—¿La guerra no ha llegado aquí? —preguntó Brienne.
—Esta no, loados sean los Siete. Nuestras oraciones nos protegen.
—Con ayuda de las mareas —sugirió Meribald. El perro ladró como si estuviera de acuerdo.
La cima de la colina estaba coronada por una muralla baja de piedras sin argamasa, que rodeaba un grupo de edificaciones grandes: el molino, con las aspas de lona que crujían al girar; los claustros donde dormían los monjes; la sala común donde comían, y un septo de madera para las oraciones y la meditación. El septo tenía vidrieras de colores, anchas puertas con tallas de la Madre y el Padre, y un campanario de siete lados con un adarve estrecho en la parte superior. Detrás había un huerto, donde varios monjes de edad avanzada estaban arrancando malas hierbas. El hermano Narbert llevó a los visitantes más allá de un nogal, hasta una puerta de madera que se abría en la ladera de la colina.
—¿Una cueva con puerta? —preguntó Ser Hyle, sorprendido.
El septón Meribald sonrió.
—Es el Agujero del Ermitaño. El primer hombre santo que llegó aquí vivió en él, y obró tales maravillas que pronto acudieron otros para unírsele. Eso fue hace dos mil años. La puerta es un poco posterior.
Quizá dos mil años atrás el Agujero del Ermitaño hubiera sido un lugar húmedo y oscuro, con suelo de tierra y el sonido constante del agua que goteaba, pero eso había cambiado. La cueva en la que entraron Brienne y sus acompañantes había sido transformada en un santuario cálido y cómodo. Había alfombras de lana en el suelo y tapices en las paredes. Las largas velas de cera de abeja proporcionaban luz más que suficiente. El mobiliario era extraño, pero sencillo: una mesa alargada, un banco, un arcón, varias estanterías altas llenas de libros, unas sillas... Todo era de madera de deriva, piezas de formas extravagantes ensambladas con habilidad y pulidas hasta que resplandecían con brillo dorado a la luz de la vela.
El Hermano Mayor no era tal como Brienne había esperado. Para empezar, ni siquiera era mayor. Los monjes que habían visto arrancando malas hierbas en el huerto tenían los hombros cargados y las espaldas encorvadas de los ancianos, mientras que él estaba erguido, alto, y se movía con la energía de un hombre en sus mejores años. Tampoco tenía el rostro amable y bondadoso que esperaba ver en un sanador. Su cabeza era grande y cuadrada; sus ojos, astutos; su nariz, roja y venosa. Llevaba tonsura, pero tenía el cuero cabelludo tan mal afeitado como la fuerte mandíbula.
«Parece más habituado a romper huesos que a curarlos», pensó la Doncella de Tarth cuando el Hermano Mayor cruzó la estancia a zancadas para abrazar al septón Meribald y dar unas palmaditas al perro.
—Siempre es un día grato cuando nuestros amigos Meribald y el perro nos honran con otra visita —anunció antes de volverse al resto de sus invitados—. Y siempre es un placer recibir caras nuevas. No vemos muchas.
Meribald siguió el ritual habitual de cortesía antes de sentarse en el banco. A diferencia del septón Narbert, el Hermano Mayor no pareció preocupado por el sexo de Brienne, pero su sonrisa vaciló y desapareció cuando el septón le dijo a qué habían ido Ser Hyle y ella.
—Ya veo —fue lo único que dijo sobre el asunto—. Debéis de tener sed. Bebed un poco de nuestra sidra dulce para quitaros de la garganta el polvo de los caminos. —También él se sirvió. Las copas eran de madera de deriva; no había dos iguales. Brienne les dedicó alabanzas—. Mi señora es demasiado amable —le respondió—. Lo único que hacemos es tallar y pulir la madera. Aquí recibimos muchas bendiciones. Cuando el río llega a la bahía, las corrientes y las mareas se enfrentan, y empujan hasta nuestras orillas muchas cosas extrañas y maravillosas. La madera de deriva es lo de menos. Hemos encontrado copas de plata, ollas de hierro, sacos de lana, fardos de seda, cascos oxidados y espadas brillantes... Hasta rubíes.
Ser Hyle se mostró muy interesado.
—¿Rubíes de Rhaegar?
—Es posible. ¿Quién sabe? La batalla tuvo lugar a muchas leguas de aquí, pero el río es incansable y paciente. Ya nos han llegado seis. Estamos esperando el séptimo.
—Mejor rubíes que huesos. —El septón Meribald se estaba frotando el pie para quitarse el barro de entre los dedos—. No todos los regalos del río son tan gratos. A los buenos hermanos también les llegan cadáveres. Vacas y ciervos ahogados, cerdos tan hinchados que parecen caballos pequeños... y cadáveres humanos.
—Últimamente, demasiados. —El Hermano Mayor suspiró—. Nuestro sepulturero no tiene descanso. Hombres de los ríos, de Occidente, norteños... Todos acaban aquí, caballeros y villanos por igual. Los enterramos codo con codo, Stark y Lannister, Blackwood y Bracken, Frey y Darry. Es el deber que nos impone el río a cambio de todos sus regalos, y lo hacemos tan bien como podemos. Pero a veces también encontramos alguna mujer, o peor, un niño. Son los regalos más crueles. —Se volvió hacia el septón Meribald—. Espero que tengáis tiempo de absolvernos de nuestros pecados. Nadie nos ha escuchado en confesión desde que los asaltantes mataron al anciano septón Bennet.
—Sacaré tiempo —le aseguró Meribald—, aunque espero que tengáis mejores pecados que la última vez que pasé por aquí. —El perro ladró—. ¿Lo ves? Hasta él se aburrió.
Podrick Payne estaba desconcertado.
—Creía que no podían hablar. Bueno, con nadie. Los monjes. Los otros, no vos.
—Se nos permite romper el silencio para confesarnos —dijo el Hermano Mayor—. Es difícil hablar del pecado con señas y movimientos de cabeza.
—¿Quemaron el septo de Salinas? —quiso saber Hyle Hunt.
La sonrisa se esfumó.
—En Salinas lo quemaron todo menos el castillo. Y eso porque era de piedra, aunque tanto habría dado que fuera de sebo, para lo que le ha servido a la ciudad... Tuve que tratar a varios supervivientes. Los pescadores me los trajeron cuando se apagaron las llamas y pudieron volver a tierra firme sin temor. A una pobre mujer la habían violado una docena de veces, y sus pechos... Mi señora, puesto que lleváis armadura de hombre, no os ahorraré estos horrores. Tenía los pechos desgarrados y mordidos, devorados, como si... Como si alguna bestia cruel... Hice lo que pude por ella, aunque fue bien poca cosa. Mientras agonizaba, sus peores maldiciones no eran para los hombres que la habían violado, ni para el monstruo que había devorado su carne palpitante, sino para Ser Quincy Cox, que atrancó sus puertas cuando los bandidos entraron en la ciudad y se quedó sentado a salvo tras los muros de piedra mientras su pueblo gritaba y moría.
—Ser Quincy es un anciano —dijo el septón Meribald, afable—. Sus hijos y sus yernos están muy lejos o han muerto; sus nietos no son más que niños, y tiene dos hijas. ¿Qué podía hacer un hombre solo contra tantos?
«Podía intentarlo —pensó Brienne—. Podía morir. Joven o viejo, un verdadero caballero debe cumplir su juramento de proteger a los que son más débiles que él, o morir en el intento.»
—Palabras ciertas, y muy sabias —le dijo el Hermano Mayor al septón Meribald—. Sin duda, Ser Quincy pedirá vuestro perdón cuando paséis a Salinas. Me alegra que estéis aquí para dárselo. Yo no podría. —Dejó a un lado la copa de madera y se levantó—. Pronto sonará la campana de la cena. ¿Queréis venir conmigo al septo para rezar por las almas de los bondadosos habitantes de Salinas antes de que nos sentemos a partir el pan y compartir un poco de pescado e hidromiel, amigos míos?
—De buena gana —dijo Meribald. El perro ladró.
La cena en el septrio fue la comida más extraña que había tomado Brienne, aunque en absoluto desagradable. Todo lo que les sirvieron era sencillo, pero muy bueno. Había hogazas de pan todavía caliente, cuencos de mantequilla recién batida, miel de las colmenas del septrio y un guiso espeso de cangrejos, mejillones y al menos tres clases de pescado. El septón Meribald y Ser Hyle bebieron el hidromiel que hacían los monjes y declararon que era excelente; Podrick y ella prefirieron seguir con la sidra dulce. Tampoco fue una comida triste. Antes de que llegaran las bandejas, Meribald recitó una plegaria, y mientras los monjes comían sentados alrededor de cuatro mesas largas, uno de ellos tocaba el arpa y llenaba la estancia con su agradable sonido. Cuando el Hermano Mayor dio permiso al músico para ir a comer, el hermano Narbert y otro personero leyeron por turnos pasajes de
La estrella de siete puntas
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Cuando terminaron las lecturas, los novicios encargados de servir ya habían retirado los últimos restos. Casi todos eran niños de la edad de Podrick o aún menores, pero también había hombres, entre ellos el corpulento sepulturero que habían visto en la colina, que se movía con los andares torpes de un lisiado. La estancia se fue vaciando, y el Hermano Mayor le pidió a Narbert que acompañara a Podrick y a Ser Hyle a sus jergones de los claustros.
—Espero que no os importe compartir una celda. No es grande, pero estaréis cómodos.
—Quiero quedarme con el ser —dijo Podrick—. O sea, mi señora.
—Lo que hagáis Lady Brienne y tú en otro lugar queda entre vosotros y los Siete —dijo el hermano Narbert—, pero en la Isla Tranquila, los hombres y las mujeres no duermen bajo el mismo techo a menos que estén casados.
—Tenemos unas modestas casitas para las mujeres que nos visitan, ya sean damas nobles o muchachas aldeanas —dijo el Hermano Mayor—. No se utilizan a menudo, pero las mantenemos limpias y secas. ¿Me permitís mostraros el camino, Lady Brienne?
—Sí, gracias. Ve con Ser Hyle, Podrick. Estamos aquí como invitados de los santos hermanos. Bajo su techo, sus reglas.
Las casitas de las mujeres estaban en el lado este de la isla, y desde ellas se dominaban una vasta extensión de lodazales y las aguas lejanas de la bahía de los Cangrejos. Allí hacía más frío que en el lado resguardado, y todo era más agreste. La colina era más empinada; el sendero serpenteaba entre hierbajos, zarzas, rocas erosionadas por el viento y arbolillos flacos y retorcidos que se aferraban con tenacidad a la ladera pedregosa. El Hermano Mayor llevaba un farol para iluminarse en la bajada. Se detuvo cuando doblaron una curva.
—En una noche despejada, desde aquí se podían ver las hogueras de Salinas. Al otro lado de la bahía, justo allí —señaló.
—No hay nada —dijo Brienne.
—Sólo queda el castillo. Se han marchado hasta los pescadores, los pocos afortunados que estaban en el agua cuando llegaron los saqueadores. Vieron arder sus hogares; oyeron los gritos y los gemidos por todo el puerto, demasiado asustados para volver a tierra. Cuando por fin desembarcaron fue para enterrar a amigos y parientes. ¿Qué les queda en Salinas aparte de huesos y recuerdos amargos? Se han ido a Poza de la Doncella o a otras ciudades. —Hizo un gesto con el farol y reanudaron el descenso—. Salinas no ha sido nunca un puerto importante, pero de cuando en cuando llegaban barcos. Eso era lo que buscaban los saqueadores, una galera o una coca que los llevara al otro lado del mar Angosto. Al no encontrar ninguna, descargaron su rabia contra los ciudadanos. Decidme, mi señora, ¿qué pensáis encontrar allí?
—A una niña —le dijo—. Una doncella joven, de trece años, de rostro hermoso y cabello castaño rojizo.
—Sansa Stark. —Pronunció el nombre en voz baja—. ¿Creéis que esa pobre niña está con el Perro?
—El dorniense me dijo que la niña se dirigía a Aguasdulces. Timeon. Era un mercenario, miembro de la Compañía Audaz, un asesino, un ladrón y un mentiroso, pero creo que en esto no mentía. Dijo que el Perro la había secuestrado y se la había llevado.
—Ya. —El camino describió otra curva, y las casitas aparecieron ante ellos. El Hermano Mayor había dicho que eran modestas. Tenía razón. Parecían colmenas de piedra, bajas, redondas, sin ventanas—. Esta —indicó señalando la más cercana, la única de la que salía humo por el agujero del centro del tejado. Brienne tuvo que agacharse al entrar para no golpearse con el dintel. Dentro, el suelo era de tierra; había un jergón de paja, pieles y mantas para abrigarse, una palangana con agua, una frasca de sidra, pan y queso, una pequeña hoguera y dos sillas bajas. El Hermano Mayor se sentó en una y dejó el farol en el suelo—. ¿Puedo quedarme un momento? Tenemos que hablar.
—Como queráis. —Brienne se desabrochó el cinto, lo colgó de la segunda silla y se sentó en el jergón con las piernas cruzadas.
—El dorniense no os mintió —empezó el Hermano Mayor—, pero me temo que no le entendisteis. Seguís al lobo que no es, mi señora. Eddard Stark tenía dos hijas. La que se llevó Sandor Clegane era la otra, la pequeña.
—¿Arya Stark? —Brienne se quedó mirándolo boquiabierta, atónita—. ¿Estáis seguro? ¿La hermana de Lady Sansa sigue viva?
—En aquel momento, sí —dijo el Hermano Mayor—. A estas alturas... Ya no lo sé. Puede que estuviera entre los niños que asesinaron en Salinas.
Aquellas palabras fueron para ella como un cuchillo en el vientre.
«No —pensó Brienne—. No, sería demasiado cruel.»
—Puede que estuviera... Así que no estáis seguro.
—Estoy seguro de que la niña iba con Sandor Clegane cuando pasaron por la posada de la encrucijada, la que dirigía Masha Heddle antes de que los leones la ahorcaran. Estoy seguro de que iban camino de Salinas. Aparte de eso... No. No sé dónde está, ni si aún vive. Pero hay una cosa que sí sé: el hombre al que perseguís ha muerto.
Aquello fue otro golpe.
—¿Cómo murió?
—Por la espada, igual que había vivido.
—¿Lo sabéis a ciencia cierta?
—Yo mismo lo enterré. Si queréis, os puedo decir dónde está su tumba. Lo cubrí con piedras para que los carroñeros no lo devorasen, y puse su yelmo encima del montículo para señalar el lugar donde descansaba para siempre. Fue un grave error. Algún otro viajero lo encontró y se lo quedó. El hombre que violó y asesinó en Salinas no era Sandor Clegane, aunque tal vez fuera igual de peligroso. Las tierras de los ríos están llenas de carroñeros como él. No diré que son lobos; los lobos se comportan con más nobleza. Y también los perros.
»Sé algo de ese tal Sandor Clegane. Fue el escudo juramentado del príncipe Joffrey durante muchos años; hasta aquí nos llegaban las noticias de sus acciones. Si la mitad de lo que nos dijeron era verdad, se trataba de un ser amargado y atormentado, un pecador que se burlaba de los dioses y de los hombres. Servía, pero no encontraba orgullo en ello. Luchaba, pero no encontraba alegría en la victoria. Bebía para ahogar el dolor en un mar de vino. No quería a nadie y nadie lo quería. Sólo lo impulsaba el odio. Cometió muchos pecados, pero nunca buscó perdón. Mientras otros hombres sueñan con el amor, la gloria o las riquezas, Sandor Clegane soñaba con matar a su propio hermano, un pecado tan espantoso que me estremezco con sólo mencionarlo. Pero ese era el pan que lo nutría, la leña que alimentaba su fuego. Por vil que fuera, la esperanza de ver la sangre de su hermano en su espada era lo que daba vida a esa criatura triste y furiosa... Y hasta eso le fue arrebatado cuando el príncipe Oberyn de Dorne hirió a Ser Gregor con una lanza envenenada.