord Emmon carraspeó; la nuez se movió arriba y abajo—. Ya habrás visto las máquinas de asalto. Arietes, trabuquetes, torres... No servirán de nada, Jaime. Daven quiere destrozar mis murallas y derribar mis puertas. Habla de brea ardiendo, de prender fuego al castillo. ¡A mi castillo! —Se metió la mano en una manga, sacó un pergamino y lo blandió ante el rostro de Jaime—. Tengo el decreto. Firmado por el Rey, por Tommen, mira, el sello real, el venado y el león. Soy el legítimo señor de Aguasdulces; no quiero que lo reduzcan a un montón de ruinas humeantes.

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