—Los sabuesos volvieron a dar con el rastro al norte del Pantano de la Bruja —respondió la dama—. Walder nos asegura que estaban a apenas medio día de distancia cuando desaparecieron en el Cuello.
—Ojalá se pudran ahí —declaró Ser Kennos con tono alegre—. Si los dioses son bondadosos, las arenas movedizas los engullirán, o si no, los devorarán los lagartos león.
—O los acogerán los comerranas —apuntó Ser Danwell Frey—. Los lacustres son capaces de dar refugio a los bandidos.
—Ojalá fueran sólo ellos —apuntó Lady Mariya—. Algunos señores de los ríos también son uña y carne con los hombres de Lord Beric Dondarrion.
—Y el pueblo —sorbió su hija—. Ser Harwyn dice que los esconden y les dan comida, y que cuando les preguntan por dónde se han ido, mienten. ¡Mienten a sus propios señores!
—Cortadles la lengua —apremió el Jabalí.
—Sí, así será más fácil que os respondan —dijo Jaime—. Si queréis que os ayuden, antes tenéis que conseguir que os aprecien. Así lo consiguió Arthur Dayne cuando cabalgó contra la Hermandad del Bosque Real. Pagaba a los aldeanos la comida que tomábamos, planteaba sus querellas ante el rey Aerys, amplió las tierras de pasto en torno a sus pueblos y hasta les consiguió el derecho de talar cierto número de árboles al año y cazar unos pocos ciervos del rey en otoño. La gente de los bosques había confiado en Toyne para que la defendiera, pero Ser Arthur hizo por ella mucho más que la Hermandad, y así se la ganó para nuestro bando. El resto fue sencillo.
—El Lord Comandante habla con sabiduría —dijo Lady Mariya—. Nunca nos libraremos de esos bandidos a menos que el pueblo llegue a apreciar a Lancel tanto como apreció a mi padre y a mi abuelo.
Jaime echó un vistazo a la silla vacía de su primo.
«Pues Lancel no se va a ganar ese aprecio a base de oraciones.»
Lady Amerei hizo un puchero.
—Os lo ruego, Ser Jaime, no nos abandonéis. Mi señor os necesita, y yo también. Corren tiempos aterradores. Hay noches en que el miedo no me deja dormir.
—Mi lugar está con el rey, mi señora.
—Vendré yo —se ofreció el Jabalí—. Cuando acabemos en Aguasdulces, tendré ganas de más batalla. No es que Beric Dondarrion vaya a ser mucho rival. Lo recuerdo de antiguos torneos. Un muchacho guapo con una capa bonita. Menudo e inexperto.
—Eso fue antes de que muriese —dijo el joven Arwood Frey—. Según dice la gente, la muerte lo ha cambiado. Es posible matarlo, pero no se queda muerto. ¿Cómo se lucha contra alguien así? Y luego está el Perro. Asesinó a veinte hombres en Salinas.
El Jabalí soltó una carcajada.
—Serían veinte taberneros gordos. O veinte criados que se mearon en los calzones. O veinte hermanos mendicantes armados con cuencos. No veinte caballeros. No a mí.
—En Salinas hay un caballero —insistió Ser Arwood—. Se escondió tras sus murallas mientras Clegane y sus perros rabiosos asolaban la ciudad. No habéis visto lo que hizo, ser. Yo sí. Cuando llegaron los informes a Los Gemelos, baje a caballo con Harys Haigh y su hermano Donnel, junto con un centenar de arqueros y soldados. Creíamos que era cosa de Lord Beric y esperábamos dar con su rastro. Lo único que queda de Salinas es el castillo; Ser Quincy estaba tan asustado que no nos abrió las puertas; sólo habló a gritos con nosotros desde las almenas. Lo demás eran huesos y cenizas. Una ciudad entera. El Perro pasó los edificios por la antorcha y a sus habitantes por la espada, y se marchó riéndose. Las mujeres... No os creeríais lo que hizo con algunas de las mujeres. No pienso hablar de eso en la mesa. Me entraron náuseas sólo con verlo.
—Yo lloré al enterarme —dijo Lady Amerei.
Jaime bebió un trago de vino.
—¿Por qué estáis tan seguros de que fue el Perro? —Lo que describían parecía más propio de Gregor que de Sandor. Sandor siempre había sido despiadado, desde luego, pero el verdadero monstruo de la Casa Clegane era su hermano.
—Lo vieron —señaló Ser Arwood—. Ese yelmo que lleva es inconfundible e inolvidable, y unos cuantos sobrevivieron para contarlo. La niña a la que violó, unos chiquillos que se escondieron, una mujer que encontraron atrapada bajo una viga, los pescadores que vieron la carnicería desde sus botes...
—No lo llaméis carnicería —pidió Lady Mariya en voz baja—. Es un insulto para los carniceros honrados. Lo de Salinas fue obra de una bestia disfrazada de ser humano.
«Vivimos en tiempos de bestias —reflexionó Jaime—. De leones, lobos y perros rabiosos; de grajos y cuervos carroñeros.»
—Cuánta maldad. —El Jabalí se volvió a llenar la copa—. Lady Mariya, Lady Amerei, vuestra aflicción me ha conmovido. Os doy mi palabra; en cuanto caiga Aguasdulces, volveré para dar caza al Perro y lo mataré en vuestro nombre. No me dan miedo los chuchos.
«Este debería daros miedo.» Los dos hombres eran fuertes y corpulentos, pero Sandor Clegane era mucho más rápido, y luchaba con una brutalidad con la que Lyle Crakehall no podía rivalizar.
Lady Amerei, en cambio, se mostró encantada.
—Sois un verdadero caballero, Ser Lyle, al acudir en auxilio de una dama en apuros.
«Al menos no ha dicho
doncella
.» Jaime fue a coger la copa, pero la derribó sin querer. El mantel de lino absorbió el vino. Sus compañeros fingieron no darse cuenta de como se extendía la mancha roja. «Cortesía de mesa noble», se dijo, pero tenía el mismo sabor que la compasión. Se levantó bruscamente.
—Disculpadme, por favor, mis señoras.
Lady Amerei puso cara de desolación.
—¿Ya nos dejáis? Aún faltan el venado y los capones rellenos de puerros y setas.
—No me cabe duda de que todo estará delicioso, pero no podría comer un bocado más. Tengo que ver a mi primo.
Jaime hizo una reverencia y los dejó comiendo.
En el patio también había hombres comiendo. Los gorriones se habían reunido en torno a una docena de hogueras para calentarse las manos mientras las salchichas chisporroteaban encima de las llamas. Debían de ser un centenar.
«Bocas inútiles.» Jaime se preguntó cuántas salchichas tendría en reserva su primo, y cómo pensaba dar de comer a los gorriones cuando se acabaran. «Como no consigan una cosecha, en invierno acabarán comiendo ratas.» Y, tan avanzado el otoño, había pocas posibilidades de que lo lograran.
El septo estaba en el patio del castillo. Era una edificación sin ventanas, de siete paredes, con puertas de madera labrada y techo de tejas. Había tres gorriones sentados en las escaleras de la entrada. Se levantaron al ver acercarse a Jaime.
—¿Adónde vais, mi señor? —preguntó el más menudo de los tres, que también era el más barbudo.
—Adentro.
—Su Señoría está rezando.
—Su Señoría es mi primo.
—Bueno, mi señor —intervino otro gorrión, un hombretón calvo con una estrella de siete puntas pintada encima de un ojo—, en tal caso, imagino que no querréis distraer a vuestro primo de sus oraciones.
—Lord Lancel está suplicando al Padre que lo guíe —aportó el tercer gorrión, el que no tenía barba. Jaime había pensado que era un muchacho, pero por la voz delató su condición de mujer, aunque vistiera harapos informes y restos de armadura—. Reza por el alma del Septón Supremo y por las de todos los que han muerto.
—Mañana seguirán muertos —respondió Jaime—. El Padre tiene más tiempo que yo. ¿Sabéis quién soy?
—Algún señor —dijo el hombre de la estrella en la frente.
—Algún tullido —dijo el menudo de la barba espesa.
—El Matarreyes —dijo la mujer—, pero nosotros no somos reyes, sólo Clérigos Humildes, y no podéis entrar a menos que lo diga Su Señoría. —Cogió un garrote con púas, y el hombre menudo alzó un hacha.
Las puertas se abrieron a sus espaldas.
—Dejad pasar en paz a mi primo, amigos —dijo Lancel con voz suave—. Lo estaba esperando.
Los gorriones se apartaron.
Lancel le pareció aún más delgado que en Desembarco del Rey. Iba descalzo, vestido con una sencilla túnica de lana basta sin teñir con la que parecía más un mendigo que un señor. Se había afeitado la coronilla, pero la barba le había crecido un poco. Llamarla pelusa de melocotón habría sido insultar a los melocotones. Casaba mal con el pelo canoso que le rodeaba las orejas.
—Joder, primo, ¿has perdido el juicio? —le preguntó Jaime cuando se quedaron a solas en el septo.
—Prefiero decir que he encontrado la fe.
—¿Dónde está tu padre?
—Se ha ido. Nos peleamos. —Lancel se arrodilló ante el altar de su otro Padre—. ¿Quieres rezar conmigo, Jaime?
—Si rezo mucho, ¿el Padre me dará otra mano?
—No, pero el Guerrero te dará valor, el Herrero te prestará fuerzas y la Vieja te guiará hacia la sabiduría.
—Lo que necesito es una mano. —Los siete dioses se cernían imponentes desde sus altares tallados; la madera oscura brillaba a la luz de las velas. Un tenue olor a incienso impregnaba el aire—. ¿Duermes aquí abajo?
—Cada noche me preparo la cama bajo un altar diferente, y los Siete me envían visiones.
Baelor
el Santo
también había tenido visiones. «Sobre todo cuando ayunaba.»
—¿Cuánto tiempo hace que no comes?
—Mi fe es toda la nutrición que necesito.
—La fe es como las gachas: está mejor con leche y miel.
—Soñé que ibas a venir. En mi sueño sabías qué había hecho, cómo había pecado. Y me matabas.
—Es más probable que te mates tú solo con tanto ayuno. Fue así como llegó Baelor
el Santo
al ataúd, ¿no?
—La estrella de siete puntas dice que nuestras vidas son como llamas de velas. Cualquier brisa nos puede apagar. La muerte nunca ronda lejos de este mundo, y los siete infiernos aguardan a los pecadores que no se arrepintieron de sus pecados. Reza conmigo, Jaime.
—Si rezo, ¿te comes un cuenco de gachas? —Al ver que su primo no respondía, Jaime suspiró—. Deberías estar durmiendo con tu esposa, no con la Doncella. Si quieres conservar este castillo, tienes que engendrar un hijo de sangre Darry.
—Un montón de piedras frías. Yo no lo quería. Yo no lo pedí. Yo sólo deseaba... —Lance se estremeció—. Los dioses me amparen, sólo deseaba ser tú.
Jaime no pudo contener una carcajada.
—Mejor ser yo que Baelor
el Santo
. Darry necesita un león, primo. Igual que tu pequeña Frey. Se le humedece la entrepierna cada vez que alguien habla de Peñafuerte. Si todavía no se ha acostado con él, no tardará.
—Si se aman, les deseo felicidad.
—Un león no puede tener cuernos. La tomaste como esposa.
—Dije unas cuantas palabras y le puse una capa roja, pero sólo para complacer a mí padre. El matrimonio requiere consumación. Al rey Baelor lo obligaron a casarse con su hermana Daena, pero no vivieron jamás como marido y mujer, y la repudió en cuanto lo coronaron.
—Habría prestado mejor servicio al reino cerrando los ojos y follándosela. He estudiado un poco de historia, suficiente para saberlo. Sea como sea, no eres Baelor
el Santo
.
—No —reconoció Lancel—. Pocos hay como él, un espíritu puro, valeroso e inocente que no se dejó mancillar por los males de este mundo. Yo, en cambio, soy un pecador con muchas cosas que expiar.
Jaime puso una mano en el hombro de su primo.
—¡Qué sabrás tú de pecados, primo! Yo maté a mi rey.
—El hombre valiente mata con una espada; el cobarde, con un pellejo de vino. Los dos somos matarreyes, ser.
—Robert no era un verdadero rey. Incluso hay quien te diría que el venado es la presa natural del león. —Jaime notaba los huesos bajo la piel de su primo... y también algo más. Bajo la túnica, Lancel llevaba una camisa de cerdas—. ¿Qué más has hecho para necesitar tanta penitencia? Dímelo.
Su primo inclinó la cabeza y las lágrimas le corrieron por las mejillas. Aquellas lágrimas fueron toda la respuesta que Jaime necesitaba.
—Mataste al Rey —dijo—, y luego te follaste a la Reina.
—Yo jamás...
—¿Jamás te acostarías con mi querida hermana?
«Dilo. ¡Dilo!»
—Nunca derramé mi semilla en... En su...
—¿Coño? —sugirió Jaime.
—... vientre —terminó Lancel—. Si no se acaba dentro de ella, no es traición. Yo la consolaba tras la muerte del Rey. Vos estabais prisionero; vuestro padre, en el campo de batalla, y vuestro hermano... Ella le tenía miedo, y con motivo. Me obligó a traicionarla.
—¿De verdad? —«¿Lancel, Ser Osmund y cuántos más? ¿Lo del Chico Luna era sólo sarcasmo?»—. ¿La forzaste?
—¡No! Yo la amaba. Quería protegerla.
«Querías ser yo.» Le picaban los dedos perdidos. El día que su hermana acudió a la Torre de la Espada Blanca para suplicarle que renunciara a sus votos se rió de él cuando se negó, y alardeó de haberle mentido mil veces. Jaime lo había tomado por un torpe intento de devolverle el daño que él le había hecho. «Pero puede que fuera la única verdad que me ha dicho en su vida.»
—No pienses mal de la Reina —suplicó Lancel—. La carne siempre es débil, Jaime. Nuestro pecado no tuvo consecuencias. No... No hubo ningún bastardo.
—No. Es difícil hacer bastardos corriéndose fuera. —¿Qué diría su primo si le confesaba sus pecados, las tres traiciones a las que Cersei había llamado Joffrey, Tommen y Myrcella?
—Después de la batalla estaba enfadado con Su Alteza, pero el Septón Supremo me dijo que debía perdonarla.
—Así que le confesaste tus pecados a Su Altísima Santidad, ¿eh?
—Rezó por mí cuando me hirieron. Era un buen hombre.
«Y ahora está muerto. Las campanas doblaron por él.» ¿Qué diría su primo si conociera las consecuencias de su confesión?
—Eres idiota, Lancel.
—No te equivocas —respondió—, pero he dejado atrás mis idioteces. Le he pedido al Padre que me muestre el camino, y lo ha hecho. Voy a renunciar al título de señor y a la esposa que me impusieron. Peñafuerte se puede quedar con el uno y la otra, si quiere. Mañana volveré a Desembarco del Rey y pondré mi espada al servicio del nuevo Septón Supremo y de los Siete. Voy a pronunciar los votos y unirme a los Hijos del Guerrero.
El chico no decía más que tonterías.
—Los Hijos del Guerrero fueron proscritos hace trescientos años.
—El nuevo Septón Supremo los ha reinstaurado. Ha lanzado una llamada pidiendo buenos caballeros que pongan sus vidas y sus espadas al servicio de los Siete. También ha reinstaurado la orden de los Clérigos Humildes.
—¿Por qué lo va a permitir el Trono de Hierro?